Desde el nacimiento del cine y durante todo el periodo mudo - casi un tercio de su historia, una etapa que no puede borrarse de un plumazo – su silencio constitutivo supuso una frontera clara (aunque quizá no del todo consciente ni para todos los cineastas ni para muchos espectadores) entre el nuevo arte y la realidad física, sensible, exterior: era otro mundo, mudo y sin ruidos, y además sin color, propiamente fantasmagórico, el que se veía en la pantalla, y que nadie confundiría durante más de unos segundos, y si acaso la primera vez que asistía al nuevo espectáculo, con el mundo tangible que usualmente consideramos "real".
El sonido aumentó súbitamente la capacidad mimética e ilusionista del cine, que empezó a tratar de reproducir - casi sin darse cuenta; sorprende lo pronto que se da todo por supuesto, que se instala la rutina - bloques de realidad "entera", como si fueran duplicados o (como se diría hoy) "clonados", cuando menos su reflejo especular, plano y bidimensional, pero cada vez más simulador de la profundidad espacial, más tributario de las leyes de la óptica y de la perspectiva que hasta entonces, más "coloreado" en cuanto fue rentable. Desde la generalización impuesta del sonido, cobró mucho mayor fuerza que en los años silentes la regla aristotélica de las tres unidades - de tiempo, espacio y acción - dominante durante siglos en el teatro, del que - nada casualmente - procedían, cada vez con más frecuencia, en mayor proporción, argumentos, actores y directores, incluso decoradores, mientras la cámara (justamente antes "desencadenada") quedaba casi inmovilizada y callada, supeditada a la laboriosa grabación de los diálogos, que habían sustituido a las imágenes en movimiento como "novedad".
No es, por cierto, que tal regla escénica sea errónea en sí misma, pero lo cierto es que, si excede la categoría del "buen consejo práctico", puede ser una imposición aprisionadora y restrictiva, y muy limitadora para el cine. En todo caso, ninguna norma tendría que ser la única aplicable, ni excluir variantes o gradaciones, ni siquiera excepciones.
El cine que se llamó durante algún tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta aproximadamente los años 70 - pero sobre todo en los 50 y primeros 60 -, "moderno", y que hoy hace mucho que se ha convertido en más bien "clásico" - o al menos en la rama alternativa, básicamente europea, quizá también asiática, del cine clásico - trataba de zafarse (no siempre deliberadamente, a veces por causas de fuerza mayor) de esta enclaustradora norma, olvidándose - al menos - de una de las tres unidades. Para ciertos cineastas, es la acción lo que sobra, que asocian a las convenciones y habilidades específicas del cine americano, y también a la narración decimonónica y a la dramaturgia del teatro; para otros, es la unidad espacial la que puede resultar, en ocasiones, un estorbo, un freno a su libertad expresiva, o un residuo escénico; para algunos más, por último, es la cronología temporal la que no ha de ser obedecida ni respetada, porque no hay razones suficientes para hacerlo. Los más osados cineastas modernos rechazan Incluso dos de estas unidades (o se toman grandes libertades con ellas), pero instintivamente se suelen aferrar a la tercera, sea cual sea la restante en cada caso, cuyo imperio (y consiguiente predominio) puede resultar casi invisible, entre otras cosas porque no parece notable, sino de lo más normal, que se acaten tácitamente las tres.
Claire Denis pertenece, claramente, a la estirpe de los manipuladores del tiempo; es dudoso o discutible si L'Intrus (2004), por poner el ejemplo que considero la provisional culminación de su trayectoria, "cuenta" realmente algo, y en todo caso es difícil concretar qué exactamente, porque - aparte de no ser lo fundamental, ni la razón de ser de la película - gran parte de lo que sucede, más que contársenos, hemos de adivinarlo o deducirlo a partir de lo que vemos, y casi nunca podríamos demostrar que nuestras hipótesis son ciertas, aunque sólo fuera para cada uno de los espectadores, lo que hace sumamente aventurado y difícil contársela o "resumírsela" a un tercero: no estamos tan seguros de lo que hemos creído entender, más bien lo hemos sentido de una forma patente pero difusa; en todo caso, eso es algo que no quedará del todo claro - porque persistirán zonas de sombra o de incertidumbre o de silencio - ni siquiera al final, una vez concluida la película, y encendidas las luces de la sala... y, mientras tanto, no se sabe a dónde nos va a conducir su imprevisible trayectoria cambiante; sus desplazamientos por el mundo, sus bruscos saltos geográficos, de Suiza a algunas islas de la Polinesia que nos hacen pensar en Murnau, pasando por Corea del Sur, como la descentralidad y asimetría de cada plano, demuestran hasta qué punto lo que en ella pasa es, sobre todo, el tiempo, que es lo que Claire Denis domina, porque espacialmente tendemos a desorientarnos y la acción se caracteriza por sus cambios de rumbo constantes.
