Curiosamente, el Dr. Mabuse adquirió una cierta reputación mítica muy pronto, no sé si debido a las aventuras concebidas por Norbert Jacques – tampoco más fantásticas ni pintorescas que las llevadas al cine por Louis Feuillade en los seriales dedicados a Fantômas, Judex, Les Vampires o Tih-Minh – o por el díptico terminado en 1922 por Fritz Lang bajo el nombre global de Dr. Mabuse, der Spieler: Der grosse Spieler-Ein Bild der Zeit e Inferno der Verbrechens-Menschen der Zeit (El doctor Mabuse), a partir de guiones de su entonces esposa y constante colaboradora Thea von Harbou. Y lo encuentro curioso porque no parece, al volver a ver esas dos películas iniciales, un criminal tan peligroso, omnipotente, ominoso e imaginativo como el que surge ¡once años más tarde! en la muy extrañamente tardía – no parece dictada por el afán de prolongar o repetir un éxito de taquilla - secuela, ya sonora, Das Testament des Dr. Mabuse (1933), que se convertiría en su último film alemán durante un cuarto de siglo, y en su actualización postrera en Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (1960), que nos ha quedado como involuntario testamento de Lang, ya que no logró realizar ninguno de los varios proyectos fascinantes que acarició; entre ellos, su visión de Dr. Jekyll & Mr. Hyde, que hubiera sido otro remake de Jean Renoir, tras los de Scarlet Street (Perversidad) en 1945 y Human Desire (Deseos humanos) nueve años después.
Al revisar hoy el primer Mabuse sorprende, sobre todo, su modernidad cinematográfica, que permite olvidar de inmediato que se trata de un film mudo. No sólo por su frescura y agilidad como narración, y su impecable y cambiante sentido del ritmo, a pesar de los casi 95 años transcurridos, ni por la calidad fotográfica deslumbrante de sus imágenes, que en una buena copia asombra ahora que estamos desacostumbrados a la gama casi infinita de grises posible entre el blanco y el negro más contrastados cuando se iluminaba con arcos y se usaba el soporte de nitrato de plata, sino por el empleo constante, funcional y lógico, dramático y no espectacular, de la profundidad de campo, que junto a la precisión de cada encuadre muestra hasta qué punto ya entonces (total, era su sexta película como director) dominaba Lang los recursos de su oficio.
Hay algo – mejor dicho, hay más de una razón – que hace que estas primerizas maquinaciones y tropelías del siniestro y delirante Mabuse encarnado por Rudolf Klein-Rogge (primer marido de Thea von Harbou y muy frecuente intérprete del Lang alemán) resulten fascinantes e intrigantes, más que inquietantes, que es en lo que se convierten como eco o reflejo insinuado, apenas velado, del nazismo circundante cuando este ha pasado de ser una idea minoritaria a estar al borde de hacerse con el poder, proceso ya consumado al término del montaje y que impide que Das Testament des Dr. Mabuse llegue a estrenarse en Alemania. Es de nuevo Klein-Rogge – ya definitivamente demente y genio del mal – quien planea las tramas, más ambiciosas y complejas, más terroristas, del redivivo Dr. Mabuse, al que toman por recluso de un manicomio cuando finge estar en su cuarto mediante un hábil dispositivo sonoro de simulación.
El juego de las apariencias tan central a todo el cine en general, y muy particularmente al de Fritz Lang, multiplica la complejidad de la segunda incursión de Mabuse, al mismo tiempo que el uso inventivo del sonido (ya aprovechado por Lang desde M (M, el vampiro de Düsseldorf, 1931) permite a Lang agilizar todavía más su perfecto dispositivo expositivo-narrativo, que avanza ya como una máquina imparable. Es lástima que durante años haya tendido a circular más que la versión original alemana la francesa que, además del cambio de lengua y de algunos actores, había sido “abreviada” de dos horas a hora y media a costa de su coherencia y de su ritmo, lo que ha hecho, para mí de otro modo algo inexplicable, que tenga peor o menor fama que el díptico de 1922.
