lunes, 9 de septiembre de 2024

París-Tombuctú (Luis García Berlanga, 1999)

Lo siento por lo que sospecho que revela de nuestro querido y admirado Luis García Berlanga, casi siempre de aspecto jovial, jugando unas veces a despistado, otras a provocador, otras a desengañado y casi siempre a la vez irónico y bromista más que tétrico y apocalíptico, pero, por causas que para mí son manifiestas y sensibles, pero muy difíciles de verbalizar o escribir, y más aún de demostrar, tengo la impresión, mientras las veo aún más físicamente que luego, una vez terminada la proyección, cuando las rememoro y pienso acerca de ellas, que sus dos películas más personales, más íntimas y - dentro de lo poco que a él le cuadran ambas disposiciones de ánimo - más "confesionales" y "testamentarias", para emplear la jerga al uso, son precisamente las dos más hondamente pesimistas - y no sólo social y colectivamente desesperanzadas, sino también individualmente: tampoco hay salida para el que se aísla, se encierra o se evade - de toda su filmografía, Tamaño natural o Grandeur nature (1974) y París-Tombuctú (1999). Ambas carecen, por supuesto, de la negrura plástica y sociológica - tan de la época gris marengo que ilustran - de Plácido (1961) y El verdugo (1963), pero también les falta su humor negro y su espíritu de rebeldía y de confrontación. En estas dos, el enemigo está también dentro de uno, y bajo su aire y tono ligero, festivo en ocasiones, incluso "fallero" en la más reciente, hay una amargura reconcentrada que resulta más dramática, incluso trágica, que divertida, por mucho que Berlanga siempre finja no tomarse las cosas del todo en serio y rehúya como el gato el agua toda tentación o incluso apariencia de solemnidad o trascendencia, y prefiera hacer chascarrillos y tracas ruidosas que apuntarse al sentimiento trágico de la vida, al existencialismo o al nihilismo. Pero si Plácido y El verdugo derraman grisura, cuando no directamente negrura, en las dos películas que acerca también la presencia protagonista de Michel Piccoli, extraño "alter ego" berlanguiano que exhibe en su cuerpo, y no sólo en su actitud, el cuarto de siglo que separa ambas, las cosas que han pasado - y lo que ha cambiado el mundo - y el tiempo transcurrido - y lo que han envejecido el personaje y el actor -, con lo que quedan menos tiempo y menos energías, y por tanto aún menos esperanza.


No soy capaz de expresarlo, pero mientras las veo, siento que Berlanga, mudamente, a través de las imágenes, de la historia, del ritmo, del movimiento, de la música, de los actores, me está susurrando en primera persona lo que piensa sobre el mundo, sobre la gente, sobre la vida. Y siento por él que su visión se me antoje tan pesimista, tan misantrópica, tan no ya escéptica sino negativa. Y sospecho que no me equivoco del todo al interpretarlas como radicalmente personales, porque da la casualidad de que son las dos películas suyas que Berlanga prefiere, valoración que comprendo, en función precisamente de ese carácter personal, pero que no comparto.

Texto preparatorio para una presentación en el ciclo “Las generaciones del cine español”, organizado por la Sociedad Estatal España Nuevo Milenio. Escrito el 21 de diciembre de 2001.

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