¡Qué grande es el cine! (31/07/1995) |
No me cuento entre los fanáticos de Stanley Kubrick, pero lo cierto es que, al cabo de los años, he acabado por apreciarle, y reconozco que, aunque con ramalazos que no me resultan simpáticos y con al menos una película en su haber que me parece detestable - La naranja mecánica -, es un notable director. A mí no me gustó demasiado, en el momento de su estreno, 2001, pero he de decir que, con el tiempo y las sucesivas revisiones, me ha ido creciendo, hasta tal punto que ha dejado de parecerme pretenciosa y confusa; ahora diría, si acaso, que es desmedidamente ambiciosa, y que encima lo proclama, con lo que bordea la solemnidad, y que su relativa pero persistente oscuridad no carece de misterio, aunque no estoy seguro de si tiene sentido.
Hay que tener en cuenta que, bajo su apariencia de espectáculo de ciencia-ficción futurista, 2001 plantea - sin resolverlas - cuestiones no estrictamente relacionadas con los viajes espaciales, la conquista de otros planetas y la amenaza extraterrestre para los terrícolas, sino con el Cosmos, la inteligencia, el conocimiento, la evolución, el tiempo, la historia, la 4ª dimensión, la reencarnación, la convivencia con los cerebros artificiales, hoy tan cotidianos que todos tenemos uno en casa o lo usamos a diario en nuestro trabajo, pero entonces aún algo desconocido y vagamente ominoso, si no mágico... Naturalmente, Kubrick y Clarke no ofrecen respuestas a estas interrogantes; si acaso, formulan hipótesis, y ni siquiera brindan la cómoda oportunidad de acogerse a alguna de ellas, ya que la mayoría de ellas siguen indemostradas casi 30 años después. Sin que se conviertan deliberadamente en arcanos como Los pájaros (1963) de Hitchcock o El ángel exterminador (1962) de Buñuel, algo comparte del carácter vagamente desazonador e inquietante de estas películas, y del riesgo que supone lanzarlas al mercado tomando como objetivo a todos los públicos, y no a una minoría especializada.
Otro aspecto digno de mención son sus efectos especiales, que indudablemente supusieron una especie de revolución en su época. Después, por supuesto, se han ido mejorando y perfeccionando, aunque suelen ser más vistosos y ostentosos y hay que advertir que se ha ido facilitando considerablemente su realización, entre otras cosas mediante el vídeo, los ordenadores, la realidad virtual, etc., al tiempo que escapaban casi por completo al control del director de la película, y pasan a convertirse en segundas o terceras unidades de rodaje, totalmente autónomas, cuando no en sucesivas capas de película que luego van a superponerse o fusionarse de algún modo, mientras el realizador se limita a dar instrucciones a sus actores dentro de un vacío espacial, con un fondo negro, y con unas limitaciones de movimientos que deben ser sumamente molestas. Pero el concepto, me parece, no ha cambiado apreciablemente desde entonces, y no creo que, vista hoy, 2001 parezca tan anticuada y tosca en sus trucajes como en 1968 parecían las películas de ciencia-ficción de los 50, incluso las pocas que no eran de serie B y que contaban con un presupuesto apreciable. La verdadera expedición a la Luna, año y pico después del estreno de 2001, fue mucho menos espectacular, más cercana a las películas de ciencia ficción de serie B o hasta Z, como la ahora famosa y estupenda Plan 9 from Outer Space de Ed Wood. Y cito las pobretonas porque en este terreno, la verdad, no ayudaba mucho contar con más dinero: hasta en buenas películas como Planeta prohibido (1956) de Fred McLeod Wilcox, que es en CinemaScope y de un estudio como la Metro, y que además tiene aspectos precursores de 2001 que invitan a la comparación, el color tendía a hacer más evidentes las transparencias, daba mayor cancha al mal gusto, y sustituía trucajes miserables pero inventivos con decorados pobres y que hoy se han quedado, decididamente, en los años 50.
2001 supuso no ya un salto cualitativo, sino un nuevo enfoque, del que no me extrañaría nada que fuese en gran parte responsable Douglas Trumbull, director de Naves silenciosas (1971) y Brainstrorm. Habría un nuevo camino por el que Lucas o Spielberg, James Cameron o Ridley Scott, han seguido avanzando, pero sin que realmente pueda decirse que han pasado a otro nivel.
