viernes, 28 de noviembre de 2025

El imperio Coppola

Relativamente "exigua" en número de películas —unas 25, aunque varias de duración superior a la normal—, para llevar ya cuarenta años en activo (al menos, si se compara su producción con la de los directores de la época habitualmente considerada hoy como "clásica"), la filmografía de Francis Ford Coppola se cuenta entre las pocas del cine estadounidense que todavía podríamos sin excesivo escándalo denominar "reciente" —el realizado precisamente en estos últimos cuatro decenios: empezó su carrera justo cuando se comenzaba a desmoronar el sistema, todo lo discutible que se quiera, que había hecho y mantenido la grandeza de Hollywood— que admitiría, sin inaceptable hipérbole —de las que tan a menudo suscita o provoca el personaje en cuestión, y no digamos tras su definitiva elevación a los altares en el cincuentenario del Festival de San Sebastián y en las casi sincrónicas votaciones decenales de las mejores películas de la Historia del Cine que organiza la académica revista británica Sight & Sound—, el calificativo de imponente, que con mucho prefiero —pese a su desuso— al de "colosal", a veces retóricamente (o por la creciente contaminación de la crítica por la jerga y hasta la intención publicitaria) aplicado a una obra que, junto a grandes superproducciones, cierto es, cuenta también en sus filas con piezas de normal y hasta relativamente modesto —para lo allí usual— presupuesto, y no por ello menos interesantes, significativas, logradas, importantes, impresionantes o emocionantes (que es lo que importa, más que su coste o su rentabilidad, no digamos su recaudación bruta en taquilla) que las que, por su volumen y amplitud, dominan el edificio —un tanto heteróclito e irregular— que poco a poco, con largos periodos de inactividad o trabajosa preparación y elaboración, ha venido construyendo el cineasta.

Dejando de lado sus otras muchas actividades, más suplementarias que verdaderamente complementarias —desde las iniciales de guionista hasta las hoy casi predominantes de empresario vinícola o promotor de revistas literarias o de información general, ahora Story, antes City; ¿será significativo el salto desde el espacio urbano a la narración?— que se disputan con la dirección su tiempo, su energía y su imaginación, e incluso dejando a otros colaboradores hipotéticos de este número de Nickel Odeon las iniciativas colaterales —como la producción de películas, propias o ajenas, o el "rescate del retiro", más bien tentativo (o quimérico e ilusorio) que real, quizá sólo lograra desempolvarlos de una triste capa de olvido, de cineastas admirados como Michael Powell y su puesta en contacto con otros, tanto ya igualmente veteranos como Michelangelo Antonioni o Kurosawa como (entonces) jóvenes europeos tipo Wim Wenders, Werner Herzog, Hans Jürgen Syberberg o Ivan Passer—, y no porque carezcan en si de interés (desde luego, para el propio Coppola a veces parecen tener más atractivo que su carrera como director), sino con el fin de tratar de despejar el abigarrado campo de visión que se nos ofrece, a primera vista, cuando contemplamos los trabajos (titánicos pero, desde fuera, de apariencia un tanto perezosa) de Coppola en su totalidad o en conjunto: bastante problemática resulta ya la unidad de su obra "personal" como para entretenerse en sus otras múltiples labores, que más bien añaden confusión, dispersión, desconcierto y hasta contradicciones difíciles de conciliar o de abarcar que orden y claridad.

Por mi parte, prefiero no tomar tampoco en consideración los impersonales subproductos que hizo más como meritorio o aprendiz que como autor, estos sí exageradamente carentes de los mínimos medios indispensables para llevar a divertido, si no buen fin, tan disparatados proyectos, evidentemente más ajenos que propios y, en todo caso, de muy leve interés (incluso como precedentes de algo por venir) y, por suerte, sin continuidad. Y no, conste, porque haya de avergonzarse de ellos ni deba el espectador procurar sortearlos, sino porque creo que a los artistas hay que valorarlos por lo mejor que hacen —sin excluir lo fallido, mientras sea también interesante o personal—, no por cuán bajo hayan sido capaces de caer, y menos todavía si esas insuficiencias o esos desfallecimientos lamentables se sitúan al arranque o al final de su carrera. Dejo a otros la colección y exhibición de "antecedentes penales", a menudo pistas falsas en cuanto al carácter de sus casuales perpetradores aprovechadas como arma arrojadiza por los envidiosos (conscientes o no de ello).

