Si la Nouvelle Vague no fue un sueño - o, para algunos, una pesadilla - se debe, fundamentalmente, a la persistencia y a la obstinación de Jean-Luc Godard, que todavía en 1999 sigue al pie del cañón.
No quiero decir con esto ni que Godard no haya cambiado ni que Éric Rohmer, Jacques Rivette, François Truffaut o Claude Chabrol, tanto los dos más regulares como los dos - sobre todo el último - más oscilantes, abandonasen real o definitivamente en un determinado punto de sus trayectorias personales respectivas los inexistentes "principios" de ese involuntario movimiento, creado como tal desde fuera. Eso es algo que no hicieron ni siquiera sus representantes discutibles, "disidentes" o marginales de la "Rive Gauche" - Alain Resnais, Jacques Demy, Chris Marker, Agnès Varda -, y es preciso tener en cuenta la intransigencia del Godard post-Mayo del 68 (y hasta 1980) y alguna rencilla personal - seguramente tan extracinematográfica y mezquina, en el fondo, como carente de interés - para comprender (sin por ello dar por buenas) las razones por entonces esgrimidas por Godard al reprochar a cualquiera de ellos - hasta el pobre Rivette, aún más raro y menos "comercial" que el propio Jean-Luc – haber traicionado tales principios.
Me refiero, simplemente, a que Godard, renunciando incluso a su polémico prestigio, a la adoración de algunos admiradores incondicionales, a su prestigioso nombre - como hizo entre 1968 y 1972, periodo no tan breve como parece cuando se tiene una productividad como la que tenía Godard por entonces -, se ha mantenido siempre en la brecha, contra viento y marea, tratando de hacer de un modo nuevo lo ya realizado, y dentro de un marco de producciones independientes y modestas - cuando no baratísimas - destinadas a un público minoritario.
Existe, por eso, si no nos quedamos en la superficie de las cosas, una asombrosa continuidad o correspondencia entre las películas realizadas por Godard en sus ya cuarenta años de carrera, por diferentes que sean en apariencia.
Sin llegar a proponérselo, Godard ha sido siempre una provocación, el Pepito Grillo inconformista del cine mundial, porque no ha dejado de hacer precisamente lo que no hacían los demás, y nunca le ha importado la soledad de ser único, distinto a todos y, al menos en eso, igual a sí mismo; ni siquiera ha vacilado en repetirse, lo mismo que no se ha detenido ante la posibilidad de incurrir en contradicciones.
Por eso, aunque no diga nada positivo acerca de un arte que se ha ido entregando, cada vez con menos excepciones, al conformismo y al academicismo, Godard sigue siendo, a los 68 años, el único cineasta que todavía no ha dejado de innovar, de explorar lo desconocido, de atreverse a saltar al vacío: por eso es todavía hoy lo único parecido a un cineasta de vanguardia, el único del que cabe esperar que nos sorprenda, y que, además, con asombrosa frecuencia, lo consigue.
Se ha dicho que lo que le sucede es que, pese a desearlo ardientemente, no ha llegado a ser capaz de contar una historia lineal y coherente, ni de atenerse a una trama convencional y prevista de antemano. No es del todo cierto, ni lo uno ni lo otro: si el propio Godard declaró en 1962 que con À bout de souffle (Al final de la escapada, 1959), dedicada - no se olvide - a la Monogram Pictures, quiso hacer, si no Scarface, por lo menos Pushover - y tal vez uno de sus modelos fuera Angel Face de Preminger -, y que le salió una película tan "realista" como pueda serlo la Alicia en el País de las Maravillas producida en 1951 por Disney, es más que dudoso que se propusiese nada semejante cuando rodó Vivre sa vie (1962) o Les Carabiniers (1963); por otra parte, y por original y audaz que pudiera parecer en su momento o siete años después - cuando se estrenó en España -, hace mucho que se ha convertido en un "clásico", y ya como tal está concebida - y plenamente conseguida - Le Mépris; si se me apura, ni Vivre sa vie ni Les Carabiniers, vistas ahora, son demasiado diferentes: el paso del tiempo, y la propia influencia de Godard en el resto del cine mundial, han convertido en normal lo que en el día de su estreno pudo causar estupor.
