Acaba de estrenarse Nattvardsgästerna (Los comulgantes, 1962), de Ingmar Bergman. Es ésta una película dura, seca, difícil, de una sobriedad pocas veces igualada. No hay aquí rastro del barroquismo formal, algo anticuado, de El rostro (Ansiktet, 1958) o El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), ni de los simbolismos de esta última o de El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1959); ni siquiera del sensacionalismo temático de Tystnaden (El silencio, 1963); tampoco del humor de Sommarnattens leende (1955) o de la admirable y olvidada För att inte tala om alla dessa kvinnor (1964). Nos encontramos más bien en la culminación de ese camino hacia la desnudez y la sencillez que empezó en Nära livet (En el umbral de la vida, 1958), continuó formalmente en El manantial de la doncella y se ha consolidado en la trilogía. Porque Los comulgantes, en efecto, completa su discurso con los de otras dos películas, pero dado que las tres tienen suficiente independencia, que Tystnaden no se verá en España en mucho tiempo y que Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) estaba cortada y alterada profundamente, me limitaré a decir que la trilogía se va ensombreciendo progresivamente, que en Como en un espejo hay una búsqueda de Dios, en Los comulgantes una pérdida y en Tystnaden una ausencia, y que Bergman mismo ha dicho que la primera parte de Los comulgantes es la destrucción de la tesis final de Como en un espejo: «Dios es amor, el amor es Dios».
Los comulgantes ocurre en un plazo de algo más de dos horas. Comienza con el pastor luterano Tomas (Gunnar Björnstrand) pronunciando las palabras de la consagración ante un muy reducido número de fieles, en un pueblecito del interior de Suecia, en invierno. Cinco comulgan. Tras la misa, empujado por su esposa Karin (Gunnel Lindblom), un pescador, Jonas Persson (Max von Sydow), consulta a Tomas: está angustiado por el temor a la bomba atómica china, y piensa en suicidarse. Tomas, griposo, cansado, en un estado de duda y repetición mecánica de las fórmulas religiosas, ha dado la comunión a la maestra Märta (Ingrid Thulin), que ha sido su amante, que no es creyente y que le acosa con un amor desesperado y posesivo, incluso a través de una carta que acaba de leer (momento en que Bergman, audazmente, mete un larguísimo primer plano de Märta «diciéndole» la carta, con un flashback de un plano en medio, dando así a la carta una fuerza que de otro modo no hubiera tenido). No sabiendo qué decir, Tomas, tras unos cuantos tópicos inútiles, acaba confesando a Jonas su egoísmo, sus dudas, su verdadera falta de fe, su no creencia en la existencia del Creador, del Protector. Jonas se va. Tomas, solo, en la fría y blanca luz invernal, murmura: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». Poco después le comunican que Jonas se ha suicidado.
Tras recoger el cadáver, Märta y Tomas tienen una discusión en un aula de la escuela, en que ella le pide de nuevo que se case con ella, y él la rechaza con un durísimo hastío, reprochándole no ser como su mujer fallecida. Por fin la deja acompañarle a otro pueblo donde tiene una misa de tres. Allí habla con un sacristán jorobado que, leyendo las Escrituras, ha pensado que el mayor sufrimiento de Cristo no debió ser el físico, sino el sentirse abandonado por los apóstoles en Getsemaní, ser negado por Pedro y creerse abandonado por Dios, cuando en la cruz gritó: «Dios mío, ¿por qué me has abandonado?». El film acaba con Tomas, que, pese a la costumbre de no oficiar si hay menos de tres fieles, dice la misa ante Marta, que ha rezado por segunda vez en su vida, y el sacristán.
Como se ve, en la película pasan muy pocas cosas, no tiene casi «argumento», sólo tiene tema. Y ese tema no es sólo el silencio de Dios, ni la pérdida de la fe, sino el del abandono en general. Tomas se ha visto abandonado por su esposa, que ha muerto, y que era la que le ayudaba y «rellenaba los huecos», y se ha sentido abandonado — quizá por eso mismo — por Dios: ha perdido el «contacto», ha dejado de ser el «ministro» de Dios, ha dejado de recibir su inspiración y sus palabras se han vaciado, se han convertido en fórmulas. Y Märta ha sido abandonada por Tomas, y le ruega, se le ofrece, llega a rezar para poder dedicar su vida a él. Y Jonas se siente abandonado, sin protección ante la bomba, y no quiere seguir viviendo. Y con su muerte abandona a Karin: «Entonces estoy sola», es lo primero que dice al darle Tomas la noticia. Las iglesias vacías, abandonadas por los fieles. Los pueblos vacíos, los campos helados. Todo el film está construido formalmente sobre la idea del vacío, del hueco, de la ausencia, del silencio. De ahí su concisión y rapidez (dura ochenta minutos), su sequedad, su precisión, su alternancia en bloques muy dialogados con otros silenciosos, su falta de sermones, de discursitos, de símbolos, de explicitud. Aquí tenemos a Bergman en el máximo de su dominio sobre cada una de las imágenes frías, justas, nunca esteticistas, que forman este film sin soluciones fáciles, de duda sin respuesta, que acaba con un pastor que intenta volver a creer en las palabras que pronuncia, esas palabras de la misa que él murmura como quien dice «Ábrete, sésamo» y espera que se abra una puerta.
En El Noticiero Universal (3 de mayo de 1968)
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