Lo primero que puede decirse es que, al repasar la obra cinematográfica en sentido estricto de Coppola, sea en el recuerdo, sea —mucho mejor— exponiéndose (uno y su memoria) de nuevo al impacto de las propias películas, la sensación predominante es, junto a la de riqueza, de confusión, desorden y hasta cierto agobio.

Parece difícil restablecer un mínimo principio de unidad, de identidad, hasta de orden, con las películas variopintas y multicolores que tienden a etiquetarse bajo el triple nombre de su "autor", Francis Ford Coppola, acto hoy ya reflejo en la mayoría de crítica, hasta cuando nada invita a semejante atribución en una filmografía, y para el que en este caso, de todos modos, suele haber base sobrada: normalmente (aunque hay excepciones), la iniciativa es de Coppola y el control también, por lo menos durante el rodaje; firme o no (y tiende a hacerlo, como guionista sindicado que fue antes de verse "promovido" a realizador), suele escribir los guiones o participar activamente (y, desde luego, casi siempre con derecho a la última palabra) en su elaboración o trasformación, incluso con anterioridad al rodaje (y no digamos en él, ni, para colmo, en el montaje, la sonorización, etc.); las decisiones últimas las toma él también, y suele ser su propio productor, con lo que rara es la ocasión en que ha logrado imponerle sus términos el poderoso estudio que financia o distribuye (o ambas cosas) sus caprichos, obsesiones y tablas de salvación (que de todo hay en su filmografía), aunque también pueden encontrarse encargos ocasionales (como el primer Padrino, el de 1972) de productores (en aquel momento, hoy casi ninguno lo sigue siendo) muy poderosos; a menudo emplea a parientes varios en los equipos técnicos y artísticos, incluso cuando no parece evidente (la actriz Talia Shire se apellida realmente como Francis Ford, y es su hermana), y en varias ocasiones su padre, Carmine, fue el autor o el arreglista o el director de la música, o (cuando Coppola logró fichar a Nino Rota) parte de ella; de lo contrario, tiende a utilizar una y otra vez a los mismos, los que se han ganado su confianza.

Ni siquiera ayuda a poner un poco de orden el no muy riguroso juego al que Coppola se dedicara durante algún tiempo —no queda claro desde qué momento ni anunció cuándo había renunciado a dar esa clave, quizá por no estar muy seguro o haber cambiado de opinión—, consistente en firmar con su nombre íntegro las películas que consideraba más personales, y eliminar su middle name y firmar solo "Francis Coppola" en las que eran más artesanales o respondían a un encargo (o tal vez no le dejaban plenamente satisfecho), es decir, a las que no reconocía —guiño a sus discípulos, exégetas y otros "iniciados"— como completamente "suyas".

Con todo, creo que, sin pecar de injusticia, cabe atribuirle sin remilgos la responsabilidad de todas sus películas, para bien o para mal. El aparente o efectivo (siempre dudoso y discutible, al menos relativo) grado de libertad del artista tampoco es un criterio que lleve muy lejos en esta tentativa de poner orden y claridad donde ni lo uno ni lo otro abundan en demasía, como puede comprobarse al observar que las películas más apasionantes, logradas o sonadas de Coppola se reparten más o menos equitativamente entre las que pusieron en marcha otros y luego le encomendaron su realización y las promovidas desde su mismísima concepción por FFC, sea en solitario o acompañado de algún socio, acólito o cómplice, y sean éstos ocasionales o amigos de toda la vida.