En esto, como en otras cosas, Claire Denis se aparta de la mayoría de sus contemporáneos, sobre todo del grueso de sus compatriotas, incluso de las bastante numerosas directoras de mayor talento, como Danièle Dubroux, Noémie Lvovsky, Chantal Akerman, Anne-Marie Miéville, Agnès Varda, Christine Laurent, Marie Vermillard, Claire Devers, Claire Simon, y mezclo deliberadamente (excluyendo las bajas prematuras) las veteranas y las más jóvenes.
Auténtica heredera inconfesa del espíritu libre y contagiosamente liberador de la "Nouvelle Vague", y sobre todo - aunque sólo admita, en declaraciones, el magisterio de Jacques Rivette, del que, curiosamente, encuentro muy pocas huellas en sus películas, salvo, obviamente, Jacques Rivette le veilleur (1990) y Vers Mathilde (2004) - de Jean-Luc Godard, Claire Denis tiene más que ver, inconscientemente quizá, con los revoltosos, reticentes y rebeldes continuadores del autor de À bout de souffle (Jean Eustache y Maurice Pialat, ambos fallecidos) y con su único heredero confeso, Philippe Garrel, que con otros compañeros generacionales, con los que sólo al inicio de sus respectivas carreras se la pudo asociar (y nunca confundir o asimilar, pese a que sus películas carecen de un punto de vista expresa o voluntariosamente "femenino"). Más tiene que ver, puestos a rebuscar algún punto de contacto, con otros creadores individuales aislados, que van cada cual a su aire y casi siempre en solitario además de "por libre", como ella, que comprenden desde el georgiano afincado en Francia Otar loseliani (antes losseliani), iluminado tejedor de cruces y encuentros entre personajes de los que nada se explica y que nada o casi dicen, y que sólo su comportamiento define, hasta el actor y por tres veces director Jean-François Stévenin, también seco, lacónico y misterioso; desde Arnaud Desplechin (que pese a ser una de las figuras más originales y sólidas del actual cine francés permanece bochornosamente inédito en España, como, por lo demás, buena parte de la obra de los demás aquí mencionados) hasta Leos Carax, que pasó con celeridad incomparable de "revelación" a "fiasco" antes de verse empujado a la cuneta por hacer una película muy cara, de muy largo rodaje, muy brutal y muy lírica (Les Amants du Pont-Neuf), que le granjeó reputación de megalómano y ha hecho de él un "maldito" (algo así como el equivalente galo de Michael Cimino en Estados Unidos); desde el mayor y siempre proscrito Paul Vecchiali y su recién desaparecido seguidor (al menos en la admiración por Jean Grémillon) Jean-Claude Guiguet, buceadores los dos de rincones y de relaciones extrañas, hasta el también brusco y brutal Jean-Claude Brisseau, desde el usualmente guionista Pascal Bonitzer - quizá el más humorista del grupo - a Noémie Lvovsky, que con otras colegas a las que se la asocia por edad o meramente por ser mujeres, como Catherine Braillat o incluso la mucho menos activa, pero mucho más profunda Danièle Dubroux.
