Un chillón, cursi y chirriante doblaje, a partir de una zafia, morcillera e incorrecta versión española (perpetrada por el infausto Juan José Alonso Millán) hace de esta película una constante tortura sonora. Por tratarse de una película musical (en V. O. se entiende), no es posible disfrutar de ella ni siquiera cuando, por un momento, no hay canciones, a pesar de que Albert Finney está muy divertido, Ann Reiking es encantadora y sabe bailar, la niña Aileen Quinn tiene gracia y el número truculento de Carol Burnett está controlado por Huston con pulso firme. Además, la música —cuando los suplantavoces hispánicos permiten escucharla—, de Charles Strouse, está bastante bien, lo mismo que la coreografía de Arlene Phillips y Joe Layton, en general enérgica y dinámica. La fotografía y los decorados son buenos, y el rescate final, dentro de responder a un planteamiento que ya D. W. Griffith hizo convencional, resulta eficaz.
Por supuesto, cabe preguntarse qué hace Huston metido en este cuento de hadas sobre una huerfanita, que mezcla a Dickens con F. D. Roosevelt y tipos secundarios de Demon Runyon. Lo cierto es que su presencia no se explica más que por la confianza que le tiene el productor, Ray Stark, y que si se explica, apenas se siente: no es verosímil que haya puesto interés en semejante historia, muy anticuada y totalmente ajena a su sensibilidad. Tal vez Leo McCarey o Frank Capra, cuando creían en Papá Noel (antes de la segunda guerra mundial), hubieran convertido esta comedia musical en una obra maestra, con Cary Grant o Bing Crosby de protagonista, en blanco y negro o con la brillante policromía de Un gángster para un milagro, tal vez con una coreografía más caricaturesca (como la de Ellos y ellas, de Mankiewicz). Y, puestos a rodarla en 1982, mejor habérsela encomendado al cínico, sentimental y sarcástico Billy Wilder, que habría recurrido a Walter Matthau o Jack Lemmon y la hubiese actualizado a esta crisis económica, sustituyendo a Roosevelt y su New Deal por Reagan y sus opuestas medidas, con resultados corrosivos.
En Casablanca nº 26 (febrero de 1983)
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