La trayectoria de Manolo Gutiérrez es una de las más imprevisibles del cine español. Al contrario que otros, más apegados a un «proyecto de obra» preconcebido, con un sentido más rígido de lo que significa ser «un autor» o, simplemente, más propensos a vivir de las rentas (comerciales o críticas) de las películas precedentes, parece como si Manolo Gutiérrez se plantease cada guión como algo totalmente independiente, producto en parte del azar —las ideas que se le ocurran, las personas que conozca, los lugares que visite— y en parte, también, de un secreto afán de experimentación.
No se trata de etiquetar su cine de «experimental», pues afortunadamente poco o nada tiene que ver con el que trata de justificar sus deficiencias o su falta de rigor blandiendo ese adjetivo, ni hay en sus declaraciones ninguna pretensión de ir en vanguardia o de «abrir al cine nuevos caminos». Para Gutiérrez se trata, más que nada, de recorrerlos él en persona, es decir, que basta para que le tienten con que sean nuevos para él, y le da lo mismo que hayan sido transitados con frecuencia en el pasado: los hallazgos ajenos de nada le sirven si no los hace suyos, si no llega a ellos por su cuenta, por su propio pie. Y no sólo no le apetece reandar el camino ya recorrido, sino que puede no interesarle recorrer del desconocido más que un trecho; por ejemplo, hasta llegar a una encrucijada que le permita cambiar de sendero o atravesar el bosque. Por eso, cada una de sus películas, guste más o menos, esté conseguida o no, supone una aventura, y no la misma, sino una diferente cada vez, por lo menos para él; puede que también para el espectador, al que consiga fascinar desde el comienzo —por eso son tan importantes los arranques de sus películas— para que le acompañe, al menos durante una parte del viaje (porque también es cierto que es fácil «salir» de ellas, y que, incluso, algunas parecen incitar a que la atención que les prestamos no sea uniformemente intensa, sino oscilante y con cambios de perspectiva).
De modo que no ha de sorprender que Demonios en el jardín (1982) esté a gran distancia de Maravillas (1980), ya que la misma más o menos separaba a esta de El corazón del bosque (1979). Se podrá preferir una u otra, pero no hay que juzgar ninguna con los criterios establecidos por la película anterior, sino con los suyos.
Mientras Maravillas podría calificarse de centrífuga y concéntrica, Demonios en el jardín es más bien centrípeta, lineal y discontinua. Es una película oblicua, como vista por una rendija —un poco clandestinamente— y «en contrapicado» (sin que eso signifique que abunden planos con ese ángulo de toma). Es, en cierto sentido, una película dividida en dos partes, aunque su fragmentación narrativa, con frecuentes elipsis en todo momento, entre secuencias y hasta dentro de ellas, lo disimule: hay un «prólogo», para mí lo más logrado, antes de que nazca el niño Juanito (Alvaro Sánchez-Prieto), muy rápido, algo jocoso y a la vez amenazador y tenso, sin protagonista ni punto de vista definido; veinte minutos más tarde, un rótulo («Años después») deja paso al grueso de la historia, que tiene ahora un centro —agazapado, silencioso y pasivo— y está narrada de forma más reposada —aunque más elíptica aún— y aparentemente realista, aunque «lateralmente», porque, sin ser una película subjetiva, lo cierto es que comparte la visión de un personaje que, por su doble condición de niño y enfermo, no puede ser motor de la acción, sino espectador inadvertido o indeseado, que a lo sumo tiene capacidad para influir, condicionar, variar o impedir algunos hechos.
Como este punto de mira no es nada usual, y el niño tampoco tiene nada que ver con lo que suelen ser los niños en el cine, la película mantiene en todo momento un extraño y tenso equilibrio, que contribuye a hacer interesante y misterioso el itinerario. Todo permanece imprevisible e inseguro mientras dura la proyección: sólo al final, cuando las luces se encienden en la sala y las imágenes abandonan la pantalla para empezar a vivir su exilio en la memoria de los espectadores —y siempre hay algunas que consiguen grabarse en las películas de Manolo Gutiérrez—, termina la aventura para el director y empieza verdaderamente para nosotros. Y lo que cada cual haga con lo que recoja de la película es asunto suyo, no del autor, que ya ha cumplido con poner a nuestra disposición algunos materiales adicionales con los que alimentar nuestra imaginación. Que a uno puedan gustarle o estimularle más otros ingredientes, o que otras obras los proporcionen más abundantes y ricos, o más sugerentes para uno, es cuestión aparte. El caso es que hay pocos directores actuales —y si nos limitamos al cine español, menos todavía— que sean capaces de imaginar, primero, y de plasmar en la pantalla, a continuación, unas imágenes, unos rostros, unos fragmentos de una historia que permanezcan y que merezca la pena tratar de recomponer, y que Manolo Gutiérrez es uno de ellos.
Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)
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