Como ciertas obras tardías de Jean Renoir situadas en la belle époque -French Cancan, Elena y los hombres-, y a las que se parece bastante, El Baile, que ocupa una posición similar en la filmografía de Edgar Neville, goza de una doble mala reputación. Serían todas ellas, según el consenso hoy reinante, películas "teatrales" y "anticuadas".
Se me antojan dos reproches curiosos por lo menos. En el caso de Neville se juega, además con la ventaja de su palmario origen teatral: la película El Baile es, obviamente, posterior a una pieza teatral de éxito... del propio Edgar Neville, y repite varios actores de la versión escénica (sobre todo, la insustituible Conchita Montes; presente y primordial, por lo demás, en toda la obra de Neville, por lo menos desde el sublime melodrama romántico Correo de Indias, de 1942). Es un origen que comparte con muchas otras películas, sean de Ernst Lubitsch -cuyo Heaven Can Wait (El diablo dijo ¡no!, 1943) no está muy lejos del espíritu nostálgico-humorístico que preside la antepenúltima incursión fílmica de Neville-, de Hitchcock, de Welles o de Ford. Incluso no hay pocas obras maestras del cine que recrean con fidelidad absoluta dramas o comedias teatrales escritas por el propio autor, pese a ser esta última circunstancia excepcional y nada frecuente; pero basta con recordar a Marcel Pagnol, y, más pertinentemente, por su mayor proximidad a Neville, a Sacha Guitry. Naturalmente, que una película parta de una obra de teatro no la hace "teatral", como no tiene que ser novelesca o "cuentesca" si parte de una novela o de un relato breve, ni forzosamente "poética" por el mero hecho de inspirarse en una composición en verso. Ni las antecitadas obras maestras de Renoir ni la de Neville tienen la menor relación con el "teatro filmado", ni en ellas la cámara adopta una posición fija y distante, equivalente a la de un posible espectador. Asistimos, eso sí, a hechos y acciones que tienen -como tantos en la vida cotidiana- algo de representación, de rito, de comedia, de farsa, de disimulo o de simulación; y vemos con meridiana claridad que a veces fingen, acondicionan el "decorado" (hay una memorable escena en la que recuperan los muebles arrinconados para recrear un suceso del pasado), que bajo las exageradas y bromistas declaraciones de amor o celos hay verdaderos celos y auténtico amor, contenidos, "puestos en solfa" para no hacer daño (ni sentir tanto dolor) y preservar la amistad que solo así conserva el trio formado por Adela (Conchita Montes), su marido Pedro (Alberto Closas) y su amigo Julián (Rafael Alonso), y que se mantiene años y años, incluso cuando la elipsis temporal más drástica del teatro (el cambio de acto) se convierte en una brillante elipsis cinematográfica y ha desaparecido el centro de esa relación, sustituida ahora, por una última vez, simbólicamente, por su idéntica nieta, tan igual en todo (aunque más "moderna") que se diría una reencarnación... o un fantasma, el fantasma de Adela que vuelve para hacer compañía a los dos hombres que la siguen amando, que tan mal se valen sin ella, y que sobreviven a base de mantener su recuerdo vivo.
Los tres actores (salen otros, pero apenas) están prodigiosos, quizá como nunca. El ritmo no tiene un desmayo; el diálogo (no olvidemos que lo que más hacen es hablar) de un ingenio permanente, aunando siempre brillantez y elegancia, romanticismo y sentido del absurdo, humorismo y añoranza (de lo que no pudo ser para Julián, primero; de lo que fue, luego, también para Pedro).
La otra acusación es más cierta, en cambio, cada año que pasa... pero menos justificada como queja. 1959 es el año de la Nouvelle Vague, ciertamente, pero sería un tanto absurdo pedirle a Edgar Neville un À bout de souffle, y tampoco se le exigió (ni lo hubieran podido dar) a los jóvenes que ese año, como Carlos Saura, debutaban en España; aparte de lo cual, es pintoresco que se le hiciese tal reproche precisamente en nuestro país, ya que, como película, vista hoy, es evidente que en ese año no se rodó nada ni la mitad de moderno en su planificación, en su estructura narrativa, en su concepción de los personajes ni en su forma de dirigir a los actores. Dejando de lado el pequeño detalle de que ya la acción se situase, en su parte primera, a principios de siglo, y que sus temas sean, en buena parte, el paso del tiempo y el recuerdo -que no el olvido: Pedro y Julián van perdiendo con la edad sus otras facultades, pero no la memoria, ni el humor, ni la infancia conservada dentro, que es la clave de su amistad-, el caso es que ahora, en el año final del siglo XX, El Baile no es que sea anticuada, sino simplemente antigua, tan cargada de años y tan viva, por lo demás -ese es el secreto de los clásicos- como À bout de souffle, como El tigre de Esnapur-La tumba india, Con la muerte en los talones, como El testamento del doctor Cordelier y Comida en la hierba, como Anatomía de un asesinato, como El general de la Rovere, como Hiroshima mon amour, como Días sin vida, como Con él llegó el escándalo, como La Pyramide humaine, como Los cuatrocientos golpes, como Le Signe du Lion, como Misión de audaces, como Pickpocket, como Ojos sin rostro, como Ride Lonesome y Comanche Station, como Más allá de Rio Grande. Qué lejos está ese año, en efecto, pero qué cerca sus películas más grandes.
En Nickel Odeon nº 17 (invierno de 1999)
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