lunes, 29 de abril de 2024

Demonios en el jardín (Manuel Gutiérrez Aragón, 1982)

La trayectoria de Manolo Gutiérrez es una de las más imprevisibles del cine español. Al contrario que otros, más apegados a un «proyecto de obra» preconcebido, con un sentido más rígido de lo que significa ser «un autor» o, simplemente, más propensos a vivir de las rentas (comerciales o críticas) de las películas precedentes, parece como si Manolo Gutiérrez se plantease cada guión como algo totalmente independiente, producto en parte del azar —las ideas que se le ocurran, las personas que conozca, los lugares que visite— y en parte, también, de un secreto afán de experimentación.

No se trata de etiquetar su cine de «experimental», pues afortunadamente poco o nada tiene que ver con el que trata de justificar sus deficiencias o su falta de rigor blandiendo ese adjetivo, ni hay en sus declaraciones ninguna pretensión de ir en vanguardia o de «abrir al cine nuevos caminos». Para Gutiérrez se trata, más que nada, de recorrerlos él en persona, es decir, que basta para que le tienten con que sean nuevos para él, y le da lo mismo que hayan sido transitados con frecuencia en el pasado: los hallazgos ajenos de nada le sirven si no los hace suyos, si no llega a ellos por su cuenta, por su propio pie. Y no sólo no le apetece reandar el camino ya recorrido, sino que puede no interesarle recorrer del desconocido más que un trecho; por ejemplo, hasta llegar a una encrucijada que le permita cambiar de sendero o atravesar el bosque. Por eso, cada una de sus películas, guste más o menos, esté conseguida o no, supone una aventura, y no la misma, sino una diferente cada vez, por lo menos para él; puede que también para el espectador, al que consiga fascinar desde el comienzo —por eso son tan importantes los arranques de sus películas— para que le acompañe, al menos durante una parte del viaje (porque también es cierto que es fácil «salir» de ellas, y que, incluso, algunas parecen incitar a que la atención que les prestamos no sea uniformemente intensa, sino oscilante y con cambios de perspectiva).

De modo que no ha de sorprender que Demonios en el jardín (1982) esté a gran distancia de Maravillas (1980), ya que la misma más o menos separaba a esta de El corazón del bosque (1979). Se podrá preferir una u otra, pero no hay que juzgar ninguna con los criterios establecidos por la película anterior, sino con los suyos.

Mientras Maravillas podría calificarse de centrífuga y concéntrica, Demonios en el jardín es más bien centrípeta, lineal y discontinua. Es una película oblicua, como vista por una rendija —un poco clandestinamente— y «en contrapicado» (sin que eso signifique que abunden planos con ese ángulo de toma). Es, en cierto sentido, una película dividida en dos partes, aunque su fragmentación narrativa, con frecuentes elipsis en todo momento, entre secuencias y hasta dentro de ellas, lo disimule: hay un «prólogo», para mí lo más logrado, antes de que nazca el niño Juanito (Alvaro Sánchez-Prieto), muy rápido, algo jocoso y a la vez amenazador y tenso, sin protagonista ni punto de vista definido; veinte minutos más tarde, un rótulo («Años después») deja paso al grueso de la historia, que tiene ahora un centro —agazapado, silencioso y pasivo— y está narrada de forma más reposada —aunque más elíptica aún— y aparentemente realista, aunque «lateralmente», porque, sin ser una película subjetiva, lo cierto es que comparte la visión de un personaje que, por su doble condición de niño y enfermo, no puede ser motor de la acción, sino espectador inadvertido o indeseado, que a lo sumo tiene capacidad para influir, condicionar, variar o impedir algunos hechos.

Como este punto de mira no es nada usual, y el niño tampoco tiene nada que ver con lo que suelen ser los niños en el cine, la película mantiene en todo momento un extraño y tenso equilibrio, que contribuye a hacer interesante y misterioso el itinerario. Todo permanece imprevisible e inseguro mientras dura la proyección: sólo al final, cuando las luces se encienden en la sala y las imágenes abandonan la pantalla para empezar a vivir su exilio en la memoria de los espectadores —y siempre hay algunas que consiguen grabarse en las películas de Manolo Gutiérrez—, termina la aventura para el director y empieza verdaderamente para nosotros. Y lo que cada cual haga con lo que recoja de la película es asunto suyo, no del autor, que ya ha cumplido con poner a nuestra disposición algunos materiales adicionales con los que alimentar nuestra imaginación. Que a uno puedan gustarle o estimularle más otros ingredientes, o que otras obras los proporcionen más abundantes y ricos, o más sugerentes para uno, es cuestión aparte. El caso es que hay pocos directores actuales —y si nos limitamos al cine español, menos todavía— que sean capaces de imaginar, primero, y de plasmar en la pantalla, a continuación, unas imágenes, unos rostros, unos fragmentos de una historia que permanezcan y que merezca la pena tratar de recomponer, y que Manolo Gutiérrez es uno de ellos.

Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982)

viernes, 26 de abril de 2024

Casque d'Or (Jacques Becker, 1952)

Película atípica en la no muy extensa obra de Jacques Becker, cineasta que había solido tratar temas más bien contemporáneos, sin tener que cargar a sus actores con vestuario “de época”, ni reservar demasiada superficie de cada encuadre a tareas de “ambientación”, es probable que Casque d’Or sea para muchos de los admiradores de este cineasta hoy poco conocido, lamentablemente subestimado, y generalmente olvidado, su obra maestra precisamente por su carácter igualmente atípico dentro de la tendencia dominante en el cine francés de aquellos años, que François Truffaut fustigaría con singular saña y que criticarían casi sistemáticamente las publicaciones que contaban entre sus colaboradores a los otros futuros cineastas de la Nouvelle Vague.

