viernes, 14 de febrero de 2025

Nuestra ingratitud hacia el cine europeo

Llevamos cien años o más quejándonos del predominio del cine americano frente al europeo, no sólo al otro lado del Atlántico, sino en nuestro propio territorio, cada vez más integrado y sin barreras internas... para las películas americanas, que son las que circulan.

Naturalmente —en esto somos expertos los europeos, y a este deporte sí que nadie supera a los españoles—, la culpa es siempre ajena (título español, por cierto, de una — de las obras maestras de D.W. Griffith, Broken Blossoms). En primer lugar, por supuesto, de los villanos americanos, que malévolamente consiguen lo que los demás nos limitamos a soñar (amortizar las películas en casa y luego ganar dinero en el resto del mundo), sin dar un solo paso para aproximarnos a un objetivo algo más modesto, más acorde con nuestras posibilidades reales. Después, todo el resto del universo mundo, desde los infieles espectadores a los rutinarios exhibidores, pasando por los incultos gobiernos, los colonizados distribuidores, los petulantes críticos, los ignorantes maestros, los egocéntricos directores, los fatuos actores, los intelectualoides guionistas, y paro ya de enumerar, que se me cansa el dedo y se me agota la paciencia; según quien hable, cambiará el orden de los acusados, con un solo punto en común: el que se queja nunca tiene la menor responsabilidad, jamás se incluye entre los que pueden tener algo que ver con el problema o han de aportar una solución.

Propondría, para variar, que empecemos a reconocer que todos tenemos nuestra parte de responsabilidad en un estado de cosas que, cada lustro que pase, será más difícil no ya de remediar, sino de paliar siquiera. Como espectador y crítico aficionado (aunque, lo admito, asiduo y pertinaz), reconozco mi doble cuota de culpabilidad, y puede sumársele la que me corresponda por actividades o cargos que he desempeñado menos libremente y durante más breves condenas.

Porque, ¿cómo no va a ocurrir lo que sucede, casi desde los albores del cine, con sus graves consecuencias económicas y culturales, si ni nosotros mismos apreciamos en la medida en que lo merece —no pido más, ni benevolencia ni partidismo, menos aún caridad abnegada o espíritu de sacrificio— nuestro propio cine, tanto en sentido estricto —el español, en el caso de este país— como en el más amplio —el cine europeo, del cual estaremos siempre más cerca, aunque nos acordemos de Grecia o de Finlandia, y no sólo de Francia, Italia y Portugal—, mientras los americanos, además de ignorar el cine ajeno, y gracias en parte a ese desconocimiento, realmente prefieren, por lo general, el suyo, y se ocupan de hacer que el de otros países no les coma el terreno, fichando al que destaca, comprando y adaptando sus historias, devolviéndolas a su lugar de origen en bandeja de plata, arropadas por actores que no se limitan a interpretar con eficacia, sino que lanzan como estrellas mundiales, incluso una vez hundido el star system (compárese el grado de popularidad general y universal de Julia Roberts o Nicole Kidman con el de Catherine Deneuve o Juliette Binoche).

Basta repasar los nombres de las grandes figuras del cine europeo de los años 10 ó 20, y mirar dónde estaban diez o veinte años más tarde, no sólo atraídos a Hollywood por ofertas tentadoras y un clima acogedor, sino también, es cierto, impelidos a cruzar el charco con lo puesto —pero con el pellejo intacto— por Herr Adolf Hitler, sin duda el máximo colaborador de la MPAA en la secreta tarea de desmantelar el cine europeo para enriquecer el americano e internacionalizar este último de tal modo que fuese recibido con los brazos abiertos en cualquier rincón del mundo, adaptando a nuestros clásicos, narrando nuestras leyendas, reconstruyendo en decorados nuestras ciudades y paisajes. Si se piensa un poco, es posible que nuestra primera noticia, nuestra primera visión (por aproximativa o edulcorada que fuese) de las grandes obras maestras de la literatura europea nos haya llegado a través de una película... americana.

