Bajo el tópico e injustificado apodo de Hombre sin fronteras se esconde The Hired Hand, el primer film dirigido por Peter Fonda. Admito que El peón no es un título muy atrayente, pero esta película trata de un hombre sin raíces, en todo caso atrapado por el Destino, cuya sombra planea ya sobre las primeras y borrosas imágenes de este extraño western, escrito —como Fuga sin fin (The Last Run, 1971) de Fleischer y La venganza de Ulzana (Ulzana's Raid, 1972) de Aldrich— por Alan Sharp, sin duda, un buen argumentista, y muy interesado por los géneros tradicionales del cine americano (thriller, western), pero mediocre o inexperto como guionista, pues no consigue estructurar rigurosamente las historias que se le ocurren. La de The Hired Hand, que no contaré, es tan lacónica como clásica, y pudo haber dado lugar a un film admirable —al igual que Fuga sin fin, si hubiese podido hacerla Huston—, pero la mezcla de impericia y pretensión del joven Fonda —sin duda el menos dotado de la familia— lo ha impedido. Cierto que la dirección de actores es, en ocasiones, notable; que paisajes, decorados y tipos son casi irreprochables; que de vez en cuando un plano nos deslumbra por su belleza pastoral... pero el film de Fonda discurre con morosa prolijidad, con una autocomplacencia estetizante que conduce directamente al tedio: hay una escena en que comunican a Fonda que por cada día que tarde en entregarse, su amigo Warren Oates perderá un dedo; mientras aquél ensilla su caballo, tememos ya por los veinte dedos del pobre Oates. Y es que Fonda, además de acogerse al western como «equivalente americano de la tragedia griega», parece haber sido víctima de las tres influencias más siniestras que acechan al actual cine americano: la estética Underground, Lelouch y Leone. Si el guión de Sharp es fiel al espíritu del género, la letra —los palotes caligrafistas— de Fonda lo traicionan en tres de cada cuatro planos: flous, ralentis, virados, fotografía sobreexpuesta, sobreimpresiones múltiples, zooms al tuntún, composiciones forzadas, búsqueda gratuita del contraluz, hieratismo «nipón», son solamente algunos de los muchos ornamentos superfluos que privan al film de espontaneidad, naturalidad y vida. La austera simplicidad de Anthony Mann, la concisión de Hawks o Boetticher, el lirismo de Ray, la emoción contenida de John Ford, dan paso aquí a un barroquismo fotográfico tan poco adecuado al western como el estilo óptico de Vera Chytilova en Las margaritas. Cuando, muy de tarde en tarde, Fonda descansa un poco y se contenta con registrar lo que sucede ante la cámara, sin confundir el objetivo con un caleidoscopio, entrevemos que no dirige mal a los actores, que el paisaje es magnífico, y que Vilmos Zsigmond no es, en el fondo, un mal fotógrafo. Pero tanto ocaso, tantos arroyos que brillan como diamantes, y un cielo tan intensamente azul acaban por empachar, y nos hacen añorar aquella nube que extendía su sombra sobre una tumba en Rio Rojo, y aquellos tiempos en que para el cine americano un árbol era un árbol (como diría King Vidor) y no un conjunto de manchas verdes y ocres a través de las que se filtran los dorados rayos de un sol juguetón y vaporoso; añoramos también los tiroteos secos y limpiamente violentos de Hawks o Raoul Walsh, y la crispación de Ray o Fuller, sentida y expresiva y no meramente gratuita, cerebral y torpe.
Resulta lamentable que el primer film de Fonda sea tan endeble y decepcionante, porque apetece conocer el joven cine americano, casi totalmente inédito en España cuando, paradójicamente, era el cine de este país el que más y mejor conocíamos.
En Nuevo Fotogramas (14 de septiembre de 1973)
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