Lo curioso es que, en su día, lo siguieron causando Pierrot le fou (1965), 2 ou 3 choses que je sais d'elle (1966), La Chinoise o Week End (1967), no digamos sus obras "colectivas" firmadas con el Grupo Dziga-Vertov, y de nuevo, tras su retorno al cine industrial, Tout va bien (1972), Sauve qui peut (la vie) (1979), "Je vous salue, Marie" (1983), Détéctive (1985), Nouvelle Vague (1990) o For Ever Mozart (1996). Que no hayan sido estrenadas en España, o que aquí no causasen sensación no excusa que algunos hayan pretendido dar por sentado que a esas alturas de los tiempos nadie hacía caso a Godard, pues suscitaron polémica – en Francia, por supuesto, pero también en otros muchos países, en ese sentido menos adormecidos que el nuestro -, y no sólo en festivales, sino, ocasionalmente, hasta en las calles (recuérdense los ridículos incidentes en torno a "Je vous salue, Marie").
En cualquier caso, hoy, con la anunciada emisión (en Francia, claro) de la serie completa de Histoire(s) du Cinéma (1987-1998) y su edición en forma de libro de 4 volúmenes, justo después de aparecer la recopilación de sus escritos recientes (1984-1998) en un segundo tomo de Godard par Godard, Godard vuelve a ser una referencia obligada; aunque sea, como a menudo antaño, una referencia generalmente incomprendida y relativamente minoritaria.
Claves de Godard
No hay sitio aquí para tratar de explicar las razones, pero apuntaré cuatro vías de acercamiento que quizá puedan – eso espero - ayudar a entender lo que de Godard más parece desconcertar - y en ocasiones, irritar; dejo de lado los casos de "godardofobia", por considerarlos patológicos e incurables, y me dirijo sólo a los que apenas lo conocen y a los que tratan de comprender su forma de entender y hacer cine y se exasperan de no lograrlo -, y pido disculpas de antemano por el esquematismo al que, por falta de espacio, me veo obligado.
La clave Griffith
Aunque sean muchos los cineastas con los que Godard está (o ha estado) en deuda - de Hawks a Nicholas Ray, de Rossellini a Rouch, de Renoir a Truffaut, de Vigo a Franju, de Becker a Melville, de Ophuls a Bresson, de Guitry a Mankiewicz, de Preminger a Fuller, de Lubitsch a Kelly & Donen, de Lang a Minnelli, de Chaplin a Mann -, en el fondo su obsesión se llama David Wark Griffith. Es quien, sospecho, le hubiera gustado ser, aunque llegó al cine demasiado tarde - con medio siglo de retraso - y sabía, desde el principio, que tal aspiración era inalcanzable. Conviene recordar esta devoción, sin embargo, porque en la medida en que pensaba en Griffith, Godard trataba de hacer las cosas por primera vez, y también porque muchos de los rasgos que chocan de las películas de Godard están ya en las de Griffith, hoy tan desconocido como olvidado.
La clave Borges
No me refiero a que Godard sea un admirador de Borges ni que a veces parezca influido por su forma de razonar. Pienso, más bien, en uno de los inolvidables personajes creados en muy pocas páginas por el sucinto narrador y poeta argentino, Funes el memorioso, que parece ser - hasta cierto punto - la "condena" de Godard: convertido hoy en depositario de las hazañas y hallazgos de sus precursores, en la memoria viva del cine, entona el responso de un cierto modo de entenderlo, hacerlo y verlo y la desviación o frustración de sus posibilidades, a la vez que prueba la vigente y estimulante grandeza de lo que se ha hecho, intermitentemente siempre, más sistemáticamente en los últimos años, y no sólo en la serie Histoire(s) du Cinéma.
