Me parece que, si no se ignora, se olvida con excesiva frecuencia, y a veces un tanto alegremente, que Ernst Lubitsch era, ya en el periodo mudo y en Alemania, y por lo menos desde 1919, si no antes, uno de los más grandes cineastas que habían hecho películas hasta entonces, y se tiende por ello a asociar su carrera americana casi en exclusiva a los años 30 y si acaso -ya que murió muy prematuramente- a los primeros 40, caracterizándole como un realizador frívolo y brillante de comedias, tendiendo, por tanto, a minusvalorar su obra silente, cuando yo lo consideraría primordialmente como un autor preciso, elíptico y... grave, o serio, como se prefiera. Que, además, lo mismo que los grandes creadores de melodramas lo solían ser igualmente de comedias, fue igualmente perspicaz y emotivo rodando dramas o melodramas. En sus comedias -nada alocadas ni muy emparentables, por lo general, con las magníficas, paralelas y casi contemporáneas screwball comedies, tan totalmente norteamericanas- se está permanentemente al borde del drama, incluso, en ocasiones, moviéndose en precario equilibrio sobre el filo de la tragedia.
Otra cuestión es que Lubitsch mostrase siempre un gran sentido del humor y un encomiable espíritu de resistencia frente a las tentaciones o los comportamientos depresivos, pero sus personajes no son nunca marionetas, sino seres humanos de carne y hueso, con sentimientos a menudo confusos o vacilantes pero intensos y no siempre ni solamente superficiales y, además, sin distinción de sexos -lo mismo los hombres que las mujeres-, muy vulnerables, aunque por dignidad o generosidad hacia su pareja finjan no sentir sus heridas o decepciones y se propongan sobreponerse a las decepciones, los desengaños, las deslealtades y los desamores, accidentes todos ellos, para su desgracia, bastante frecuentes. Muy raramente, por tanto, se regodean en el papel de víctimas o ignoran la parte de responsabilidad que les corresponde siempre a ambos miembros de una pareja.
Una de las muestras máximas de esos rasgos y valores es, al poco tiempo de convertirse en un cineasta europeo en Hollywood -que es lo que si acaso fue siempre Lubitsch, mucho más que un cineasta americano: casi nunca sus personajes eran americanos, sino europeos, ni fueron los Estados Unidos el escenario de sus películas, sino más bien los variopintos territorios del extinto Imperio Austro-Húngaro y sus países vecinos-, esta adaptación muda, nada literal ni servil, ni sumisa ni acomplejada, sino que osa ser más profunda y seria, de la muy británica, brillante y verbal pieza de Oscar Wilde.
A mi entender, se trata de una de las películas de mayor madurez formal e inteligencia de "puesta en escena" realizadas a esa altura de la Historia del Cine, y por ello, sospecho, debió parecer un posible modelo digno de estudio y emulación para muchos otros cineastas, entre los que yo destacaría al todavía incipiente Alfred Hitchcock, cuyas ideas acerca de la planificación, la alternancia de puntos de vista de los personajes, el tamaño relativo de los encuadres y las "suspensiones" o pausas de la narración prefigura muy clara y sorprendentemente esta película de Lubitsch, que hoy podemos reconocer como "hitchcockiana"... y con suspense pero realizada cuando Hitchcock no era aún Hitch.
Lo cual no excluye a otros cineastas. De hecho, por esos años todos seguían aprendiendo y descubriendo con admiración más que envidia los hallazgos ajenos, y así tenemos cadenas de docencia recíproca pasiva entre Griffith, Chaplin, Lubitsch, Murnau, DeMille, Keaton, Lang, Dreyer, Sjöström, Stiller, Dwan, King Vidor, Henry King, Raoul Walsh, John Ford, Hawks, Renoir, Hitchcock...
Son la lógica y la claridad los principios que presiden la estrategia simultánea y no sucesivamente expositiva y narrativa de El abanico de Lady Windermere, con una mirada que quiere ser justa y respetuosa para con todos y cada uno de los personajes, desde Lord Darlington (Ronald Colman) a Mrs. Edyth Erlynne (Irene Rich), pasando por Lord y Lady Margaret Windermere (Bert Lytell y May McAvoy) e incluso Lord Augustus Lorton (Edgard Martindel), que parece (pero finalmente no es) el más convencional y superficial de todos.
