Qué Grande es el Cine (20/03/2000) |
He aquí una película objeto de múltiples malentendidos desde su elaboración y sobre todo desde su estreno, y que hoy permanece extrañamente olvidada, como si alguien la hubiese remitido al limbo de las cuestiones espinosas y molestas.
Se criticó ya a Rossellini - por parte, sobre todo, de los que llevaban seis o más años insultándole - que, de nuevo, reincidiese en su "traición" a los principios "neorrealistas", cuando tal movimiento no existió jamás como tal, y no partía de "dogmas" o consignas de forzoso cumplimiento, aparte de haberse agotado, en sentido estricto, hacía ya bastantes años, hacia 1949, y ser, puestos a ello, precisamente Rossellini el único que, aplicándolo a temas cambiantes, seguía empleando el mismo método o estilo que había sido el suyo, antes que el neorrealista, desde sus primeros trabajos, en plena Guerra Mundial. Para colmo, esta vez abordaba un guión ajeno (cuando es sabido que Rossellini se negaba a escribir tal cosa), en una producción "standard", por no decir "comercial", y rodando no en escenarios naturales, sino en los entonces magníficos estudios de Cinecittà. Algo que a nadie le parecía mal cuando eran Visconti, Fellini o De Sica los que lo hacían se le reprochaba a Rossellini. Vino luego la película, y fue discutida, como siempre, aunque pueda considerarse que tuvo cierto éxito de estima crítico y que los resultados comerciales fueron relativamente buenos. Pese a ello, es una película de la que pronto se dejó de hablar, para nunca más recordarla; a ello contribuyó sin duda el propio Rossellini, quien poco después, aparte de decretar la "muerte del cine" y abandonarlo, ya para siempre, por la televisión, se mostró, sin llegar a repudiarla, muy crítico con El general de la Rovere, a mi entender muy injustamente, y ya se sabe que como los directores suelen ser los máximos exégetas de sus propias películas, basta que se muestre desilusionado o descontento de una para que todos los críticos le tomen la palabra y sigan a pie juntillas su veredicto, por mucho que el autor se equivoque o compare los resultados con un film imaginario cuyo alcance sólo él conoce, y que, por lo demás, no necesariamente habría sido mejor.
Este largo preámbulo se justifica porque, pese a los pesares, considero Il generale Della Rovere como uno de los grandes logros de Rossellini, sólo levemente inferior a otra de sus películas más malditas y menospreciadas de esa época, Era notte a Roma (Fugitivos en la noche, 1960), y sólo un poquito por encima de la más desconocida, vilipendiada o olvidada de toda su carrera, Anima nera (1962). Las tres me parecen tan grandes o mejores que la respetada - aunque poco conocida - de ese periodo, Viva l'Italia (1961), y mucho mejores que Vanina Vanini (1961), que encontró, junto a muchos detractores, algunos paladines. Ninguna de ellas me parece indigna del autor de Roma città aperta y sólo las máximas cumbres de toda su carrera, Germania anno zero, Paisà, Viaggio in Italia o La Prise de pouvoir par Louis XIV me parece que las superan con cierta nitidez.
Para empezar, creo que, más aún que el cuento de Indro Montanelli, este escritor y los guionistas, viejos y habituales cómplices o amanuenses del perezoso Rossellini, Sergio Amidei y Diego Fabbri, crearon un personaje memorable, el del pícaro e innoble estafador y superviviente Bardone, y una fábula moral espléndida, tan crítica en su testimonio acerca de la realidad de una época y de las bajezas a las que puede llegar quien quiere salvar el pellejo o simplemente no morirse de hambre, como épica en su conclusión. Es un guión, sin duda, más férreo que los habitualmente rodados por Rossellini, pero es un guión estupendo, digno de los mejores del cine italiano, y en ese año 1959 sólo inferior al de Un maldito embrollo de Pietro Germi.
Naturalmente, por buenos que sean, con un personaje, un argumento y un guión no basta, como ingenua o más bien interesadamente creen, fingen creer o quieren hacer creer algunos, para hacer una película, no ya grande, sino siquiera decente. Falta precisamente lo más difícil, que es, además, lo estrictamente cinematográfico: hasta ese momento es todavía literatura. Se trata de realizar ese guión, encarnar los personajes en unos actores que les den presencia concreta, realidad y vida; situar sus actos, que hay que mostrar de tal modo que sean precisos y verosímiles, creíbles, convincentes, en un escenario - real o reconstruido - elegido al efecto, y filmarlo de forma que todo lo que vemos cobre el sentido apetecido.
Pues bien, eso es lo que realmente es extraordinario en El general de la Rovere, y en muy poco difieren los resultados por el hecho - que se revela accesorio, e incluso requiere su previo conocimiento - de que no sean calles reales ni casas, sino decorados, los lugares donde se filma, que la luz, tan igual a la de las obras de la inmediata postguerra, sea en mayor medida artificial que en 1945, que los actores sean en su mayoría - y no minoritariamente, como antaño - profesionales, incluso tan veteranos ya (entonces no podían serlo, por edad, ni Anna Magnani ni Aldo Fabrizi) como Vittorio De Sica (prodigioso actor siempre, aquí mejor dirigido que nunca y con un personaje complejo y rico y adecuado a sus características como muy pocos de los que ha interpretado). Basta para ello ver de nuevo, como acabo de hacer yo, seguidas Il generale y Germania: muy poco separa o distingue ambas películas sensiblemente; la mirada, la postura moral, el modo de filmar son los mismos, sólo ha cambiado la perspectiva temporal, el paso de captar la realidad inmediata y acuciante, en directo, en tiempo presente, casi como si se rodase un reportaje o un documental, frente a una visión retrospectiva e histórica, una reflexión sobre el pasado a la que cuadra lo que necesariamente tiene de reconstrucción, de recreación a través de la ficción y de una más pronunciada narratividad, si se quiere más próxima a una película "convencional" por estar estructurada de una forma más dramatizada de lo habitual en su autor.