Que, como por fuerza ocurre en toda campaña, hubiera excesos y se cometieran injusticias, para colmo interesadas, y que algunas veces se incurriese en una innecesaria falta de respeto e incluso se descendiese al insulto personal hacia los realizadores más prestigiosos y más asentados en la industria, a los que indudablemente los “jóvenes turcos” aspiraban a suceder y suplantar, no son motivos suficientes para descalificar ni para invalidar – como en ocasiones se ha intentado, en sucesivas “oleadas de revisionismo” - buena parte de los reproches expresados – aunque fuese con exageración y violencia no siempre contenida - en los años 50, y sobre todo desde 1955 a 1959, acerca de los trabajos recientes de directores mayores que Becker o contemporáneos suyos, como Claude Autant-Lara, Jean Delannoy, Léo Joannon, André Cayatte, Yves Mirande, Georges Lacombe, Edmond T. Gréville, Jacques Feyder, Jacques de Baroncelli, Pierre Chenal, Pierre Billon, Henri Decoin, Raymond Bernard, Carlo Rim, Jean-Paul Le Chanois, Denis de la Patellière, Marc Allégret, Yves Allégret, Jean Dréville, Louis Daquin, Hervé Bromberger, Henri Verneuil, Jean Boyer, Marcel Achard, Christian-Jaque, Maurice Cloche, Gilles Grangier, Julien Duvivier, Marcel Carné, René Clair, Marcel L’Herbier, etc., etc. Muchos de estos no dirán hoy nada a los aficionados, porque – justamente o no – han sido olvidados o degradados jerárquicamente, y no suelen ser objeto de estudio, de retrospectivas de festivales y cinematecas; la presencia de otros resultará, sin duda, escandalosa para algunos cinéfilos, sobre todo los de edad más avanzada, que tienden a aferrarse a sus entusiasmos juveniles sin arriesgarse a revalidarlos con una nueva visión de lo que admiraron. En todo caso, conviene reconocer que en esa somera relación de nombres había un poco de todo, desde nulidades absolutas hasta talentos discretos o simplemente buenos cineastas envejecidos, cansados o venidos a menos.

Lo cierto es que, de toda la nómina más o menos en activo del cine francés de mediados de los años 50, y tanto de los veteranos como de los que ya habían rodado cortos y empezaban por entonces a filmar sus primeros largometrajes, sólo se libraron (y no siempre ni para todos los críticos) Jean Renoir, Max Ophuls, Robert Bresson, Jean Grémillon, Sacha Guitry, Marcel Pagnol, Jean Cocteau, Jacques Tati, Abel Gance, Jean-Pierre Melville, Georges Franju, Alexandre Astruc, Roger Leenhardt, Georges Rouquier, Jean Rouch y… Jacques Becker.

Efectivamente, una gran parte del gran cine francés de los años 30, que sorprendentemente se había mantenido, por lo general, en bastante (o incluso muy) buena forma durante toda la Ocupación nazi - algunos, como Carné o Clouzot, hicieron ¡precisamente en esos años! sus mejores obras, pese a que las circunstancias no fuesen las más propicias ni desde el punto de vista de los medios disponibles ni, sobre todo, de la libertad de expresión -, había caído en los años 50 del pasado siglo en una especie de academicismo acomodaticio y rutinario, autosatisfecho y perezoso, que contrastaba con la sorprendente vitalidad, inventiva y sentido crítico demostrado por el cine de otros países, sobre todo del italiano, pese a ser un país derrotado.

La falta de imaginación se traducía en una propensión excesiva a las adaptaciones literarias parasitarias – sobre todo de clásicos muy respetados, a menudo destrozados, deformados o esquematizados – y a la búsqueda desesperada de golpes de efecto teatrales y de frases supuestamente “ingeniosas” y más o menos “literarias” que, en resumen, solían engendrar películas estructuralmente muy forzadas – incluso retorcidas y trucadas -, con diálogos exageradamente abundantes y explícitos. Para colmo, una curiosa falta (o, en algún caso, pérdida) de sentido visual conducía al esteticismo más estático y decorativo y al enfatismo de sobreabundantes primeros planos e insertos que subrayaban lo que ya el histrionismo no refrenado (cuando no estimulado) de los actores y una música redundante y machacona se habían encargado de dejar unívocamente aclarado para los espectadores, que nunca fueron tan torpes como los consideraron algunos realizadores.


Como es fácil de apreciar, pese a ser una película aparentemente muy francesa y hasta parisina, Casque d’Or se diría filmada en otro país y en otra época, con la claridad, precisión y concisión que caracterizaban a un cineasta como Anthony Mann, por ejemplo, por poner uno en blanco y negro de esos años, en Winchester ‘73(1950), lo que en modo alguno significa que intente remedar al cine clásico americano: simplemente lo iguala y en eso podría considerarse que confluye con él.

