Puede que extrañe a alguien, pero confieso tener prevención frente a las monografías sobre una sola película. No es que crea imposible –aunque quizá no sea muy útil– la empresa de llevar a cabo un análisis exhaustivo de una obra; de hecho, las hay tan ricas y complejas, tan repletas de ecos y resonancias que requerirían un libro de grandes dimensiones y que no dejaría espacio para ocuparse de otras; aunque mucho me temo que tanto detalle y tanta glosa fueran agotadores para autor y lectores, sin por ello llegar nadie al fondo de la película ni cubrir todos sus aspectos y facetas, y que, en resumidas cuentas, resultaría más productivo para todos volver a verla.
Para colmo, no es el análisis puro, ni siquiera la especulación cultural más o menos imaginativa –un poco como la practicada dos veces por Eugenio Trías con Vertigo (1958), quizá no la mejor pero sí la película más inagotable y la que más se presta a las disquisiciones e inquisiciones intrépidamente borgesianas–, ni siquiera el delirio interpretativo más descabellado y audaz –que en el caso citado sería indesmentible-, lo que suelen prodigarnos las piezas monográficas de gran volumen, sino algo mucho más prosaico y a menudo menos fiable: documentación, y casi siempre de segunda mano, recopilada bien en caliente, bien mucho después y a merced de la mala memoria o de las peores pasiones –el rencor, la venganza, los celos, la envidia-; cada vez más, testimonios de quienes ocupaban puestos de poca categoría y que de poco fueron testigos presenciales, o incapaces de juzgar lo que les llegaba, y a menudo guiados por ánimos hostiles o interesados.
Además, si se entra un poco en detalle, y en un relato pormenorizado de las peripecias que rodean la concepción, la preparación, la financiación, el rodaje y la postproducción de casi cualquier película, es fácil que nos topemos con una intriga alarmantemente kafkiana, con varios sinsentidos y abundantes contradicciones, con procedimientos que distan tanto de la lógica como de ser ejemplares. Se diría, tal vez con razón, puede que sin exagerar, que la confección de una película –por perfecta y hasta “feliz” y gozosa o relajada que pueda parecerle a sus espectadores– suele ser un disparate, una guerra fratricida y, en el mejor de los casos, una carrera de obstáculos, repleta de despropósitos. Podemos pensar en Macbeth –“a tale of sound and fury, told by an idiot”- y en las palabras de Samuel Fuller –un experto– en una escena de Pierrot le fou (1965): “film is a battlefield”. Por buenos e interesantes que sean esos libros, incluso si reflejan fidedignamente los hechos reales, acaban siendo desanimantes, casi disuasorios para el aspirante a convertirse en cineasta, y mayoritariamente decepcionantes para el que no sienta esa tentación pero admire la película en cuestión. Por no citar muchos, permítaseme aludir tan sólo al tomito de la serie BFI Film Classics consagrado por Frieda Grafe a The Ghost of Mrs. Muir (1947) de Joseph L. Mankiewicz, o Max Ophuls in Hollywood de Lutz Bacher, dedicado a las cuatro obras maestras que ese cineasta rodó en la llamada “Meca del Cine”, pero los ejemplos son legión, y afectan a películas tan ampliamente admiradas como The Magnificent Ambersons (1942) de Orson Welles, Johnny Guitar (1954) o Rebel Without A Cause (1955) de Nicholas Ray, Casablanca (1942) de Michael Curtiz, The Third Man (1949) de Carol Reed o Gone With The Wind (1939) de Victor Fleming, George Cukor y unos cuantos más... Todos ellos son como un jarro de agua fría sobre las ilusiones que nos podamos hacer los cinéfilos acerca del cine, y de cómo se hace y en qué condiciones, incluso cuando era mítico y atravesaba sus épocas mejores, no aquí y ahora.
Para colmo, tal cúmulo de disparates y contratiempos aparece, casi infaliblemente, en cualquiera de las muchas películas producidas en Hollywood por los más reputados productores, los “grandes magnates”, de Darryl F. Zanuck a Irving Thalberg, de David O. Selznick a Howard Hughes. La conclusión que se saca es, inevitablemente, que toda gran película se hizo casi a pesar de buena parte de sus artífices, casi por milagro, al menos por obra de una mezcla improbable de suerte, buena voluntad de algunos, empeño de otros, talento y esfuerzo de muchos, y siempre a pesar de los pesares, es decir, casi por casualidad, y pese a que muchos dedicaron la mayor parte de sus energías a tratar de evitarlo o frustrarlo y si no a estropear la película una vez acabada.