Histoire(s) du Cinéma

Naturalmente, todo tiene sus causas y sus explicaciones; casi nada sucede meramente por casualidad. Las semillas están plantadas, y el árbol sigue creciendo, tanto hacia arriba, por las ramas, como en las raíces. Si el cine europeo apenas ocupa un rincón —en el mejor de los casos— de nuestros recuerdos infantiles, si nuestro descubrimiento de sus virtudes es tardío y más racional que afectivo, por coincidir con el redescubrimiento del entorno y la toma de conciencia social que se produce en la adolescencia y primera juventud —más o menos cuando dejamos el colegio y nos distanciamos de la familia, y entramos en contacto, en la universidad, con gentes de otras regiones y otros estamentos sociales—, es inevitable que del cine europeo nos atraigan, ante todo, no sus aspectos más propiamente cinematográficos, ni aquellos en los que ha dado lecciones al americano, sino los ideológicos.

De ahí que se caricaturice el cine americano como en color, fantasioso o irrealista, mítico y épico, con happy ending, con estrellas, con mucha acción a ritmo acelerado, con humor y con emociones abiertamente manifestadas, frente a un cine europeo del que se elogian, de boquilla, los rasgos contrarios, casualmente bien poco atractivos, como si lo verdaderamente europeo hubiera de ser forzosamente monocromo, realista o naturalista, documental e introspectivo, serio y pudoroso hasta la represión.

Se dirá, si se es sincero, y muy gráficamente, que no hay color. Y no es cuestión de atribuir cegueras a la ignorante mayoría ni de descalificar como perezosos que se dejan fascinar por trucos engañabobos a los espectadores, no sólo porque sea una táctica innoble (e ineficaz: no suelen dejarse coaccionar ni acomplejar por tales argumentos), sino porque los selectos degustadores de ese cine europeo que cubren de incienso hablan de boquilla. Me gustaría ver el número de suicidios que provocaría abandonar diez años en una isla desierta a cada uno con sus diez películas europeas preferidas, mientras que las diez americanas ayudarían a soportar la espera y hacerse la ilusión de que algún día llegaría un barco a rescatarles.

Con semejantes tácticas se acentúa y exagera un lado severo, meditabundo, hasta pedante, desanimado, tristón, hipotenso, sedentario, interiorista, decorativo, literario o teatral y poco aventurero del cine europeo —existente, pero no pervasivo a tal extremo, ni único— que influye decisivamente en el hecho innegable de que nuestro mejor cine, por bueno que sea, resulte menos atractivo a priori, menos prometedor, y después, durante la proyección, menos divertido o apasionante, y, para rematar la hábil jugada, mucho menos memorable después, que el americano, incluso cuando éste es manifiestamente peor... como sucede, de hecho, con honrosas excepciones, desde hace ya más de 30 años, sin que de ello hayamos logrado los europeos sacar el menor provecho, ni siquiera reducir nuestra situación de desventaja.

Entronizar lo diferente, lo exclusivo, lo radicalmente europeo —suponiendo que exista tal cosa en el ámbito cultural, es más que dudoso que haya algo semejante en el terreno cinematográfico— encierra peligros adicionales. Hay cosas que los americanos, obviamente, no saben hacer, o que sólo son posibles en Europa, pero conviene no quedarse ahí, y preguntarse, en primer lugar, si ellos querrían aprender y, a continuación, si aquí mismo, en el viejo continente, alguien desea verlo. Ya sé que no es lo mismo, pero cuando quieren, se aproximan bastante; por ejemplo, al inimitable y archieuropeo Rohmer, tanto el chinoamericano Wayne Wang en Smoke como el purísimo intelectual americano Arthur Penn en Night Moves (La noche se mueve, 1975), (que encima se permite una bromita que para la mayor parte del público pasa por una aguda y afilada observación crítica: comparar una película de Rohmer con contemplar crecer la hierba); cuando se trata de talento, lo importan o lo imitan; en cambio, nosotros no podremos competir con ellos en el terreno económico, ni en los géneros que exigen dinero y medios técnicos cada vez más avanzados.

