Simón del desierto está directamente entroncada con Nazarín (1958) y Viridiana (1961). Como en ellas, el tema, reducido a sus líneas esenciales, es la inutilidad de la religión. Si en Nazarín Buñuel mostraba la ineficacia del padre Nazario, incluso cuando abandona los hábitos y se dedica a predicar y ejercer la caridad por su cuenta, y en Viridiana insistía, con mayor virulencia, en este segundo aspecto, en Simón del desierto son el ascetismo y el ideal de pureza los que se revelan inútiles y prácticamente imposibles. Estas tres películas, escritas en colaboración con el escritor católico Julio Alejandro, no son, sin embargo, los esquemáticos panfletos que muchos han querido ver, sino que se ven enriquecidas por una cierta admiración y simpatía que siente Buñuel por la obstinación y sinceridad de los personajes que dan título a los tres films, y que se articula dialécticamente con la postura crítica del autor de Un chien andalou. Por otra parte, Simón del desierto es el mejor prólogo de La Voie lactée (1968) que pueda imaginarse, completando así el esperpéntico retablo "religioso" de Buñuel.
Como es normal en Buñuel, la crítica se ejerce sutilmente a través del humor y un agudo sentido de la caricatura, por un lado, y de una estructuración muy rigurosa, que alcanza en La Voie lactée su punto culminante al unir la mayor complejidad y la máxima claridad, por otra parte. Sin que este segundo aspecto haya sido descuidado, en Simón del desierto predomina el primero, hasta el punto de convertirla en la más bufa y burlona de todas sus películas, superando incluso a Ensayo de un crimen (1955), L'Âge d'or (1930) o Susana (1951), apartándose en eso de Nazarín, su film más serio junto con Los olvidados (1950). Estructuralmente, en cambio, tiene su más claro precedente en El Ángel Exterminador (1962), ya que concentra la acción en un espacio único y bien delimitado —aunque abierto, como en Robinson Crusoe (1952)—: la columna en que Simón ayuna, ora y medita, apartado del mundo, sus pompas y sus tentaciones, en medio del desierto y a gran altura. Como en todos sus films mexicanos, Buñuel saca partido de los pésimos actores que suele tener a su disposición a través de la caricatura y de los diálogos, aquí más hilarantes que nunca.
La idea de la película, como ocurre con frecuencia en Buñuel, se relaciona con sus lecturas bíblicas, ya que no sólo se inspira en la vida y milagros de Simeón el Estilita, sino también en las tentaciones del Diablo a Jesucristo cuando éste se retiró al desierto: mientras Simón (admirablemente interpretado por Claudio Brook) rechaza obstinadamente la farisaica adulación de sus seguidores y los víveres que intentan proporcionarle, el Diablo (Silvia Pinal) le tienta bajo los más diversos y divertidos disfraces (desde el de colegiala, que le enseña sus inocentes piernas y pechos, al de Buen Pastor, que pega una patada al cordero pascual). Simón, sin embargo, resiste estoicamente, y se mantiene firme y casi imperturbable en su columna. Paralelamente, Buñuel nos hace una crónica "entomológica" de la vida del estilita, señalando todos los problemas de orden práctico que se le pueden presentar a un hombre en la situación de Simón: el calor, el hambre, el aburrimiento ("esto de las bendiciones, además de santo, resulta muy entretenido", se dice, buscando algo que bendecir), la suciedad, el mal olor, las moscas (interrumpe sus oraciones en latín para comentar "hoy no hay moscas"), la locura ("empiezo a darme cuenta de que no me doy cuenta de lo que hago"). La película, como se ve, es muy sencilla de personajes y situaciones, y está resuelta casi únicamente a base de grúas hacia y alrededor de la columna, siempre funcionales y de gran claridad espacial. A ello se unen las divertidas y absurdas discusiones teológicas que Simón mantiene con sus discípulos (una de ellas, gritando "viva la hipóstasis" y "muera la hipóstasis", evoca La Voie lactée, construida casi enteramente sobre este principio), su exigencia (les reprocha volverse a mirar a Silvia Pinal cuando pasa por allí, no acepta ser ordenado sacerdote), sus relaciones con un pastor enano, su anciana madre y un fraile saltarín, o con los insectos y otros animalillos. Pero quizá lo más disparatado sean las tentaciones del Diablo (que aparece, por ejemplo, en un veloz féretro que se desliza por el desierto), y sus discusiones con Simón ("aunque te asombre", le dice, "tú y yo nos diferenciamos en muy poco: creo en Dios Padre, aunque en cuanto a su único Hijo tendríamos mucho que hablar", palabras que recuerdan las del "buen ladrón" a Nazarín). Finalmente, acosado por el Diablo y por alucinaciones extrañas, harto de sus aduladores discípulos (que acaban por acusarle de ser un "rebelde enviado de Satanás"), Simón no consigue alejar de sí al Demonio, que le lleva en jet a Nueva York, en un salto de quince siglos que sería el primero de los muchos viajes a través del tiempo y de las tentaciones que hubieran constituido la película si estuviera acabada. Pero resulta que, por desavenencias con el productor, Buñuel no pudo terminarla y sólo nos quedan los primeros 45 minutos que, por supuesto, se nos hacen cortos. Sin embargo, esto no quiere decir que a la película le falte nada o se quede en suspenso. Por un lado, Buñuel ha logrado llevar a cabo sus propósitos en ese viaje a través del tiempo y de las herejías que es La Voie lactée, y, por otro, Simón del desierto, tal como está, es una obra acabada, autosuficiente y llena de sentido, cuyo final se convierte, accidentalmente, en un equivalente del de El Ángel Exterminador, sugiriéndonos de forma evidente, aunque sin mostrarlo, lo que iba a suceder después: Simón, convertido en beatnik, abandona, aburrido y con un "vade retro" cansino, a Silvia Pinal, que baila un desenfrenado jerk en un club nocturno de Nueva York.
En Hablemos de Cine nº 47 (mayo-junio de 1969)


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