Aunque no parece que en su momento se le prestase mucha atención -fue clasificada en 2ª categoría y aguantó una semana en cartel-, lo cierto es que La Torre de los Siete Jorobados es una película asombrosa, que cuanto mejor se conoce el cine español de los 40 más sorprende, pero que, en todo caso, no creo que nadie entonces pudiese esperar, ni que hoy quepa imaginar que en 1944 y en España a alguien se le ocurriese hacer una película tan rara y, todavía menos, que consiguiese realizarla.
Hoy chocan, tras un arranque que parece convencional, con el habitual número de "revista" a cargo de la Bella Medusa cantando "Manola", y con el muy asainetado y castizo Antonio Casal como Basilio, un espectador que se confiesa muy supersticioso y que luego resulta el pretendiente de la vedette, primero el tono enloquecidamente caricaturesco, de farsa satírica, con que se nos presenta a la voraz y avasalladora madre de la estrella, Doña Magdalena (Julia Lajos, la fabulosa actriz-fetiche de Neville); en segundo lugar, la naturalidad con que se nos presenta, sin mayores explicaciones, al espectro de un personaje llamado -nada menos- Robinsón de Mantua, que -pronto advertimos- sólo ve y oye Basilio, e interpretado con su imponente porte y su llamativa estatura por Félix de Pomés; en tercer lugar, y a pesar de una cierta afectación de dicción y pose, que cuadra con el personaje de Inés, la sobrina del muerto, llama la atención la fina belleza de Isabel de Pomés; en cuarto lugar, la aviesa catadura de los numerosos jorobados que, como el título promete, pueblan la película, y entre ellos, más que el pobre Malato o el par de atemorizados esbirros, el omnipresente y ubicuo Doctor Sabatino (encarnado por un insólitamente villano Guillermo Marín); en quinto lugar, la curiosa mezcla del costumbrismo casticista con la novela de entregas, tipo los Misterios de París, es decir, la confluencia de Arniches y los hermanos Álvarez Quintero con Spione o el primer Mabuse de Fritz Lang, o, si se prefiere, con seriales mudos como Judex, Fantômas y Les Vampires de Louis Feuillade; en sexto lugar, los fastuosos decorados, construidos en los Estudios CEA, que recrean algunas calles del viejo Madrid y una fantástica ciudad subterránea construida por los judíos que desobedecieron la orden de expulsión, aprovechando grutas naturales...
Y no conviene seguir, porque es casi todo lo que en esta estupenda película puede maravillar y dejar perplejo. Sólo cabe decir que si, en su tiempo, esa perplejidad, tan alejada del tono solemne y monumental de otras películas "de época" que se hacían por entonces y que constituían un género benévolamente calificado de "histórico", se tradujo en desinterés e indiferencia, hoy debiera, pasada la primera sensación de extrañeza, causar la admiración y casi diría que el alivio retrospectivo de descubrir que, a pesar de los pesares, y hasta en los periodos más oscuros, ha habido en nuestro país empresas individuales tan originales, osadas y disidentes como ésta.
Por otra parte, y pese a que Neville sea famoso como humorista y hombre de teatro, no es La Torre de los Siete Jorobados una experiencia única y sin continuidad en la obra de este cineasta: al año siguiente, tanto La vida en un hilo como Domingo de Carnaval inciden de nuevo en esta veta fantástica; y lo mismo esta última que, al año siguiente, El crimen de la calle de Bordadores se presentan como extrañas combinaciones -con dosis variables de cada ingrediente- de sainete, intriga policiaca, humorismo y relato más o menos fantástico. Bastaría con ello para sospechar que Neville, a pesar de no hacer escuela, fue la figura capital de nuestro cine en los años 40, el cineasta menos prisionero del ambiente y de los gustos o las imposiciones vigentes en la época, el más moderno si se quiere, aunque también es raro, si se piensa, que estas películas sean casi exactamente contemporáneas de las primeras experiencias neorrealistas.
