Aunque menos lograda que las tres películas precedentes de David Cronenberg —entre ellas Naked Lunch (1991), escandalosamente inédita en este país—, M. Butterfly trae buenas noticias: el inclasificable canadiense sigue sin venderse a las Majors americanas y sin claudicar de su aliento vanguardista, convertido en el más rentable y comprensible de los cineastas experimentales.
Tan elegante como discreta, no tiene más que un defecto; lo que cuenta no es creíble, pese a haber suavizado y condensado la historia real en que se basa para tratar de darle un poco de verosimilitud. Para la mayoría de los espectadores, sin embargo, no hay modo de olvidar que se nos pide que aceptemos algo inconcebible; este rechazo previsible, en el que cualquiera pondrá a prueba su propia credulidad para corroborar que no es posible, tiene la curiosa virtud de no alejar al público del personaje de Jeremy Irons, sino de hacer que cada espectador "se ponga en su lugar", y vaya aceptando como admisible, improbable pero quizá no del todo imposible, etc., cada nueva fase de su trayectoria, hasta un punto —antes o después— en el que casi todo el mundo parece decir "hasta aquí podíamos llegar" y se interrumpe el juego identificatorio.
Yo sospecho que Cronenberg, que no va de hitchcockiano por el mundo pero no tiene un pelo de tonto ni de irreflexivo, ha tenido en cuenta esta incredulidad inicial, la posterior asunción del punto de vista del protagonista y hasta la ruptura final para implicar al espectador, por lo cual la película, mientras dura la proyección, funciona, y sólo después brotan las preguntas. Lo que convierte a Cronenberg en uno de los pocos cineastas actuales que se proponen que el público piense y que, además, lo consiguen, aún con grave riesgo para el éxito crítico de sus películas.
En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.
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