Frente a la laboriosa retórica y la complacencia en las “escenas memorables” que caracterizaba a gran parte del cine galo de la época, Becker encadena con rapidez una con otra, y cierra con un rápido fundido los momentos de mayor tensión y dramatismo, sin recrearse en ellos ni subrayarlos, sin permitir que los intérpretes – todos perfectos, pero algunos requerían control y contención – sobreactúen, sin caer nunca en el melodramatismo ni – como era tan frecuente en el cinéma de qualité de la época: recuérdese el artículo “La cibernética de André Cayatte” del muy moderado André Bazin – en ninguna forma de determinismo ni fatalismo, sino todo lo contrario: tanto Manda (Serge Reggiani) como Marie (Simone Signoret) deciden libremente amarse, conscientes del riesgo que supone cada una de sus acciones, sin soñar que son gratis y no van a costarles caras, pero sin arredrarse por ello, dispuestos a perder la breve felicidad por la que han apostado. Por eso, tan al revés de lo usual en el cine americano, el final “infeliz” no es deprimente ni deja de tener un lado exaltante.

Texto preparatorio para la presentación de la película en la Biblioteca Pública de Ciudad Real (7 de octubre de 2015).

miércoles, 24 de abril de 2024

Giant (George Stevens, 1956)

Exclusivamente a causa de su duración - necesaria para abarcar varias generaciones de magnates tejanos -, Gigante se ha granjeado cierta fama de "pesada", que realmente no merece. Es más, y por mucha pereza que pueda dar la idea de sentarse varias horas a ver la historia de los Benedict, no sé de nadie capaz de permanecer indiferente a la auténtica generosidad dramática, visual, narrativa y moral de esta película, que logra remontar baches y anticlímax de decadencia y envejecimiento - y hoy, además, los 42 años transcurridos desde su realización - gracias a dos finales sucesivos, patético y crispado el de James Dean, heroico y sereno del de Rock Hudson, cuya corpulencia hace aún más conmovedora la paliza que recibe, a los compases de la triunfal "Rosa Amarilla de Tejas", cuando sale en defensa de unos mejicanos discriminados por un mesonero racista todavía más alto y más fuerte, y sin duda en mejor forma que el ranchero cano, cansado, abuelo y fondón en que el tiempo le ha convertido.

Muestra casi estatuesca y colosal del clasicismo americano, en su vertiente más caudalosa - como corresponde a la novela-río de Edna Ferber a la que da vida -, debiera recordar que George Stevens, por muchos "Óscares" que cosechara, no fue el vulgar y academicista fabricante de "best-sellers" por el que se le tomó en Europa, sino un cineasta que conquistó la independencia y fue capaz de mantenerla, que fotografió muchas veces a Laurel & Hardy a las órdenes de McCarey, que hizo divertidas y brillantes comedias enloquecidas - incluso musicales - y sobrios melodramas con sordina, interpretados por estrellas como Fred Astaire, Ginger Rogers, Fred MacMurray, Ronald Colman, Barbara Stanwyck, Jean Arthur, Katharine Hepburn, Cary Grant e Irene Dunne, antes de consagrarse - en la etapa final de su carrera - a la épica, con películas tan inolvidables como Raíces profundas o Gigante, que han alimentado la imaginación, los sueños y los recuerdos de varias generaciones. Gigante es quizá, de todas sus obras, visualmente la más hermosa, y éticamente la más ejemplar en su quijotesca defensa de las causas justas, por perdidas que parezcan, y de la dignidad tanto de los triunfadores como de los perdedores.

Texto inédito, escrito para una edición en dvd de clásicos (22 de octubre de 1998)

lunes, 22 de abril de 2024

Zéro de conduite : jeunes diables au collège (Jean Vigo, 1933)

En realidad, el puesto en la Historia del Cine de Jean Vigo descansa en las dos últimas películas que hizo, el mediometraje Zéro de conduite y el largo L'Atalante. Son dos obras sencillas y directas, que establecen de inmediato una relación emocional con el espectador, por lo que sus faltas de continuidad no entorpecen en lo más mínimo, al menos hoy, su comprensión. Y hago esta salvedad cronológica porque no fue así, sorprendentemente, en su momento: quizá Vigo se adelantaba demasiado a su tiempo como para que le siguieran, pues no cabe explicar de otro modo la ceguera, los malentendidos y las deformaciones que saludaron las escasas y no muy concurridas proyecciones públicas de estas dos películas, cuyas principales virtudes -aliento poético, originalidad, libertad narrativa, talento para la presentación de los personajes y para la dirección de actores, ritmo, belleza visual- resultan en la actualidad tan evidentes que ni se discuten. Por supuesto, hay ciertas "imperfecciones" de ambas, explicables por las condiciones de rodaje -premura, escasez de medios- a las que nos han habituado el neorrealismo y, sobre todo, la nueva ola francesa, por lo que hoy resulta menos llamativo, al menos desde un punto de vista negativo, el carácter de "inacabadas" que tienen, y es más fácil que los espectadores rellenen por su cuenta, sin protestar ni pedir explicaciones, las "lagunas" del relato, no siempre producto de elipsis deliberadas, sino más bien de que muchos planos no llegaron a rodarse o, al no quedar bien y ser imposible repetirlos, fueron suprimidos del montaje; incluso fue preciso prescindir de escenas enteras, previstas en el guión. Ahora bien, en modo alguno pueden considerarse como películas incomprensibles o difíciles de seguir, y tampoco creo que pueda decirse que es mala o excesivamente oscura su fotografía. Tampoco parece lógico, por otra parte, que en 1933-34 la crítica se hubiese acostumbrado tanto a la meticulosa y funcional continuidad narrativa del cine americano, ni a su perfecto y lujoso acabado industrial como para que algunas deficiencias de iluminación, sonido, montaje o dicción supusieran una barrera infranqueable para la mayoría de los espectadores, ni que la situación hubiese cambiado tanto en ese sentido como para que ya en 1945 se saludase casi unánimemente estas películas como dos de las cumbres del cine francés..., aunque cabe preguntarse si, de haber sido Vigo español, danés, belga o incluso italiano o inglés, se acordaría alguien de su existencia.