Lo mismo que en el Extremo Oriente le han salido a Truffaut, Godard, Resnais o Demy inesperados continuadores, desde los japoneses Suwa Nobuhiro y Kawase Naomi hasta el malayo-taiwanés Tsai Ming-liang, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o el coreano Hong Sang-soo, en la propia Francia, tras un fuerte rechazo de la herencia de esa "Nueva Ola" que ya de juvenil no tiene nada pero aún no reemplazada por algo que realmente sea más nuevo - y que a veces tuvo algo de ansia liberadora, de afán de "matar al padre", como la sempiterna reacción italiana contra la pesada carga insoportable del Neorrealismo -, lo cierto es que los cineastas más interesantes hoy en activo en Francia se han puesto, con el paso del tiempo, y probablemente sin proponérselo como una tarea consciente, a continuar el impulso de renovación allá donde sus precursores lo dejaron, unas veces por prematura defunción, otras veces por abandono, desánimo o fatiga, o porque habían encontrado una vía individual suficientemente estable en la que instalarse (Rohmer, en cierto sentido Rivette y Resnais, en otro Chabrol), mientras sólo Godard mantenía plenamente en vigor, a través de múltiples avatares, los principios fundacionales del desorganizado (pero colectivo) movimiento de liberación cinematográfica que de inmediato se extendió a medio mundo. Esta condición de continuadores no competitivos, liberados de complejos, de impulsos de emulación, de envidias, de reparos no sentidos o interesados, por cierto, la comparten otros directores no menos interesantes que los mencionados, pero que, en su mayoría, nada tienen que ver con Claire Denis, podrían vivir en otro país y - hasta cuando su edad no es muy distante - en otra época, hasta si a veces comparten actores o técnicos. Benoît Jacquot, Olivier Assayas, Jacques Doillon, Marion Vernoux, Claire Simon, Claire Devers, Marie-Claude Treilhou, el ya desaparecido Jean-Claude Biette (una de las últimas bajas de un par de promociones de extraordinaria fragilidad), el veterano Luc Moullet, el ya también muerto Jean-Daniel Pollet, Raymond Depardon, y otros supervivientes como el muy perezoso Jacques Rozier, la aún muy activa Agnès Varda, Chris Marker, Robert Guédiguian, Cédric Kahn, Xavier Beauvois, Luc Belvaux, Sandrine Veysset, y un montón más, cuyo único denominador común habría de ser muy externo (no ser conocidos en el país vecino, España), y además ajeno a su voluntad, totalmente independiente del tipo de cine que hacen.
Cada película de Claire Denis es, a simple vista, muy diferente de todas las demás, incluso si entre algunas parejas - casi siempre no consecutivas - cabría observar algún que otro paralelismo, rasgo común o nexo de unión, casi siempre soterrado (y que va más allá de que acuda repetidamente a la misma directora de fotografía, al mismo coguionista, a varios técnicos y actores; sus películas no se identifican a primera vista, no tiene demasiado "aire de familia"); de hecho, llaman más la atención los contrastes que los parentescos, por ejemplo el salto tonal, anímico y plástico entre Trouble Every Day (2001) y Vendredi soir (2002), que se oponen mucho más de lo que puedan asemejarse Beau travail (2000) y L'Intrus, a pesar de la presencia en ambas de varios actores muy característicos. Incluso la semilla común (visible y remota, respectivamente) del texto de Jean-Luc Nancy (que es un ensayo, no una novela ni un cuento ni un drama) pesa menos que la llamativa ruptura de estilo entre Vers Nancy (episodio denisiano de Ten Minutes Older-The Cello, 2002) y L'lntrus, cuyo auténtico nexo de unión es la compartida referencia a Godard (a La Chinoise, Vivre sa vie y Masculin Féminin en el primer caso; a Pierrot le fou, Le Petit Soldat, Made in U.S.A. y, sospecho, 2 ou 3 choses que je sais d'elle en el segundo). Pero todas, indudablemente, son muy suyas, inevitablemente suyas (como ella a veces lamenta, o dice lamentar; reconoce que no lo puede remediar), se diría que físicamente, sensorialmente.
