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"Qué grande es el cine" (01/07/2002) |
La verdad es que, por raro que pueda parecer, envidio a quienes vayan a ver por vez primera esta película, que yo he visto ya en siete u ocho ocasiones. Más aún si, por casualidad o fatalidad, todavía no han tenido nunca el placer de ver otra de las 31 o así dirigidas por Kenji Mizoguchi que se conservan de una filmografía de unas 80, y ello pese a no ser ésta, para mi gusto, la mejor, porque hace muchos años que no vivo una experiencia tan exaltante como el descubrimiento, allá por 1966, de mi primer Mizoguchi. Nada en ellas, sea cual fuere la primera que uno acierte a contemplar, llama apenas la atención, salvo quizá, al cabo de un rato, y más a medida que la película sigue su curso y se aproxima a un final intuido, lo que este director no hace, y sería perfectamente normal, habitual y aceptable que hiciese, como suelen hacerlo los más grandes de sus colegas, los muy contados cineastas que no son inferiores, que no se nos quedan empequeñecidos a su lado; de tal modo que, cuando por fin lo hace -por ejemplo, mover la cámara o introducir un primer plano-, eso tan visto y tan sencillo, tan corriente, al pillarnos desprevenidos, por sorpresa, y convertido en algo excepcional, reservado a lo estrictamente necesario, el efecto es impresionante, y nos hace sentir la placentera sensación, tan infrecuente, de ver mejor, de entender por fin qué es el cine, para qué sirve cada uno de sus recursos y cuál es su potencia cuando se emplean con exigencia, con sentido de la medida, con oportunidad y pertinencia, y no de forma rutinaria o convencional.
La historia que cuenta La vida de Oharu, casi toda ella en un modesto flashback, enmarcado por dos momentos casi idénticos de su presente, a finales de un siglo XVII que nos parece mucho más remoto que Luis XIV y sus mosqueteros, es, como tantas otras de Mizoguchi, la de la vida harto desdichada de una mujer, que, por comodidad y gusto por las etiquetas, podría calificarse de melodramática. Sin embargo, el tono con el que esta infortunada peripecia vital se nos narra es tan sobrio, reposado, sereno, imperturbable y hasta impasible, que sólo su atención constante y su soterrado lirismo, su compasión implícita para con el personaje impiden que sea lícito reprocharle a Mizoguchi indiferencia o falta de interés por el desgraciado destino de Oharu.
Mizoguchi elude los golpes de efecto, los giros espectaculares, el énfasis, el arrebato, la súbita aceleración de una cascada de acontecimientos, la excesiva compresión de reveses en un breve lapso de tiempo, característicos del género, porque no se encuadra en él ni comulga con las normas artesanales externas al drama que sirven para procurar que su impacto en el público sea inesquivable o sea potenciado. Ahí sí que Mizoguchi puede parecer indiferente, no a Oharu sino a los usos y costumbres del cine, sin duda porque confía lo bastante en lo que cuenta y también en su público como para arriesgarse tranquilamente a no desconfiar de la capacidad de éste para percatarse del drama real que encierra esa vida tan intenso y falto de resquicios que no permite escapatoria ni esperanza, y que por tanto no precisa de muletas, apoyos o refuerzos: basta con darlo desnudo y al paso, sin galopar siquiera, pues el exceso de velocidad, que las desdichas -además de no venir solas- se sucedan demasiado seguidas, sólo serviría para poner en duda su verosimilitud. Por eso es larga esta película -sólo superada en la filmografía de Mizoguchi por Los 47 ronin, en dos partes que suman tres horas-, no porque sea lenta, sino porque suceden tantas y tan terribles cosas que exigen un cierto sosiego y una cierta dosificación: los hechos, en lugar de amontonarse, han de estar espaciados, con pausas intermedias. De todos modos, nadie se alarme: aparte de que es un tópico al que todavía no le encuentro explicación -tras haber visto unas 500 películas japonesas de todas las épocas, admirables muchas y horribles algunas- la falacia que atribuye lentitud al cine oriental (el ritmo es otro, claro, pero no especialmente lento), me gustaría saber de alguien hoy en activo en cualquier parte capaz de contar este guión en menos de 2 hora y media, metraje al que La vida de Oharu no llega ni proyectado en pantalla de cine, a 24 fotogramas por segundo. Lo que sí conviene es que quien piense en grabarla se haga con una cinta que lo permita.
Si La vida de Oharu no es, pues, una película melodramática es precisamente porque Mizoguchi la encuentra más que suficientemente desgarradora, y juzga innecesario y hasta contraproducente subrayarlo, cargar las tintas. De hecho, la aversión al énfasis es quizá el rasgo común a todas sus películas que yo destacaría. No es, además, producto de su buen gusto, no se trata de una cuestión de mera elegancia formal, sino que revela, aunque nunca la enuncie verbalmente, ni la haya proclamado en las escasas entrevistas que se han traducido, una actitud moral con respecto a todos los elementos en juego en la cadena de comunicación que supone el cine. Ante todos ellos Mizoguchi evidencia respeto: a sí mismo como narrador y artista, no rebajándose a mendigar ni reclamar la atención de los espectadores; a los intérpretes, a los que no pide, sino impediría en caso necesario, que hagan patéticos aspavientos; al cine, cuyos recursos emplea íntegramente, pero sin agotar ni forzar sus posibilidades más allá de lo que sería lícito o digno; a sus personajes, que no violenta ni pone en ridículo o en evidencia, ni maneja como si fuesen marionetas ni trata como si fuesen unidimensionales o insensibles o estúpidos; al drama mismo que pone ante nuestros ojos, sin subrayar ni apuntalarlo; al público, por último, cuya inteligencia no pone en duda y al que considera que puede y debe hablar de tú a tú, sin condescendencia, superioridad, didactismo, desprecio o agresividad.
Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (1 de julio de 2002)
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