Esta es una vieja historia, agriada y ajada por las circunstancias. En 1975, el detective Joe Gores publicó una novela titulada Hammett, en la que trataba de reencontrar su estilo para contar un caso ficticio resuelto por Samuel Dashiell Hammett cuando ya no era agente de Pinkerton y había escrito tres de sus cinco novelas: Cosecha roja, La maldición de los Dain y El halcón maltés. Hacia 1978, tras el éxito de El amigo americano, Francis Ford Coppola se convierte, sin saberlo, en el Ripley de Wim Wenders y le embarca en una aventura llena de interrupciones y conflictos, cuyo resultado final —sin duda, no el previsto por ninguno de los dos— es la película de igual título, acabada en 1982 (olvidemos su apodo español, El hombre de Chinatown, inoportunamente oportunista).
Dos barreras —por lo menos— separan a cualquiera del Hammett de Wenders. La primera es el fantasma de su protagonista real, que planea sobre la película sin posarse en ella y cuya presencia espectral (casi ausencia) distrae de lo que sucede en la pantalla. Para los que nada saben de él, porque saldrán de verla igual que estaban, y no podrán entender a un personaje del que apenas reciben información (que los autores parecen dar por sabida); para los que han leído sus novelas y relatos, hay una insalvable inadecuación estilística entre el modo de filmar y de no narrar del descriptivo Wenders y la precisa y cortante escritura de Hammett, que contaba como pocos lo han hecho; para los que están al tanto de la vida y personalidad del autor de El hombre delgado y La llave de cristal, el episodio en que se centra la película ha de resultar insuficiente y no del todo significativo, pese a la convicción con que Frederic Forrest encarna al novelista y a que Wenders ha compuesto un brillante retrato del hombre y su circunstancia. La segunda barrera que se interpone entre el espectador y la película es su larga y laboriosa gestación, de la que la prensa ha dado confusa y minuciosa cuenta durante años, y que es de lo que hablan casi todos los comentarios aparecidos a raíz de su estreno.
Hammett es, como todo el mundo esperaba —unos con lástima y temor, la mayoría frotándose las manos—, un fracaso. No estoy tan seguro, en cambio, de que sea el fracaso que se esperaba, ni de que sus causas sean las que —con simplismo— se adelantan, es decir, un nuevo capítulo del viejo conflicto entre producción y creación, entre comercio y arte, personalizado en Coppola (que también es director) y Wenders (que también es productor, de sí mismo y de otros). Ni siquiera creo, como parece opinar Wenders, que haya sido víctima de un sistema de producción muy distinto, si no opuesto, al que está acostumbrado. Pienso que si Hammett es, ciertamente, una película en buena parte fallida, lo es de un modo considerablemente hermoso, incluso apasionante, y que su relativo fracaso, más que lamentable, era necesario y casi inevitable, patéticamente revelador de la imposibilidad de conciliar lo inconciliable, por mucho que lo deseen sus promotores: aunque Coppola y Wenders no hubiesen tenido roce alguno, sospecho que la película hubiese sido insatisfactoria e insuficiente, por razones no muy diferentes de las que hacían imposible Relámpago sobre agua —película rodada en una interrupción de Hammett—, y explican, para mí, la grandeza de El estado de las cosas —rodada en otra interrupción de Hammett, dos años más tarde—, muy anteriores al nacimiento mismo de Coppola y de Wenders.