No es que posean una "marca de fábrica", ni que exhiban su "firma", como tan a menudo sucede entre cineastas de aproximadamente la edad y los antecedentes culturales de Claire Denis, sobre todo cuando se proponían hacer "cine de autor" en lugar de renegar de una categoría artística hoy tan poco valorada, y tan peligrosa para la continuidad de una carrera de director. Su estilo no es nada evidente, ni cabe resumirlo en unos cuantos rasgos unificadores que describan o traduzcan su identidad. Es algo más oculto, más subterráneo, más profundo, más esencial también, que no es fácil percibir a simple vista, pese a que sea fundamentalmente plástico y emocional, rítmico y tonal. Hay que escrutar muy atentamente cada plano - eso siempre conviene si no nos queremos quedar fuera, si deseamos enterarnos de algo; en el cine de Claire Denis es imprescindible, sus películas requieren espectadores en tensión, casi inclinados hacia la pantalla, hostiles a cualquier distracción - para empezar a intuirlo, y siempre en el terreno de la duda, de la impresión fuerte pero difusa, de la intuición. Es algo sensorial, casi táctil, que hace que sus películas casi requieran ser palpadas. No es raro, si se piensa en la importancia que en su cine tiene el sentido del tacto, más importante que la comunicación verbal - lacónica, opaca, misteriosa, sin fluidez - e incluso que la mirada - a menudo eludida, furtiva, disimulada, solapada, o bien exageradamente intensa y penetrante, perturbadora -, que han sido siempre los medios más asiduamente empleados en el cine para abordar las relaciones entre los personajes.
En el cine hecho hasta ahora por Claire Denis nunca tenemos esa sensación, tan corriente y a menudo muy poco estimulante, de que la historia preexista a las imágenes, ni de que los planos sean un desglose en fragmentos de espacio-tiempo, ni en escenas o secuencias, que parecen a la directora los más adecuados u oportunos para narrar esa ficción, sea ilustrándolo (como hacen los malos o falsos cineastas), sea encarnándolo, dándole cuerpo y consistencia física y temporal, literalmente "realizándolo". Al contrario, cada plano parece independiente y autónomo, surgido oscuramente - el through a glass, darkly de la versión inglesa del Evangelio de San Juan, que dio título a la película de Ingmar Bergman Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) - de no se sabe qué vaga intuición de duermevela, apenas perceptible y velozmente fugitiva, una imagen entrevista pero casi inasible, aunque la cámara logre captarla. Es sólo la sucesión, el enlace a menudo elíptico (y hasta brutal y desconcertante en ocasiones) de esos fragmentos aislados, autónomos, desequilibrados y dislocados, lo que poco a poco - aunque con extremada celeridad, hay que estar permanentemente al acecho - va componiendo una serie de pistas, trazos o huellas que hay que seguir (y a veces empalmar, comparar, asociar) con la curiosidad y la agilidad asociativa de un Sherlock Holmes o, para remitirnos al verdadero origen, de un Godard, y en concreto el Godard montador, presente en forma latente desde sus primeros escritos y madurado en los últimos veinte o 25 años, cuando además se ha hecho compositor y pintor, el que alcanza su plena madurez en Histoire(s) du Cinéma, para tratar de construir (y no reconstituir, puesto que no existía previamente ni cabe la posibilidad de que haya sido fragmentado en mil astillas a partir de una unidad) no un relato en abstracto, absoluto, cerrado en sí mismo, del que los personajes serían meros peones o piezas más o menos funcionales, cuando no soportes, sino la historia, la peripecia, o mejor, la confusa masa formada por los sentimientos, los gestos, los actos, los deseos, las obsesiones, las fobias y los miedos, los cuerpos y los movimientos de los personajes, de los que es ocioso e ilusorio querer saber más de lo que podamos deducir y acaso sospechar a partir de lo (claramente fragmentario, parcial, incompleto) que vemos, de lo que nos es dado a ver pero no para que efectuemos nosotros ese trabajo de "montaje", sino para que nos arreglemos como podamos con lo que acertamos a retener y asimilar, como en esas series de imágenes, de figuras geométricas o de combinaciones numéricas de las que hemos de descifrar - y a contrarreloj - cuál es la razón, el factor multiplicador, la "constante" - a veces variable - que explica el paso o salto de una a otra. De nuevo surge aquí el recuerdo de Godard, citando, a propósito de Pierrot le fou, al pintor Nicolas de Staël: "Pintar en mil vibraciones el golpe recibido" como definición posible de su objetivo pictórico, que parecía corresponder al cinematográfico de Godard por entonces, como, creo yo, al de Claire Denis desde su Chocolat (1988; no