Por eso, creo que deberíamos ser con el cine europeo más sinceros, menos atribuladamente reverentes, más iconoclastas, más curiosos y mucho menos acomplejados, y adoptar una posición, más que a priori reivindicativa, de búsqueda y de revisión. Es decir, que hemos de salir, primero, en misión de reconocimiento; y, por supuesto, con las pruebas servidas a domicilio siempre que sea posible. Es preciso exigir a las cadenas de televisión que cumplan la ley, y que programen películas europeas, sin protestar ni pretextar su escasa demanda y rentabilidad: promociónenlas y verán.

L'intrusa

Hubiera sido divertido hacer en este número una lista del mejor cine europeo que resultase poco convencional, que se alejase del sota, caballo y rey de Otto e mezzo (1963), El silencio (Tystnaden, 1963) y La aventura (1961), para descubrir con convicción obras maestras menos conocidas, dando cabida, por ejemplo, al último Godard, Histoire(s) du Cinéma, a uno de los sorprendentemente sobrios melodramas de Raffaello Matarazzo, al ignorado Sacha Guitry (tan irónico y brillante como Lubitsch o Wilder), al olvidado Marcel Pagnol (que se adelantó diez años al neorrealismo); que incluyese un drama tierno y discreto como Incompreso (El incomprendido, 1966), de Luigi Comencini, algún Grémillon, un Franju inquietante como Ojos sin rostro (Les yeux sans visage, 1960) o Thérése Desqueyroux (1962), el Carné de Les Enfants du Paradis (1945) o Le quai des brumes (El muelle de las brumas, 1938), un Bolognini genial como Bubù (1977), obras tan fantásticas y mitológicas como La Bella y la Bestia (La Belle et la Bête, 1946), de Cocteau, Black Narcissus o A Matter of Life and Death (A vida o muerte, 1946) o Blimp (Coronel Blimp, 1943), de Powell & Pressburger, la deslumbrante variedad del Renoir de La Marseillaise (La Marsellesa, 1937) o La nuit du carrefour (La noche de la encrucijada, 1932) o Boudu sauvé des eaux (Boudu salvado de las aguas, 1932) o El testamento del Doctor Cordelier (Le testament du docteur Cordelier, 1959) o Le Petit Théâtre de Jean Renoir, El año pasado en Marienbad (L'Année dernière à Marienbad, 1961) o Hiroshima mon amour (1959), de Alain Resnais, Une chambre en ville (Una habitación en la ciudad, 1982) o Les parapluies de Cherbourg (Los paraguas de Cherburgo, 1963), de Jacques Demy, Van Gogh (1990) o Nous ne vieillirons pas ensemble (1972), de Pialat, La maman et la putain (1973), de Eustache, Le notti di Cabiria (Las noches de Cabiria, 1957), de Fellini, Le Doulos (El confidente, 1962) o L'Armée des ombres (1969), de Melville, Touchez pas au grisbi (1954), de Becker, Shoah (1985), de Claude Lanzman, Viento en las velas (High Wind in Jamaica, 1965) o La bella Maggie (The Maggie, 1954), de Mackendrick, La escapada (Il Sorpasso, 1962) o Una vita difficile (Vida difícil, 1961), de Dino Risi, La familia (La famiglia, 1987), de Scola, Un maldito embrollo (Un maledetto imbroglio, 1959), de Germi, Italiani brava gente o Arroz amargo (Riso amaro, 1948), de De Santis, y tantas otras obras maestras que merecen citarse y sólo muy raramente se asoman a tales listas, arrinconadas por el excesivo peso de los Visconti, Clair, De Sica, a cuyas presencias, conste, no tengo nada que objetar, mientras no sea excluyente y sistemática hasta copar los primeros puestos.

Hasta si a mí no me gustan tanto, seguro que hay por ahí admiradores inteligentes y defensores razonables de Mario Bava, Dario Argento, Riccardo Freda, Vittorio Cottafavi... Y hay montañas de películas europeas desconocidas o menospreciadas que son maravillosas, divertidas, emocionantes, excitantes, hasta míticas, eróticas y épicas... de las que nunca se habla.