Zéro de conduite es una historia enormemente personal, parte extraída por Vigo de sus recuerdos de seis o siete años pasados en dos sucesivos internados. Los principales personajes son caricaturas o idealizaciones de seres reales; entre los chicos, tres de los más destacados llevan los nombres de sus amigos (Caussat, Colin, etc.), y el cuarto, que cobra una importancia decisiva en el último tercio de la película, parece una síntesis de sus compañeros, menor que él, y del propio cineasta (Tabard, que no sería excesivo tomar por un anagrama de Batard, bastardo si se recuerda que el padre de Vigo trocó su apellido por el de Almereyda, molestándose en explicar que procede de "il y a merde", es decir, "hay mierda"). Pero, lejos de ser una agresiva emanación del rencor acumulado por Vigo en sus años escolares, como se dijo en la época, Zéro de conduite es una película rebelde y entusiasta, que se complace menos en describir la penosa situación de los niños cautivos en el internado -la monótona y escasa comida cuartelera, el sadismo o el excesivo reglamentarismo de guardianes y profesores, la ignorancia de éstos y su propensión a imponer la autoridad de la que carecen mediante castigos, la falta de libertad y el aburrimiento- que su astucia, su camaradería, sus travesuras y su triunfal revuelta final. Los profesores están tratados con humorismo caricaturesco, no como villanos, y resultan con frecuencia más que antipáticos, patéticamente grotescos; los niños, en cambio, están contemplados como tales -no como símbolos o representantes de los oprimidos-, sin olvidar en ningún momento su proclividad a la fantasía, y con una generosidad que les hace menos crueles y más solidarios de lo que suelen ser, y que fomenta en el espectador cualquier tendencia reprimida que pueda conservar a compartir la complicidad que Vigo establece con ellos desde el primer momento. En el fondo, es una película que no puede estar demasiado lejos de la que hubieran hecho los propios internos de haber sabido cómo rodarla, incluso en aspectos que revelan en su autor una tendencia a jugar y divertirse haciendo cine que, desde luego, debió contribuir no poco a que ni los árbitros de la cultura ni los profesionales del cine quisieran tomarse muy en serio Zéro de conduite y tardasen tanto en darse cuenta de la novedad que suponía. Pero creo que es precisamente esa proximidad de Vigo con sus personajes la que hace -a diferencia de lo que sucede en À propos de Nice y en Taris ou la natation, y precisamente, en cambio, como en L'Atalante- tan emotiva y exaltante, tan contagiosamente divertida la película: sin que en ningún momento utilice imágenes subjetivas, voces interiores ni formas narrativas en primera persona, sin que siquiera haya un protagonista único en el que centrar nuestro interés y con el que identificarnos, tendemos a solidarizarnos -sin duda, porque de ahí parte Vigo, y es su punto de vista, a fin de cuentas, el que con excepcional fuerza nos transmite Zéro de conduite- con los niños en general, y en menor medida con aquellos adultos que, como el profesor Huguet (Jean Dasté), se sienten más próximos a los alumnos y tienen un comportamiento más alocado o despistado, más impulsivo y espontáneo, más sentimental y soñador, más "infantil". Buena prueba de ello es el delicioso paseo de este maestro y sus discípulos, que por fin se sienten libres y pueden actuar sin precauciones, y del que quien en realidad se "escapa" es precisamente el guía, más interesado por seguir los pasos de una atractiva mujer que por conservar el rumbo de la expedición o hacer guardar la compostura y la disciplina de los chicos, que de hecho acaban por reunirse con él o que, cuando Huguet "se pierde" en persecución de unas faldas -que resultan ser las de una sotana-, le siguen dócilmente y al ritmo de carrera que su deseo por la mujer impone al insólito profesor.


Sospecho que esta actitud de complicidad sistemática con los que desobedecen o burlan a los representantes del orden establecido, y además se mofan de la huera palabrería y de la solemnidad con que rodean su autoridad, con los rebeldes y los perseguidos, esta "compasión" bien entendida y desprovista de ternurismo o superioridad, es la que resultó escandalosa e inquietante para los censores franceses y quienes recomendasen o reclamasen su intervención, porque se veía muy claramente de qué lado estaba Vigo, de qué parte se ponía, y en cambio ellos se sentían directamente atacados o ridiculizados por una película que, por tratar sobre niños, podría atraer a los más jóvenes y supondría un pésimo ejemplo, una llamada a la resistencia e incluso a la algarada festiva y jubilosamente revolucionaria. Con lo que, a poco que sintiesen la menor inclinación a establecer paralelismos, leer mensajes cifrados, generalizar más de la cuenta y ver amenazas a su posición privilegiada, tendencias a las que los censores son paranoicamente propensos, Zéro de conduite acabaría por antojárseles un panfleto comunista o anarquista, de un alcance mucho mayor que el de la escuela..., para este síntoma de manía persecutoria encontrarían, además, un buen punto de apoyo en la escena final, que concluye con la victoria de los rebeldes sobre una embajada de gala de las "fuerzas vivas": el Prefecto, la policía, los bomberos, el clero son ignominiosamente bombardeados desde el tejado, junto con la dirección y el claustro del internado, por los niños amotinados, mientras Huguet asiste divertido a la batalla, con una pasividad que evidencia no sólo que nada teme de sus muchachos, sino que no está dispuesto a cerrar filas con sus colegas ni a mover un dedo en defensa de los adultos, los hipócritas, los manipuladores, los opresores y los aburridos, porque se siente cómplice, en el fondo, de los pequeños. Y quizá tampoco resultase simpática la irreverente actitud de Vigo con respecto al cine, el arte o la cultura, puesta de manifiesto no ya en lo que cuenta Zéro de conduite, ni por las enseñanzas que de la película se derivan, sino en el propio estilo con que está fotografiada y montada, es decir, en su descarada libertad, su alegre despreocupación, su desprecio por las normas y las convenciones, sus piruetas estilísticas, su falta de formalidad, su ironía y su desfachatez, su vitalidad iconoclasta y su lenguaje directo y desgarrado. Por eso consideraron que Vigo no era un buen chico, y le dieron un cero en conducta.