La confusión reinante es, pues, notable, como lo son los contrastes de tamaño, tono, estilo, ritmo o enfoque. Visto negativamente, podría hablarse incluso de caos, de un magma confuso e informe, aunque no sé que pueda exigírsele otra cosa a un artista: bastante tiene con hacer su obra como para ponerle orden y garantizar su coherencia; sería añadirle cargas y problemas para exclusiva comodidad y conveniencia de críticos, historiadores y estudiosos, con el agravante de hacer al autor más consciente de su propio "ego" de lo que suelen serlo.

En todo caso, sería difícil negarle a Coppola personalidad; pero no sería fácil, en cambio, definir su estilo como algo coherente y evolutivo, como ese "algo" indefinible —pero más o menos descriptible— que, a pesar de sus adaptaciones a las reglas y convenciones de cada género, de las limitaciones o los excesos que permite cada presupuesto y de las tendencias o modas que son de "curso legal" en cada época, conserva siempre un cierto "aire de familia". Sus intereses y preocupaciones son de lo más amplio y variable, y si su temperamento puede considerarse como "obsesivo", lo cierto es que no tiene una obsesión excluyente, sino varias a menudo simultáneas, y por ello no puede describírsele como monomaníaco ni monotemático, y mucho menos tacharle de monótono. Podría tomarse esta diversidad de enfoques como una demostración de su espíritu independiente y experimentador, o indicio de un cierto afán por explorar nuevos territorios y rehuir la repetición (y con ella la tentación del perfeccionismo y de la autocorrección permanente), pero temo que a costa de incurrir en hipérboles o meras exageraciones, y no conviene sumar las del observador a las ya patentes en el objeto de nuestro estudio, si de veras tratamos de introducir un poco de orden y sistema, de arrojar luz sobre una carrera que parece presidida al alimón por el capricho y la pereza, el entusiasmo y la duda, la ambición y la modestia, la publicidad y cierta huraña vocación eremita, la autoafirmación y la inseguridad, la megalomanía y los complejos de inferioridad cultural frente a Europa, la fobia a verse encasillado y la tentación de regresar al lugar del "crimen", según una pauta esquizoide nada infrecuente entre los cineastas de su generación, y agudizada en los americanos.

Sin duda, es Coppola un personaje complejo, contradictorio y... poderoso. Esto último le permite cambiar de opinión con relativa facilidad, cancelar un proyecto en marcha —pese a lo mucho ya invertido—, rehacer parte de lo rodado o eliminarlo en el montaje, ocultar lo que hace o permanecer alejado del plató durante años, renacer de sus cenizas y recomponer su imperio después de haberse endeudado y arruinado —ha quebrado varias veces—, triunfar sin que el éxito le suponga un estímulo o un acicate o perder sin por ello desanimarse apenas ni, menos todavía, rendirse o hundirse definitivamente. En resumen, ha conquistado la infrecuente opción de contradecirse.

Y en la medida —dudosa en cuanto a la fidelidad, precisión y proporción, pero innegable— en que sus películas, casi inevitablemente, reflejan al menos una parte (o parte de una faceta) de su manera de ser, no es raro que parezcan, sobre todo a primera vista, como heterogéneas y hasta incompatibles no sólo al comparar unas con otras, sino hasta algunas de sus secuencias entre ellas, dentro de una misma obra, como sucede, con mayor o menor intensidad, en creo que todas, con la excepción de, quizá, el primer (y por entonces único) Padrino.

Quizá no sea fácil, a partir de esas pistas, hacer un retrato-robot del personaje —lo cual tampoco es imprescindible—, y alguna de sus películas, de carecer de títulos de crédito, dudaríamos en atribuírsela de inmediato y sin la menor duda (como sucede, en cambio, casi sin excepción, en el caso de Hitchcock, o igualmente, aunque de forma algo menos patente e instantánea, en los de Hawks o Ford), pero eso no equivale tampoco, ni mucho menos, a insinuar que sean anónimas; gusten o no, adocenadas y convencionales sí que no son, y ni sus trabajos más "alimenticios" o "recaudatorios", que normalmente ha hecho suyos a partir de 1972, podrían en justicia tildarse de impersonales.

