Con independencia de otros méritos, dos virtudes caracterizan, desde su primer guión —El cuchillo en el agua, que rodó Polanski en 1962— el cine de Skolimowski: el laconismo y la concisión. Son rasgos esenciales, quizá de su carácter —no olvidemos que fue al mismo tiempo boxeador y poeta—, desde luego de su concepción de lo que debe ser una película, especialmente encomiables ambos en tiempos como los que corren, tan dados a estirar temporalmente anécdotas mínimas o inexistentes, rellenando los huecos con efectos especiales, decorados alucinantes, discursos metafisicopolíticos, etc. Skolimowski nada a contracorriente, y se la está jugando, como todos los que no se someten a la dirección del viento dominante: nadie va a prestar mucha atención a una película que susurre en lugar de declamar, que sonría en vez de gritar, que desinfle en lugar de exaltar, que eluda la grandilocuencia plástica y verbal y la reemplace por las más nítidas y desnudas imágenes y por las medias palabras y los sobreentendidos. Y esto es, precisamente, lo que hace, aquí como ya en El grito (1978), o, mejor dicho, más aún y mejor en Trabajo clandestino: reduce la trama a su esqueleto, y no lo recubre ni adorna; simplemente lo observa con agudeza, ironía y —cosa notable— comprensión. Es evidente —por el tono de la película; por la voz interior, en primera persona, de Jeremy Irons; por lo que el propio Skolimowski, con cierto valor, confiesa en sus declaraciones a la prensa— que mucho de lo que la película muestra lo ha vivido el cineasta, y no en un papel brillante —ninguno lo es—, ni siquiera el (siempre, a la postre, agradecido) de víctima, sino en el más desairado y ambiguo, el más comprometido: el del capataz encarnado por Irons con exactitud y contención ejemplares. Esto hace que su conducta, reflejada sin paliativos, no sea objeto de una crítica externa y complaciente, sino que la censura venga desde dentro, mortificada pero implacable: Irons no es un ser intrínsecamente perverso, ni aprovechado, ni dictatorial; es, sencillamente, un jefe, un «responsable» que, con la mejor voluntad, manipula conscientemente a sus subordinados con el paternalista razonamiento de que «es mejor para ellos» no enterarse de que en su país ha habido un golpe de Estado, de que los militares han tomado el poder en nombre del pueblo, de que el sindicato Solidaridad —al que, al parecer, pertenecen todos menos el jefe en cuestión— ha sido ilegalizado, de que están cortadas las comunicaciones telefónicas y aéreas, de que, a lo mejor (o peor) no pueden volver..., así les ahorra las preocupaciones que él asume, pese a que nadie ha delegado en él y que le desvelan. Claro que no todo es filantropía: la tranquilidad que da la ignorancia les permitirá trabajar más y mejor, con lo cual el capataz, a su vez, quedará bien con su respectivo superior al cumplir la misión encomendada en el plazo previsto y con la deseable eficiencia; además, el preocuparse por su cuadrilla le ahorra tener que ocuparse de tomar decisiones inmediatas, quizá inconvenientes o inoportunas, y hacerse responsable de las mismas. Por añadidura, no puede descartar la posibilidad de desacuerdos entre sus hombres con respecto a la conducta a seguir, o de todos ellos frente a él, y el nerviosismo que provocarían en ellos las alarmantes noticias les haría, sin duda, menos controlables (pese a que reconoce haberlos elegido para tan peculiar misión, más que por sus habilidades profesionales por su escasa iniciativa y su considerable sumisión).
Vamos, que el interés general —de sus peones, de su jefe y el propio— aconseja prudencia y falta de información: así nacen, en principio, todas las formas de censura.