La poison

Es hora de vindicar las películas bélicas inglesas de Carol Reed o de David Lean, mejores y menos partidistas que sus contemporáneas americanas, incluidas las de Raoul Walsh; o las policiacas de un montón de directores de varios países, con obras olvidadas hoy —como Le Corbeau (1943) de Henri-Georges Clouzot—, que pueden competir con las mejores aportaciones americanas al género. O ensayos filmados como Le Mystère Picasso (1956) del propio Clouzot, o la mayoría de las obras de Jean Rouch, Chris Marker, Godard, Jacques Rivette, Dziga Vertov, Marcel Ophuls, o los Atti degli Apostoli (Las actas de los apóstoles, 1979), de Rossellini, varios Pasolini —desde el divertido Uccellacci e uccellini (Pajaritos y pajarracos, 1966) con Totó hasta el tremendo y audaz Salò (Saló o los 120 días de Sodoma, 1975), pasando por Il Vangelo secondo Matteo (El Evangelio según San Mateo, 1964) o Mamma Roma, (1962), películas que, éstas sí, los americanos no saben ni pueden hacer. O comedias serias y profundas, además de divertidas y veraces, como Adieu Philippine (1963, de Jacques Rozier) o las de Rohmer, Edgar Neville, Guitry o Boris Barnet (mudas y sonoras), o Renato Castellani, o el Juan de Orduña de los años 40, el Florián Rey de los 30 o el Benito Perojo de los 20, o La gran guerra (1959) y Todos a casa (Tutti a casa, 1962). O films románticos del Ophuls alemán o italiano (La Signora di tutti, 1934), el Godard del periodo Anna Karina, François Truffaut, La Habanera (1937) o Zu neuen Ufern (Hacia nuevos horizontes, 1937) de Sirk cuando era Sierck y alemán, o Alexandre Astruc, o tan fordianos y épicos como la trilogía adaptada de Gorki por Mark Donskoi o Il cammino della speranza (1950), de Germi, o vidorianos como tantos de Giuseppe De Santis y algún Mur Oti, y así hasta no parar de contar.

Sería la manera de sorprender e intrigar, de crear conciencia de haber desatendido injustamente al cine europeo y de habérnoslas arreglado para menospreciar Rififí (Rififi chez les hommes, 1955, Jules Dassin) y Rufufú (I Soliti Ignoti, 1958) a la vez, y de impulsar a la gente a demandar, buscar y ver películas europeas, sin complejos de inferioridad ni caer en la boutade de decir que "el cine es una invención americana” (cuando, para colmo, es europea), empezar ya a mencionar entre las mejores películas europeas La Tour de Nesle (1955), de Gance (no sólo el Napoléon de 1927), o su Austerlitz (I960) o su Cyrano et d'Artagnan (1964), sin olvidar tampoco españolas como El cebo, Carne de horca, Mi tío Jacinto, Marcelino pan y vino, Orgullo, Cielo negro, Un marido de ida y vuelta, La vida en un bloc, Los peces rojos, Historias de la radio, El sexto sentido, Los pájaros de Baden-Baden, Mujeres al borde de un ataque de nervios, El cochecito, El abuelo o Canción de Cuna, La vida por delante, Ditirambo o Remando al viento, Hay que matar a B. o Furtivos, por citar las primeras que me vienen a la memoria. Obras maestras unas, grandes películas otras.

Incompreso

Pero hay hasta series B o Z modestas pero con gracia, pequeñas pero simpáticas, con encanto y sentido del cine, como las de Juan Fortuny, que se anticipan al lado más cinéfilo y económicamente pobre de la Nouvelle Vague en varios años, o verdaderos westerns europeos, que lo son mucho más (y antes), aunque implícitamente, que los comerciales y a menudo repugnantes spaghetti-western de los 60, que fueron letales, como la falsa moneda, para el western auténtico, y que no tienen gran cosa que envidiar a Roger Corman, Ed Wood o George A. Romero. Sin pasarse, claro: hay directores muy simpáticos, que invitan a la indulgencia, pero cuyas películas merecen, como mucho, que se las envuelva en un piadoso y tupido manto de silencio. No inventemos mitos artificiales; hay suficiente talento verdadero, sin necesidad de esforzar la imaginación ni dar rienda suelta al capricho; bastaría con ver sus obras.

