Con independencia de la larga espera -llega a Estados Unidos en 1941, pero no consigue dirigir hasta 1947, ya acabadas la persecución de judíos y la guerra de las que huyó- y de las dificultades de todo tipo que encontró Max Ophuls en su etapa hollywoodiense, sobre las cuales existe un libro entero, tan interesante y bien documentado como discutible en su metodología y en algunas de sus conclusiones (1), y a pesar de que durante mucho tiempo se considerasen -sobre todo en Francia- las cuatro películas allí terminadas por el cineasta y firmadas como "Max Opuls" poco menos que como un paréntesis irrelevante en su obra, parece hoy indudable que se trata de una porción en absoluto prescindible o desdeñable de su filmografía, e incluso cabe opinar que varias de ellas, por no decir que todas, se cuentan entre lo mejor y más personal de su carrera itinerante y -conviene recordarlo- con obras apasionantes en cada década y en cada país en que trabajó, además de un nivel medio inusitadamente elevado desde el principio mismo.
La mención de esta larga y frustrante espera americana (tampoco consiguió hacer teatro) se hace particularmente siniestra si se tienen presentes, por un lado, las dificultades económicas por las que hubo de atravesar un refugiado judío en Hollywood -y aún no he logrado leer una explicación medianamente razonable y verosímil ni de tantos años de inactividad frustrante ni de que, acabada la guerra, Ophuls permaneciese en Estados Unidos todavía sin rodar nada en dos años, para luego, en poco más de otros dos años, rodar cuatro películas y, nada más terminar la última, regresar a Europa para siempre (2)- y, por otro, que Ophuls murió cuando solo tenía 54 años, por lo que perder seis enteros supone un desperdicio lamentable. El aspecto, prematuramente calvo, con profundas arrugas en la frente, de las fotos más conocidas de Ophuls nos hace pensar que era mucho más viejo de lo que alcanzó a ser, y nos impulsa a olvidar que se inició como director cinematográfico en 1930, con 28 años.
De sus cuatro películas americanas -no contabilizo Vendetta (1950), empezada por Ophuls, continuada por Preston Sturges, con intrusiones de Howard Hughes y alguna escena de Stuart R. Heisler, y finalmente firmada solamente por Mel Ferrer, porque es un auténtico caos-, dos, La conquista de un reino (The Exile, 1947) y Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), son relativamente "europeizantes", tanto en tema, personajes y escenarios (de la ficción, por supuesto) como por la nutrida presencia de técnicos y actores procedentes del viejo continente, y sobre todo, por su estilo de movimientos de cámara y sus métodos singulares de planificación, rodaje y montaje, nada acordes (y de ahí muchos de sus problemas) con las normas estándar entonces predominantes en casi todas las productoras/distribuidoras de Hollywood, grandes o chicas. Las otras dos, no por casualidad las últimas, Caught (1949) y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949), son, para entendernos, deliberada y esforzadamente mucho más "americanas" en todos los sentidos, aunque a los norteamericanos relacionados con ellas no se lo pareciera en exceso... aunque esa voluntad de integración no supusiese en ningún caso una renuncia a su estilo, hay menos planos ostensiblemente largos, más cortes, menos movimiento continuo de la cámara que en las dos primeras.
Como tales "anomalías" relativas dentro del sistema narrativo y de producción dominante en el Hollywood de los años 40, las cuatro películas americanas de Max Ophuls son un tanto excepcionales, además de notablemente diferentes entre sí. A primera vista, solo guardan una cierta semejanza -casi indefinible, de tonalidades y ritmos- con algunas otras obras de directores europeos circunstancialmente emigrados a Estados Unidos o por entonces ya incorporados desde hacía años al cine americano.
Hay que destacar que, aunque distribuidas y dominadas por Universal International, las dos primeras eran producciones "independientes": de Douglas Fairbanks, Jr., estrella y guionista de La conquista de un reino; y de John Houseman para Rampart Productions (William Dozier y su mujer, Joan Fontaine) en el caso de Carta de una desconocida, y ambas fotografiadas por Franz F. Planer (y en la primera Hal Mohr durante una semana), y con el muy hostil Ted J. Kent de montador. Las otras dos eran también producciones semi-independientes: Caught de Wolfgang Reinhardt para Enterprise, con fotografía de Lee Garmes y montaje de Robert Parrish (aparte de algún plano dirigido por Robert Aldrich, y puede que quede alguno de John Berry, que la empezó), y distribución de MGM; y Almas desnudas de Walter Wanger para Columbia, con Burnett Guffey como director de fotografía y Gene Havlick de montador. En estas dos últimas interviene prominentemente James Mason, entre otros europeos.
