No sabría datar con precisión en qué momento, pero desde muy pronto, probablemente ya desde las primeras recensiones o reseñas de los iniciales programas cinematográficos, compuestos por varias piezas muy breves y a menudo muy heterogéneas, se estableció una especie de barrera artificial entre las películas que, al menos en apariencia, se limitaban a fotografiar –ahora en movimiento– la “realidad” y aquellas otras que, por el contrario, empleaban todo tipo de trucos o simples medios de paliar las carencias iniciales del cine, es decir, el sonido y el color (desde los rótulos intercalados entre las imágenes hasta los primitivos efectos especiales), y que solían ilustrar o escenificar algún tipo de anécdota, alegoría, moraleja o relato.
La antítesis tan machaconamente reiterada de un cine escindido desde sus comienzos entre la “tendencia Lumière” y la “tendencia Méliès” ilustra muy gráficamente este cisma originario, tan dudoso y, en todo caso, relativo como persistente. Por supuesto, era una muestra de la omnipresente manía de etiquetar y simplificar las cosas, pronto reforzada por los métodos publicitarios empleados por quienes, más que hacer cine, se limitaban a comerciar con él. Así hemos llegado a que se mantenga una especie de telón de acero o barrera infranqueable entre lo que ni siquiera son dos extremos de un “continuum” dentro del cual los cineastas debieran poder moverse con entera libertad, fluctuando en esa vasta zona de posibilidades no sólo de una película a otra, sino incluso dentro de un mismo film.
Por supuesto, más en unos sitios que en otros, se diferencia desde el inicio de un proyecto el tratamiento que reciben un film de ficción y otro de carácter o intención documental. El primero, que resultará luego más o menos comercial, se ha convertido en la norma o “lo normal”: suele contar una historia, con personajes representados por actores, cuanto más conocidos mejor. Frente a ello, un documental es considerado “a priori” como algo no comercial: se supone que muestra algo, expone un “caso” o hace la crónica de un acontecimiento, se le atribuye una cierta economía de medios y un acabado “industrialmente deficiente”, y por definición carece de actores. Su único atractivo para un productor es que, al no contar con estrellas ni requerir decorados o vestuario “de época”, suele tener un coste más bajo; aunque también atraerá a un menor número de espectadores, sobre todo ahora que se viaja mucho más que en 1895 o en 1945 y que los documentales se programan muy a menudo en la televisión; salvo, claro está, que se trate de un documental sobre una estrella, sea Bob Dylan, los Rolling Stones, Brigitte Bardot o Fidel Castro.
Yo entiendo, sin embargo, que el interés principal de un documental ni siquiera está en el sujeto o la cuestión sobre la que presuntamente vaya a “documentarnos” –recuerdo ahora uno fascinante de Hartmut Bitomsky sobre el polvo–, sino en que permite, tanto a los realizadores como a los espectadores (y para mí un crítico no es más que un espectador asiduo que idealmente procura estar informado y que escribe o habla sobre lo que encuentra de interés), salirse un poco (a veces un mucho) de los caminos más transitados, contra los que nada ha de tener, salvo un cierto ocasional cansancio o un tipo de imaginación o experiencias que no se inclinan o prestan a la narración.
Se sabe ahora, con certeza, que los hermanos Lumière no eran meros “reporteros” que salían a la calle a filmar improvisadamente un fuego o un accidente, sino que medían el tiempo disponible en sus primitivas bobinas, calculaban lo que tardaba un tranvía o un caballo en cruzar el encuadre inicialmente escogido, y cambiaban la ubicación de la cámara si no era el adecuado, y repetían tomas hasta para registrar algo tan cotidiano y natural como la salida de los operarios de su fábrica. Por otra parte, algunas de sus piezas “documentales”, que recogían eventos tan “puestos en escena” de acuerdo con un protocolo como el desembarco de congresistas o la llegada de unos monarcas extranjeros, eran a veces meras “reconstrucciones” de los hechos reales, y por tanto, doblemente ficción: no sólo el suceso era en sí teatral y a menudo ensayado, sino la filmación se producía a partir de un acto simulado “a posteriori”. En cambio, el mago Georges Méliès, que no sólo consideraba lícitos sino divertidos y magníficos sus trucos de profesional, combinaba los trucajes que permitía el cine con la filmación frontal de un escenario teatral como aquel en el que solía hacer sus números, y por tanto, en buena medida, se limitaba a registrarlos con la cámara. La diferencia, como se ve, no era tanta, y en cualquier caso, más que radical e irreconciliable, era muy variable y siempre relativa.
