En realidad, el puesto en la Historia del Cine de Jean Vigo descansa en las dos últimas películas que hizo, el mediometraje Zéro de conduite y el largo L'Atalante. Son dos obras sencillas y directas, que establecen de inmediato una relación emocional con el espectador, por lo que sus faltas de continuidad no entorpecen en lo más mínimo, al menos hoy, su comprensión. Y hago esta salvedad cronológica porque no fue así, sorprendentemente, en su momento: quizá Vigo se adelantaba demasiado a su tiempo como para que le siguieran, pues no cabe explicar de otro modo la ceguera, los malentendidos y las deformaciones que saludaron las escasas y no muy concurridas proyecciones públicas de estas dos películas, cuyas principales virtudes -aliento poético, originalidad, libertad narrativa, talento para la presentación de los personajes y para la dirección de actores, ritmo, belleza visual- resultan en la actualidad tan evidentes que ni se discuten. Por supuesto, hay ciertas "imperfecciones" de ambas, explicables por las condiciones de rodaje -premura, escasez de medios- a las que nos han habituado el neorrealismo y, sobre todo, la nueva ola francesa, por lo que hoy resulta menos llamativo, al menos desde un punto de vista negativo, el carácter de "inacabadas" que tienen, y es más fácil que los espectadores rellenen por su cuenta, sin protestar ni pedir explicaciones, las "lagunas" del relato, no siempre producto de elipsis deliberadas, sino más bien de que muchos planos no llegaron a rodarse o, al no quedar bien y ser imposible repetirlos, fueron suprimidos del montaje; incluso fue preciso prescindir de escenas enteras, previstas en el guión. Ahora bien, en modo alguno pueden considerarse como películas incomprensibles o difíciles de seguir, y tampoco creo que pueda decirse que es mala o excesivamente oscura su fotografía. Tampoco parece lógico, por otra parte, que en 1933-34 la crítica se hubiese acostumbrado tanto a la meticulosa y funcional continuidad narrativa del cine americano, ni a su perfecto y lujoso acabado industrial como para que algunas deficiencias de iluminación, sonido, montaje o dicción supusieran una barrera infranqueable para la mayoría de los espectadores, ni que la situación hubiese cambiado tanto en ese sentido como para que ya en 1945 se saludase casi unánimemente estas películas como dos de las cumbres del cine francés..., aunque cabe preguntarse si, de haber sido Vigo español, danés, belga o incluso italiano o inglés, se acordaría alguien de su existencia.
Zéro de conduite es una historia enormemente personal, parte extraída por Vigo de sus recuerdos de seis o siete años pasados en dos sucesivos internados. Los principales personajes son caricaturas o idealizaciones de seres reales; entre los chicos, tres de los más destacados llevan los nombres de sus amigos (Caussat, Colin, etc.), y el cuarto, que cobra una importancia decisiva en el último tercio de la película, parece una síntesis de sus compañeros, menor que él, y del propio cineasta (Tabard, que no sería excesivo tomar por un anagrama de Batard, bastardo si se recuerda que el padre de Vigo trocó su apellido por el de Almereyda, molestándose en explicar que procede de "il y a merde", es decir, "hay mierda"). Pero, lejos de ser una agresiva emanación del rencor acumulado por Vigo en sus años escolares, como se dijo en la época, Zéro de conduite es una película rebelde y entusiasta, que se complace menos en describir la penosa situación de los niños cautivos en el internado -la monótona y escasa comida cuartelera, el sadismo o el excesivo reglamentarismo de guardianes y profesores, la ignorancia de éstos y su propensión a imponer la autoridad de la que carecen mediante castigos, la falta de libertad y el aburrimiento- que su astucia, su camaradería, sus travesuras y su triunfal revuelta final. Los profesores están tratados con humorismo caricaturesco, no como villanos, y resultan con frecuencia más que antipáticos, patéticamente grotescos; los niños, en cambio, están contemplados como tales -no como símbolos o representantes de los oprimidos-, sin olvidar en ningún momento su proclividad a la fantasía, y con una generosidad que les hace menos crueles y más solidarios de lo que suelen ser, y que fomenta en el espectador cualquier tendencia reprimida que pueda conservar a compartir la complicidad que Vigo establece con ellos desde el primer momento. En el fondo, es una película que no puede estar demasiado lejos de la que hubieran hecho los propios