miércoles, 4 de septiembre de 2024

Holiday (George Cukor, 1938)

Lew Ayres, Katharine Hepburn, Cary Grant, Edward Everett Horton y Jean Dixon interpretan unos personajes adorables, locos maravillosos, «ovejas negras» ejemplares, queribles como pocos. Sólo por eso, esta película sería inolvidable. Pero hay más: esos chiflados —que no tienen nada de irresponsables, que están a punto de ceder al «buen sentido» y echarlo todo a perder— triunfan, en uno de los finales felices más necesarios de todo el cine americano. Cualquier otro desenlace hubiese sido traición; que la victoria hubiera sido fácil, una invitación a la ceguera. Por eso, Vivir para gozar es, alternativamente, tan dramática como A Bill of Divorcement (1932) y tan hilarante como The Philadelphia Story (1940), dos Cukor con los que tiene mucho que ver, y supera en complejidad, emoción, fluidez y empuje proselitista a otra de las grandes comedias, rodada el mismo año y con los mismos protagonistas, Bringing Up Baby, de Hawks: cubre más terreno, y más a fondo. Lo que equivale a decir que considero Holiday una de las más geniales películas de Cukor y una de las dos o tres mejores muestras del género.


Todo en ella es perfecto. Los elementos —del guión al último intérprete— eran inmejorables, y Cukor, más inspirado que nunca, supo sacarles el máximo partido. De su origen teatral se olvida uno a los pocos minutos: la libertad en la dirección de actores sólo puede compararse con la que inspira los movimientos de cámara, siempre funcionales y elegantes, necesarios para contagiar al espectador las ansias de libertad, el desdén hacia la rutina, la búsqueda de la felicidad de los personajes y, de paso, implícitamente, el apego que siente Cukor por ellos y que, lógicamente, quiere hacernos compartir. Actores y cineasta se alían para producir en el espectador una sensación de saludable embriaguez que permita ver mejor que de costumbre, con más claridad, lo que de verdad sucede, lo que realmente son las personas. Por eso la clave de la película no es ninguno de los protagonistas, sino un personaje un poco marginal, descentrado, el que encarna Lew Ayres, que es el primero que se percata, gracias a la bebida, de lo que ocurre a su alrededor, de lo que sienten los demás.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).

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