Con todo, si aún 1933 marca precisamente la frontera final del periodo considerado generalmente como el de grandeza del cine alemán (suponiendo su arranque hacia 1919, con Das Kabinett des Dr. Caligari (El gabinete del Dr. Caligari, de Robert Wiene), menor aún ha sido la reputación del tercer advenimiento del Dr. Mabuse, pues en 1960, fecha de la que data Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (es decir, “Los mil ojos del Dr. Mabuse”, fascinante y revelador título aquí empobrecido al muy vulgar Los crímenes del Dr. Mabuse), anterior incluso al Manifiesto de Oberhausen e incluso a los antecedentes embrionarios de un presunto “Nuevo Cine Alemán”, nadie otorgaba la menor credibilidad a una película producida en ese país. Para colmo, y aunque hoy pueda parecer increíble, por entonces la crítica dominante había decretado, en general desde su paso por Estados Unidos, o en algunos casos desde el final de la II Guerra Mundial o como poco desde mediados de la década de los 50, la decadencia casi sin excepciones de todos los grandes cineastas del mudo y de los años 30, que se consideraban – pese a no ser muy viejos – pasados de moda, repetitivos, debilitados o acabados: Fritz Lang, Jean Renoir, John Ford, Max Ophuls, Alfred Hitchcock, Frank Capra, Josef von Sternberg, Charles Chaplin, Frank Borzage, Cecil B. DeMille… sólo se libraron los muertos (como Ernst Lubitsch), o los olvidados o nunca aún prestigiados (Howard Hawks, Leo McCarey, William A. Wellman, Henry King, Allan Dwan, Tod Browning). En el caso de Lang, y aparte de que muchos considerasen que había decaído desde su primer film americano, Fury (Furia, 1936), y más todavía a medida que su estilo se hacía menos emparentable con el expresionismo (y nunca lo fue mucho) y más “invisible”, como sucedió ya en los años 40 y aún más acusadamente en el decenio siguiente, hay que recordar que sus últimas películas americanas o no se estrenaron en Europa (Moonfleet, Los contrabandistas de Moonfleet, 1955) o fueron despreciadas casi unánimemente (Human Desire, 1954, y más todavía While the City Sleeps, Mientras Nueva York duerme, y Beyond A Reasonable Doubt, Más allá de la duda, ambas 1956), por no mencionar los vituperios y las burlas mayoritariamente dedicadas a su primer regreso a Alemania, con el díptico hindú Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (El tigre de Esnapur-La tumba india, 1958), un “retorno a los orígenes” con algo de revancha en el que también puede inscribirse la vuelta a Mabuse. Vuelta a los comienzos que sirvió, naturalmente, para ratificar esa idea de que los cineastas nacidos a finales del s. XIX ya no eran, a mediados del XX, "contemporáneos", sino que estaban anticuados y se aferraban nostálgicamente a la tentativa de repetir sus éxitos pretéritos (obsérvese que en muchos cineastas se dio una tendencia acusada a revisar, corregir y mejorar películas anteriores, a menudo de los años 30 o 40, durante los años 50 y 60: además de Lang, Hitchcock, Ford, Capra, McCarey, Renoir, DeMille, Walsh, etc.). Olvidando, naturalmente, esos críticos, que casi siempre, en una y otra época, había implícito un comentario, más o menos crítico, acerca de los años en que se había rodado cada versión de esas historias iguales o muy semejantes). En el caso de Lang, ya hemos visto como Goebbels y otros jerarcas nazis detectaron hostilidad hacia ellos en el Mabuse de 1933. Y yo no puedo dejar de ver en el Mabuse de 1960, y se entendería como explicación de su rechazo, la visión desencantada y decepcionada de Lang acerca de la tan loada Alemania del "milagro económico", interesada más que nada por el dinero y sumamente "americanizada".