internos de haber sabido cómo rodarla, incluso en aspectos que revelan en su autor una tendencia a jugar y divertirse haciendo cine que, desde luego, debió contribuir no poco a que ni los árbitros de la cultura ni los profesionales del cine quisieran tomarse muy en serio Zéro de conduite y tardasen tanto en darse cuenta de la novedad que suponía. Pero creo que es precisamente esa proximidad de Vigo con sus personajes la que hace -a diferencia de lo que sucede en À propos de Nice y en Taris ou la natation, y precisamente, en cambio, como en L'Atalante- tan emotiva y exaltante, tan contagiosamente divertida la película: sin que en ningún momento utilice imágenes subjetivas, voces interiores ni formas narrativas en primera persona, sin que siquiera haya un protagonista único en el que centrar nuestro interés y con el que identificarnos, tendemos a solidarizarnos -sin duda, porque de ahí parte Vigo, y es su punto de vista, a fin de cuentas, el que con excepcional fuerza nos transmite Zéro de conduite- con los niños en general, y en menor medida con aquellos adultos que, como el profesor Huguet (Jean Dasté), se sienten más próximos a los alumnos y tienen un comportamiento más alocado o despistado, más impulsivo y espontáneo, más sentimental y soñador, más "infantil". Buena prueba de ello es el delicioso paseo de este maestro y sus discípulos, que por fin se sienten libres y pueden actuar sin precauciones, y del que quien en realidad se "escapa" es precisamente el guía, más interesado por seguir los pasos de una atractiva mujer que por conservar el rumbo de la expedición o hacer guardar la compostura y la disciplina de los chicos, que de hecho acaban por reunirse con él o que, cuando Huguet "se pierde" en persecución de unas faldas -que resultan ser las de una sotana-, le siguen dócilmente y al ritmo de carrera que su deseo por la mujer impone al insólito profesor.
Sospecho que esta actitud de complicidad sistemática con los que desobedecen o burlan a los representantes del orden establecido, y además se mofan de la huera palabrería y de la solemnidad con que rodean su autoridad, con los rebeldes y los perseguidos, esta "compasión" bien entendida y desprovista de ternurismo o superioridad, es la que resultó escandalosa e inquietante para los censores franceses y quienes recomendasen o reclamasen su intervención, porque se veía muy claramente de qué lado estaba Vigo, de qué parte se ponía, y en cambio ellos se sentían directamente atacados o ridiculizados por una película que, por tratar sobre niños, podría atraer a los más jóvenes y supondría un pésimo ejemplo, una llamada a la resistencia e incluso a la algarada festiva y jubilosamente revolucionaria. Con lo que, a poco que sintiesen la menor inclinación a establecer paralelismos, leer mensajes cifrados, generalizar más de la cuenta y ver amenazas a su posición privilegiada, tendencias a las que los censores son paranoicamente propensos, Zéro de conduite acabaría por antojárseles un panfleto comunista o anarquista, de un alcance mucho mayor que el de la escuela..., para este síntoma de manía persecutoria encontrarían, además, un buen punto de apoyo en la escena final, que concluye con la victoria de los rebeldes sobre una embajada de gala de las "fuerzas vivas": el Prefecto, la policía, los bomberos, el clero son ignominiosamente bombardeados desde el tejado, junto con la dirección y el claustro del internado, por los niños amotinados, mientras Huguet asiste divertido a la batalla, con una pasividad que evidencia no sólo que nada teme de sus muchachos, sino que no está dispuesto a cerrar filas con sus colegas ni a mover un dedo en defensa de los adultos, los hipócritas, los manipuladores, los opresores y los aburridos, porque se siente cómplice, en el fondo, de los pequeños. Y quizá tampoco resultase simpática la irreverente actitud de Vigo con respecto al cine, el arte o la cultura, puesta de manifiesto no ya en lo que cuenta Zéro de conduite, ni por las enseñanzas que de la película se derivan, sino en el propio estilo con que está fotografiada y montada, es decir, en su descarada libertad, su alegre despreocupación, su desprecio por las normas y las convenciones, sus piruetas estilísticas, su falta de formalidad, su ironía y su desfachatez, su vitalidad iconoclasta y su lenguaje directo y desgarrado. Por eso consideraron que Vigo no era un buen chico, y le dieron un cero en conducta.
En Dezine nº 2 (diciembre de 1990)
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