Quizá la descomposición del propio sistema de Hollywood, a la que asistió, y no como mero espectador o crítico distanciado —regocijado o agorero, tanto da—, sino desde dentro, desempeñando —como otros muchos cineastas de su generación, que entonces eran, en mayoría, jóvenes aprendices y debutantes, dedicados a olvidar mediante el ejercicio práctico las generalidades teóricas que habían estudiado en la Universidad— los más variados cometidos en la "factoría" de Roger Corman, marginal y paupérrima pero totalmente mainstream y tributaria del estado general de la industria, sea el origen de esta cacofonía, que es posible que hasta cierto punto sea voluntaria, o al menos asumida, como parte de una táctica para sobrevivir: abrirse camino, primero, y luego mantener las posiciones conquistadas, en un entorno ferozmente competitivo y en el que la publicidad, el culto a la personalidad —y, por tanto, el autobombo— estaban a la orden del día, por lo que la situación aconsejaba ser astuto y camaleónico, jugar con la ventaja añadida de la sorpresa, del ataque relámpago en el punto más inesperado e incluso, si se terciaba, más distante de la zona de operaciones en la que se había detectado su presencia por última vez.

Esto hace que no pueda ni deba disociarse la actitud variable de Coppola de unas circunstancias muy determinantes y que no cesan de cambiar, con creciente rapidez y de la forma más drástica, ni de la desorientación —al menos temporal— que tales mutaciones súbitas y radicales producen. Si su trayectoria parece errática y despistante no es solo por afán de borrar las huellas y de quitarse de encima a los competidores, o de obtener una difícil primicia en algún nicho inexplorado o provisionalmente no ocupado. Quizá no consiga imponer sus reglas improvisadas o particulares a la industria del espectáculo ni siempre logre negociar con éxito y en beneficio propio (o mutuo) con las grandes compañías financieras y distribuidoras, pero desde luego obliga a que los que le seguimos con interés, curiosidad y atención tengamos que movernos, en lugar de permanecer quietos y utilizar una misma vara de medir, el mismo rasero que para sus otros colegas (ni siquiera Martin Scorsese, Steven Spielberg, Brian De Palma, George Lucas o Terrence Malick, no digamos John Milius, Robert Duvall o Carroll Ballard, mucho menos asiduos).

Y parece claro que no se puede analizar El Padrino (y me refiero ahora a la trilogía, no a su primera entrega) del mismo modo que Apocalypse Now —la de verdad o la reciente versión Redux, más bien Redundante y Reconducida, en todo caso, hacia el gusto corralero del día—, mucho menos que Jardines de piedra o La conversación, o Peggy Sue se casó y no digamos The Rain People; ni siquiera películas que aparecen emparejadas entre sí, como Rumble Fish y The Outsiders, obedecen al mismo planteamiento ni permiten la misma clase de lectura durante la proyección o de análisis tras ella.

Las primeras películas algo personales de Coppola, excesivamente permeables a los gustos del día como para que puedan defenderse (o incluso disfrutarse) en su integridad —y menos aún hoy que entonces, pues su comunión con las modas de los últimos años 60 las hace irremediablemente anticuadas, aunque también las convierta en documentos históricos y explique sus defectos principales—, pese a que You're a Big Boy Now! y Finian's Rainbow tengan ciertos valores y The Rain People sea, en algún sentido, admirable, no son base suficiente para que nadie hubiera podido anticipar que Coppola fuera capaz de hacer algo ni remotamente comparable, en ningún sentido, con The Godfather.

Porque es otro el cineasta que surge con esa película, del mismo modo que Otto Preminger no se manifiesta plenamente hasta Laura. Incluso sorprende el (a la postre, indudable) acierto de la Paramount al encomendar tal superproducción a un director casi novato que, para colmo, no había dado la menor muestra de aptitud o siquiera afinidad con el género, corriendo un riesgo que hoy probablemente ninguna compañía estaría dispuesta a asumir ni sus propietarios finales a dejar que llevara a la práctica, incluso si el director tuviera a su favor algún éxito de taquilla que hasta entonces Coppola no había cosechado todavía.