Y ahí hemos topado con el problema. ¿Cuántos de nuestros votantes habituales, de nuestros lectores, podrían hacer en serio una lista no de diez, que se resuelven apelando al tópico, sino de sus cien películas favoritas europeas? Las hay de sobra, y sería más fácil de trescientas, pues la dificultad reside en eliminar las que menos nos entusiasmen. Pero hace falta haberlas visto, y recientemente, y a ser posible varias veces, y esto, hoy, con el cine europeo, es prácticamente imposible; por descontado, en las salas comerciales, pero también en la televisión, en la distribución de vídeo, hasta en los canales digitales.

No tengo nada que objetar a la rememoración de ciertos clásicos europeos más o menos unánimemente reconocidos como tales, aunque sea más por costumbre que por mérito, y, claro, algunos se cuentan también entre mis películas preferidas realizadas en el viejo continente, pero ¿por qué sólo y precisamente esas, y no otras, igual de extraordinarias pero menos célebres, como Vampyr (1932) entre las del indispensable Dreyer? Es lógico, por supuesto, hablar de Pickpocket (1959) pero, ¿por qué no de Les Dames du Bois de Boulogne (1945), Mouchette (1967)... o L'Argent (1983), para que se vea que el cine europeo no ha muerto? ¿Por qué insistir siempre en las más (re)conocidas —al menos en teoría— como Viaggio in Italia (Te querré siempre, 1953) o Ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette, 1948), y no recordar apenas la existencia de Paisà (1947), Germania, anno zero (1948), Francesco, Giugliare di Dio (Francisco, juglar de Dios, 1950), Europa 1951, Fugitivos en la noche (Era notte a Roma, 1960), Viva l'Italia (1960) o La prise de pouvoir par Louis XIV (1966), o las más míticas Roma, città aperta (Roma, ciudad abierta, 1946) y Il Generale Della Rovere (El general della Rovere, 1959), o de L'Oro di Napoli, (1953), Umberto D. (1955), Il tetto (El techo, 1955) y hasta, si se me apura, romper una lancita por Il viaggio (1974) o Il giardino dei Finzi-Contini (El jardín de los Finzi-Contini, 1971) o El Juicio Universal (Il giudizio universale, 1961), que son sólo buenas pero pasan por horrendas o carentes del menor interés, cuando a veces superan el de las consagradas por la rutinaria repetición de sus títulos?

¿Por qué del gran Max Ophuls limitarse a Lola Montes —para mí la menos genial y perfecta de su época final francesa— y no mencionar Liebelei o Werther, Le Plaisir, La Signora di tutti, Madame de... o La Ronde? ¿Por qué nunca se recuerda de Fritz Lang Spione (Los espías, 1928), ni el último o el segundo o el primer Mabuse, o Liliom (1934)?

Le plaisir

¿Por qué, si se planteara, la lista que indefectiblemente saldría, en lugar de añadir nuevas propuestas alternativas —hasta si parecen locas o desconcertantes, que sean sabrosas y tentadoras— o enmendar omisiones injustas, tendería a oler a Georges Sadoul, Guido Aristarco y Jean Mitry, a encuesta de Bruselas 1958, a Sight & Sound o a un cinefórum de sacristía?

¿Y por qué no hablar, a través de esas películas, de la literatura, de la novela y la poesía, o de la pintura, o de la música, o de la tradición realista-naturalista, que son muy importantes en el cine europeo, aunque también haya tendencias fantásticas y populares que convenga recordar? Si hay un género europeo por excelencia es la adaptación literaria: aunque casi todas las películas americanas proceden de obras teatrales, novelas o relatos breves, casi nunca se plantean siquiera la adaptación como exigencia de fidelidad a un espíritu o un estilo, o ambas cosas.

