La tercera película del guionista Colin Higgins como director ha supuesto para mí una grata sorpresa, cosa rara en estos tiempos; curiosamente, ha decepcionado amargamente a cuantos —con lo que yo estaba por considerar una envidiable perspicacia— admiraban las dos anteriores, a mi entender llenas de buenas ideas y con cierto talento para la dirección de actrices, pero echadas a perder por el indiscriminado, cuando no torpón, estilo «televisivo» con que estaban filmadas y montadas.
Como «a falta de pan buenas son tortas», yo me atrevería a recomendar a quien no tenga a mano Un rey y cuatro reinas (1956), de Raoul Walsh, y eche de menos ese tipo de películas, desenfadadas y pícaras, algo toscas en apariencia pero inteligentes en el fondo, simpáticamente desvergonzadas, que corra el riesgo de ir a ver The Best Little Whorehouse in Texas (La “casa” más divertida de Texas, 1982). Si, por añadidura, el lector es de los que piensan que Burt Reynolds no es un chulo antipático y presuntuoso que trata de parecerse a Marlon Brando, sino un tipo con sentido del humor y madera desaprovechada de comediante, mejor todavía. Y si conoce como cantante a Dolly Parton —sobre todo en su etapa más auténticamente country— y apreció su dinámica presencia en 9 to 5 (Cómo eliminar a su jefe, 1980), puede disponerse a disfrutar con esta reencarnación de la joven y nada «distinguida» Ann Sothern, de la Gladys George que fue Panama Smith en The Roaring Twenties (1939), de la Claire Trevor de Mando siniestro (1940), de la Ann Sheridan de Pasión ciega (1940), de la Eve Arden de Manpower (1941) y otras mujeres walshianas, que llegan hasta la Jane Russell de Los implacables (1955) y, presumiblemente, The Revolt of Mamie Stover (1956).
Pero La “casa” más divertida de Texas tiene un grave defecto: no es sólo una comedia, sino también un western, y —para colmo— un western actual, con coches, aviones y televisión; encima, hace incursiones en la parodia satírica y el musical; por último, se toma la libertad de adentrarse —con éxito insospechable— en el terreno de la confidencia sentimental, siempre peligroso y hoy un tanto en desuso. Con lo cual sucede que la mayor parte de los espectadores, condicionados por las expectativas creadas por la publicidad y reacios a dejarse sorprender, no sabe muy bien a qué carta quedarse, cómo reaccionar en cada caso, y opta por tomar la retirada, si no física, sí mental, con una actitud de pasiva resignación semejante a la que suele adoptar ante un programa de «variedades» de la televisión.
Temo que Higgins, probablemente formado en dicho medio, o —en cualquier caso— condicionado por él, no haya reparado en el peligro que suponía que su película indujese en el público una postura semejante; de lo contrario, creo que se hubiera decidido a sacrificar —o dejar para ocasión más propicia— algunas de las cartas con que juega en esta película, a fin de conseguir una mayor homogeneidad de tono. Y, en caso de que su carácter variopinto fuese un objetivo irrenunciable, debiera haberse cuidado de conferirle al relato una estructura menos elíptica, un ritmo menos relajado y una tensión dramática superior. De este modo, las cosas quedarían más claras, mejor definidas, y el espectador sabría a qué atenerse sin que las sorpresas agradables le produjeran un cierto desconcierto, como, por lo visto, sucede.
De todas formas, y pese a posibles errores de planteamiento, The Best Little Whorehouse in Texas representa un atisbo de humor y energía dentro de la actual comedia americana. Lo cual, cuando la alternativa de prestigio podría ser La comedia sexual de una noche de verano, del cada vez más pagado de sí mismo Woody Allen, no es poco, y corrobora una vez más mi sospecha de que, aparte «retornos del pasado» (como Boetticher, Fuller, Jerry Lewis, etc.) y algunos marginales (el negro Charles Burnett, Jim Jarmusch), la esperanza de vitalidad del cine americano reside hoy, fundamentalmente, en las películas de serie, de escasa reputación o incluso de «mala nota».
Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982).
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