miércoles, 8 de octubre de 2025

The Road to Glory (Howard Hawks, 1936)

Quizá porque pasa por tratarse de un remake de una excelente película –de lo mejor que hizo el irregular Raymond Bernard, basada en la famosa novela de Roland Dorgelès–, al parecer muy apreciada por todos los directores (y productores) del cine clásico americano, Les Croix de bois (1931/2), The Road to Glory ha sido más bien ignorada o ninguneada como si fuese una creación poco original e incluso parasitaria, cuando, a mi manera de ver, supera incluso a su supuesto modelo y además lo consigue con naturalidad, sin depender de él prácticamente para nada: no es, como suele pretenderse atendiendo en exclusiva a la temática general (la Primera Guerra Mundial) o la línea argumental –aquí urdida libérrimamente con la inestimable colaboración de William Faulkner–, una copia del original, ni siquiera una variación, ni una enmienda o una crítica, y parece deberse fundamentalmente a una diferencia de carácter y de visión de la vida y la muerte, más que a una voluntad de enmendar la plana a nadie.

Simplemente, el punto de vista es otro, lo mismo que la perspectiva, más amplia, y la actitud de los autores e intérpretes también es diferente. Hawks, para resumir, es mucho menos retórico y enfático que Bernard, menos quejumbroso, y su film no es nada belicista, pero tampoco es una muestra más de la (desgraciadamente muy ineficaz) corriente de cine pacifista que se hizo más o menos en todas partes en el periodo de poco más de veinte años que separó las dos guerras mundiales del siglo XX. Aparte de que, al no ser francés, Hawks sea, lógicamente, mucho menos “patriótico” que Bernard.

Como parece que William Fox (el admirador de Murnau) era un gran fan de la película de Bernard y compró los derechos, se pueden encontrar algunos fragmentos de ella intercalados en varias películas Fox de John Ford, de Frank Borzage, creo recordar que de Henry King y, desde luego, en The Road to Glory: principalmente, el no muy hawksiano plano de la iglesia en la que cantan el Ave María de Schubert con un travelling que muestra que otra parte del templo está convertida en un hospital de campaña (del que aquí se han eliminado los detalles más cruentos, como los múltiples amputados) y algunos planos más bien anónimos, a veces con largos travellings funcionales, de trincheras, cargas, explosiones y cañoneos, en los que a veces se puede vislumbrar y casi reconocer a Charles Vanel, Pierre Blanchar o Gabriel Gabrio, los actores principales de Bernard.

Fuera de esos fragmentos, hábilmente montados y empleados -como otras veces los stock shots de noticiarios y documentales- básicamente para ahorrar y al mismo tiempo tratar de garantizar un cierto grado de autenticidad, ambas películas tienen bastante poco que ver de argumento, estructura, tono, diálogos y estilo. La francesa arranca con la declaración de guerra en 1914 (acogida, como siempre, por lo visto, todas las guerras, con alegría, fervor patriótico e injustificada confianza en una rápida victoria), mientras que la americana arranca ya en 1916, mediada y empantanada la contienda. Bernard se centra en el colectivo de soldados franceses de infantería, mientras Hawks, como es habitual en él, atiende sobre todo a los dilemas de la jefatura y el mando, con el conflicto permanente entre el pragmatismo y el humanitarismo. Y además, en una variante que se reputará “poco seria”, no muy realista y desde luego “hollywoodense”, frente al film de guerra sin mujeres que se considera más ejemplar, y que yo sin embargo bienvengo con entusiasmo, introduce, como cabría esperar de Hawks, una mujer maravillosa, muy hawksiana (prolonga otros ejemplares y anuncia los de todo su cine futuro) y muy moderna, June Lang, que aman al instante tanto el capitán veterano (Warner Baxter) como el joven teniente recién incorporado a ese sufrido batallón (Fredric March), además de, diría yo, el propio Hawks.

Sabido es que, desde muy pronto, Hawks tendía a repetirse, y así enlazamos con Today We Live (1933), y con la irrupción de conflictos sentimentales en una situación extrema, sean amigos o no, entre rivales del mismo bando. La presencia, no sé yo hasta qué punto influyente o decisiva, de Faulkner en ambos guiones, como en alguna otra de las películas más emotivas de Hawks, le hace a uno pensar si no sería quizá el gran escritor un impulso desinhibidor para el usualmente más contenido, más sobrio, menos sentimental y más frío director, que es un rasgo suyo que se ha elogiado mucho en general, como síntoma de su modernidad, pero que para mí supone su única limitación con respecto a otros grandes cineastas de su generación como John Ford, Raoul Walsh, Leo McCarey, Frank Borzage, Allan Dwan o Henry King.

Prueba de la madurez ya alcanzada por Hawks en los años 30 es su dominio sobre tres actores sumamente peligrosos y tendentes al exceso en diversas modalidades de histrionismo interpretativo: Fredric March, Warner Baxter y Lionel Barrymore, frente a lo que se podía temer, están, cada uno en su estilo, ejemplares.

En “El universo de Howard Hawks”. Madrid : Notorious, noviembre de 2018.

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