En Dezine nº 2 (diciembre de 1990)

viernes, 19 de abril de 2024

Madrid, en el centro pero casi al margen

Aunque no fue así en un primer momento, diversas circunstancias, principalmente económicas, fueron desde bastante temprano – podría situarse hacia 1915 –, desplazando desde Barcelona – que quedó y ha permanecido desde entonces en segundo lugar, a gran distancia del siguiente – hacia Madrid el peso de la producción cinematográfica española. Contrariamente a lo sucedido en otros países que permanecieron neutrales durante la I Guerra Mundial – y muy señaladamente Suecia –, en el nuestro no se supo aprovechar la siquiera relativa escasez de películas, por un lado, norteamericanas y, por otro, alemanas o francesas, incluso italianas y británicas, para reforzar y afianzar la incipiente industria nacional del cine, por lo que, al término de la Gran Guerra, como era de prever, la estrategia de recuperar el tiempo y los ingresos perdidos seguida por las principales compañías americanas inundó una Europa en general hambrienta de productos de Hollywood y deseosa de olvidar la contienda; este primer desembarco americano, que se convertiría en avalancha en la siguiente postguerra mundial, hizo todavía más frágiles las posiciones en sus propios mercados de los productos de aquellas cinematografías europeas que no habían conseguido superar el estadio artesanal, como sucedía, entre otras, en la española. El proceso de paulatina expulsión del mercado de las pequeñas compañías y los escasos estímulos que percibían las nuevas iniciativas empresariales fue provocando poco a poco una relativa concentración de la producción y propició el desplazamiento hacia la céntrica capital, donde se encontraban con mayor facilidad la financiación, los actores y los técnicos necesarios. No fue un proceso instantáneo ni drástico, pero se acentuó progresivamente durante la década de los años 20 y a raíz de la adaptación – un poco tardía, pero no de las más rezagadas – del sonido, de tal modo que, ya con el añadido de impulsos de carácter político inherentes al centralismo del “estado nuevo” surgido tras la Guerra Civil, y a medidas como la generalización del doblaje y el peso adquirido por la censura y las calificaciones ministeriales, la tendencia se hizo más manifiesta a partir de 1940, sin que la descentralización administrativa generada por la Constitución de 1978 y el establecimiento de las Comunidades Autónomas tuviera un efecto paralelo en la producción cinematográfica más que en una medida muy escasa y más bien pasajera. De este modo, puede afirmarse que el grueso de la actividad industrial del sector cinematográfico se fue concentrando en la capital, sin que fenómenos cronológicamente intermedios – como la virtual desaparición de los estudios de rodaje, durante los años 60 y 70, o la reciente crisis de los laboratorios de Barcelona – hayan alterado sustancialmente esa situación de hecho.

Pese a lo cual, y a que cuantitativamente ha de resultar espectacular el porcentaje de las películas españolas rodadas siquiera en parte en Madrid – al menos las escenas filmadas en estudio –, aún sin contar los trabajos de postproducción que igualmente se hayan realizado en la capital, lo cierto es que, curiosa y casi paradójicamente, se podría decir, con cierto grado de exageración, pero no desmedido, que la ciudad (y no digamos la región en su conjunto, que fue mera provincia hasta los Estatutos de Autonomía que fue generando la democracia a partir de 1978) permanece en buena parte inédita en el cine español en su conjunto, y que tiene una presencia en la pantalla inferior a la que han logrado Barcelona e incluso Sevilla o San Sebastián, sin que sea posible hablar prácticamente nunca, con un mínimo de rigor, de un cine específicamente “madrileño”; ni siquiera la denominada “comedia madrileña” de los primeros años 80 del pasado siglo, así llamada sobre todo para no confundirla con la “española” de tiempos predemocráticos y para permitir la eclosión de una hipotética comedia “barcelonesa”, “sevillana” o “coruñesa”, puede definirse como realmente madrileña, y no eran típica o exclusivamente capitalinos ni los personajes ni los actores, ni los directores ni los guionistas, por lo que no pasó de ser una “etiqueta” crítica o de mercadotecnia, según quién la emplease y con qué connotaciones.