Porque la causa profunda de que Wenders no debiera haber aceptado —ni por compasión siquiera— la solicitud de auxilio de Nicholas Ray, ni tampoco haberse dejado tentar para hacer en América precisamente Hammett (y no una road movie), estriba en que su cine —que, quiera o no, es el europeo— no tiene nada que ver con el americano, por mucho que le guste o pueda haberle gustado. Observo que suele tomarse a broma, como una boutade más o menos snob, la insistencia con que Wenders repite desde hace muchos años —antes de que en Europa se descubriese al cineasta japonés— que el único director que le ha influido de verdad es Ozu, cuando, si se relativiza un poco la afirmación —algo hay de Antonioni, y otro poco del más «europeo» de los americanos, Nicholas Ray, aunque este influjo, últimamente manifiesto, sea en gran parte inconsciente y procedente de una película tan poco «americana» y tan wendersiana como Bitter Victory, más que de las habitualmente citadas y más obvia pero menos profundamente precursoras de su cine—, resulta que es una verdad como una casa. Lo cierto es que las aptitudes e inclinaciones del joven cineasta alemán, convertidas en principios estéticos, le definen como un director nada «americano», a pesar de su reputación, basada en una visión superficial de El amigo americano, que fue, sin duda, la misma que indujo a Coppola a encomendarle la realización de Hammett, cuando, si se piensa un poco, Wenders nunca ha narrado, o sólo a ratos, marginalmente, de modo heterodoxo y como a regañadientes, y lo que hacen Hammett, la novela de Gores y el cine americano es precisamente eso: narrar.
La película está muy conseguida en lo que no es narración. Como retrato de Hammett es magistral; también —aunque se nota demasiado el esfuerzo— todo lo que es pintura de ambientes, descripción y reconstrucción de una época, evocación —a menudo emocionante— de un estado de ánimo. Porque esto es lo que Wenders sabe hacer: mostrar «el estado de las cosas», hacer balance de situación de unas vidas en un momento concreto, en general, de crisis: una encrucijada o un callejón sin salida. De ahí su carácter estático, la sensación que producen sus personajes de estar suspendidos en el tiempo, detenidos antes de caer, de cambiar de rumbo o de volver a ponerse en marcha en el mismo sentido que llevaban. Todo el movimiento que hay en el cine de Wenders es espacial, de dirección: Hammett pertenece, como Falsche Bewegung (1975), a las que se desplazan en sentido vertical, mientras que Die Angst des Tormanns beim Elfmeter (1971), Alice in den Städten (1974), Im Lauf der Zeit (1976) y, sobre todo, The State of Things (1982) se caracterizan por su horizontalidad, y tanto Lightning Over Water (1980) como Der amerikanische Freund (1977) por una especie de inmovilidad crispada (que en la primera es un defecto, quizá inevitable, y en la segunda un acierto, coherente con la situación del personaje interpretado por Bruno Ganz). Veo en esas diferencias de orientación espacial una línea divisoria mucho más tajante y fundamental que la establecida por el propio Wenders entre adaptaciones/en color y guiones originales/en blanco y negro, que se ha empleado para comparar Hammett con El estado de las cosas, cuando lo que más separa esta película —complementaria y explicativa de aquélla, pero autosuficiente— de la que la hizo necesaria —para Wenders— es el tipo de exploración a que somete el director los respectivos espacios que describe.
Pero no se piense que el fracaso de Hammett —como el, igualmente relativo, de Falsche Bewegung— radica en su verticalidad; ésta —como la indecisión espacial de Relámpago sobre agua— es más bien un síntoma del problema que Wenders no ha sabido o podido resolver. Porque Hammett pudiera haber sido un certero y sentido retrato del escritor-detective, pero Wenders se vio obligado a reintroducir la narración en la película —véanse el cúmulo de guionistas y de montadores que han intervenido en ella—, y eso es lo que no funciona, porque resulta forzado, impuesto desde fuera (o desde «arriba», superpuesto). El comienzo y el final están ahí, más que nada, como los flashbacks y alguna escena imaginada, como la historia de Susie Alabama, para «atar cabos», y encima demasiados cabos: por un lado, los del «caso» concreto que —según Coppola— la película debía contar; por otro, para enlazar la actividad de Hammett como detective con su trabajo como novelista, es decir, la realidad y la ficción. Y aquí sí que, como se dice en El estado de las cosas, «en el momento en que entra una historia, sale la vida». Porque, precisamente, por estar introducida a la fuerza, llama demasiado la atención y delata su ausencia del resto de la película: crea unas expectativas que hacen que el espectador eche de menos la historia, cuando con otro planteamiento, más puramente descriptivo, ni siquiera se hubiese percatado de su ausencia.
En Casablanca nº 28 (abril de 1983)
No hay comentarios:
Publicar un comentario