Esto no es una crítica. Superado ya el límite de la indignación en Dulces horas (1981), con Saura no hay lugar sino para el estupor y el asombro, admirativo por parte de algunos, desesperanzado por parte de otros, entre los que siento tener que contarme; por eso, Antonieta me sugiere, más que afirmaciones, juicios o reparos, una serie de preguntas.
Interrogantes que, probablemente, no tienen respuesta, o que va implícita en la propia necesidad de hacer la pregunta. Antes de enumerar algunas de las muchas que se me ocurren, quisiera dejar bien claro que Antonieta no tiene nada que ver con Dulces horas, lo que celebro, pero tampoco, y eso ya no me parece motivo de regocijo, con Peppermint frappé (1967) —que he visto ocho veces y cada vez me parece mejor, más fascinante y más compleja— ni con Elisa, vida mía (1976); no estoy tan seguro, en cambio, de que suponga una auténtica novedad en la carrera de Saura: tiene un claro precedente, tanto enfoque como resultados, en Llanto por un bandido (1963), otra superproducción internacional de ambición historicista que no fue capaz de abarcar ni controlar. Pero vamos con las preguntas.
¿Por qué esta coproducción entre México, Francia y España, ambientada y rodada fundamentalmente en el primero de dichos países, ha sido doblada al castellano que injuriosamente se suele atribuir a los vallisoletanos, cuando en realidad sólo a algunos guionistas se les ocurren frases parecidas y sólo se habla con ese tono en los estudios de doblaje madrileños, sin duda nutridos de las canteras —tan próximas— del teatro dirigido por Tamayo y de los seriales y anuncios radiofónicos de los años 50 y 60? La verdad es que molesta a lo largo de toda la película, y no puede creerse que a Saura —tan partidario en los últimos tiempos del «sonido directo» que lo emplea hasta cuando no hace falta o da igual que lo sea, porque no lo parece— se le pueda haber «escapado» el detalle, llevado hasta el extremo de que hasta las voces «de fondo» (por ejemplo, de niños que juegan o saltan, a veces en off en México D. F. o en algún pueblo) no tienen ni asomo de acento mexicano.
Es muy probable que la productora o la distribuidora española, contra su voluntad, hayan decidido standardizar el sonido, pero ¿no supone una renuncia y un mal ejemplo por parte de Saura el que un director con tal prestigio y «autoridad» consienta que se mutile gratuitamente su obra de un aspecto esencial? ¿Es que ni en su país de origen se pueden ver en versión original —recuérdese el caso de La Sabina (1979), de Borau— las películas españolas con alguna complejidad idiomática? ¿O es que, para empezar, de Antonieta no existe ninguna versión que pueda calificarse de «original»?
Una duda que me asaltó a mitad de película y que el final no consigue disipar: ¿piensa Saura que Antonieta Rivas Mercado, José Vasconcelos, Manuel Lozano, el escritor Vargas (que encubre a Andrés Henestrosa, autor de la novela en que se basó Jean-Claude Carrière) y, en general, casi todos los que aparecen en la película, tanto reales como inventados, eran idiotas, o sólo lo parecen, sin que el cineasta se lo proponga expresamente o incluso en contra de su voluntad? ¿O es que Saura ha perdido la capacidad —parece que la costumbre, al menos, sí— de imaginar o crear personajes inteligentes?
¿La versión a estrenar en México incluye esos comentarios didácticos obvios, simplistas y convencionales con que se nos quiere poner al corriente, a uña de caballo, de la complicada historia mexicana, ilustrados unas veces con vagas imágenes turísticas y otras con fotografías o fragmentos de noticiarios? ¿También se han conservado en México ciertos tópicos —sobre las armas, los licenciados, la ruleta mexicana, etc.— que, al estar introducidos en la película con calzador, y sin sombra de humor, ironía, ambigüedad o complicidad, bien podrían ofender a los mexicanos? La verdad, no me explico cómo no le echaron del país (a tiros, por supuesto), y me parece bastante cara dura, tratando una historia ajena, adoptar tales aires de superioridad, ese tono displicente con que los «civilizados» se referían el siglo pasado a los «salvajes». Lo gracioso es que Saura proclama que le encanta México: no se ve por qué; es más, nadie lo diría, porque ni siquiera el folklore parece atraerle lo bastante como para tratarlo con un mínimo respeto: no sólo repite hasta la saciedad la versión mixteca de «La llorona», sino que estropea el único plano salvable de la película —el que muestra a tres ciegos que cantan el corrido de «Valentín»— con un zoom y una panorámica hacia el público callejero que les escucha y con una serie de planos-contraplanos que nos muestran la reacción de Anna (Hanna Schygulla) y su acompañante (Ignacio López Tarso), consistente en unas sonrisitas complacidas y largarse desatentamente, sin esperar siquiera que acabe la canción.
¿Por qué tiene tanto prestigio J. C. Carrière, que es capaz de vender como guión lo que, a lo sumo, sería para cualquier persona seria el «trabajo casero» de investigación previa? Yo aventuraría aquí una respuesta: porque se ha creído que era el coautor de los guiones de Buñuel, que, sospecho, se limitaba a traducir al francés y pasar a máquina. Sus trabajos con otros directores —de Pierre Étaix a Saura— demuestran que no merece la fama que tiene. Lo raro es que ni productores ni directores, ni las célebres actrices que salen en la película, se hayan dado cuenta de que no tenían guión. ¿Es que tal vez no lo leyeron? ¿Quizá ahora se «montan» las producciones meramente sobre el «crédito» de los nombres, y se supone que cualquier cosa que reúna a Saura, Carrière, Adjani y Schygulla será, a la fuerza, rentable?
No lo sé, aunque una respuesta afirmativa a esa pregunta me explicaría por qué cada vez me gustan menos la mayor parte de las películas de los últimos años. Pero son tantas cosas las que no sé...; por ejemplo, no sé nada (y ella parece que tampoco) del personaje de Hanna Schygulla, y sé tanto de por qué se suicidó Antonieta como antes de ver la película.
Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)
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