Película atípica en la no muy extensa obra de Jacques Becker, cineasta que había solido tratar temas más bien contemporáneos, sin tener que cargar a sus actores con vestuario “de época”, ni reservar demasiada superficie de cada encuadre a tareas de “ambientación”, es probable que Casque d’Or sea para muchos de los admiradores de este cineasta hoy poco conocido, lamentablemente subestimado, y generalmente olvidado, su obra maestra precisamente por su carácter igualmente atípico dentro de la tendencia dominante en el cine francés de aquellos años, que François Truffaut fustigaría con singular saña y que criticarían casi sistemáticamente las publicaciones que contaban entre sus colaboradores a los otros futuros cineastas de la Nouvelle Vague.
Que, como por fuerza ocurre en toda campaña, hubiera excesos y se cometieran injusticias, para colmo interesadas, y que algunas veces se incurriese en una innecesaria falta de respeto e incluso se descendiese al insulto personal hacia los realizadores más prestigiosos y más asentados en la industria, a los que indudablemente los “jóvenes turcos” aspiraban a suceder y suplantar, no son motivos suficientes para descalificar ni para invalidar – como en ocasiones se ha intentado, en sucesivas “oleadas de revisionismo” - buena parte de los reproches expresados – aunque fuese con exageración y violencia no siempre contenida - en los años 50, y sobre todo desde 1955 a 1959, acerca de los trabajos recientes de directores mayores que Becker o contemporáneos suyos, como Claude Autant-Lara, Jean Delannoy, Léo Joannon, André Cayatte, Yves Mirande, Georges Lacombe, Edmond T. Gréville, Jacques Feyder, Jacques de Baroncelli, Pierre Chenal, Pierre Billon, Henri Decoin, Raymond Bernard, Carlo Rim, Jean-Paul Le Chanois, Denis de la Patellière, Marc Allégret, Yves Allégret, Jean Dréville, Louis Daquin, Hervé Bromberger, Henri Verneuil, Jean Boyer, Marcel Achard, Christian-Jaque, Maurice Cloche, Gilles Grangier, Julien Duvivier, Marcel Carné, René Clair, Marcel L’Herbier, etc., etc. Muchos de estos no dirán hoy nada a los aficionados, porque – justamente o no – han sido olvidados o degradados jerárquicamente, y no suelen ser objeto de estudio, de retrospectivas de festivales y cinematecas; la presencia de otros resultará, sin duda, escandalosa para algunos cinéfilos, sobre todo los de edad más avanzada, que tienden a aferrarse a sus entusiasmos juveniles sin arriesgarse a revalidarlos con una nueva visión de lo que admiraron. En todo caso, conviene reconocer que en esa somera relación de nombres había un poco de todo, desde nulidades absolutas hasta talentos discretos o simplemente buenos cineastas envejecidos, cansados o venidos a menos.
Lo cierto es que, de toda la nómina más o menos en activo del cine francés de mediados de los años 50, y tanto de los veteranos como de los que ya habían rodado cortos y empezaban por entonces a filmar sus primeros largometrajes, sólo se libraron (y no siempre ni para todos los críticos) Jean Renoir, Max Ophuls, Robert Bresson, Jean Grémillon, Sacha Guitry, Marcel Pagnol, Jean Cocteau, Jacques Tati, Abel Gance, Jean-Pierre Melville, Georges Franju, Alexandre Astruc, Roger Leenhardt, Georges Rouquier, Jean Rouch y… Jacques Becker.
Efectivamente, una gran parte del gran cine francés de los años 30, que sorprendentemente se había mantenido, por lo general, en bastante (o incluso muy) buena forma durante toda la Ocupación nazi - algunos, como Carné o Clouzot, hicieron ¡precisamente en esos años! sus mejores obras, pese a que las circunstancias no fuesen las más propicias ni desde el punto de vista de los medios disponibles ni, sobre todo, de la libertad de expresión -, había caído en los años 50 del pasado siglo en una especie de academicismo acomodaticio y rutinario, autosatisfecho y perezoso, que contrastaba con la sorprendente vitalidad, inventiva y sentido crítico demostrado por el cine de otros países, sobre todo del italiano, pese a ser un país derrotado.
La falta de imaginación se traducía en una propensión excesiva a las adaptaciones literarias parasitarias – sobre todo de clásicos muy respetados, a menudo destrozados, deformados o esquematizados – y a la búsqueda desesperada de golpes de efecto teatrales y de frases supuestamente “ingeniosas” y más o menos “literarias” que, en resumen, solían engendrar películas estructuralmente muy forzadas – incluso retorcidas y trucadas -, con diálogos exageradamente abundantes y explícitos. Para colmo, una curiosa falta (o, en algún caso, pérdida) de sentido visual conducía al esteticismo más estático y decorativo y al enfatismo de sobreabundantes primeros planos e insertos que subrayaban lo que ya el histrionismo no refrenado (cuando no estimulado) de los actores y una música redundante y machacona se habían encargado de dejar unívocamente aclarado para los espectadores, que nunca fueron tan torpes como los consideraron algunos realizadores.
Como es fácil de apreciar, pese a ser una película aparentemente muy francesa y hasta parisina, Casque d’Or se diría filmada en otro país y en otra época, con la claridad, precisión y concisión que caracterizaban a un cineasta como Anthony Mann, por ejemplo, por poner uno en blanco y negro de esos años, en Winchester ‘73(1950), lo que en modo alguno significa que intente remedar al cine clásico americano: simplemente lo iguala y en eso podría considerarse que confluye con él.
Frente a la laboriosa retórica y la complacencia en las “escenas memorables” que caracterizaba a gran parte del cine galo de la época, Becker encadena con rapidez una con otra, y cierra con un rápido fundido los momentos de mayor tensión y dramatismo, sin recrearse en ellos ni subrayarlos, sin permitir que los intérpretes – todos perfectos, pero algunos requerían control y contención – sobreactúen, sin caer nunca en el melodramatismo ni – como era tan frecuente en el cinéma de qualité de la época: recuérdese el artículo “La cibernética de André Cayatte” del muy moderado André Bazin – en ninguna forma de determinismo ni fatalismo, sino todo lo contrario: tanto Manda (Serge Reggiani) como Marie (Simone Signoret) deciden libremente amarse, conscientes del riesgo que supone cada una de sus acciones, sin soñar que son gratis y no van a costarles caras, pero sin arredrarse por ello, dispuestos a perder la breve felicidad por la que han apostado. Por eso, tan al revés de lo usual en el cine americano, el final “infeliz” no es deprimente ni deja de tener un lado exaltante.
Texto preparatorio para la presentación de la película en la Biblioteca Pública de Ciudad Real (7 de octubre de 2015).
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