miércoles, 28 de agosto de 2024

Aquilea nos pertenece

Invasión (Hugo Santiago, 1968)

A Cuca...

Un camión surca las oscuras calles de una ciudad desierta, camino del puerto. El amanecer empieza a permitirnos vislumbrar las extrañas actividades de un grupo sigiloso. Dos disparos rompen el silencio y el primer camión cruza la frontera de Aquilea. Estamos en 1957 y la invasión acaba de empezar. Don Porfirio, un viejito solitario, conversa con un gato negro y llama por teléfono. Una mujer sale de su casa; su marido la espía y echa a andar en dirección contraria. Un hombre sigue a la mujer, le susurra unas palabras al oído, ella cruza la calle y compra un periódico con un mensaje oculto. En el mayor secreto, se corre la noticia. Don Porfirio da instrucciones ante un mapa mural de la región: hay que detener la invasión. El enemigo acecha en todas las fronteras. La situación es grave y encierra mil peligros. Un hombre entra en un cine; al acabar el western se encienden las luces, todos se levantan menos su cadáver. Un hombre con bigotes rasguea una guitarra, cantando una milonga llena de presagios. Las muertes se suceden. Se combate en la sombra y todo es clandestino.

Invasión (1968) es el primer largometraje del argentino Hugo Santiago, antiguo colaborador de Bresson, y ha contado con la ayuda de Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, que inventaron esta misteriosa maquinación. La trama laberíntica de esta película nos lleva a recordar otras conspiraciones igualmente maléficas que tuvieron por autor a Fritz Lang (y al doctor Mabuse), o a Jacques Rivette, cuyo primer film, Paris nous appartient (1960), tiene numerosos puntos de contacto con esta enigmática película, donde reina la duda y la incertidumbre, donde nada es seguro y todo es fascinante. Contrariamente a lo que sucedería en un film convencional, nada se nos explica: de los diálogos ha sido suprimida cualquier información, los personajes nos son desconocidos y no sabemos las relaciones que los unen. Ni siquiera sabremos la identidad del invasor, ni su propósito; no importan los motivos ni las causas. Sólo los hechos tienen importancia. La inescrutable fotografía de Ricardo Aronovich apenas nos permite distinguir sombras errantes que se deslizan en la noche, que se agrupan y dispersan, se esconden y se siguen, que planean y ejecutan oscuras instrucciones. La situación es clara: alguien está invadiendo la región —pero ¿es una región o una ciudad, o un país?— y un cierto grupo no identificado está dispuesto a morir para impedirlo, porque morir parece no importarles si la muerte es bella. Todos son cómplices de unos o de otros. Asistiremos a acciones guerrilleras sin saber a qué bando pertenecen sus autores, ni cuál es el objeto de sus actividades. El espectador no puede tomar partido. Los personajes se cruzan y se pierden para encontrarse de nuevo, tal vez sin vida, pero eso es lo de menos.

Hasta tal punto todo resulta misterioso que se llega a dudar de la verdadera existencia de la invasión. Se puede sospechar que tal vez sea el fruto de la imaginación mabusiana de Don Porfirio, que mueve los hilos desde la sombra. Pero ¿no será el propio Borges quien, desde la sombra de su casi ceguera, maneje a su antojo a estos personajes? Porque, en el fondo, todo es ficción en la película, y son Borges, Casares y Santiago quienes la han tramado. Para colmo, la película no tiene desenlace, pues continúa después de aparecer en la pantalla la palabra "fin", sin que por ello nada se explique o se resuelva. El misterio reina todavía, regido todo por el "hacedor", por el autor, que no es —me parece— Santiago, sino Borges, sin que esto signifique que el director carezca de importancia. Lo verdaderamente genial de esta película es su concepción, la idea rectora, su estructura convergente pero que nunca se cruza, esa ausencia de datos que nos hunde en el misterio, esos personajes fabulosos que van hacia la muerte, pero hay que reconocer la precisión y neutralidad casi digna de Lang que tiene la planificación de Santiago, su excelente y sobria dirección de actores, el ritmo que ha sabido imprimir a una historia tan indescifrable y larga como ésta. Podría decirse, al fin de esta película, que "nada ha tenido lugar más que el lugar" (palabras de Rivette sobre Paris nous appartient), porque todo lo que sucedió en Aquilea será siempre un enigma irresoluble: no sabremos nunca si la invasión tuvo lugar, ni quién la efectuó, ni quienes intentaron impedirla, ni quién murió ni qué pasó, si fue realidad o el sueño de un vejete solitario que para distraerse le contó esta historia a su gato negro. Y nunca lo sabremos, porque las líneas paralelas se cortan en el infinito.

En El Noticiero Universal (2 de febrero de 1970)

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