Acogida con cierta frialdad e indiferencia en el momento de su estreno y hoy "muy antigua" según la medición del tiempo imperante (y con otras películas dirigidas por Eastwood después), Deuda de sangre me confirmaba en dos viejas sospechas: una, que incluso a muchos sedicentes cinéfilos la excelencia les aburre, y la constancia en ella les fatiga (ha sucedido con Mankiewicz, con Bergman, con Rohmer), y les obliga a introducir altibajos subjetivos en las obras cuyo rasgo básico es la regularidad, mientras alivia poder repetir que "hasta los mejores hacen películas malas" (lo cual es una obviedad estadística, pero no quiere decir nada, y no ha de servir de excusa a los vagos ni de consuelo a los ineptos); otra, que pese al prestigio del que gozan de modo casi universal, en realidad no gustan gran cosa ni el "cine negro" ni la "novela negra", sino que atraen su iconografía y su mitología, y que los pretendidos aficionados al género son, por tanto, incapaces de reconocer y valorar sus encarnaciones actuales. Tengo Blood Work por uno de los máximos logros –con Honkytonk Man, A Perfect World, The Bridges of Madison County, Bird y Space Cowboys- de Eastwood como director, y lo mucho y bueno que ha hecho después no la ha desplazado. Se observará que entre ellas predominan las más modestas y de "tono menor" (que es el de sus propias composiciones musicales), las que no tratan (o sólo marginalmente y de refilón) "grandes temas" de actualidad, es decir, las que no pueden dar pie a un editorial periodístico ni equivalen a una muestra de ese hoy patético género literario. Sucede que en el cine americano, tan hostil a los autores, al arte y a las declaraciones personales o las confidencias autobiográficas, se mueven con mayor libertad o soltura los que disimulan sus ambiciones y no subrayan el significado global de lo que realizan. De lo contrario, pueden caer en la tentación y la trampa de hacer películas que –por sobrio que sea su estilo– resulten enfáticas y pretenciosas, cuando no retóricas o discursivas. En todo cineasta americano que ha recibido un Óscar o es susceptible de que se lo den (hasta si no aspira a ello) está latente el peligro de caer en la abstracción, de hacer cine programático y "significativo", como el que a partir de cierto momento hicieron Fred Zinnemmann, George Stevens, Stanley Kramer y otros frecuentes galardonados por la Academia –hasta John Ford, Capra o Wyler bordearon más o menos de cerca ese precipicio- en lugar de contar historias de seres humanos de las que puedan extraerse las mismas conclusiones. Eastwood ha estado repetidamente a punto de caer en esa tentación desde el Óscar de la excelente –pero tampoco tanto, ni tan única– Unforgiven, y que en última instancia esas películas algo solemnes (quizá el fallo esté en que Eastwood no escriba sus propios guiones) sean casi siempre muy buenas no me impide preferir las que en ningún caso podría haber pensado ni un Coen, ni un Anderson, ni un Soderbergh ni un Sam Mendes.
Para poner un ejemplo: Blood Work no tiene un ápice de racismo, pero afortunadamente no es una película sobre/contra el racismo; es una película cuyo protagonista fue policía y que narra una intriga policiaca, pero no es una película sobre la corrupción/brutalidad/rutina policial; asistimos en ella al nacimiento de una relación amorosa, pero no es una película sobre el Amor; descubrimos que quien parece un amigo de confianza no lo es, pero tampoco es un discurso sobre "lo engañoso de las apariencias"; se centra en la búsqueda de un asesino en serie, pero tampoco es una película del subgénero "serial killers" ni hurga en las claves psiquiátricas de la conducta del culpable. De igual modo, el de "Terry McCaleb" no es "un papelón" de esos que hacen a un actor frotarse las manos y esperar la estatuilla, pero permite a un Eastwood más relajado y tranquilo, hasta cansado y frágil, que nunca "estar y ser" ante la cámara y en la pantalla con más naturalidad y presencia que nunca.
En “El universo de Clint Eastwood”. Madrid : Notorious, diciembre de 2009.
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