viernes, 31 de octubre de 2025

A History of Violence (David Cronenberg, 2005)

En inglés, el título original de esta película significa, un tanto exageradamente (pero debiera dar que pensar, pues la convertiría en un apólogo moral, en una metáfora) “Una Historia de la violencia”, y en el sentido para el que aquí, a falta de “story” para diferenciar de “history”, requeriría mayúscula. Nada, pues, equivalente a “Una historia violenta”, que es el sentido que adquiere la demasiado literal traducción española, en un curioso afán de no dar una (dejar Saraband en sueco, cuando se trata de una adaptación de la palabra española zarabanda...).

Eso aparte, lo que más sorprende de la última película de Cronenberg –el más contemporáneo, creo yo, de los directores en activo, desde que Godard se ha dado a la reflexión histórica, y el más inquietante desde la muerte de Hitchcock–, y supongo que a algunos les habrá decepcionado, es su clasicismo, la sobriedad y precisión absolutas de lo que no puede llamarse de otro modo que “puesta en escena”, a mi entender más exacta y funcional todavía que la de Eastwood, y ello a pesar de que A History of Violence se base, como eXistenZ (1999) en un juego de ordenador, en un comic, del que, dicho sea de paso, no quedarían más rastros que algún rasgo caricaturescamente ominoso (pero muy amenazador en ambos casos, tan distintos) de los personajes de Ed Harris y William Hurt –resultan inquietantes como en una pesadilla–, y la extremada precisión de encuadres y composiciones que caracteriza tan sólo a los mejores ejemplares de este género (como los que admiraba en los años 50 Nicholas Ray, por ejemplo). Pero ya demostraron los clásicos que a partir de la pulp fiction se puede llegar a lo sublime y a lo más profundo, con tal de que uno crea lo que cuente y se tome en serio el cine, y respete por igual a personajes y espectadores, sin caer ni en el esquematismo ni en la puerilidad. Actitud que permite ser simple, claro y directo, sin por ello dejar de ser profundo, alarmante y misterioso.


Yo apostaría que Cronenberg –aunque no me conste– se ha preguntado a veces, viendo Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) o Nightfall (1956) de Jacques Tourneur, o Ride the Pink Horse (1947) de Robert Montgomery, o The Killers en ambas versiones, la de Robert Siodmak (Forajidos, 1946) y la de Don Siegel (Código del hampa, 1964), o leyendo el relato de Ernest Hemingway en que se basan las dos, qué hubiera pasado si sus héroes respectivos, en lugar de rendirse a la fatalidad y el cansancio, como el “Sueco”, o debatirse inútilmente en una tela de araña seductora, como Jeff Bailey y otros, hubieran conseguido seguir ocultos, bajo un nombre falso, en algún pequeño pueblo perdido del Medio Oeste (o entre la anónima muchedumbre de una gran ciudad), o si Jeff (Robert Mitchum) se hubiera casado con su leal novia, antes de la confesión en flashback, camino del lago Tahoe. Aunque pasen unos 20 años, y uno no mencione nunca su pasado, ¿lo olvida? ¿Deja de ser el que alguna vez fue, y fue primero y durante bastante tiempo? ¿Es posible esconderse, y despreocuparse de los perseguidores más increíblemente tenaces, de los sabuesos a sueldo enviados para hacerle volver al pasado del que surgen y del que uno mismo, por mucho que se aleje, procede? Quizá, como aquí sucede, cuando uno llega a estar por fin más o menos seguro, y respira, y se confía, llega un día un coche y su conductor te hace una visita que es, más que una amenaza o una llamada al “orden”, un seísmo vital. Es más, como el protagonista Tom Stall (o Joey Cusack) ha ocultado su pasado a su mujer y a sus hijos, cuando estos descubren quién es realmente, su mundo de los últimos años se verá amenazado. De hecho, la creencia (tan irrenunciable para uno mismo) en que la identidad permanece, tiene por contrapartida que, por mucho que alguien se esfuerce por cambiar, y modifique su nombre, su forma de ser y su conducta, y el tiempo pase, resulta imposible (hasta si se lograra olvidar) sepultar el pasado de un modo definitivo. Este factor, se convierte, de modo implícito, en el verdadero drama máximo de la película. De repente, cuenta menos que veinte años (más o menos) felices, modestamente satisfactorios, de los que la mujer no parece tener queja, y los hijos –lógicamente, durante el tiempo más breve que, sin embargo, supone toda la vida respectiva– tampoco, que el hecho, uno, de que les haya ocultado su verdadero nombre, origen y actividades, y dos, de que haya sido un feroz criminal, aunque ya no lo sea, y miembro de una familia mafiosa de la que no tiene otro modo de liberarse definitivamente más que recurriendo, una vez más, a la violencia, matando a su propio (y más bien dementoide) hermano. Lógicamente –y hay que tener presente que para Cronenberg las mutaciones, la genética, la clonación, el sexo y las diversas formas de reproducción existentes en la naturaleza, los injertos, la cirugía, el sida, el contagio, todas las vías de trasmisión, comunicación y transporte son no meros “temas de actualidad”, sino elementos fundamentales de su alarmante visión del mundo–, podemos los espectadores (no digamos su familia) preguntarnos si el cambio es real, si puede ser definitivo. La admiración por el héroe que ha sabido eficazmente defenderlos y defenderse, aparte de atraerle a Tom provocadores desafiantes como los que con infinito cansancio se veía obligado a liquidar el protagonista de The Gunfighter (El pistolero, 1950) de Henry King (y de los que tampoco se libra su hijo adolescente), se torna instintiva, casi física repugnancia, desconfianza, pánico cerval, hasta temor a haber heredado sus rasgos más violentos: sin que nada haya cambiado en su exterior, es como cuando Jeff Goldblum se convierte en mosca, en la película de Cronenberg The Fly (1986). Y recuerda el dato preocupante (que en M. Butterfly, 1993, aunque basado en un caso real, resultaba inconcebible) de lo poco que llega a saberse o intuirse o sospecharse acerca de la verdadera naturaleza –incluso sexual– de la persona con la que se convive. Nos encontramos, pues, en el arquetípico y obsesivo conflicto cronenbergiano, presente de un modo u otro en toda su filmografía, unas veces orientado hacia el futuro, otras hacia el pasado, de naturaleza predominantemente física, carnal y hasta morfológica, pero siempre con consecuencias psíquicas, aquí centrado en la mente y su control, pero con manifestaciones ciertamente corporales. Si hay en la historia del cine una obra preocupada por los fenómenos psicosomáticos es precisamente la del canadiense David Cronenberg, y en nada ha cambiado este hecho con A History of Violence, incluso si la película, localizada en Estados Unidos y no en el Canadá, es algo más “realista” –en términos relativos– de lo habitual y no contiene elementos de “ciencia-ficción” ni de anticipación futurista. El final, que no tiene nada de feliz, salvo para el que se empeñe a toda costa en no ver las consecuencias inevitables de actos irreversibles y no ocultables como los que se ha visto obligado a llevar a cabo Joey/Tom, no puede ser más pesimista: tanto la mafia como la ley estarán detrás de él de inmediato y antes o después le alcanzarán. Era su vida tranquila, razonablemente feliz y discreta de los últimos años, lo que era un sueño, y la película es su violento y definitivo despertar.

En Letras de Cine nº 10 (2006)

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