La presencia -solamente en Almas desnudas- de la actriz Joan Bennett, protagonista antes de El hombre atrapado (Man Hunt, 1941), La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944), Perversidad (Scarlet Street, 1945) y Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door, 1947), de Fritz Lang, y de la muy "languiana" -para ser de Jean Renoir- The Woman on the Beach (1947), aparte de deberse quizá, más que a una elección coincidente, a la presencia de su marido, Walter Wanger, como productor de varias, se revela, a fin de cuentas, como un espejismo: si es cierto que entre la Joan Bennett de Renoir y alguna de las visiones de ella que nos dio Lang -sobre todo en Perversidad, que es, no lo olvidemos, un remake de La golfa (La chienne, 1931), precisamente de Jean Renoir- hay algunos curiosos puntos de contacto, no los hay de Almas desnudas con ninguna de las otras cinco que no puedan atribuirse a convenciones genéricas, y la Joan Bennett de Ophuls poco tiene que ver con la de Renoir -en la que sale Robert Ryan, como en Caught- y las tres primeras que hizo con Lang.
Desde cierto punto de vista, La conquista de un reino podría emparentarse, más bien inesperadamente y precisamente por su carácter excepcional, con dos películas de Douglas Sirk en cuanto a que quizá sean las más optimistas (o menos pesimistas), las más alegres de tono, de sus carreras respectivas, y también, salvo error, aquellas cuya acción sucede en épocas más remotas y antiguas. Fuera de ello, sin embargo, poco se parece el primer film americano de Ophuls a ninguno de los dos Sirk a que me refiero, Escándalo en París (A Scandal in Paris, 1945) y Orgullo de raza (Captain Lightfoot, 1955), salvo en contar con escenarios europeos (siempre "recreados" en los estudios californianos). También hay en La conquista de un reino momentos o detalles que me hacen pensar en un film atípico y desconocido -pero excelente- de Frank Borzage, The Spanish Main (1945), y en otro, muy diferente de tono aunque con notables paralelismos con el anterior, de Jacques Tourneur, La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951).
Caught puede tener influencias o puntos de contacto argumentales con un casi subgénero que recorre los años 40 desde Rebeca (Rebecca, 1940) y Sospecha (Suspicion, 1941) hasta Encadenados (Notorious, 1946) y Atormentada (Under Capricorn, 1949) de Alfred Hitchcock, pasando por Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), El extraño (The Stranger, 1946) y La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948) de Orson Welles, Keeper of the Flame (1942) y Luz que agoniza (Gaslight, 1944) de George Cukor, Noche en el alma (Experiment Perilous, 1944) de Jacques Tourneur, Undercurrent (1946) y Madame Bovary (1949) de Vincente Minnelli, Ruthless (1948) de Edgar G. Ulmer, My Name Is Julia Ross (1945) de Joseph H. Lewis, The Great Gatsby (1949) de Elliott Nugent (3), Memorias de una doncella (The Diary of a Chambermaid, 1946) de Jean Renoir, El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946) de Joseph L. Mankiewicz, Flamingo Road (1949) de Michael Curtiz, Born To Be Bad (1950) de Nicholas Ray y algunas más de Robert Siodmak, William Dieterle, André de Toth, John Cromwell, Mitchell Leisen, Edmund Goulding, John Brahm, Tay Garnett, Byron Haskin, Bernard Vorhaus y otros; como puede apreciarse, bastantes de ellas dirigidas por inmigrantes. Que una sola película y no muy larga, pueda tener algo en común con más de veinte de la misma década solo prueba hasta qué punto se inscribe dentro de ciertas tendencias más o menos populares o de moda en esas fechas, y dentro, además, de un par de géneros -el thriller o negro y el melodrama- que a menudo tuvieron vasos comunicantes y que por entonces estaban plenamente vivos y en fase fértil.
A escala mucho más reducida, pues es una película, en el fondo, muy poco convencional, algo semejante pasa con Almas desnudas con respecto a Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), de Curtiz, con la que tiene que ver casi exclusivamente por el factor argumental. También Despacio, forastero (Walk Softly, Stranger, acabada en copyright de 1949/estrenada en 1950), de Robert Stevenson, y House by the River (1950), de Fritz Lang, puede que tengan alguna conexión subterránea que, además de ser tenue, cronológicamente solo podría ser casual.
La más famosa de las películas americanas de Ophuls -y probablemente la mejor, para muchos incluso la cumbre de toda su carrera- ha sido siempre, y lo sigue siendo, Carta de una desconocida, película tan escasamente americana en todos los sentidos que resulta extraño que, pese a obstáculos previos, interferencias durante la producción y retoques posteriores, se mantenga en pie y no haya sido "reconvertida" en algo más convencional y menos inusitado.
No deja de ser curioso (aunque, sin duda, sea producto del azar) que dos directores de cultura y raíces germánicas rodasen el mismo año en Hollywood sendas y muy distintas películas acerca de diferentes etapas de la vida de Carlos II de Inglaterra, y que, para colmo, ambos realizadores fueran precisamente los dos máximos exponentes y defensores dentro del cine americano de las tomas largas móviles: el austríaco Otto Preminger, que había heredado de John M. Stahl Ambiciosa (Forever Amber, 1947), y Ophuls con La conquista de un reino. Lo más sorprendente es que ambas películas nada tienen que ver a simple vista -una en color, otra en blanco y negro; una melodrama, la otra casi comedia; la de Ophuls bastante modesta de presupuesto y de resultados y la de Preminger lujosa y de gran éxito en taquilla-, salvo la afición nada caprichosa y perfectamente esencial y coherente de sus respectivos autores (quizá atribuible "en ambos" a la posible influencia del teatro de Max Reinhardt y del cine mudo de F. W. Murnau) a rodar planos muy largos y fluidos, a menudo planos-secuencia, con movimientos de cámara complejos y prolongados, con frecuencia usando grúas y dollies además de los carriles de travelling.
