Hay cineastas que sirven para todo, que practican su oficio a veces con la perfección de un maestro de orfebrería y en otras ocasiones, por lo menos, con la eficaz soltura y seguridad de quien se sabe un profesional. Otros, en cambio, parecen directores de ocasión, vocacionales y obsesivos, que sólo harán aquello que desean hacer. La Historia del Cine, desde sus comienzos hasta hoy, brinda numerosos ejemplares de los primeros y bastantes menos de los segundos. Georges Franju (1912-1987) serviría de ejemplo de ambos tipos de realizadores, ya que en su obra (relativamente escasa e intermitente) se mezclan los aparentes encargos (sobre todo en los primeros años de su actividad, dedicados a cortos y "documentales", y en los últimos, dominados, creo yo que a muy su pesar, a falta de otras oportunidades, por trabajos televisivos) y las películas extremadamente singulares que definen su estilo, desde La Tête contre les murs (que, era, sin embargo, un proyecto de Jean-Pierre Mocky) hasta, siete años después, Thomas l'Imposteur (que era una herencia a él encomendada por Jean Cocteau). Pero, para mayor paradoja, los fundamentos invariables de su estilo se definen con precisión en su segundo cortometraje (quince años posterior al primero), Le Sang des bêtes (1949), que en principio era también un encargo.
Está claro que al co-fundador con Henri Langlois de la Cinémathèque Française (en 1936) le apasionaba el cine; pero cabe preguntarse si de verdad lo que le gustaba era verlo (y por tanto, tenía más bien vocación de espectador, a lo sumo de crítico; aunque no se prodigara, su estudio temprano del estilo de Fritz Lang sigue siendo una pieza fundamental para comprender la primera época de la carrera del alemán) o hacerlo. Es posible que ambas cosas, y que quizá fuera (muy razonablemente) escéptico acerca del margen de libertad del que podría disfrutar si se convertía en un director profesional, si trataba de vivir del oficio.
Surge así una nueva paradoja - otro misterio de los muchos que rodean a Franju, que no hizo muchas declaraciones ni se dejaba entrevistar por cualquiera -, pues cabría advertir que este realizador de un cine muy personal e inmediatamente identificable como suyo, hasta cuando a primera vista se consagraba a "ejecutar" un encargo, a menudo de escasa duración y apenas narrativo, y uno de los antecedentes reconocidos de los defensores del cine de autor preconizado por los críticos de Cahiers du Cinéma que constituyeron el núcleo de la Nouvelle Vague, nada tiene de cineasta autobiográfico, "en primera persona", y podría pasar por ejemplo de artesano "para todo" que, sin embargo, a través del estilo, de la "puesta en escena", consigue expresar - con historias no sólo ajenas, sino no elegidas por él - su visión del mundo. Es preciso, sin embargo, recordar – pues se suele olvidar - que la denominada "politique des auteurs" lo que trataba de demostrar - poco sistemáticamente, de forma más intuitiva que teórica - es que, sin necesidad de escribir oficialmente el guión, un verdadero cineasta podía ser el verdadero o al menos el principal autor de la mayoría de sus películas, si tenía la suficiente astucia o libertad para apropiárselas, a veces solapada e imperceptiblemente, sin cambiar la "letra" del guión, como sucedía con un buen número de directores americanos como Nicholas Ray, Anthony Mann, John Ford, Jacques Tourneur o Douglas Sirk, no digamos con los que lograron convertirse en sus propios productores, como Alfred Hitchcock, Howard Hawks, Robert Aldrich, Otto Preminger o Samuel Fuller.
