viernes, 9 de agosto de 2024

Un maledetto imbroglio (Pietro Germi, 1959)

"Qué Grande es el Cine" (10/09/2001)



Pietro Germi fue saludado, al debutar como director al término de la Segunda Guerra Mundial, como uno más de los neorrealistas que con tanto entusiasmo se descubrían por entonces. Pronto su obra empezó a ser discutida, pues resultaba excesivamente "popular" y cercana a los patrones del cine americano al gusto de muchos críticos; y no tardaría en manifestar su genio hosco y poco sociable, que le llevó a no cultivar ni cuidar las amistades adecuadas y a no ser nada "diplomático": en una época en la que simpatizar con el comunismo estaba bien visto en Italia, tuvo la ocurrencia de compararlo con "la escarlatina, una enfermedad menos grave que el cáncer, pero una enfermedad". Ni política ni mediática ni profesionalmente resultaba muy simpático a nadie; los que le encontraban "anticuado" o "católico" no le trataban con miramientos, pero a los que podrían apoyarle también les soltaba alguna que otra andanada. Finalmente, cometió el pecado de hacer comedias y tener éxito, y por mucho que gente como Billy Wilder haya expresado su admiración por su cine, su estrella se fue apagando, rematada por el menor éxito de sus últimas obras, realizadas ya en una época que Germi no reconocía como propia.

Su vocación inicial era la de actor, aunque, por mediación de Alessandro Blasetti, estudiase dirección en el Centro Sperimentale di Cinematografia de Roma y consiguiese sus primeros empleos como guionista y ayudante de dirección, en plena guerra, e hiciese su primera película, Il testimone, en 1945. Aparte de algún pequeño papel, más bien de comparsa, en obras ajenas, tuvo que esperar a 1956, cuando tanto Spencer Tracy como Broderick Crawford se revelaron demasiado caros, para interpretar un papel protagonista, en El ferroviario. Doblado en aquella ocasión, y aunque su actuación fuese muy discutida, dio inicio así a una pequeña carrera paralela, ya sin doblaje ajeno en El hombre de paja, tanto en algunas películas propias como en varias ajenas.

El ferroviario, además de relanzar su prestigio y convertirle en director-actor, señala el inicio de su asidua amistad y colaboración estrecha con Alfredo Giannetti, luego realizador de la interesante Día tras día, desesperadamente, que fue, más que un "alter ego", una conciencia crítica; muy opuestos en carácter y gustos, de su permanente discusión surge primero un segundo Germi, más melodramático y costumbrista, y luego un tercero, menos "realista" y más barroco, pero no menos interesantes y complejos, ni uno ni otro, que el de la etapa que culmina con la épica y fordiana - era un ferviente admirador de Ford - El camino de la esperanza.

De esta tercera etapa de su carrera las más célebres son, Divorcio a la italiana - que ya vimos en ¡Qué grande es el cine! - y la esperpéntica Seducida y abandonada, aunque para mi gusto la mejor es, de lejos, la sutil y muy lubitschiana L'immorale (Muchas cuerdas para un violín, 1967).

Oscurecido por su propia actitud y por el agigantado prestigio de De Sica, Fellini, Antonioni, Visconti o Bertolucci, Germi es uno de esos cineastas ignorados u olvidados, postergados en general, carentes de prestigio, que hicieron grande el cine italiano durante más de veinte años, desde el fin de la guerra hasta comienzos de los años 70: De Santis, Castellani, Emmer, Soldati, Matarazzo, Lattuada, Blasetti, Mastrocinque, Bolognini, Comencini, Monicelli, Risi, Cottafavi, Freda, Bava, Zurlini, Olmi, Scola, Argento... a menudo cultivadores modestos de géneros poco apreciados y hasta desdeñados por los historiadores, o autores excesivamente personales, modestos, privados y cabezotas como para mantenerse a largo plazo en la fama que en algún momento rozaron, precisamente por ser fieles a sí mismos y no adaptarse a las modas.

Un maldito embrollo es, cosa hasta entonces infrecuente en el cine italiano, un giallo, un "amarillo", que es como allí denominan, curiosamente, lo que para los franceses es noir, y que ya todo el mundo - salvo en inglés, claro - llama "negro". Se trata de una rutinaria investigación policiaca, primero de una tentativa de robo, luego de un asesinato, cometidos en pocos días en un mismo edificio del centro de Roma. No hay una sucesión de casos, ni una visión de "un día en la vida de..." como en el magnífico y olvidado film inglés de John Ford Un crimen por hora (Gideon's Day o Gideon from Scotland Yard, 1957); además, su comisario nada tiene que ver con el Gideon de John Creasey que encarnó Jack Hawkins, ni siquiera con el célebre Maigret de Georges Simenon; ni, según parece, se atiene en gran medida a la novela de Carlo Emilio Gadda, que recuerdo como más bien pretenciosa y pesada, y que Germi alteró sustancialmente, con el beneplácito del novelista, resolviendo al final el caso y trasladando la acción desde la época fascista a 1959.

Tiene, como es frecuente en el género, tanto en América como en su trasplante a otros países - véase la admirable El infierno del odio, 1963, de Kurosawa - un lado de cala más profunda en el lado "oscuro" o turbio de la realidad, que permite trascender el costumbrismo al que la galería de personajes que presenta habitualmente toda crónica de una investigación, con sus visitas e interrogatorios sucesivos, lo emparenta; también el impulso de desvelar un misterio impide su atomización en viñetas aisladas de sainete o comedia de vecindario, dos riesgos que también acechan al "thriller" policial en sus aclimataciones europeas. Al final, lo que pinta Un maldito embrollo es un cuadro de corrupción y pequeñas miserias, que casi a su pesar va viendo o sonsacando el comisario Ingravallo, y que para él constituyen una carga, el "peso del saber". Que sea el propio Germi - que se consideraba retratado por los personajes que encarnó en la pantalla - el que preste sus rasgos, su modo de mirar, su impaciencia, su compasión, sus gestos, hace particularmente personal y conmovedora su actitud hacia las dos principales víctimas, ambas femeninas, de la película, la muy elegante Eleonora Rossi Drago, absurdamente asesinada, de forma casi fortuita, y sin móviles ni intención - lo que despista a los policías, que se pasan de listos -, una desdichada en vida que, sin embargo, no deseaba morir, y la muy joven Claudia Cardinale, condenada por la fatalidad a vivir y ser desgraciada, sin que el temprano consejo paternal de Ingravallo, tan de su parte siempre, consiga evitarlo.

Para ello, Germi teje un complejo entramado de personajes y relaciones entre ellos, de ocultaciones que se revelan en una sucesión de flashbacks que obligan a una "inmersión" en los pequeños o mezquinos dramas privados que no deja indemne al que los descubre y por saber, imagina, y además va perdiendo toda inocencia y casi toda la esperanza que un día cantó.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (10 de septiembre de 2001).

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