Terrible paradoja, puesto que, dado que cabe considerar a Lang como el más nítidamente evolutivo de los grandes cineastas, son las obras despojadas de los años finales generalmente sus más asombrosas cumbres, a pesar de que desde muy pronto haya en su filmografía destacadísimas obras maestras (desde Der müde Tod, La muerte cansada, 1921). Aunque el díptico mabusiano estrenado en 1922 sea ya magistral en todos los sentidos, y probablemente, tras Spione (Espías, 1927), la película culminante de su periodo mudo, y Das Testament des Dr. Mabuse la mejor de cuantas hizo, en Alemania o en Hollywood, durante los años 30, tengo hoy personalmente su Mabuse definitivo como uno de los tres máximos logros de una de las carreras cinematográficas más repletas de ejemplos admirables de toda la historia del cine.
Nuevamente, como en las dos anteriores manifestaciones mabusianas, tenemos un guión admirablemente pensado, construido y estructurado arquitectónicamente, en el que una escena conduce a otra y la narración avanza, no sin meandros, pero implacablemente. Frente a los dos Mabuse iniciales, en el fondo el mismo, más espectacularmente histriónico y ególatra – como lo sería Hitler -, aunque siempre irresistiblemente aficionado a la ocultación y el disfraz, el Mabuse de 1960 se acerca más al anonimato y a la estrategia más sigilosa de permanecer en la sombra, más inclinado a ver y vigilar a los demás que a ser visto y llamar excesivamente la atención, aunque sus golpes sean más graves y globales que los de sus precursores, sin duda por los avances tecnológicos (con un sentido de la anticipación que hace que, casi sesenta años después, la película no resulte todavía excesivamente anticuada, sino un plausible anuncio de realidades actuales) y por el hecho mismo (no poco significativo) de que el Mabuse más reciente no sea en realidad el auténtico Dr. Mabuse originario, ni el mismo que unos años antes ni siquiera un heredero, sino un imitador, un admirador, un discípulo, que ya se oculta tras la máscara del Dr. Mabuse lo mismo que tras las del Dr. Jordan y el vidente Cornelius, y que coquetea, osada y un tanto juguetonamente, con la proximidad y hasta el trato social tanto con sus víctimas como con sus perseguidores policiales, en eso fiel al carácter de “jugador” con que desde su primera aparición se definió al personaje.
La precisa y prodigiosa edificación del relato, ligada siempre a lo que podríamos llamar sus implicaciones morales, “filosóficas” y hasta, si se quiere, “metafísicas” (la reflexión sobre el poder, la ambición, la maldad, el control, o el posible empleo abusivo del propio dispositivo cinematográfico-televisual, que sigue presente en noticias de 2016), que son una constante tanto en estas como en casi todas las otras películas de Fritz Lang, se traduce, como es habitual en él, en una aún más precisa y meditada construcción de cada plano, que nos recuerda el escándalo de que hoy el cine parezca haber abandonado u olvidado varios de sus recursos expresivos más definitorios y esenciales, presentes desde su origen y que fueron desarrollados y perfeccionados durante casi un siglo para que hoy, sin embargo, parezcan haber sido arrinconados: el tamaño – ampliado con respecto a la realidad, lo que en inglés se llama bigger tan life – de las imágenes y, sobre todo, porque esto es también objeto de una decisión primera en las otras artes visuales del espacio, como la pintura y la fotografía, el encuadre, los límites y bordes que definen y acotan los fragmentos del todo espacial que van a ser seleccionados y utilizados expresivamente en cada uno de los planos con los que se construye una escena o una secuencia (y da lo mismo que se trate de un solo plano o de cien, y de que se trate de un encuadre fijo o de una sucesión de encuadres provocada por desplazamientos de la cámara sumadas al movimiento de los actores). Por eso también serían los Mabuse – todos ellos – “películas de texto” básicas para quien quiera hacer un cine inteligible.
En “Fritz Lang Universum”. Madrid : Notorious, diciembre de 2016.
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