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Les Yeux sans visage |
Les Yeux sans visage (Ojos sin rostro, 1959), que quizá se mantenga como la obra más lograda (o al menos, a la larga, más reconocida) de Franju, tienta a describir su cine (al igual que, cada uno a su modo, el de Lang o el de Luis Buñuel) como quirúrgico. Se diría una película desglosada, plano a plano, con bisturí, escalpelo y pinzas, tales son la precisión de sus encuadres y de la sucesión de sus planos, y el carácter insólito e inesperado, a menudo impresionante, o generador de aprensión, de muchos de ellos; y esta metáfora se podría extender a varias otras de sus obras más distintivas, sean breves (Le Sang des bêtes, Le Grand Méliès, Hôtel des Invalides, Mon chien, Le Théâtre National Populaire, Monsieur et Madame Curie) o de metraje normal (La Tête contre les murs, Pleins feux sur l’assassin, Thérèse Desqueyroux, Judex, Thomas l’imposteur), en las que - no creo que por casualidad - se dan la mano la realidad y lo fantástico, al modo de los surrealistas, con quienes Franju mantuvo una secreta y duradera afinidad de espíritu. A pesar de la referencia explícita al admirable precursor Louis Feuillade, cineasta naturalista, a menudo documental, y al mismo tiempo creador magistral de folletines en episodios, la verdad es que las películas de Georges Franju son únicas, no se parecen a ninguna otra, y fueron siempre - a pesar de su modestia - llamativamente anacrónicas. Adaptaba a François Mauriac mientras Godard rodaba Vivre sa vie y Bresson Procès de Jeanne d'Arc, o al difunto Cocteau cuando Godard lo homenajeaba tanto en Pierrot le fou como en Alphaville y Rivette filmaba Suzanne Simonin, La Religieuse de Diderot. No conviene olvidar que en 1959 se realizan, casi simultáneamente, Les Yeux sans visage, Hiroshima mon amour, Les Quatre Cents Coups, À double tour, À bout de souffle, Le Testament du Docteur Cordelier, Le Déjeuner sur l'herbe, La Pyramide humaine, Le Signe du Lion, II Generale della Rovere, y se encontraba en medio de su largo rodaje Paris nous appartient, mientras Cocteau filmaba Le Testament d'Orphée y Antonioni L'Avventura. Ni que el año de Le Sang des bêtes es el de Stromboli.
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Thérèse Desqueyroux |
Aparentemente, poco tienen que ver entre sí las películas en blanco y negro de Franju, aunque se reconocen como suyas nada más comenzar, por una extraña sensación de misterio, de amenaza latente, que sabía crear con absoluta naturalidad, sin necesidad de crear atmósferas expresionistas ni de forzar la composición o el encuadre, que mantienen siempre la teórica "neutralidad" de los documentales científicos (tan a menudo inquietantes y hasta espeluznantes). En cambio, La Faute de l'Abbé Mouret, un proyecto acariciado durante años, que no pudo rodar hasta 1970, o Nuits rouges, claramente emparentada, sobre todo en su versión como serie televisiva, con Judex, son para mí, por culpa del color y de los "tics" estéticos de los años 70, obras mucho menos personales, parcialmente fallidas, menos duras y cortantes, mucho más imprecisas, hasta - en algunos momentos - "impresionistas" en el peor sentido de la palabra, defectos de los que se libra, en cambio, su ascética adaptación de The Shadow Line de Joseph Conrad (filmada para televisión en 1973 como La Ligne d'ombre). Es curioso - y a mi entender lamentable - el escaso aprecio de varias de sus películas fundamentales de los años 60, pues si la apasionante Pleins feux sur l’assassin (1961) puede considerarse relativamente fallida, no cabe, en justicia, decir nada semejante acerca de Thérèse Desqueyroux (Relato íntimo, 1962), quizá la que prefiero de todas, ni de la logradísima (y muy difícil) versión cinematográfica de la que podría ser la mejor novela de Cocteau, Thomas l'Imposteur. En todo caso, un cineasta excesivamente ignorado, hoy me temo que olvidado, pero que algún día se considerará imprescindible.
En el librito del dvd de “Los ojos sin rostro”. Madrid : Versus Entertainment, 2011.
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