André Delvaux es un belga nacido en 1926, profesor de cine en Bruselas y cuyo primer largometraje, De Man die zijn Haar kort liet knippen/L'Homme au crâne rasé (1965), es una de las películas más importantes de los últimos años.
Para los admiradores de este film, la presentación de Un soir, un train, su segunda obra, constituía uno de los mayores atractivos de la Semana, sobre todo si se tiene en cuenta que aún no se había estrenado en ningún sitio.
Lo primero que sorprende en Un soir, un train es el color, que Delvaux utiliza por primera vez. Si estéticamente El hombre del cráneo rapado recordaba a Bresson, el color de la primera parte de Un soir hace pensar — por supuesto, en mucho más sobrio, sin virados ni estupideces — en Lelouch, o, al menos, en Accidente (Losey, 1967), y otros films de suaves tonos pastel (posiblemente por la influencia en Losey y Delvaux de Muriel de Resnais). Si se suma a este color el tono convencional del argumento de la primera parte y la inadecuación de los actores principales (Anouk Aimée e Yves Montand, de resonancias lelouchianas) se comprenderá la decepción que este film produce, pese a que la segunda parte es admirable.
Hay que tener en cuenta que el film es francés y producido por Mag Bodard, a quien se deben ya los films menos buenos y más «fáciles» de Bresson (Mouchette) y Demy (Las señoritas de Rochefort). Aunque Delvaux dice que su productora le dejó entera libertad y que él eligió a los actores, todo parece indicar que no es verdad, y que o bien Bodard quería lograr un film comercial o bien Delvaux, al igual que argumentalmente parte de la vida más o menos normal, real y tópica para sumergirse luego en un terrible mundo onírico e irreal, ha decidido partir del cine de serie, vulgar, «de moda», para luego contradecirlo con un cine fantasmagórico, extraño y difícil. Si se presta atención al uso del color, esto se verifica: fugazmente en la primera parte aparecen tonos oscuros (negros, grises, azules, marrones y verdes) que progresivamente van dominando a los tonos suaves hasta no quedar huella de ellos en la segunda mitad del film. El mismo Delvaux lo confirma explícitamente: «Me gusta montar un sistema que rompa otro sistema; fingir respetar el sistema que existe para que no me rechacen el film. Después es demasiado tarde para escapar a la fascinación de otra lógica.» Lo malo es que para los que no necesitamos «el sistema que existe» sino lo rechazamos, la obra ya queda impurificada, su primera parte es una concesión; y aunque la segunda es, en efecto, fascinante, la ruptura entre las dos partes es excesiva y gratuita. Ya no se debe pedir al cine homogeneidad, pero sí coherencia.
Por otro lado, si no se entendiera nada, si el film careciese de sentido, no sería grave (ahí está la genial Persona, de Bergman), pero resulta que Un soir, un train se reduce, aparentemente, a un simbolismo confuso y, lo que es peor, banal. Claro que una sola visión es insuficiente para comprender bien un film como éste que, a fin de cuentas, es un film fallido pero importante y complejo, técnicamente excelente, y que si decepciona es por lo mucho que se esperaba de la segunda adaptación que hacía Delvaux de una novela de Johan Daisne.
En Nuestro Cine nº 80 (octubre de 1968)
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