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"¡Qué grande es el cine!" (24/08/1998) |
El debut como director del muy famoso actor Robert Redford, en cierto sentido, y sobre todo en los Estados Unidos, se vio coronado por el éxito: además, me imagino, de una buena taquilla, que también debió conseguir en el resto del mundo, sobre todo tras los premios de la Academia, obtuvo nada menos que 4 Óscares, y no precisamente menores: a la mejor película, al mejor director, al mejor guión (adaptado, aunque no recuerdo si entonces distinguían estos de los originales) y al mejor intérprete secundario (Timothy Hutton). Por otra parte, sobre todo en Europa, se miró su éxito con desconfianza "a priori", la misma que saludó las incursiones esporádicas de otras "estrellas", desde Marlon Brando a Kevin Costner: hay críticos que piensan que los actores que se meten a dirigir son, además de ambiciosos y un tanto megalómanos, por definición, unos incurables narcisistas... hasta si no aparecen, como aquí, en pantalla -y hay que observar que Redford no ha intervenido como actor más que en su quinta película como director, la recién estrenada en América The Horse Whisperer-, y pese a que haya una larga e ilustre tradición, desde los orígenes mismos del cine, de actores-directores (o viceversa, que a veces no queda nada claro), o de intérpretes que, de vez en cuando, toman las riendas y asumen la dirección, consecuencia lógica de que suelen tener poder y a menudo ya han intervenido en la producción. Los ejemplos son incontables, pero me bastaría, prescindiendo de los cómicos, en los que parece considerarse -tampoco sé por qué- algo más "natural" (de Chaplin y Keaton a Woody Allen, pasando por Jerry Lewis), con citar los casos de Charles Laughton y John Cassavetes para despejar, creo yo, cualquier reticencia, si no fuese porque quizá el mejor director americano en activo sea un actor, Clint Eastwood, al que ha costado mucho que se tomara en serio, y eso que no cuento ya, porque hace catorce años que no dirige, a Paul Newman, para mí el autor, entre varias otras excelentes, de la mejor película americana de los años 80.
Por culpa del hermoso pero excesivamente plácido y solemne, y un tanto manido ya por entonces, "Canon" de Pachebel, una música que, como tú bien sabes, es peligroso utilizar en una película, por tentador que resulte; del estilo fotográfico un poco "flou" adoptado en esta ocasión por John Bailey, un poco como reflejo del ambiente y el modo de vida y hasta, creo yo, de la confusión sentimientos e ideas que padecen los personajes; y, sobre todo, de la aparición en el reparto de Mary Tyler Moore, que hoy será una desconocida para la mayoría de los espectadores, pero que cuando se estrenó Ordinary People era mundialmente célebre y estaba irremediablemente encasillada como la habitual pareja de Dick Van Dyke en alguna serie que debió de ser muy popular, se trató a Gente corriente de "blanda" y "televisiva", cuando no es, en realidad, ninguna de las dos cosas, sino una película muy inteligente, bastante original (dentro de que no lo sea, en modo alguno, ni sus personajes ni los problemas que aborda, y de eso eran bien conscientes los que eligiesen titularla así), notablemente sobria dentro de su dramatismo, hondamente sentida, y con una excelente dirección de actores, que da vida y veracidad a un guión que, sin aparentarlo, es en mi opinión extraordinario, obra de un excelente guionista del que hace años (desde Héroe por accidente de Stephen Frears, que data de 1992) he perdido la pista, Alvin Sargent, el de La noche de los gigantes de Mulligan, Yo vigilo el camino de Frankenheimer, Bobby Deerfield de Pollack, The Sterile Cuckoo y Love and Pain de Pakula, Julia de Zinnemann, entre otros muy interesantes de películas menos buenas, pero que, gracias a ellos, se cuentan entre las mejores -o las únicas dignas de atención- de sus respectivos directores; pienso, aparte de las citadas, en películas tan inesperadas, raras y curiosas como What About Bob? de Frank Oz, Other People's Money de Jewison, White Palace de Luis Mandoki, Nuts de Martin Ritt...
Cuando Robert Redford se lanza a dirigir su primera película lleva 18 de actor, y ya 11 como estrella; desde hace 8 años está produciendo algunas de las películas que interpreta, e interviniendo con su compañía Wildwood en la financiación o distribución de otros productos independientes, en general de jóvenes, cosa que ha seguido haciendo, en parte a través del Sundance Film Festival. Hay que reconocerle, pues, prudencia y buen ojo: un gran guionista, actores de los que obtiene quizá las mejores interpretaciones de sus carreras, como Donald Sutherland o la inesperada Mary Tyler Moore, y que eran debutantes, como Elizabeth McGovern y prácticamente Timothy Hutton.
Que un actor sepa escoger y dirigir con acierto a sus compañeros de profesión es algo que no debiera extrañar, casi lo menos que se espera de él. En Gente corriente hay algo más: un retrato de familia, nada complaciente, muy crítico, aunque con buenas maneras, con modales suaves, tonalidad otoñal, paleta impresionista, gusto por la belleza y alergia total a la caricatura; centrado, además, en gente de clase acomodada, en el caso de Beth, la madre, con pretensiones (y exigencias) de distinción, de corrección, casi aristocráticas.
La pulcra, fría, controlada pero siempre tensa, crispada, agresiva a base de inseguridad madre es, sin duda, la causante de la neurosis de Conrad; más que el accidente en el que perdió la vida Buck, su hermano mayor, que debía ser el preferido; que se salvase el menos apreciado se convierte para el superviviente, no tanto en un sentimiento de culpabilidad, sino en un enquistamiento de celos retrospectivos, azuzados por el mudo y permanente reproche que lee, quizá exageradamente, en las críticas y recordatorios de deberes de la "doña perfecta" Beth.