Semejante método -al que, menos extremada y sistemáticamente, se aproximaban a veces Welles, Hitchcock, Minnelli, Cukor, Fritz Lang, Jacques Tourneur, Renoir, Sirk, Ulmer, Goulding y alguno más muy ocasionalmente- provocaba de modo casi automático alarmadas reacciones defensivas entre los responsables de la producción, y muy en especial -como es lógico, pues reducía su papel- los montadores de cada "casa" y los llamados "supervisores de montaje". Es evidente que el sistema favorecido por Ophuls y -algo menos llamativamente- por Preminger, además de apartarse de lo usual y aceptado comúnmente en Hollywood -lo que ya levantaba suspicacias, pues hacía a los campeones sospechosos tanto de "ambición artística" como de "tratar de evitar controles", aparte de que se consideraba "europeo", cuando no "alemán"-, suponía algunos riesgos para la productora, sobre todo si era desconfiada y ahorrativa: organizar tomas tan largas y complejas exigía decorados practicables, tiempo de iluminación, preparación y ensayos, y hasta un mayor gasto de material si no se conseguían pronto las tomas útiles... aunque, en contrapartida, si se lograban, se avanzaba considerablemente en el plan de rodaje.
Previsiblemente, lo que más fastidiaba -como con los directores tipo John Ford, que rodaban planos fijos y mucho más breves, pero sin cobertura ni varias tomas desde ángulos diferentes de donde elegir, es decir, que, de otro modo, también "montaban con la cámara"- es que no permitían (o lo ponían más difícil y más caro) la deseable (para los productores) manipulación durante el montaje del material rodado. Para colmo, la errónea pero tradicional asociación del ritmo rápido (una "obligación" implícita no solo del cine clásico americano, sino de todo el cine comercial) con la duración de cada plano - a menudo sin tener en cuenta el número de planos empleados para narrar una misma acción- hacía que casi todas las productoras catalogaran los planos de larga duración y de mucho movimiento y cambio de tamaños como "lentos" y "visibles" y por tanto como "no americanos", es decir, como "extranjeros", por lo que los propios equipos técnicos, tan competentes, a veces presionaban para evitarlos, trataban de sabotearlos o exageraban su dificultad.
Se da así la paradoja de que alguna gente encuentra al fin en Hollywood los medios técnicos con los que llevaban a lo mejor quince años soñando -Ophuls desde por lo menos Die verkaufte Braut (1932), sin duda alguna desde La mujer de todos (La signora di tutti, 1934)-, pero no logra utilizarlos a pleno rendimiento y sin cortapisas, o por lo menos tiene que esperarse hasta que se independiza como su propio productor (en el caso de Preminger) o, como sucedió con Ophuls, hasta que culmina su estilo de madurez cuando sigue su carrera fuera de Estados Unidos, ya de vuelta en Europa, en La ronde (1950), Le plaisir (1952), Madame de... (Madame de..., 1953) y Lola Montes (Lola Montes, 1955).
Por último, y aunque es muy posible que no tengan "realmente" gran cosa que ver, se me antojan como particularmente afines a las de Ophuls -más allá de concomitancias estilísticas- unas cuantas -mejor, unas pocas- películas americanas de los años 40 y primeros 50: The Clock (1945) de Minnelli, El filo de la navaja (The Razor's Edge, 1946) de Goulding, Daisy Kenyon (1947) y Vorágine (Whirlpool, 1949) de Preminger, Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) de Mankiewicz, Clash by Night (1951) de Lang y, sobre todo, dos de Dieterle, Cartas a mi amada (Love Letters, 1945) y Jennie (Portrait of Jennie, 1948). Como por casualidad, solo uno de los directores nació en América (y era de orígenes totalmente europeos). No quiero implicar que hubiese la menor influencia en un sentido u otro; simplemente que, aunque ninguna me parezca "mejorable" ni necesitada de otro enfoque, puedo imaginar a Max Ophuls dirigiendo con entusiasmo, emoción, precisión, discreción, elegancia y brillantez todas y cada una de ellas.
1. Lutz Bacher, Max Ophuls in the Hollywood Studios, Rutgers University Press, New Brunswick, 1996.
2. Ni siquiera en Max Ophuls, Souvenirs, Cahiers du Cinéma / Cinémathèque Française, París, 2002.
3. A falta de conocer la muda de Herbert Brenon, al parecer perdida, la mejor versión, y de lejos, de la novela de F. Scott Fitzgerald, con Alan Ladd como Jay Gatsby, seguida por la televisiva de Franklin J. Schaffner (1958), con Robert Ryan, sin duda el mejor Gatsby imaginable.
En “Max Ophüls : Carné de baile”, coordinado por Carlos Losilla. San Sebastián : Donostia Kultura, 4 de noviembre de 2013.
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