Aunque nadie que no padezca extraños delirios de grandeza puede considerar que Madrid merezca una representación cinematográfica comparable a la de otras grandes ciudades – capitales o no – del mundo, como Nueva York, San Francisco, Los Angeles, Chicago, París, Londres, Roma, Berlín o incluso Venecia, Florencia, Marsella, Amsterdam, Viena, Bruselas o Moscú, y a pesar de que no pueda decirse sin faltar a la verdad que ninguna ciudad española haya generado todavía una sola película tan arraigada en ella plástica y narrativamente como, por citar un solo ejemplo, La Notte (La noche, 1960) de Michelangelo Antonioni se asentaba en la realidad ciudadana, urbanística, cultural y sociológica de Milán, quizá resultara interesante preguntarse o tratar de averiguar por qué, mientras que Barcelona, Sevilla, Bilbao o Salamanca han sido, al menos ocasionalmente, el escenario decisivo (y no por ello necesariamente único) de algunas películas que han dejado cierta huella o hasta marcado una época, más inscritas en la geografía urbana, con personajes que les pertenecen, con un estilo de vida y una forma de desplazarse propia y reveladora del lugar en cuestión, sobre Madrid apenas hay películas que siquiera capten su muy peculiar y perceptible “ritmo”. Barcelona, que fue el otro polo (en un primer momento principal, y siempre se ha mantenido como el segundo, con mayor o menor ventaja) de producción de películas, ha tenido, sin duda alguna, y sospecho que con independencia de los aspectos cuantitativos o económicos de la cuestión, bastante mejor fortuna en la pantalla, al menos en algunas secuencias de películas dirigidas por extranjeros como Julien Duvivier (La Bandera, 1935), Raffaello Matarazzo (Malinconico Autunno/Café de Puerto, 1958) o, de nuevo, Antonioni (Profession:Reporter, 1975), y ha recibido también un cierto tratamiento mitificador – en La calle sin sol (1949) de Rafael Gil y hasta, dentro de lo que cabe, incluso en los escuálidos « policiacos » producidos por Ignacio F. Iquino, y todo ello a pesar del fracaso lamentable de la gran ocasión brindada a La ciudad de los prodigios (1999) de Mario Camus, que desaprovechó la oportunidad que le ponía en costosa bandeja la novela homónima de Eduardo Mendoza, o que Víctor Erice no llegara a dirigir La promesa de Shanghai, su personal adaptación de El embrujo de Shanghai de Juan Marsé –, además de ser uno de sus barrios la materia prima y el trasfondo vivo de una de las más destacables películas rodadas en España en los últimos años, En construcción (2001) de José Luis Guerín.

Es posible que la propia naturaleza de la capital de España no sea ajena del todo al fenómeno, pese a varias razones que propiciarían que confluyeran en ella miradas de foráneos, variadas y sin cegueras sentimentales (claro que para eso ya estarían los, en general, nada “patrioteros” madrileños). Madrid no es una ciudad particularmente hermosa, aunque contenga, claro está, rincones y hasta barrios con encanto y no desprovistos de sabor, o atractivos a los ojos fugaces y deslumbrados de los turistas, por mucho que resulten bastante menos gratos a los de sus transeúntes cotidianos, acostumbrados a lo que tengan de bueno y abrumados por múltiples molestias y obstáculos, casi ciegos ante valores que no les llaman la atención ni les inspiran particular orgullo u afecto. Tampoco es Madrid, o muy poco, lo que se ha convenido en llamar una ciudad “monumental”, por mucho que tenga, lógicamente, a fuerza de tiempo y de capitalidad, algunos ornamentos o edificios históricos – no muy antiguos por lo general, si es que sobrevivieron a los asiduos bombardeos que tuvo que soportar durante la Guerra Civil –, y algunos sean de cierta belleza, como el Palacio Real y su entorno, las plazas de la Ópera y de Oriente, o la Plaza Mayor, o todo el conjunto difuso y no exactamente homogéneo ni armonioso, en el que se mezcla lo popular y modesto con lo institucional y rumboso, la ostentación con la elegancia, que se suele englobar con la denominación no del todo precisa de “el Madrid de los Austrias”, por haber sido erigido o al menos parcialmente planificado durante varios reinados de los monarcas de esa dinastía. Por otro lado, el barrio de Salamanca, promovido en el siglo XIX por el Marqués de ese nombre – y al que Edgar Neville consagró en 1948 una película muy interesante –, surge casi aislado como uno de los raros desarrollos urbanísticos razonablemente planificados, comparables en su racionalismo modernista a la mayor parte de los que constituyeron el Ensanche de Barcelona, ciudad que, evidentemente, tiene mucho más aire de gran metrópolis moderna que Madrid, que se ha ido edificando sobre la marcha, creciendo a salto de mata y ordenanza, pero en el mayor desorden, casi sin control – o ejercido cerrando los ojos siempre que convenía – y con frecuencia sin el menor respeto a la coherencia estética, la comodidad de los ciudadanos, el sentido común, la mesura, el desarrollo a largo plazo, la habitabilidad o la lógica circulatoria más elemental.