confundir con el film homónimo, muy posterior, de Lasse Hellmström) hasta, por lo menos, L'Intrus. Son planos bien curiosos, quizá influidos por los de Godard, también, creo yo, por los de Pialat, presumiblemente por los de John Cassavetes, en los que casi nunca el objetivo enfoca directamente al personaje central, o al protagonista general de esa historia que está siempre en proceso de incoación, inacabada, sino que parecen extrañamente descentrados, no simplemente como si rehuyesen la frontalidad y además la simetría - dos tentaciones, con el plano-secuencia, de buena parte del cine moderno de los últimos años 60 y primeros 70 -, sino como si se adentrasen parcial, tentativamente, en el territorio que en teoría debiera quedar fuera del cuadro, es decir, como si acometiesen tenazmente un intento de adentrarse en el espacio off, "colándose" - por así decirlo - furtivamente en el plano contiguo, ausente, o en el hipotético contracampo que no existirá, que juraría que Claire Denis ni se molesta en filmar. De ahí que apenas exista verdadera continuidad o raccord entre los planos que se siguen, pero que no se responden ni se replican, sino que más bien haya entre ellos el hiato - subconscientemente perceptible, pero sólo si se pone mucha atención o se sigue la película en estado de total sintonía, al unísono, como requieren también las películas de Bresson - de una microelipsis, que es la huella, la fina cicatriz que deja su carácter contiguo en el tiempo, su mera sucesión, que puede ser (o parecer) arbitraria tanto dramática o narrativamente como desde el punto de vista puramente espacial.
De ahí la naturaleza fragmentaria, aparentemente dispersa, que quizá se antoje errática, de las películas de Claire Denis, cuya naturaleza conjetural - por emplear un adjetivo caro a Borges que no debiera caer en desuso - es inescapable, y que probablemente las haga poco apetecibles para los perezosos y acomodaticios espectadores que tanto abundan hoy, tan escasamente exigentes como poco curiosos, tan reacios a tratar de descubrir por su cuenta y sobre la marcha cómo funcionan las películas, en qué lenguaje o al menos con qué vocabulario nos están interpelando. He observado, con no poco asombro, que L'Intrus ha tardado casi un año en estrenarse en París (¡incluso allí!) desde su proyección (y premio) en Venecia; que apenas aguantó un mes en cartel, que se le ha prestado muy poca atención y ha tenido una acogida relativamente fría o indiferente (si se compara con los aspavientos y las hipérboles ditirámbicas con que se reciben obras muy menores), que no ha supuesto el acontecimiento que yo esperaba, siquiera en Francia. Pensaba que, de tener la edad que tenía cuando se estrenó en España (en 1966) Pierrot le fou, L'Intrus me hubiera producido tal vez la misma mezcla de conmoción y adhesión, y con la misma intensidad, con la sola salvedad - que ya indica cómo está el ambiente - de que Pierrot le fou se hizo hace 40 años y cuando Godard tenía 35, mientras que Claire Denis tenía ya 56 cuando por fin se estrenó L'Intrus, sin que tan considerable lapso de tiempo parezca - como debiera - haber facilitado su comprensión. No ha sido así, me temo, y por las críticas leídas tanto a los corresponsales o enviados especiales a Venecia como a los cronistas y gacetilleros parisinos – por no hablar de los españoles, unánimemente refractarios a cuanto suponga alguna novedad, algún riesgo, alguna exigencia, y aquejados de una omnicomprensiva xenofobia cinematográfica -, advierto con alarma y preocupación que no sólo no hemos avanzado gran cosa desde entonces, sino que hemos retrocedido, por lo menos, unos 45 años, y que tal "zancada del cangrejo" - como diría otra de sus víctimas, Gonzalo Suárez - la han dado hasta en Francia, auténtica meca del cine y ¿antiguo? paraíso de los cinéfilos. ¿Hasta tal punto ha renunciado el espectador medio a sus aspiraciones y a sus derechos, que se atreve incluso a pedir cuentas a un cineasta acerca de la inteligibilidad de su obra, mientras acepta complacido las verdaderamente incomprensibles, las que nacen condenadas a la inmovilidad más absoluta, las que ni siquiera llegan a existir como películas? Sería verdaderamente penoso que la situación se hubiera degradado hasta ese punto, como a menudo parece, porque tal circunstancia, de confirmarse y generalizarse, amenazaría la mera supervivencia de la mayor parte de los cineastas con valor (en los dos sentidos de la palabra) que todavía se esfuerzan por crear algo con el equivalente de una condena irreversible a la marginalidad, una expulsión total no ya del sistema, del mercado o de la "industria", sino del ámbito de lo comprensible, de la comunicación, de la trasmisión de ideas, visiones y sentimientos.