Aunque puede deberse a que no todas sus obras se conserven en condiciones que hagan posible su revisión, y que las disponibles no suelen circular mucho, no deja de llamar la atención que todavía no exista un estudio a fondo de la obra cinematográfica de Neville; muerto él desde hace mucho, quedaba hasta hace unos meses una testigo de excepción, la actriz Conchita Montes, cuya desaparición parece poner fin a toda esperanza de tener acceso a información de primera mano. Aparte de eso, quizá valga la pena mencionar otra figura notable que colaboró con Neville en esta ocasión, y de la que, como sucede en general con los guionistas de nuestro cine, es asombrosa la falta de información que padecemos: me refiero a José Santugini, un humorista que pronto se interesó por el cine, llegando a dirigir, sobre argumento y guión propios, una película que sería interesante rescatar, Una mujer en peligro (1935); pero Santugini es -o debería ser- famoso, sobre todo, como guionista: parece excesiva casualidad que casi todas las películas en las que colaboró se cuenten entre las verdaderamente notables de nuestro cine, aunque es posible que se deba a que escribió con frecuencia para Ladislao Vajda; aparte de la de Neville que hoy hemos visto, cabe recordar Doña Francisquita, Carne de horca, Mi tío Jacinto y hasta Un Ángel pasó por Brooklyn, todas ellas de Vajda.
Tanto Henry Berreyre, o Enrique Barreyre González, que ya había fotografiado para Neville su versión de La Señorita de Trevélez (1935) y que se ocuparía de la imagen de sus cuatro películas siguientes, como el maestro Azagra -no el músico habitual de Neville, Muñoz Molleda-, se revelan colaboradores de excepción, entre los que no cabe dejar de mencionar a Pierre Schild y Antonio Simont, responsables de los decorados, que hicieron maravillas con medios evidentemente muy escasos, aunque, eso sí, dentro de la infraestructura mínima que suponen unos estudios como los que había en España en los años 40 y 50.
Ya sé que a Neville le envuelve, como a Sacha Guitry y a Marcel Pagnol en Francia, cierta reputación de "hombre de letras", incluso del teatro, sin conocimientos ni interés alguno por la técnica, y que hasta tiene fama de descuidado -como, curiosamente, Buñuel, Chaplin, Renoir y Rossellini- por la factura de sus películas; se cuenta que se dormía o que se ausentaba a menudo del plató, dejando todo en manos de sus ayudantes o de los técnicos... pero yo sospecho que todo esto, si no es pura leyenda, son exageraciones... de lo contrario, sus ayudantes de dirección se habrían hecho famosos, y les habrían confiado tareas de dirección. De todos modos, aunque fuera cierto, no lo parece, ni hay nada que lo haga sospechar; en todo caso, habría que investigar, de demostrarse la veracidad de esas historias, cómo se las apañaba Neville para que no sólo todas sus películas cuenten argumentos magníficos, y a menudo originales y precursores, adelantados a su tiempo aquí y en cualquier lugar, sino que además estén siempre tan bien narradas, con una tan hábil y compleja estructura -tan hábil que su complejidad no se nota durante la proyección-, con una ligereza que es en nuestro cine, y sobre todo en los años 40, realmente excepcional.
Porque no es sólo que sus películas estén, sin excepción, muy bien escritas. Los diálogos, llenos de humor, son magníficos, pero no porque estén hechos a base de juegos de palabras ni brillen a toda costa por su ingeniosidad, no son epigramáticos ni están plagados de lo que los franceses - especialistas en esa plaga - llaman mots d'auteur, sino que suenan auténticos, parecen tomados al oído, les cuadran a los personajes que, en cada caso y en cada ambiente o circunstancia, los dicen. No, lo que me llama la atención en Neville, tanto aquí como en sus dos películas últimas, El baile (1959) y Mi calle (1960), lo que realmente me maravilla no son ni sus historias, ni sus diálogos, ni siquiera su humorismo ni su excelente dirección de actores o su gusto para elegir decorados y vestuario, muebles y objetos que juegan un papel tanto en la trama como en el drama, sino, sobre todo, su capacidad para crear espacios y explorarlos con la cámara, y su no menos asombrosa habilidad para ligar un plano con otro y una escena con la siguiente, sin atenerse a los usos convencionales sino, casi siempre, de un modo inesperado o sinuoso, que sólo a posteriori se justifica y que tiene como consecuencia primera que el espectador, al preguntarse a menudo qué ha sucedido, por qué se pasa a esto, participe en el proceso narrativo, poniendo algo de su parte en la conducción del relato.