Pese a tratarse de una película rodada en estudio, lo cierto es que la recreación de la época es sumamente convincente. Los muros llenos de carteles y pintadas, la impresión casi física de frío que transmite, sitúan tan de lleno en un momento concreto de la contienda como las reproducciones a más breve plazo que podemos encontrar en Roma città aperta o en Paisà. Prueba de ello es lo bien que se integran los planos extraídos de documentales o noticiarios de la época, por ejemplo de bombardeos, con los rodados en estudio, con actores profesionales. Otro tanto sucede con los actores, desde Giovanna Ralli, Anne Vernon o Sandra Milo en sus papeles más o menos episódicos hasta Vittorio Caprioli como el prisionero condenado a muerte que actúa como "barbero" en la cárcel de San Vittore, el comandante alemán tan inteligentemente encarnado por Hannes Messemer o el desvergonzado y poco escrupuloso estraperlista napolitano, todo labia y acomodaticia flexibilidad, que enaltece finalmente su heroísmo suicida, interpretado por un Vittorio De Sica maduro y contenido, perfectamente plausible. Tan revelador es cuando, tras presentarse como napolitano, precisa que en realidad no es de allí y que se siente romano, al coronel Muller como el gesto de hastío (mientras lo prueba) con que se queja ("salami, sempre salami") de la monótona economía con que los familiares de los presos les envían paquetes de alimentos. Son pequeños gestos a menudo furtivos, que uno de los personajes no advierte, pero a nosotros no se nos pueden escapar gracias a la planificación de Rossellini, como cuando Valeria esconde bajo la almohada, en un descuido de De Sica, lo que aún puede arrebatarle para empeñarlo y jugar. Notamos igualmente, sin que apenas se nos indique, que la acción empieza en Génova y se desplaza luego a Milán, y detectamos los distintos caracteres de las dos ciudades. Igualmente bien observado, y sin énfasis alguno, está el éxito de Bardone entre las mujeres mayores, desde la madre de la esposa del teniente Michele Fascio hasta la vieja que regenta la casa donde ahora trabaja Olga. También intuimos, sólo por la tensión con que mira Bardone, que Olga sabe que el zafiro oriental "sette bellezze" es falso, y nos sorprende tanto como a él que esté dispuesta a comprárselo. También notamos que Anne Vernon sabe que su marido ha muerto cuando Bardone le da falsas esperanzas y la cita, y que le ha denunciado cuando acude al café y le da el dinero incluso antes de que él insista.
Explica mucho el talento de la interpretación de De Sica que Müller le diga, cuando ya está desenmascarado, "A pesar de todo, me cae Ud. simpático". El primer momento en que (misteriosamente) el camaleónico y plegable de puro flexible y adaptable Bardone empieza a adquirir su nueva personalidad asumida, suplantando al muerto General es cuando, tras el pánico del bombardeo, sale a arengar a los presos y pide "calma, dignidad y serenidad", y que recuerden que esas bombas que les ponen en peligro van contra los alemanes y acercan el momento de su derrota.
Magnífica entrevista Caprioli-Messemer. Excelente visita de la Condesa Biancamaria Della Rovere a Messemer, y astucia de éste para, dejándola que le visite, disuadirle de ello con el pretexto (verosímil) de que su entereza reposa en la seguridad de que ella y sus hijos están a salvo en Suiza y de que verla le haría hundirse.
Tremendo momento en que Bardone descubre que, sin revelar ni a los alemanes ni a él quién es Fabrizio, Banchelli se ha suicidado.
Cuando llega de nuevo a la celda torturado, para dar verosimilitud a toda la fingida historia, y se encuentra con la carta de "su mujer" es cuando Bardone se convierte finalmente en Della Rovere, en parte por obra del astuto cálculo de Müller, que se pasa de listo.
De nuevo (como el desembarco y la muerte de Della Rovere) los acontecimientos externos precipitan el drama: matan al "federale" de Milán, y los fascistas exigen represalias a las que Messemer se resiste, considerándolas contraproducentes, pero el Alto Mando le obliga a ejecutar rehenes.
Estupenda escena, con largos paseos diseccionados con "pancinor", en la celda en que van agrupando a los que van a ser ejecutados: judíos, comunistas, partisanos, un cobarde pasivo y Della Rovere.
Cuando sacan al patio a los elegidos, Messemer aparta a Bardone para averiguar cuál de ellos es Fabrizio, y De Sica pide un lápiz y escribe en la pared una escueta despedida a su mujer ("Mi último pensamiento es para ti. Viva Italia") y exige que le abran y sale al patio, y pese a la insistencia de Müller se añade a la hilera (sin poste), les arenga "Valor. Viva l'Italia" y los fusilan. Son once, observa un alemán. "Me he equivocado" responde Messemer.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (20 de marzo del 2000)
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