Porque El Padrino supuso en 1972 —y hoy se ve con mayor claridad— un insospechado rebrote del más perfecto y aparentemente natural y espontáneo clasicismo, de una solidez que ya por entonces parecía perdida hasta como posibilidad para el cine americano, y que se producía, para colmo, en el terreno más insospechado y menos propicio, el de la gran superproducción basada en un bestseller que, para colmo, tocaba temas espinosos y aún latentes (y hasta presentes) y que exigían, para que la película resultase convincente, un alto grado de violencia. No era cuestión de darle un enfoque mítico y abstracto; daba igual que la acción se centrase en 1946, porque lo que Coppola —siguiendo a Mario Puzo— cuenta era todavía entonces —como hoy, treinta años más tarde— de actualidad, no solo historia o leyenda.

En efecto, ¿quién podría imaginar siquiera, no digamos creer si lo pretendiese alguien sin que nosotros mismos pudiéramos verificarlo, que un joven y algo blando cineasta, sin experiencia suficiente, y en su primera confrontación con tal tema, con una época en la que apenas había nacido y con una cantidad de medios y de fondos que superaba a la suma de los de todas las películas anteriores en las que se había visto implicado, iba a ser capaz de superar a todos sus precursores, por muy ilustres y clásicos que fueran, y darnos a esas alturas de la historia la que es la mejor y más profunda de las películas de gángsters, mejor incluso que la precursora y definitiva Scarface?

Cabe preguntarse cómo es tal fenómeno posible —en ningún otro género ha sucedido nada ni remotamente semejante, y hay mejores directores (o al menos tan buenos como Coppola) que no han tenido tal fortuna en sus incursiones en otros territorios archibatidos por el cine de la gran época—, y cómo ha sido capaz Coppola no ya de superar la prueba con honores sino de lograr una obra tan admirable y que tan asombrosamente resiste los asaltos y la marea erosiva de los años: no hay que olvidar que el primer Padrino tiene hoy más a sus espaldas que Stagecoach (La diligencia, 1939) de Ford cuando la vi por primera vez en 1964.

La primera deducción es que algo de lo que contaba Puzo lo llevaba dentro también Coppola, quizá rechazado o ignorado, tal vez olvidado, y que la novela que tenía que adaptar se lo hizo revivir, asumir y reimaginar artísticamente por un doble motivo: para no ser injusto con los suyos y para no resultar completamente inverosímil. Se produce, pues, un encuentro de Coppola con sus raíces italianas (probablemente dormidas, si no denegadas), que tendría consecuencias para el resto de su carrera, reintroduciendo poco a poco la familia tradicional, la lengua de sus padres y hasta referencias cinematográficas insólitas en el cine americano.

Lo segundo que llama la atención es que no se trata de una película basada a su vez en otras películas, como hasta cierto punto cabía esperar. No creo que Coppola se dedicara a revisar la historia del cine de gángsters; y si lo hizo fue, creo yo, para rectificar algunas deformaciones y para evitar repeticiones o copias inconscientes, mimetismos automáticos y atajos fáciles. Nada debe The Godfather a sus precursoras, aunque sean —hoy tras ella, hasta entonces incontestadas— las obras maestras del género, o más bien "subgénero" (ya que se trata, en realidad, de una provincia del más vasto y difuso imperio del cine negro).

No quiero decir que sea imposible detectar alguna huella de otros realizadores en el primer Padrino; se pueden y deben ver, por ejemplo, las de Griffith —ignoro si Coppola había visto The Musketeers of Pig Alley (1912) de D.W. Griffith, pero es la película en la que más me hace pensar, mientras la veo, la trilogía de El Padrino— y John Ford, y hasta ciertos procedimientos —refinados y mejorados— se dirían tomados de David Lean... o de William Wyler.