La clave Freud
No es que Godard sea freudiano ni su cine ahonde en la psicología de sus personajes, más bien al contrario. Sin embargo, el juego de la asociación de ideas me parece clave en la forma de pensar, de contar y de montar de Godard; por mucho que las conexiones resulten sorprendentes o, si no se conoce alguna de sus referencias, puedan antojarse crípticas, se trata de un mecanismo ya presente en sus primeras películas - y antes incluso, en sus críticas - y que sigue siendo fundamental hoy.
Es una de las razones de la extremada libertad narrativa de Godard, y de su aparente discontinuidad, cuando en realidad, si se tiene en cuenta, demuestra hasta qué punto lo que puede parecer imprevisible y arbitrario responde siempre a motivaciones y oculta una lógica profunda, muy personal y particular, sin duda, pero extremadamente rigurosa y consistente.
No es, como en otras concepciones del montaje, una mera asociación de imágenes, temas o motivos: el campo en el que se mueve es ilimitadamente amplio, y permite enlazar una imagen con un sonido, un cuadro, una palabra, unas notas musicales, sin que la base tenga por qué restringirse a uno de los dos elementos ligados, puede pertenecer a un tercero: así, un plano de una mujer con unas notas de la Sinfonía incompleta de Schubert puede estar calificando de "inacabada" a la protagonista (elijo deliberadamente un ejemplo hipotético y nada obvio).
La clave musical
En estrecha relación con el punto anterior está la creciente pasión de Godard por la música, que le ha llevado a escribir - sin ninguna exageración - en los títulos de crédito de una de sus obras de los años 80 "un film compuesto por Jean-Luc Godard".
No se trata meramente de que la música sea de una importancia decisiva en su cine, ni de que haya hecho de ella un uso siempre original y muy variado, además de más "significante" que ilustrativo o de puro acompañamiento. Ni siquiera de que no sean infrecuentes en su filmografía las escenas que tienen la música o su interpretación como materia prima.
La relación entre música y cine, como artes del tiempo, del ritmo y de la emoción no conceptualizable y directa, es, para Godard y en su cine, mucho más profunda y estrecha, y conviene tenerla en cuenta, porque aclara el funcionamiento y la estructura interna de sus películas e incluso las relaciones entre algunas de ellas y otras que pueden verse como variaciones o trasposiciones de obras anteriores.
Como inventor constante, paciente, paso a paso, de un nuevo lenguaje, Godard requiere, ciertamente, un esfuerzo: hay que seguirle la pista. No creo que sea tan difícil, porque su proceder dista de ser arbitrario y caprichoso, y es, más que revolucionario, evolutivo, y siempre parte de raíces muy concretas y hondas en lo que él considera, sin duda, como la tradición viva del cine, que incluye obras olvidadas o poco conocidas del pasado junto a las más recientes.
Si uno de los verdaderos rasgos definitorios de lo que se llamó la "Nouvelle Vague" - compuesta por un número muy limitado de cineastas, entre 5 y 15, no, desde luego, los 300 debutantes que irrumpieron en el cine francés a raíz del éxito de Los cuatrocientos golpes en Cannes - era la presencia del cine dentro de sus películas, es evidente que la constante reflexión de Godard acerca de la naturaleza y el porvenir del cine convierten al autor de Bande à part, Passion y Les Enfants jouent a la Russie en el más genuino y activo representante de la Nueva Ola, que reiterada y prematuramente se ha querido enterrar – incluso antes de que murieran Truffaut, Kast, Doniol-Valcroze, Demy y su epígono Jean Eustache -, cuando lo único que le pasa es que ya no es nueva, sino que va camino ya de ser cincuentenaria, con el agravante de que sigue siendo, en algún sentido, y sin que nada permita vislumbrar la llegada de una nueva, la Última Ola que sacudió las aguas hoy excesivamente plácidas, adormecidas y contaminadas del cine.
En Nickel Odeon nº 12 (otoño de 1998)
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