Como en toda película psicológica -y lo es, más que dramática, y sin bordear en ningún momento los melodramáticos relatos de casos clínicos basados en sucesos reales que son tan a menudo los telefilms, sin que por ello deje de haberlos interesantes y dignos, y ocasionalmente excelentes y emocionantes-, en Gente corriente se habla mucho, hay muchos diálogos. La diferencia estriba en que están muy bien escritos e interpretados, en que la puesta en escena es certera, aguda y precisa, además de discreta y elegante, y en que tanto el director y el guionista, en lugar de rehuir las escenas difíciles, con cómodas elipsis que las sortean, o de provocar estallidos de dramatismo chillones y sensacionalistas, atisba de cerca, sin tapujos aunque sin espíritu de voyeur ni de paparazzi, lo que sucede entre cada personaje.
Frente al estilo "picado", fragmentario, de planos cortos, de leves toques, con que se nos presentan esas interferencias del pasado en el presente que son los flashbacks, los recuerdos a veces teñidos de alucinación, y se nos va aproximando a la vida cotidiana de los personajes, sin contarnos nada de ellos, sin explicar sus relaciones -dejando que las intuyamos y comprobemos deductivamente, pero pasan unos 7 minutos antes de que sepamos con cierta seguridad que Conrad es hijo de Calvin y Beth, y de que algo le sucede-, sin revelar aún lo que ha ocurrido, los hechos traumáticos -el accidente en el que perdió la vida Buck, el intento de suicidio de Conrad- que penden sobre su aparente armonía familiar y su equilibrada posición social, y que pueden crear un poco de desconcierto, a cambio de la difusa inquietud que generan, al acusar de inestable y precario esa perfectamente lisa fachada con que encubren y maquillan las grietas del edificio, a punto de resquebrajarse, la película se encamina, desde los 20 minutos o así, hacia una estructura más firme y sólida, de bloques, de escenas largas.
Por eso es difícil escoger momentos breves, o planos, a la hora de elegir lo que uno prefiere de esta película. Lo mejor son siempre escenas, bastante largas y físicamente estáticas, en las que importan tanto los gestos como el diálogo, la forma de decirlos y las palabras que se evitan, las miradas, los impulsos reprimidos que algún ademán delata, el decorado, los objetos y los muebles, e incluso -como en pocas películas- la ropa que en cada momento llevan los personajes. Hay, por parte de guionista y director, y lógicamente de sus colaboradores, que han sido capaces de realizar sus indicaciones, un verdadero sentido de la observación, que hace de Gente corriente un documento inapreciable acerca de cómo eran en 1980 los americanos de posición acomodada de una zona residencial de Illinois como Lake Forest.
Eso, que es fácil de contar y describir, que las buenas fotografías restituyen con ojo clínico, pocas películas lo logran sin que su ritmo se resienta, sin que el realizador caiga en la tentación de subrayarlo. En un primerizo, hubiese sido, si no disculpable, un error comprensible, de esos a los que no se da una trascendencia descalificatoria, a condición de que en la próxima película los corrija. Pero Redford no cae ni una vez. Sabía lo que quería contar; conoce a esos personajes y no sólo no los desprecia, sino que le importan, y desea que los comprendamos, y que veamos por nosotros mismos que no son niños mimados, ejecutivos insensibles y stressados, madres dominantes y exigentes, sino personas bienintencionadas, que lo pasan mal, que se hacen daño sin querer, que quizá no hablan bastante, que se bloquean por timidez o por evitar tensiones y trifulcas, o por buena educación, o porque les da miedo reconocer que algo no van tan bien como debiera.
Así, encuentro admirables:
-la conversación (hacia los 40 minutos) entre Conrad y su madre, que se convierte en una agria discusión.
-la conversación entre Calvin y un amigo, junto al río, con mucho ruido urbano, de Chicago.
-en general, todas las de Conrad y el psiquiatra, el nada convencional Dr. Berger.
-la de Beth y su madre, en la cocina, tras el incidente en torno a la máquina de fotos.
-la de Conrad y Jeannine.
-el número que monta al llegar a casa Beth, tras enterarse por una amiga de que Conrad dejó el equipo de natación, cosa que también Calvin ignora.
-los reproches de Conrad a su padre, que hacen eco a los de Jim Stark (James Dean) al suyo (Jim Backus) en Rebelde sin causa (1955) de Nicholas Ray.
-cuando Conrad cuenta al Dr. Berger que su madre nunca le perdonará la tentativa de suicidio, sobre todo que manchase todo de sangre.
-la conversación de Calvin con el Dr. Berger ("I can see both of them drifting away from me").
-cuando Calvin explica al Dr. Berger que, contra lo que decía la gente, no era tanto Buck, sino Conrad, el hijo que más se parece a Beth.
-la conversación entre Calvin y Beth, justo después, cuando él comenta cómo pudo decirle que su camisa no era la adecuada en el funeral de Buck.
-la escena de Conrad y Jeannine en la bolera, con la explicación del suicidio que interrumpen los chicos gamberreando ruidosamente y que ponen a Jeannine gorrita de McDonald's, y ella se ríe, con gran irritación de Conrad.
-la escena de despedida de esa salida.
-cuando Conrad, muy excitado, telefonea al Dr. Berger.
- su explicación con él.
-cuando se explican Conrad y Jeannine, al aire libre.
-la escena del golf.
-al final de esa escena, cuando Beth, por fin, estalla.
-la maravillosa conversación nocturna entre Beth y Calvin.
-la magnífica conversación matinal, final, entre Calvin y Conrad, cuando el padre le explica que Beth se ha ido.
-el abrazo padre-hijo con que se cierra la película.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (24 de agosto de 1998)
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