Rich and famous (George Cukor, 1981)
Ser ricas y famosas. Ese fue su deseo común de adolescentes, sin duda, lo que soñaban cuando se hacían confidencias en el cuarto que compartían en Smith College hasta 1959. Luego, una de ellas, la sureña Merry Noel (Candice Bergen), se fugó para casarse con Doug Blake (David Selby), que antes había salido con Liz Hamilton (Jacqueline Bisset); a cambio, en uno de esos misteriosos traspasos de objetos a que tanta afición ha tenido desde el mudo el cine americano (cargados de sentido sin ser simbólicos), le da su oso de peluche, que Liz conservará siempre.
No sabremos nada de ellas hasta diez años después. Para entonces, Liz se ha convertido en una novelista profesional: no es rica ni célebre, pero su primer libro —a la espera de un segundo que tarda en concluir— le ha valido un cierto prestigio. Merry Noel Blake tiene una niña, vive cerca de Hollywood y ha vuelto a soñar con el dinero y la fama. En sus ratos de ocio —que se adivinan largos y frecuentes— ha escrito una novela de cotilleo apenas enmascarado, que se empeña en leerle, hasta el amanecer, a su amiga. Entre copa y copa, Liz se pregunta «¿Por qué siempre acaban solas?». «¿Quién?», interroga Merry. «Esas mujeres, en esos relatos», responde su antigua compañera de estudios, que acaba de plantear la gran cuestión que Cukor trata de responder con esta película, como antes con otras (A Star is Born, The Chapman Report, por ejemplo).
Porque Rich and Famous no es, como se ha dicho y escrito, la historia de dos amigas (ni siquiera cuenta una historia) ni una película sobre la amistad. Poco sabemos de la que existe entre estas dos mujeres, que se da por supuesta al comienzo y de la que apenas entrevemos los reencuentros claves durante los veintidós años siguientes: no parece que se vean a menudo —suelen vivir en extremos opuestos del país—, y no siempre su relación está presidida por la confianza y el afecto; si su amistad perdura —pese a rivalidades de todo género y a lo distintas que son— es, más que nada, por conservar algo a que aferrarse —como el oso, la botella, los blues de Bessie Smith, algún hombre o el éxito, el reconocimiento crítico, la hija— cuando lo demás falla (y casi todo falla), un poco por fidelidad a los recuerdos de juventud y otro poco, quizá, porque apenas se tratan, lo que evita que se planteen realmente los conflictos. Como tantos personajes —femeninos o no— de Cukor, las protagonistas de Rich and Famous se encuentran atrapadas en la incómoda frontera que separa —para utilizar la expresión de Luis Cernuda— «la realidad y el deseo», una encrucijada en la que, antes o después, lo que más abunda es la soledad. No ya esa soledad final de las heroínas de ficción que comentaba Liz —y que el último plano de la película parece negar, durante un instante al menos—, sino una soledad constante, pegajosa, omnipresente, que envuelve a las de esta película concreta, escena tras escena, igual que cercaba a Judy Garland, a Jane Fonda, a Claire Bloom, a Katharine Hepburn, a Ava Gardner, a tantas otras protagonistas cukorianas. Una soledad «palpable», que se «masca», que «se puede cortar» en cada plano, en cada encuadre, pues Cukor —pese a su tendencia a atisbar de cerca, sin acosar pero implacablemente, la intimidad de esas mujeres— incluye en nuestro campo de visión no ya su entorno, el «marco» que las arropa, protege o revela, sino el «hueco», el espacio vacío, la zona de penumbra —por mucha luz que haya— que existe siempre entre ellas y ese decorado (sea su casa o un hotel, un avión o un bar, estén en territorio propio o ajeno, propicio u hostil).
