Mal están las cosas cuando parece mentira poder decir de un film americano rodado en 1973 que, por lo menos, eso es cine. Tal vez se deba, y mal síntoma sería, a que el último film de Aldrich pudo hacerse igual hace veinte años, y a que llevamos ya diez en que se agradece que una película esté bien rodada, con seriedad, sin caprichos ni tontadas «modernitas». Porque El emperador del Norte no es ninguna maravilla, sino un film eficiente, que narra con fuerza una historia interesante. Y no es que el irregular autor de Doce del patíbulo haya renunciado aquí —como en sus westerns— al gratuito y pesado barroquismo que le caracteriza, a los encuadres insólitos y las composiciones forzadas que tanto le agradan, sino que los ha encontrado sin necesidad de buscarlos, meramente plegándose al casi único escenario de la película: un tren de mercancías que recorre, en plena depresión económica (1933) el estado de Oregón (¡sin transparencias!).
Como la mayor parte de la obra de Aldrich —Apache, Vera Cruz, El último atardecer, ¿Qué fue de Baby Jane?, 4 tíos de Texas, Canción de cuna para un cadáver, La venganza de Ulzana—, El emperador del Norte basa su estructura dramática en el duelo, que recibe aquí uno de sus tratamientos más originales y coherentes. Porque este duelo tiene poco de farsa, y menos aún de ritual, y enfrenta dos concepciones vitales diametralmente opuestas: Marvin o la libertad absoluta contra Borgnine o el orden por el orden. Lee Marvin encarna con sobriedad y convicción a un vagabundo de los muchos que cruzaban América en aquellos tiempos como polizones ferroviarios. Le llaman A N.° 1, y encuentra un enemigo mortal en el histérico Shack (Ernest Borgnine), jefe del tren número 19, que está dispuesto a todo con tal de que nadie viaje gratis en su tren. En realidad, y dada la crisis económica que atravesaba el país, ninguno de los dos posee nada, pero Shack, con un irracional sentido de la propiedad que sólo beneficia a la compañía de ferrocarril, considera suyo el tren que manda y está dispuesto a velar por él como un padre siciliano por la virginidad de su hija. El desafío de estos dos hombres se generaliza por el eco que tiene en un extenso territorio, y por las apuestas que se cruzan en torno a este original match de boxeo, cuyo ring será un vagón en marcha. Este duelo cobra nueva resonancia al imbricarse con un tema clásico del cine americano, el del aprendizaje de un joven que recorre un itinerario con un viejo. Sólo que aquí el viejo A N.° 1 no quiere ser maestro, y además la instrucción fracasa, y lo único que puede enseñarle a Cigaret (Keith Carradine) es que nunca será «El emperador del Norte», el rey de los vagabundos, porque aunque tiene madera, no tiene corazón. Lo que A N.° 1 quiere decir con esto es que Cigaret no ama la libertad, y que está corrompido por el sistema competitivo del que se han visto excluidos y cuyos efectos —hambre, miseria, injusticia, basura— se nos muestran profusamente en la película. Porque lo que Cigaret desea es el éxito, la fama, el poder, y no la independencia y el respeto a sí mismo que hacen de A N.° 1 un vagabundo de primera categoría. Y lo es porque ha aprendido a serlo —Aldrich nos muestra lo mucho que exige—, porque es preciso ser un buen profesional hasta cuando no se tiene un oficio, porque vivir on the road es muy duro, y porque sabe que se haga lo que se haga —sobre todo si se tiene vocación— hay que hacerlo lo mejor posible. Por eso A N.° 1 goza, se divierte, parece feliz como vagabundo, y por eso el film es divertido y contiene una escena homenaje a los Keystone Kops de Mack Sennett. Y resulta que Aldrich, como A N.° 1, por lo menos no finge —como Cigaret, o Peter Fonda—, y sabe a dónde va, y por eso, aún si Aldrich no es sino un director de quinta o sexta fila dentro del cine americano, El emperador del Norte tiene un sentido y un estilo, nos guste o no el sentido, nos guste o no el estilo.
En Nuevo Fotogramas (14 de septiembre de 1973).
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