Frente a un cine americano que - con contadas excepciones: Eastwood, Sayles, Wang - ha dejado de mirar para simplemente exhibirse, y además sin dejar ver -deslumbrando, apabullando, atronando-, algunos europeos se empeñan en dejarnos contemplar con ellos y reflexionar por nuestra cuenta. Angelopoulos cobra hoy un valor de resistente y francotirador que hace veinte años sólo le daba su pertenencia a una cinematografía de lengua y canales de distribución minoritarios. Hoy son pocos los que se mantienen en pie - y menos aún los que sobreviven con honra e integridad- y eso les hace más admirables y más precisos, sobre todo si entretanto han madurado, se han despojado de manías y obsesiones, van cada vez más a lo esencial y rechazan las simplificaciones.
Aunque sea territorio familiar y poco novedoso para los acostumbrados a su modo de hacer, a la par que el comienzo puede desorientar a los neófitos, tengo esta nueva obra de Angelopoulos por la gran contribución europea al centenario del cine (la americana fue el Ed Wood de Tim Burton. No ha de extrañar por ello que narre la historia de un doble retorno para conseguir así que el cine vuelva, siquiera durante tres horas, a una exigencia moral que parece haber abandonado. La vuelta de Ulises - el cineasta Harvey Keitel, como siempre magnífico, pero de otra manera - a su patria le sirve para tratar de encontrar la pureza de las primeras imágenes rodadas en los Balcanes, en medio de los desastres de la guerra, tan cercana y tan poco ajena, y consentida sin tratar siquiera de comprenderla, de la antigua Yugoslavia.
Alguno acusará a Angelopoulos de arrogarse la conciencia no sólo de Europa sino del cine, lo que hace en la medida en que otros no asuman con él al menos una de esas responsabilidades (los hay, muy distintos, desde Godard a Loach, desde Erice a Rivette, desde Rohmer a Pialat, desde Garrel a Amelio, desde Moretti a Kiarostami... pero no son muchos). En tiempo de "divertidos" asesinatos gratuitos o espectaculares y efectistas destrucciones del mundo, La mirada de Ulises reivindica la elocuencia del silencio y la eficacia purificadora de hacer sentir personal e intransferiblemente - es decir, de un modo intolerable - la violencia sin siquiera mostrarla, sin lucrarse con ella, sin embotar con su acumulación o su exceso los sentidos de un espectador al que respeta y pide que también él regrese al cine y mire.
En “Todos los estrenos. 1996”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1996.
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