Temas planteables y pendientes, virtualmente vírgenes, los hay a miles, casi todos los que el conjunto del cine europeo puede sugerir. Eso no significa, claro está, que quepan en un número de Nickel Odeón; daría para hacer una especie de Enciclopedia Crítica del Cine Europeo en varios tomos (lo que, con tiempo, entusiasmo y un poco de conocimiento, y mucho rigor en la selección de colaboradores, sería apasionante, un verdadero descubrimiento para muchos).

Precisamente por eso, porque hay que despejar la mirada, la vista cansada por la rutina, no se debe caer ni una vez en lo consabido, ni consentir o sancionar los tópicos —a menudo de boquilla: me gustaría saber cuántos de los que podrían votar Der letzte Mann (El último, 1929), La passion de Jeanne d'Arc (Dreyer, 1928), Fellini Ocho y medio (1965), Limpiabotas (Sciuscià, De Sica, 1946), El silencio es de oro (Le silence est d'or, Clair, 1947), Muerte en Venecia (Morte a Venezia, 1973), Octubre (Oktiabr, de Eisenstein, 1929), Muerte de un ciclista (Juan Antonio Bardem, 1955), El ingenuo salvaje (This Sporting Life, 1966), La Guerre est finie (Resnais, 1966), Noche de circo (Gyclarnas Afton, de I. Bergman, 1954) y La noche (La notte, M. Antonioni, 1962) están dispuestos a volver a verlas de inmediato —y eso que varias son buenas, e incluso magníficas—, sino dar pistas, despertar interés, crear misterios y azuzar a los más que sea posible a tratar de resolverlos por su cuenta.

Crear avidez y gana de cine europeo es algo que debiéramos hacer entre todos, y que los que no resistieran la tentación nos agradecerían. ¿Por qué se habla de La Guerra de las Galaxias y Obi Wan Kenobi (si se escribe así) o Supermán o Batman y no de Robin Hood, Arsenio Lupin, Dick Turpin o Sherlock Holmes, Maigret, Hércules Poirot, el padre Brown, el prisionero de Zenda, Rupert de Hentzau, el Aguilucho, el jorobado de Notre Dame, el hijo de Lagardere, el Conde de Montecristo, o la Máscara de Hierro? Pero no se puede abarcar de Feuillade y Edmond T. Gréville y Pierre Chenal a Jacques Rivette, Jean Eustache, Philippe Garrel y Leos Carax, de Augusto Genina a Mario Soldati, Alberto Lattuada, Michelangelo Antonioni, Bernardo Bertolucci y Nanni Moretti, de E.A. Dupont a Hans Jürgen Syberberg al mismo tiempo y de una vez; hay que acotar e ir por partes.

Vampyr

En el fondo, sería divertido e instructivo para los propios autores hacer un número sobre El desconocido cine europeo, en el que sorprendiéramos a propios y extraños —y eso aun nosotros mismos en solitario, sin tiempo para seleccionar a gente fiable y seria, pero original y no acomodaticia ni academicista, en cada nación europea, que se atreviese a contarnos lo que a cada uno le parece ignorado y muy valioso del cine de su país (gente como Adriano Aprà en Italia, Joâo Bénard da Costa en Portugal, Hervé Dumont en Suiza, V.F. Perkins o Ian Cameron en Inglaterra, Peter von Bagh en Finlandia, Peter Kubelka en Austria, Louis Skorecki, Pierre Rissient o Jean-Claude Biette en Francia, Ib Monty en Dinamarca, Stig Björkman en Suecia, etc.)—, votando muchas mejores películas, para poder incluir las valiosas más desconocidas, o los cinco directores preferidos de cada país (en los que haya tantos, claro... no creo que en Luxemburgo, Bélgica u Holanda se pudiese llegar muy lejos). Porque el cine en Europa no es convergente, ni en todas partes existe realmente, ni tiene idéntica tradición, ni cuenta con géneros; en algunos hay solo pasado, en otros puede que sólo les quepa esperar un futuro. Pero hasta sin ser exhaustivo ni intercambiar recíprocamente información confidencial, podría ser mucho más interesante que esas listas que hacen los de esa especie de Academia o Colegio de Directores que dirigen o regentaban Ettore Scola y Jordi Grau con la bendición de comisarios europeos de ese ameno e iconoclasta carácter cinéfilo, y que parecen confeccionadas por quienes dan la impresión de no haber visto nada desde hace años, ni nuevo ni antiguo rescatado.