Ahora bien, si el cine no tenía por qué haber sido narrativo, pese a que uno de sus factores clave, y gran diferencia frente a fotografía y pintura, fuese –junto al movimiento– el tiempo, y por ello se viese más o menos abocado a estructurarse como una sucesión de planos o escenas, como se suceden las fotos fijas o fotogramas para producir la ilusión del movimiento, el caso es que muy pronto, mayoritariamente, lo fue, sobre todo a medida que se fue alargando el metraje y la duración de las películas. Para la mayoría de los espectadores, es soportable un paisaje, el mar, una puesta de sol, una estatua, durante apenas unos segundos; de prolongarse, empiezan a preguntarse por qué “no pasa nada”, y dan por visto de una ojeada lo que bien puede estar cambiando, como la forma de una nube o el oleaje, durante un buen rato. Durante algunos minutos, temo que no más de diez o quince, se aguanta una sucesión aparentemente desordenada o incluso arbitraria de imágenes, como puede contemplarse con decreciente curiosidad y creciente impaciencia un viejo álbum de fotos de familia o la serie de instantáneas tomadas por unos amigos durante sus vacaciones, pero todo tiene un límite, y cuando (hacia 1914) las películas o los programas de cine se acomodaron al “standard” –en torno a la hora y media o dos– de casi todos los espectáculos públicos ordinarios, el cine acabó convirtiéndose en un arte (o más bien un entretenimiento) esencial y mayoritariamente dramático-narrativo.
El cineasta que no tiene mucho que contar o que se siente carente de imaginación fabuladora puede encontrar, por ello, no sólo un buen terreno de aprendizaje, sino un refugio en el documental. Si, además, ni tiene pericia en la dirección de actores, o le intimidan las estrellas, y no siente curiosidad por combinar a unas con otras y ver si hay “química” entre ellas, y en cambio se interesa por personas normales o excepcionales, incluso pintorescas, encontrará todavía más razones para optar por esa forma de hacer cine, e incluso sabrá sacarle partido a cualquier encargo que pueda caerle sobre algún lugar o asunto del que todo lo ignora y sobre el que tendrá que empezar por documentarse él mismo.
Además, a poco inquieto que sea, tendrá que reflexionar para encontrar la forma adecuada para adentrarse en la materia, el enfoque más idóneo, que suele estar menos dado o predeterminado por las convenciones y las modas que el campo de la ficción narrativa. Cuestiones como el punto de vista, la postura moral, el empleo o no de un comentario –sea o no en off–, etc., se plantean desde la concepción del documental de un modo más acuciante, entre otras cosas porque tratan de personas reales, no de personajes imaginarios, y han de conseguir que se expresen ante la cámara personas no acostumbradas a ello y para los que hablar o moverse ante un equipo de filmación puede ser difícil. A diferencia de un reportaje –antes de un noticiero filmado, hoy más bien de la televisión–, no abordan a desconocidos de improviso, sino que tratan de establecer una relación con esas personas, a veces durante un periodo de tiempo bastante prolongado. No puede extrañar, por ello, que a menudo un documental derive hacia el ensayo cinematográfico e incluya una cierta autorreflexión, ya que lo mismo que la cámara ha de permanecer fuera de campo en el cine de ficción, en el de “no ficción” –por englobar variantes no estrictamente documentalistas– es algo permitido e incluso puede ser obligado.
El caso es que pueden emplearse métodos de rodaje y figuras de estilo propias del documental para dar un aire de realidad o aligerar el coste en una película de ficción –la Nouvelle Vague, como antes el neorrealismo, son dos pruebas de ello– y es frecuente, incluso no deliberadamente, que el cine más rigurosamente documental recurra igualmente, sobre todo en el montaje, a elementos muy típicos del cine narrativo de ficción.
Teniendo en cuenta las limitaciones de tiempo, disponibilidad de copias subtituladas, etc., y mi escasa afición a mostrar escenas aisladas –que pueden ser excepción dentro de la película a la que pertenecen– querría mostraros algunas piezas en las que, sean o no documentales, resulta a menudo difícil desentrañar, sin información externa, y sobre todo en una primera visión, hasta qué punto son o no ficción, si hay en ellas poco o mucho de lo que se ha venido a llamar “puesta en escena”. Advierto que, en todo caso, cualquier película que de verdad valga la pena será el resultado de una serie coherente de elecciones y decisiones, más o menos previstas o intuitivas, a veces modificadas sobre el terreno y en el momento de la filmación, y que hasta dentro de “lo real” suponen “incisiones” o recortes o selecciones de tiempo y espacio.
Texto de preparación para una sesión conjunta con Mercedes Álvarez, dentro de un cursillo a su cargo, en el Cine Bellas Artes. Escrito el 5 de julio de 2012.
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