Que lo que esos tres obreros polacos y su capataz están haciendo en Londres sea ilegal en más de un sentido es otra cuestión. Además, podría defenderse con argumentos nacionalistas, aunque bien contrarios a la solidaridad internacional de clase propugnada por un Estado socialista. Porque resulta que, en última instancia, todos los polacos que intervienen en la operación se benefician de ella: el jefe de Irons —un burócrata con presumible puesto diplomático— consigue ahorrarse el 75 por 100 de lo que le costaría arreglar su casa londinense si encomendase el trabajo a obreros británicos (sin contar con que tal vez aproveche la ausencia de Irons para conquistar a la mujer de éste); los peones —y más aún el capataz—, a cambio de un riesgo menor y trabajar a destajo, ganarán en su mes de exilio lo que en Polonia requeriría un año, sin contar con las «primas» de rigor; sus familias padecerán (o disfrutarán) su transitorio alejamiento y conseguirán algunos bienes de consumo inasequibles en su país; el Estado —sin saberlo— se ahorrará divisas, al recibir en zlotys la mayor parte de su salario, y ya de vuelta, los obreros. Los únicos perjudicados serán los ingleses, a los que los inmigrantes clandestinos polacos están robando trabajo; pero, a fin de cuentas, son británicos, pertenecen a la CEE y no al COMECON, y viven en una sociedad capitalista, así que se lo tienen merecido, suponiendo que fuesen capaces de trabajar tan bien y tan deprisa como los polacos.
Con lo que no contaba nadie era con que Jaruzelski iba a hacerse con el poder que al Gobierno civil los sindicalistas de Walesa le estaban quitando de las manos. Porque el golpe militar del mes de diciembre de 1981 complica enormemente la situación de nuestros cuatro eficientes trabajadores bajo cuerda: aunque sólo el capataz lo sepa, hay que contar con la posibilidad de que el exilio se prolongue, lo que aconseja una política de austeridad inmediata y el consiguiente racionamiento de diversiones, caprichos y cerveza. Un leve fallo en la instalación de las cañerías produce un déficit imprevisto y catastrófico en su presupuesto, con lo que el capataz se ve forzado a aplicar todas las mañas de la picaresca. Ya se sabe que la necesidad estira los recursos y aviva la imaginación, cosa que conocen bien todos los exiliados —recuérdense los Diálogos de fugitivos, de Brecht, y el Dialogue d'exilés, del cineasta chileno, ahora francés, Raúl Ruiz—, así que nuestro culpable amigo Irons se va a convertir en ladrón, hasta terminar por cogerle gusto.
Esta película, enormemente política —mucho más, en el fondo, aunque a la chita callando, que El hombre de mármol, El director de orquesta y El hombre de hierro juntas, y tiene bastante que ver con las tres obras de Wajda citadas; aunque sea en clave metafórica, plantean cuestiones semejantes, cuando no idénticas—, es también considerablemente divertida. No llega a ser una comedia ni —como el principio puede hacer pensar, con sus tropiezos y su ritmo de corto chapliniano mudo— un film cómico, pero es una fábula humorística, emparentable con las visiones menos angustiosas y sombrías de Kafka, con algunos breves relatos de Borges, con las lúcidas disecciones de George Bernard Shaw, con algunos apólogos de G. K. Chesterton. Todo ello gracias a una falta de pretensiones sorprendente, a una economía de medios —más que escasos, los adecuados a sus modestas necesidades— que parece haber influido a los actores, al fotógrafo y al narrador que lleva dentro Skolimowski y gracias, sobre todo, a unas dotes de observación de los gestos de las personas, que el cine de los últimos tiempos parece poco dispuesto, sobre todo en Europa, a aprovechar —si salvamos al difunto Tati y al inactivo Bresson— y que permiten al cineasta que las posee y aplica con inteligencia descubrir por sí mismo y mostrar a los demás, sin necesidad de inyectársela, la comicidad inherente a todas las situaciones por apuradas o dramáticas que sean. Esa visión humorística hace posible que el cineasta no caiga nunca en la tentación de demostrar lo que afirma, ni en la de hacer retórica de plañidera, además de servirle como un foco que ilumina con mayor claridad el funcionamiento de las personas y las organizaciones sociales.
En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)
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