Es posible, simplemente, que Neville, muy madrileño pero de origen parcialmente británico, que había trabajado en Hollywood, que había rodado en Italia, que era amigo de Chaplin y no había sido nunca nada provinciano, estuviese en sintonía con las mentes más adelantadas de su tiempo, y tuviese más confianza que sus colegas y la mayor parte de los productores en las facultades, el discernimiento y la curiosidad o la buena disposición del público, y se negase a rebajarse al nivel de menores de edad que estos tienden a suponerle.
En 1948, escribía Neville en la revista Primer Plano un artículo titulado Defensa de mi cine que resulta pertinente y revelador citar fragmentariamente a propósito de esta película: "He intentado llevar a la pantalla la pequeña clase media pobretona de El malvado Carabel, tan amarga al tiempo que irónica. He llevado la más exquisita cursilería de la provincia de tercer orden envolviendo la tragicomedia de La Señorita de Trevélez. Luego me he metido en el Madrid del novecientos en La Torre de los Siete Jorobados y El crimen de la calle de Bordadores, y he querido traer, por primera vez a nuestra pantalla, el 1917 barriobajero de Domingo de Carnaval. El argumento de todo ella era para mí lo que tenía menos importancia; lo que era preciso fotografiar y conseguir era el ambiente, el espeso ambiente de cada época, los ademanes, los costumbres y las frases de los personajes, el darle el valor necesario a los muebles de aquellas épocas, a los bibelots y a lo que colgaba de las paredes, a los portiers y a las borlas de peluche que colgaban de las butacas, y, sobre todo, a las reacciones de los personajes, que también tienen su "época", ya que todos los términos de valoración han cambiado de tal modo que casi ninguno de los conflictos de los dramas clásicos justifican hoy para nosotros la actitud extrema de sus personajes.// Mucho me temo que voy a persistir en esto del costumbrismo y, a veces, darme una vuelta por el folklore; pero luego hay que inventar una fórmula totalmente inédita, hay que inventar, pues el cine no es sólo crónica del pasado, sino sueño del porvenir y buceo en el espacio. Ese es el buen cine que yo preparo para el año que viene, o tal vez para el otro año, y, sin embargo, sé que por muy lanzado que esté en la aventura, que por muy altas que sean mis cabriolas, siempre habrá costumbrismo y sello nacional en lo que haga, pues no en vano pertenece uno al mundo que pulula en un lugar geográfico y espiritual determinado y en una época determinada de la historia."
Lo que más me gusta de La Torre de los Siete Jorobados es la creación de ese Madrid subterráneo, de origen judío, que parece tener sus vértices en la Plaza de la Paja, la calle de la Morería, el Paseo de la Virgen del Puerto, ese Madrid en la superficie tan castizo, tan de los Austrias. Pero como eso no es mostrable ahora en imágenes, salvo quizá con esa primera visión alucinante de la gran escalinata circular que desciende hacia las catacumbas, habrá que conformarse con cuestiones más de detalle.
Y hay mucho que me encanta, y en varias direcciones diferentes: por su comicidad, y antes de que sepamos quién es, me matan de risa los gestos embriagados con que lleva el ritmo de la canción de la Bella Medusa su madre (Julia Lajos), así como todo lo que hace y dice cuando Antonio Casal las invita a cenar. Desde otro ángulo, me encanta el interrogatorio al que somete a Casal el Dr. Sabatino, un Guillermo Marín más untuoso que nunca. También encuentro fascinante la aparición de Félix de Pomés, como el espectral y tuerto Robinsón de Mantua, y las primeras palabras que dirige al protagonista. O el pobre jorobado Malato, pocos instantes antes de ser asesinado por ello, explicándole al protagonista lo que sucede; o el enloquecido arqueólogo Don Zacarías -el fantástico Riquelme- canturreando alocadamente mientras estudia objetos y documentos, ajeno por completo a la realidad; o el curioso archivero de la policía, capaz de descifrar jeroglíficos asirios como si tal cosa. También encuentro impagable la interpretación por Manolita Morán de la canción "Manola", que canta la Bella Medusa y que sus fieles parroquianos corean. O la escena en que, antes de siquiera imaginar que es sobrina del espectro, Casal conoce a Inés.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine español! (8 de abril de 1996)
No hay comentarios:
Publicar un comentario