Además de ver las obras, hay que deshacerse del corsé impuesto por tópicos e historias academicistas, más atentas a la etiqueta que a la verdadera naturaleza de lo clasificado en cada compartimento.

Por ejemplo, todavía espero que alguien me demuestre que Murnau, Lang y Lubitsch, los tres gigantes del cine alemán mudo, los tres futuros cineastas americanos, fueron en algún momento expresionistas; sospecho que se confunde esa minoritaria y efímera tendencia con el muy diferente y mucho más permanente kammerspiel, procedente del teatro de Max Reinhardt, y que conduce, en realidad, más a Otto Preminger, Joseph L. Mankiewicz y Billy Wilder que al Golem (Paul Wegener, 1920), Caligari (Robert Wiene, 1919), o Hintertreppe (Paul Leni/Leopold Jessner, 1921).

Otro caso. ¿De verdad tiene algo que ver La terra trema (Visconti, 1948) con Rossellini, hasta cuando éste saca, como en Stromboli (1950), pescadores? ¿Y fue alguna vez neorrealista Fellini, aunque sea uno de los guionistas habituales de toda la primera época de Rossellini, y hasta de parte de la segunda? ¿Y Antonioni?

Y no acaba ahí la cosa. Reconozco que desconfío de los realismos adjetivados, sean mágicos o poéticos, casi tanto como de las democracias con coletilla, sean populares, cristianas o socialistas. Pero, por favor, ¿quién inventó el realismo poético en Francia, Marcel Carné o más bien su guionista, el casualmente poeta Jacques Prévert? ¿Y no lo hicieron antes, puestos a eso, Jean Epstein o Marcel L'Herbier, bajo etiquetas dispares y no menos dudosas como impresionismo o film d'art? O tal vez Abel Gance, o el mismo Louis Feuillade. O el desconocido Léonce Perret... o, en realidad, el abuelo Louis Lumière.

Del mismo modo, todavía espero encontrar una película soviética (entre las conocidas, no me refiero a Abram Room), que sea no ya realista, sino siquiera un reflejo aproximado y no totalmente distorsionado y embellecido de la realidad contemporánea circundante, salvo las de Dziga Vertov, y eso al principio de su carrera (luego es ya un cantor de Lenin, Stalin y compañía). Por lo demás, difícil será que apreciemos el cine ruso de varios decenios si nos invitan a valorarlo por su supuesto realismo, cuando sus virtudes reales eran más bien líricas, plásticas y, sobre todo, épicas.

Nous ne vieillirons pas ensemble

De modo que hay mucho por hacer y de una doble naturaleza, si queremos llegar a conocer nuestro gran cine europeo. Por un lado, una ingente tarea de demolición de tópicos, convenciones, ideas recibidas y engullidas sin someterlas a un análisis que no resistirían, y que se han convertido en muros, vallas y barreras que dificultan y estorban la visión y el ineludible ejercicio de relacionar y comparar unas películas con otras; por otro, la de rescatar del olvido las obras que merecen ser conocidas o repuestas en el lugar destacado que les corresponde, restaurándolas y devolviéndolas a la vida, es decir, poniéndolas a circular en todos los países de Europa, y luego fuera de nuestro continente, explorando además los rincones más desconocidos de Europa, desde Portugal e Irlanda hasta Austria y Finlandia, sin limitarse a los que son, o fueron en algún momento, cuantitativamente, los grandes productores.

Conviene que nos demos algo de prisa en acometer la empresa, antes de que el cine europeo haya dejado de existir y sea una mera sucursal del cine americano o de que, en nombre de la Unión, dejen de existir quince o veinte cines nacionales, con sus correspondientes rasgos respectivos, y pase por cine europeo un fantasma irreconocible como propio.

En Nickel Odeon nº 15 (verano de 1999)

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