Ocasionalmente, cabe detectar la sombra de Frank Capra (no en vano ¡Qué bello es vivir! tiene elementos de cine negro y hasta denuncia el caciquismo y el dominio del crimen organizado que se daría en un mundo sin personas como el protagonista, George Bailey, y también los había en otras obras suyas de 1931 a 1948). Pero no las hay del cine "negro" ni de los semidocumentales sobre el gangsterismo y su represión de los años 30, 40, 50 o 60. Desde Sternberg, Hawks, Wellman, Curtiz, Lloyd Bacon, Mamoulian, Walsh, Keighley, LeRoy a Dassin, Kazan, Anthony Mann, Fritz Lang, André de Toth, Allan Dwan, Frank Tuttle, Wise, Robson, Dmytryk, John Berry, Litvak, Robert Aldrich, Siodmak, Fuller, Jacques Tourneur, Lewis Allen, Preminger, Don Siegel, Nicholas Ray, John V. Farrow, John Cromwell, Lewis Milestone, Lewis B. Seiler, Ulmer, Orson Welles, Stanley Kubrick, Phil Karlson o Joseph H. Lewis, todos parecen deliberadamente evitados como referencias plásticas y hasta estructurales. El enfoque es nuevo, y no solo por el color; y se aparta no sólo de los modelos clásicos, anónimos o famosos, sino también del aspecto decorativista del "subgénero retro", tan de moda por esas fechas y representado por El Gran Gatsby, adaptado de F. Scott Fitzgerald por FFC que dirigió Jack Clayton, el remake de Farewell My Lovely (Adiós, muñeca) de Raymond Chandler que realizó Dick Richards en 1975, The Way We Were (Tal como éramos, 1973) de Sydney Pollack o la visión kazaniana de El último magnate de Fitzgerald.

Lo que Coppola consigue, sin que nadie pareciese advertirlo, quizá por producirse en el centro mismo del sistema hollywoodense, en una obra de gran presupuesto y destinada a ser un espectacular éxito de taquilla coronado por los premios de la Academia, es el ejemplo perfecto de lo que, restringido a la exigua parroquia de los previamente convencidos, se consideraba y predicaba unos años antes —muy pocos—, y todavía por entonces, como el ideal de un cine "social" y "político" o al menos "comprometido" y "responsable", es decir, una representación distanciada, reflexiva, brechtiana, que analizase el funcionamiento y las implicaciones de los intereses, grupos y mecanismos en juego o en conflicto en el proceso de evolución histórico-económica de una sociedad concreta, corroída por una corrupción multiforme y en incesante mutación de formas, rostros y métodos, de la que, nada casualmente, el gangsterismo ha sido reiterada metáfora, con antecedentes ilustres que se remontarían, como poco, a La resistible ascensión de Arturo Ui de Bertolt Brecht y El testamento del Doctor Mabuse (1932) de Fritz Lang.

Uno de los rasgos destacados de los Padrinos estriba en que Coppola elude la mitificación o poetización de los gángsters, incluso su justificación sociológica y victimista, pero también su caricatura meramente negativa y esquematizadora, despersonalizada; desde los más poderosos a los más insignificantes y adocenados, casi todos son presentados inequívocamente como delincuentes sin escrúpulos ni freno, sumamente peligrosos y despiadados, capaces de matar a quien pueda ser un obstáculo, un desafío o un peligro, un mal ejemplo, un precedente indeseable. Lo que no impide que tengan, al mismo tiempo, una cierta dignidad —a veces, incluso grandeza—, o que sean tan leales como exigentes o implacables con los suyos. Sin identificarnos verdaderamente con ninguno, Coppola trata —diría yo que con éxito patente— que estemos en condiciones de entenderlos, de apreciar que sus decisiones suelen ser, desde su peculiar punto de vista, razonables y hasta las más convenientes, a la vista de las circunstancias y de las "reglas del juego" que han importado del Viejo Continente. Entiendo que la perspectiva de Coppola haya hecho que algunos consideren fría la primera parte de The Godfather. La peculiar trayectoria de Michael Corleone (Al Pacino) ilustraría por sí sola —y está siempre bien acompañada— la enriquecedora ambigüedad de la postura de Coppola, que consigue individualizar a cada uno de los personajes y liberarlos de cualquier determinismo social, étnico o familiar: asistimos con meridiana claridad al momento de prodigiosa penetración en el que Michael decide asumir la jefatura de la familia, con todo lo que ello implica, y de ese modo acepta un destino que hasta entonces había rechazado y que, de haber querido, hubiera podido evitar, y con él todas las consecuencias que, a corto y a largo plazo, supone para él mismo y para muchas otras personas.