Una de las cosas más raras y curiosas de 2001 es que tuviera éxito, porque a mi entender contraviene muchas de las reglas narrativas más sólidamente arraigadas. Fue, como recordaréis, una película polémica, con entusiastas y detractores bastante equilibradamente repartidos, y que aburrió o desconcertó a muchos de los que pagaron su entrada para verla, y por tanto contribuyeron a su éxito comercial. No sé si en la actualidad Kubrick habría logrado hacer la película tal y como la concibió, pero mucho me temo que, de haberse hecho ahora, con lo impaciente que se ha vuelto el público, con la manía del "zapping" y la posibilidad de acelerar la velocidad de un vídeo, no creo que llegase a amortizar su coste - que además hubiera resultado hoy mucho mayor -, porque lo cierto es que se trata de una película que "empieza" varias veces, y sólo arranca definitivamente, de veras, y ya con los personajes centrales de la historia, a los 51 minutos.
Para una película no tan larga - sólo dura 2 horas 18, con independencia de que por mucho que guste se haga más larga, a causa de su estructura, de sus variaciones de ritmo y de sus saltos temporales -, es un tiempo de puesta en marcha verdaderamente largo y arriesgado, que, para colmo, se produce en varias fases: primero, el prólogo "El amanecer del hombre", que dura 16 minutos; después, todavía hay que esperar otros seis minutos hasta que se produce el primer diálogo, que no es, sin embargo, más que la entrada en juego de un "McGuffin" que sirve para seguir dilatando el arranque. A los 42 minutos todavía seguimos sin "despegar", como quien dice. Hasta que, por fin, tras un rótulo que reza "Jupiter Mission. 18 months later", conocemos a Keir Dullea, Gary Lockwood y el ordenador parlante HAL 9000, que van a ser durante la parte central, el núcleo de la película, nuestros únicos puntos tangibles de referencia.
A propósito de HAL, hay que advertir a quienes vean la película doblada que la voz original es mucho más neutra, menos ominosa, que la que, con notable maniqueísmo y efecto destripador de la intriga, le han puesto en España. A mi modo, se desvirtúa así y no poco, y del modo más convencional, la "personalidad” no humana que le han programado a HAL y el progresivo deterioro de su psicología aparente. En inglés, HAL suena siempre con un tono mecánico, entre electrónico y metálico, y a pesar de ello resulta dramático cuando, en mi escena preferida de la película, trata de convencer a Keir Dullea de que no necesita desactivarlo, pues está mejor, y patético cuando, ya agónico, recita modosamente su ficha de fabricación y programación - su "biografía" - y canta, ya apagándose, una canción titulada "Daisy".
Por si toda la estructura del relato no hubiese sido ya bastante extraña - en propiedad, hay continuidad narrativa y dramática sólo durante una hora -, a los 111 minutos y durante unos 25 la película estalla en una coda final que resulta fascinante si uno se deja llevar, pero puede desconcertar al que se niegue a "entrar en el juego", y que además de su carácter pirotécnico y no narrativo, tiene la virtud de multiplicar súbitamente el número de preguntas sin respuesta, dejando invalidadas varias de las hipótesis que habíamos asumido y recordando las cuestiones pendientes del inicio, de las que nos habíamos olvidado durante cerca de una hora, bajo la presión del "suspense" provocado por la sorda lucha entre HAL y los dos astronautas interpretados por Dullea y Lockwood.
Se trata, pues, de una película de bastante difícil acceso, que requiere varios esfuerzos y sucesivas adaptaciones a las misteriosas estrategias envolventes que va poniendo en funcionamiento Kubrick, como si se tratase de las fases de un cohete necesarias para vencer la fuerza de la gravitación terrestre; encima, tiene un final extraño, como una especie de descompresión antes de salir de la nave espacial, en la que no se resuelve el misterio de la placa; por el contrario, las sucesivas apariciones del chirimbolo, al que puede atribuirse un cierto efecto maléfico, o al menos influyente y perturbador - que yo veo muy diferente del que describe Arthur C. Clarke en la novela que hizo a partir de su guión con Kubrick - , sirven para descolocar cada vez más al que se empeñe por racionalizar lo que sucede (o se insinúa, más bien) ante sus ojos. Y más bien esto último, puesto que casi nunca se explica con palabras lo que está sucediendo, ni se cierran las tramas secundarias que, como falsas pistas generadoras de misterio, se han ido abriendo.
Texto preparatorio para la intervención en “¡Qué grande es el cine!” (31 de julio de 1995).
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