Madrid parece el resultado imprevisible de una acumulación desordenada de objetos heteróclitos, improvisada por oleadas, a impulsos y arrebatos, sin perspectiva general u homogeneizadora, casi desprovisto de rasgos específicos que quepa calificar de estrictamente « madrileños »: lo que se suele encontrar, zona por zona, es más bien una mezcolanza – no del todo o no siempre desagradable – de géneros y estilos – a veces híbridos – que abarcan todos los imaginables, entre ellos algunos procedentes de todas las regiones de España, por los mismos motivos que hay todavía relativamente pocos madrileños que sean originarios de Madrid desde hace varias generaciones. Si la mayor parte de los vecinos de la capital no son ya, como antaño, recién llegados de todos los rincones del país, todavía los más son hijos, como mucho nietos, de los que llegaron a Madrid para estudiar, trabajar o triunfar y se quedaron – por inercia, obligación, conveniencia o elección – ya para siempre en la ciudad, por lo demás aún (dentro de lo que cabe) relativamente acogedora y todavía bastante abierta a todos, españoles o extranjeros, y en la que aún no se pregunta «¿De dónde eres? »: se ignora casi por sistema la procedencia o la región de origen incluso de los amigos más íntimos, sin hacer distinción alguna cuando se llega a saber ni dar la menor importancia a detalles que han sido siempre o se han hecho recientemente decisivos en otros lugares. Si alguien está en Madrid, si vive o trabaja en Madrid, se convierte automáticamente en madrileño, sin que nadie discuta ni apenas cuestione su derecho a residir o buscar trabajo ni se permita hacer observaciones acerca del acento, si se tiene otro que el (bastante poco marcado, y totalmente imperceptible para ellos) de los nativos.

En Madrid hay gente de toda España y de muchos otros países, sobre todo de los hispanohablantes, pero, en medida creciente, también de casi todos los demás. Y, como sucede por lo común en todas las grandes metrópolis, esta población cosmopolita permite que haya restaurantes donde se puede probar su cocina, locales de encuentro y diversión en los que suena todo género de melodías y ritmos exóticos, donde se baila en todos los estilos, y rincones o parques donde se dan cita los que añoran su lugar de origen y compensan la nostalgia acompañados. Eso haría de Madrid, al menos en potencia, un vasto plató de cine, en el que cabría rodar todo tipo de películas, sin que importase demasiado dónde transcurriese supuestamente la acción.

Pero no es así, entre otras razones porque no resulta nada fácil rodar en las calles de Madrid, y cada vez sale menos barato alquilar un apartamento o uno de los palacetes (o grandes mansiones) que aún permanecen en pie alrededor del Paseo de la Castellana o incluso en las afueras. Las sucesivas administraciones municipales no han tendido a caracterizarse por su benevolencia hacia la gente del cine, ni han dado a menudo la menor prueba del menor interés por la promoción por este medio de la ciudad, sobre todo si – como es de esperar que suceda – no se limita a hacer propaganda favorable. Quién sabe si porque, aunque sea elegido democráticamente, el alcalde de Madrid no suele ser madrileño, quizá también porque, por buenas que fueran las intenciones de los responsables al respecto, poco pueden hacer para facilitar el trabajo de un equipo de rodaje: Madrid siempre parece estar haciéndose, sin que quepa imaginar el día en el que se pueda considerar la ciudad como terminada. Eso hace que la vida en Madrid no resulte muy cómoda, y probablemente no muy presentable, hasta intimidante para el que no esté habituado y resignado, lo que explicaría cierta proclividad de sus ediles y concejales a esconder un poco vergonzosamente esas heridas siempre abiertas, a dejar que, en lo posible, pasen desapercibidas y no llamen demasiado la atención.

Claro que también existe, indudablemente, un Madrid más “popular” y típico, o, para ser precisos, varios, incluso bastantes si se quiere, pero el abuso de la « españolada » desde los primeros tiempos del mudo, y de nuevo a la llegada del sonoro, ha impulsado a la mayor parte de los cineastas serios o ambiciosos a huir como del diablo de ese tipo de películas y a buscar más bien, cuando han de rodar en la capital, los lugares más vulgares de la ciudad, los más indistintos, y hasta les ha aconsejado tratar de disimular los rincones más identificables, tendencia que se ha desarrollado hasta el absurdo extremo al que se llegó en los años 60, cuando se quiso hacer pasar, con ayuda de una niebla artificial supuestamente londinense y convenientemente difuminadora, el emblemáticamente madrileño Palacio de Comunicaciones, hasta ahora la central de Correos – pronto nueva sede del Ayuntamiento –, en la muy identificable plaza de la Cibeles, que es un muy singular y voluminoso edificio de recargado estilo modernista dotado de un extraño atractivo, por el Palacio de Westminster y la torre del Big Ben en un film policiaco adaptado de Edgar Wallace y que estaba situado, lógicamente, en Londres.

Lo que puede ser el rasgo más típico de Madrid, el hecho de que sus moradores parezcan empeñados en llenar a rebosar las calles durante casi todo el día, y que algunas de ellas estén o parezcan siempre – y se diría que a cualquier hora, por intempestiva que sea – repletas de gente que camina, hace recados, o bebe y charla hasta las tantas de la madrugada en las terrazas de los cafés, se revela en la práctica, además, como algo más bien perjudicial a la hora de rodar una película, y desde finales de los años 50 y el despegue del desarrollo económico, con la llegada masiva de turistas, se ha hecho cada día más difícil encontrar una película que muestre la animación incesante y acelerada de las calles madrileñas con cierta naturalidad y auténtico respeto a la realidad: hay que rodar a las 5 de la mañana, y hasta entonces es preciso cortar el tráfico. Por no hablar del ruido, que parece incompatible con el rodaje en exteriores en sonido directo.