Y es precisamente esa generosidad y respeto de Lubitsch hacia sus personajes la clave de su elegancia, no el supuesto recurso a destellos de ingenio visual que, por lo demás, por brillantes que sea, no son aislables sin perder por ello buena parte de su gracia y su acierto, precisamente por estar perfectamente integrados en una trama previamente despojada de todo lo teatral y lo superfluo, por lo que, más que en el tiempo, tiende a desarrollarse en el espacio, y en un doble sentido: por un lado, en el decorado en sí mismo (techos altísimos, puertas enormes, habitaciones grandes, muebles distantes, setos, árboles, ventanas); por otro, en el análisis y la exploración de ese espacio físico tridimensional por medio de los encuadres más o menos amplios, más o menos cercanos, que ocasionalmente destacan o aíslan un detalle o un objeto -por ejemplo, el famoso abanico olvidado en un sofá, o la foto de Lady Margaret-, pero sin subrayarlo excesivamente mediante un inserto en primer plano ni otorgarle nunca un carácter simbólico ni siquiera metafórico, es más, ni metonímico, sino que son planos que complementan las indicaciones que da Lubitsch acerca de las perspectivas de los personajes y revelan cómo a menudo incurren en un error de perspectiva o de interpretación debido a una visión fragmentaria, entorpecida por obstáculos o por prejuicios o por una acusada tendencia -tan frecuente en la vida real- a sacar conclusiones precipitadas y sesgadas a partir de una información insuficiente o de meras apariencias apenas entrevistas.
Es decir, que Lubitsch fundamenta su narración no en los rótulos (los diálogos son muy escasos y los "comentarios" del autor inexistentes, tanto los de Lubitsch como los de Wilde, del que puede llamar la atención precisamente su ausencia), sino en las miradas y en la contextualización sistemática de esas visiones subjetivas: el cineasta nos muestra quién mira en cada momento, y desde dónde, lo que ve y también lo que no le deja ver la escena en su integridad, lo que no ve y lo que cree que ve y por ello cree que sucede, lo que uno ve y otro no y viceversa...
Esa relativa distancia de los personajes -sus múltiples planos "subjetivos", como luego sucederá frecuente y magistralmente en el cine, sobre todo sonoro, de Hitchcock, no invitan a la identificación del espectador con ninguno de ellos, sino a la contemplación imparcial y relativamente objetiva de sus conductas- da así mayor holgura a una interpretación por parte de los actores que evita tanto el histrionismo expresivo como la caricatura y fomenta, por el contrario, la naturalidad con que se mueven o desplazan seres a menudo muy seguros de sí mismos o que, al menos, pretenden parecerlo, que suelen aparentar calma hasta en los momentos de mayor turbación y zozobra, como ocurre a menudo desde la fiesta de cumpleaños de Lady Windermere y en las secuencias que, en tres fases, cierran la historia: la soledad del sincero y muy digno Lord Darlington, la reconciliación (con una clara advertencia: no basada en la franqueza) del matrimonio Windermere, y la repentina tolerancia in extremis de Lord Lorton hacia Mrs. Erlynne, que claramente le divierte y en la que, en definitiva, reconoce a alguien parecido.
Ya sé que es una idea impracticable en unos tiempos en los que se considera como una antigualla que hoy no tiene nada que enseñar hasta una película de los años 90 del pasado siglo, y supongo que pronto una de 2004, así que no digamos una de 1925 y encima muda y en blanco y negro, pero cada vez que vuelvo a ver Lady Windermere's Fan me convenzo más de que tendría que ser un "texto" fundamental, de visión y análisis obligado, en cualquier escuela de cine que no se limitase a habilitar para ejecutar filmaciones rutinarias e impersonales, indecisas entre el estilo televisivo y el efectismo publicitario.
Porque sigue siendo, con casi ya un siglo encima, y no es previsible que eso cambie y pierda vitalidad dentro de otro siglo más, una película totalmente presente, actual, y vigente, que puede enseñar algo tan decisivo en el cine, y hoy tan olvidado pero igualmente necesario, como la utilización del encuadre, la distancia, el ángulo de visión y el espacio, con todas sus posibilidades de fragmentación.
En resumen, el empleo de la materia prima del cine, con independencia del soporte en que se registre y de los medios a través de los que se difunda, y en eso es lo mismo que se trate de imágenes digitales o fotoquímicas y que se proyecte en una pantalla grande o una no excesivamente chica, y la produzca Netflix o una televisión pública o una compañía privada poderosa o modesta.
Si a eso se le añade que, como a veces -pues es algo bastante excepcional- Otto Preminger o Ingmar Bergman, ya en 1925 Lubitsch rehuía sistemáticamente los gestos y movimientos convencionales (y procedentes de ciertas tradiciones del teatro) ante el asombro, la decepción, una mala noticia o una declaración amorosa, que pierden fuerza porque los prevemos de antemano y no nos pueden sorprender en lo más mínimo, sino que hace ya, tan pronto, que sus personajes se desplacen de una forma tan inesperada como reveladora y significativa, se debería comprender por qué, lejos de desdeñarla, la muy amplia parte muda de la filmografía de Lubitsch explica y hace posible la extraordinaria grandeza de la etapa sonora de su carrera en Hollywood, además de ser igualmente maravillosa.
En “El universo de Ernst Lubitsch”. Madrid : Notorious, 30 de septiembre de 2019.
No hay comentarios:
Publicar un comentario