No se trata simplemente, pues a ello hay que resignarse y seguramente Claire Denis esté acostumbrada, a renunciar a la nombradía, al renombre, a la fama, a la que parecen destinados, en cambio, los impostores que tanto la ansían. Si quien dirigió hace ya más de una década una obra maestra tan impresionante, dura, inquietante y original como J'ai pas sommeil (1994), y previamente nos había dado Chocolat, S'en fout la mort (1990), ese diálogo socrático entre Serge Daney y el protagonista en el que, con Denis por testigo de excepción, se plantean todas las grandes cuestiones cinematográficas, aún pendientes, y de las que la mayor parte de los que hoy hacen cine ni siquiera tienen conciencia, que es Jacques Rivette le veilleur y el admirable telefilm U.S. Go Home (1994), y nos daría después Nénette et Boni (1996), Beau travail, Trouble Every Day y Vendredi soir, no está considerada unánimemente como uno de los grandes cineastas actuales (y la mejor de las muchas valiosas directoras que están surgiendo por doquier, y en especial, como de costumbre, en Francia), es que, evidentemente, nadie es ya capaz de lograr - ni por prestigio ni por persuasión - que se triunfe su criterio, y menos aún una autodenominada "crítica" que ha renunciado por completo a distinguir entre el cine como actividad lucrativa, más o menos industrial o artesanal - según los países-, como negocio e incluso como distracción, y el cine que verdaderamente puede ser considerado como un arte, como un medio de conocimiento y de comunicación - sin que por ello haya de renunciar forzosamente a todo lo anterior -, decretando, con una falsa y demagógica coartada "democrática", que "todas las películas son iguales", y que, en cambio, curiosa pero reveladoramente, vive fascinada por las cifras recaudadas en taquilla (más valdría, puestos a interesarse por la economía, que tratasen de averiguar qué películas, dónde y de qué modo llegan a amortizar su coste total) y muestra más interés por la abundancia de los presupuestos económicos de los realizadores que por la coherencia de los estéticos.
Mucho me temo, y la tibia acogida (cuando ha sido favorable, y no indiferente y hasta hostil) de L'Intrus me lo hace sospechar, que el cine se esté convirtiendo a pasos agigantados, y a despecho de la vigorosa salud que demuestran cada año varios creadores, unos maduros y otros noveles, en los rincones más variados del mundo, en algo parecido a una "lengua muerta", y no ya - como hasta ahora cabía lamentar - en sus formas tradicionales o "clásicas", sino hasta en las que cabría considerar como modernas, en la medida en que unas u otras sean, cada cual a su manera, exigentes; es decir, que cuenten con (y requieran) la participación activa del espectador, que parece haberse dejado domesticar y manipular hasta el punto de reaccionar defensivamente ante cualquier expectativa de que ponga algo de su parte, de que también él camine un trecho hacia la película. No deja de ser reveladora la escasa atención a la pantalla que prestan los contados espectadores perdidos en la última sesión, semidesierta, de un enorme (pero destartalado) cine en el que se proyecta la antaño supertaquillera Dragon Gate Inn (1966) de King Hu en la penúltima obra de Tsai Ming-liang, Goodbye Dragon Inn (Bu san, 2002). El desdén es mucho mayor que el recibido en The Last Picture Show (La última película, 1971) de Peter Bogdanovich por Red River (Río Rojo, 1947) de Hawks. De 1966 a 2002 habían pasado 36 años, de 1947 a 1971 sólo 24.
En “Claire Denis : fusión fría”. Gijón : Festival Internacional de Cine, D.L. 2005.
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