The Godfather. Part II, rodada dos años más tarde y ya con control absoluto del propio Coppola, que se beneficiaba de la independencia conquistada gracias al éxito de la primera, es una película de otro tipo, completamente diferente, a la vez una revisión crítica, en profundidad, de la primera, y una tentativa de explicación que se remonta una y otra vez al pasado, y una visión mucho más subjetiva, libre, personal y estilizada de lo que representa la Mafia. Por estricta necesidad —secundada por una audacia excepcional—, la estructura narrativa y cronológica rompe con todos los patrones admitidos en el cine comercial, y se permite una libertad de movimientos a la que solo Bird de Clint Eastwood —también por necesidad más que por conveniencia— ha osado desde entonces aproximarse.

En esa segunda parte, consecuentemente, son menos los hechos que la visión de Coppola lo que cuenta, y por ello es comprensible que el propio lenguaje cinematográfico pase a un primer piano, por lo que reaparecen las alusiones al cine del pasado, y con unas referencias inusuales en Hollywood —hasta esa generación de cineastas; véase Brian De Palma—, tan minuciosamente ignoradas y marginadas como puedan ser los autores soviéticos (y muy especialmente, S.M. Eisenstein). Frente a una mostración frontal que se sucede casi linealmente, secuencia tras secuencia, como mucho recurriendo al montaje paralelo de Griffith, The Godfather. Part II tiende, como ninguna otra película americana, a lo que cabría describir como una posible actualización del "montaje de atracciones", naturalmente adaptado al cine sonoro y a la muy diversa "textura" del cine americano. Pese a esas influencias, desarrolladas con toda libertad por el propio Coppola, es sin duda la película más personal del cineasta.

The Godfather. Part III es, si se quiere, un apéndice; rodado muchos años más tarde, puede aducirse en su contra que no era estrictamente imprescindible, aunque a mí me parezca un complemento muy interesante, y como tal oportuno y bienvenido. Nada hubiera sucedido, desde luego, si Coppola no hubiera vuelto a ocuparse de los variados destinos de los Corleone, pero, si él lo encontró interesante, no veo razón alguna para llevarle la contraria. Faltaba quizá esa visión operística de una fase ulterior de corrupción y decadencia, que reitera —poniéndola al día— la validez y vigencia de las dos primeras partes, y que no desmerece con respecto a ninguna de ellas, aunque carezca de la capacidad de sorprendernos de que supieron hacer gala, cada una a su manera.

Los tres Padrinos constituyen un territorio aparte, cerrado en sí mismo, dentro de la filmografía de Coppola, que puede analizarse sin tener en cuenta sus restantes películas. Ni las anteriores ni las posteriores; ni siquiera Apocalypse Now, que comparte con ellas la ambición de constituirse en fresco colectivo de un momento crucial de la historia americana, ni las más modestas La conversación y Jardines de piedra son necesarias para comprender la trilogía, aunque, a la recíproca, es posible que ninguna de las obras de Coppola posteriores a The Godfather sean plenamente inteligibles ni calibrables sin tener en cuenta esa reflexión lúcida e implacable sobre la integración de los inmigrantes sicilianos y sus descendientes en América.

En Nickel Odeon nº 29, dedicado a “El padrino” (invierno de 2002)

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