Para comunicarnos esta sensación desasosegante y angustiosa —con una intensidad que parecía perdida para el cine desde hace años—, Cukor no necesita contarnos una historia particularmente dramática (Rich and Famous no es en absoluto un melodrama, pese a que Jacqueline Bisset recuerde, en ocasiones, a la sublime Dorothy Malone de Escrito sobre el viento), ni recurrir a diálogos explicativos o tesis generalizadoras —no en vano ha hecho una película, la admirable Confidencias de mujer, para demostrar que no le interesan las estadísticas, sino los casos individuales, lo particular de cada vida privada—; nunca fue su estilo, pero en la que se ha convertido en su última película le hacía todavía menos falta: le bastó siempre —o por lo menos desde hace mucho tiempo— con unos actores adecuados y una cámara, de modo que a los ochenta y dos años, con casi cincuenta películas en su haber, no iba a cambiar de método. Eso sí, parece evidente que este encargo —de Jacqueline Bisset, convertida en productora— le interesó particularmente, y que volcó en él no sólo su «oficio» —como en The Blue Bird o The Corn is Green-, sino toda la sabiduría conquistada a lo largo de su dilatada y fértil carrera como director, como observador apasionado, lúcido y penetrante, pero afectuoso y solidario, de un buen número de personajes femeninos, ficticios o reales (las actrices).
Sucede, sin embargo, que cuando un cineasta llega a dirigir con tanta soltura y sencillez, con esa aparente falta de esfuerzo, hay gente que cree que eso está al alcance de cualquiera y no tiene mérito. Se confunde la ausencia de efectismos y pretensiones con la rutina, el desinterés o la entrega a lo convencional, olvidando que a cierta edad, y a esa altura de su carrera, los directores no necesitan demostrar nada a nadie, ni siquiera a sí mismos, que no se creen obligados a parecer originales ni a llamar la atención, ni siquiera a rodar «obras maestras». Se «contentan» con hacer su trabajo lo mejor que saben, y saben mucho: por ejemplo, lo que no llevan camino de aprender los numerosos practicantes de un «naturalismo de lujo» (buenos o malos) que hoy triunfan en Hollywood (Alan Parker, Paul Mazursky, Robert Redford, Mark Rydell, Robert Benton, etc.). Pero ese «saber» no tiene nada de convencional, y así resulta que todavía asombra o desconcierta el carácter escasamente narrativo, fragmentario, brutalmente elíptico y zigzagueante de las películas de Cukor, pese a que llevaba unos treinta años desentendiéndose de las historias para centrar toda su atención en la intimidad de los personajes. Sólo eso explica la frialdad con que se ha recibido la película (pese a cierta cortesía «mortis causa»), cuando hace años que no se veía una película comparable. Tal vez estemos demasiado acostumbrados al predominio de lo superfluo y a la mediocridad para reconocer lo esencial cuando, inesperadamente, llega hasta nosotros. El caso es que Cukor sabía muy bien lo que de verdad es necesario y lo que es prescindible, y se atrevía a no dar más que lo primero, y eso con generosidad, elegancia, precisión y economía. Sabía, por ejemplo, que —por lo menos en sus manos— los actores (no sólo las actrices) pueden decir o dar a entender en cada momento cuanto es pertinente con su respiración, con un gesto apenas perceptible, con una mirada, y que su cámara —colocada estratégicamente en un punto determinado por la intuición y la experiencia— era capaz de registrar con insobornable fidelidad esos leves movimientos, esos parpadeos disimulados, esas turbulencias subterráneas que revelan lo que sucede en los personajes. Por eso Rich and Famous supone el retorno, tras una larga ausencia, y en todo su esplendor (olvidado por unos y desconocido para otros), del cine de miradas: las de los personajes, por supuesto, pero también la que el cineasta dirige hacia todos ellos, penetrante y comprensiva, llena de una insaciable curiosidad que no se detiene ante nada; por eso a veces se siente horror, o vergüenza, al contemplar ciertas escenas.
Rich and Famous no es, quizá, una película innovadora, pero tampoco pertenece al pasado. Es estrictamente contemporánea, y eso la hace más moderna que la mayoría de las rodadas en los últimos años, salvo excepciones aisladas, como Sauve qui peut (la vie) o Loulou; demuestra la asombrosa capacidad de Cukor para alcanzar, mediante la estilización, la veracidad, por lo que me hace pensar en el mejor y más íntimo Rossellini, el de finales de los años 40 y la primera mitad de los 50: algo ya intuible en The Chapman Report, y que Rich and Famous pone de manifiesto. Ejemplar culminación de una carrera brillante pero irregular, Rich and Famous debe ser la obra maestra dirigida por un hombre más viejo de toda la historia del cine.
En Casablanca nº 27 (marzo de 1983).
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