Son escasos, en cambio, los diarios de rodaje no meramente esquemáticos y elípticos y que apenas cuentan nada -recuerdo que Cahiers du Cinéma publicó el muy fragmentario de Fahrenheit 451 (1966) de François Truffaut- , y es muy posible que el más profundo, el subterráneamente más influyente (y por ello, aunque lo ignorásemos, en el fondo el más célebre, por lo menos el más memorable para algunos) y el mejor escrito además, sea el que Jean Cocteau –no lo olvidemos, artista polifacético, pero ante todo escritor– redactó mientras dirigía su segunda película (dieciséis años después de Le Sang d’un poète, 1930), La Belle et la Bête (1946), supervisada por René Clément.
He ido descubriendo, mucho después y muy poco a poco, al hilo de entrevistas o apuntes autobiográficos, que este libro fue, casi sin excepción, el primero “de cine” que no fuera una Historia, un manual o una teoría, que leyeron, más o menos cuando se editó y cuando ellos tenían entre catorce –el más joven– y veintiocho –el mayor-, la mayoría alrededor de los dieciséis años, los principales artífices de la Nouvelle Vague francesa surgida en 1958-1959. Del primero que leí, sin sorpresa alguna, la confesión de que este libro de Cocteau había decidido su vocación cinematográfica, fue Jacques Rivette; luego he visto que otros lo leyeron por las mismas fechas y fueron igualmente seducidos: Alain Resnais, Éric Rohmer, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Claude Chabrol, seguro que Jacques Demy también, si no me engaña la memoria hasta Jean Rouch.
Y no me sorprendió por dos razones: una, que también había sido, mucho más tarde, el primer libro de cine que leí –en una edición hermosísima y lujosísima, propiedad de Heliodoro Carpintero, un estudioso de la literatura que vivía en Soria y era gran amigo de nuestros padres y de todos nosotros-, y además, que ya había detectado, sin tener muy claras las referencias cinematográficas, un poco vagamente, que el punto común de todos ellos, más allá de Hitchcock y Renoir y Rossellini y Bresson, era precisamente Cocteau, una influencia soterrada pero ubicua y permanente, que alcanza incluso a los continuadores de la Nouvelle Vague de generaciones sucesivas: Maurice Pialat, Jean Eustache, Paul Vecchiali, Jean-Claude Guiguet, Jean-Claude Biette, Jean-Claude Brisseau, Marie-Claire Treilhou, Claire Denis, Leos Carax...
¿Por qué? No es precisamente una visión edulcorada de lo que es el rodaje de una película. No es Jauja lo que muestra, ni Hollywood lo que describe, sino la Francia liberada pero empobrecida, recién acabada la II Guerra Mundial y la ocupación alemana, con la vergüenza colaboracionista aún sin asimilar ni superar, con escasez de todo, con racionamiento, con cortes de electricidad y apagones constantes. Con parte del equipo técnico y artístico sufriendo todavía secuelas de la guerra. Con Cocteau y su actor Jean Marais enfermos y dolientes. No es, en modo alguno, un texto proselitista ni un banderín de enganche; no es, desde luego, como para alentar vocaciones ni para “reclutar” cineastas.
El futuro autor de L’Aigle à deux têtes (1947), Les Parents terribles (1948), Orphée (1950) y Le Testament d’Orphée (1960) más bien advierte lealmente y con realismo, sin exageraciones y sin desánimo alguno –Cocteau era, por lo visto, más “hawksiano” de lo que cabría imaginar-, de las dificultades que es normal encontrar y con las que hay que contar, de los accidentes imprevisibles que hay que aguantar y hasta tratar de aprovechar, de la consiguiente necesidad de improvisar sobre la marcha, por muy preparado, escrito y diseñado que esté todo. Y muestra cómo un verdadero autor cinematográfico ha de trabajar continuamente y sin descanso, resistiendo la fatiga y el desánimo, e inventando nuevas soluciones cuando las previstas se revelan imposibles o ineficaces o insuficientes. Que crear tiene un precio y que cada creación lo exige siempre. Y que hay que apuntar muy alto para lograr, si hay suerte, que la mitad de lo deseado pueda resultar maravillosa.
Prólogo para “La Bella y la Bestia, diario de rodaje” de Jean Cocteau. Barcelona : Intermedio, noviembre de 2014
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