Por eso, hay pocos realizadores interesantes que se hayan consagrado con cierta asiduidad o persistencia a mostrar la ciudad con un poco de cuidado o de afecto, si se exceptúan la mayor parte de las películas concebidas, producidas y dirigidas por el escritor Edgar Neville, un gran cineasta de los años 40 y 50 (su última obra, por cierto sobre Madrid durante la primera mitad del siglo pasado, Mi calle, data de 1960), desgraciadamente poco y mal conocido hasta hace poco incluso en España y aún completamente ignorado en el extranjero, pese a tratarse de una figura absolutamente inesperada e insospechable en la España de la época, en algún sentido próxima a Sacha Guitry, Ernst Lubitsch o Billy Wilder, con un toque de Max Ophuls en ocasiones. Sus películas más interesantes fueron siempre muy madrileñas, a menudo con la mirada dirigida al pasado y hasta a la leyenda, como La Torre de los Siete Jorobados (1944), Domingo de Carnaval (1945), El crimen de la calle de Bordadores (1946), El Baile (1959), y a veces muestran los cambios que se estaban produciendo, como en La vida en un hilo (1945) y El último Caballo (1950).

Las demás son más bien casos aislados y casi excepcionales, hasta si entre ellas se cuentan algunas de las mejores películas que se han hecho en España, como Cielo negro (1951), El batallón de las sombras (1956) o Morir…dormir…tal vez soñar… (1975) del gran Manuel Mur Oti, recientemente fallecido sin que apenas nadie se enterara; la asombrosa y deliciosa comedia musical de los inicios del hablado de Benito Perojo, basada en la zarzuela – tan madrileña – La Verbena de la Paloma (1935); el drama de la migración a la ciudad de los campesinos en Surcos (1951) de José Antonio Nieves-Conde, de sorprendente vigencia; la notable comedia de episodios Historias de la Radio (1955) de José Luis Sáenz de Heredia; y no debiera olvidarse el muy poco visto – no sin motivo – Hospital General (1956) de Carlos Arévalo, todavía mejor que su película más conocida, la ya sorprendente Rojo y Negro (1942), “desenterrada” hace pocos años.

Incluso pasado ya el tiempo en el que se rodaba casi todo en estudio, el realismo siguió siendo un imposible, a causa de la censura, durante la larga dictadura de Franco, y solamente en algunas comedias o películas policiacas más o menos inofensivas y anónimas de los años 50 e incluso de los 60 es posible al menos entrever, de pasada, al fondo de los planos, la evolución de la ciudad con una cierta verosimilitud tanto plástica como sociológica. Junto a El Cerro de los Locos (1959) de Agustín Navarro, Los Tramposos (1959), La pandilla de los 11 (1961) o Trampa para Catalina (1962) de Pedro Lazaga, La gran familia (1962) de Fernando Palacios, Segundo López, aventurero urbano (1952) de Ana Mariscal, Historias de Madrid (1956, pero estrenada en 1958) de Ramón Comas, Un marido de ida y vuelta (1957) de Luis Lucia, Los golfos (1959), primer largo de Carlos Saura, o Crimen de doble filo (1964) segundo de José Luis Borau, se destacan, sin embargo, algunas obras de mayor importancia como Esa pareja feliz (1951), “opera prima” (en colaboración improbable) de Luis García Berlanga et Juan Antonio Bardem, la muy pesimista – pecado mayor en esa época, y que se pagaba siempre – Fulano y Mengano (1955) de Joaquín Luis Romero-Marchent, Mi tío Jacinto (1956) del realizador Ladislao Vajda, nacido en Hungría, las tres primeras películas del italiano Marco Ferreri – El pisito (1958), la fallida Los chicos (1959) y El cochecito (1960) –, La vida por delante (1958) y su prolongación algo forzada La vida alrededor (1959), y sobre todo la impresionante y jamás estrenada El mundo sigue (1963), estas últimas tres de Fernando Fernán-Gómez.

El pretendido « Nuevo Cine » español de los años 60 dirige su atención principalmente a la vida « en provincias », es decir, más bien « lo que no es Madrid », o, más adelante, cuando empieza a ser posible, y más bien a cargo de sus sucesores o continuadores que de los protagonistas originales de ese movimiento impulsado desde el Ministerio competente, sobre el Madrid de la posguerra, cuyas evocaciones más logradas, hasta la reciente reconstrucción en estudio de José Luis Garci Tiovivo c.1950 (2004), serían Pim, pam, pum…¡fuego ! (1975) de Pedro Olea, La colmena (1982) de Camus, y Tiempo de silencio (1986) de Vicente Aranda.

Para encontrar películas verdaderamente interesantes en sí mismas sobre el Madrid más reciente o que muestren de forma significativa la ciudad tal y como está permanentemente cambiando, será preciso esperar más bien al final de los años 70, muerto Franco, con las primeras obras de Garci – y también sus “films negros” El Crack (1981) y El Crack 2 (1983) –, la mayoría de las de Almodóvar – ya su primer largo, Pepi, Lucy, Bom y otras chicas del montón (1980), y en especial ¿Qué he hecho yo para merecer esto ! (1984), Matador (1986), Mujeres al borde de un ataque de « nervios » (1988), La flor de mi secreto (1995) o Carne trémula (1997) –, Ovejas negras (1989), el único largometraje del malogrado y añorado crítico José María Carreño, Un paraguas para tres (1991) de Felipe Vega, Una estación de paso (1992) de Gracia Querejeta, El Día de la Bestia (1995) de Álex de la Iglesia, Boca a boca (1995) de Manuel Gómez Pereira, Tesis (1995) y Abre los ojos (1997) de Alejandro Amenábar, Aunque tú no lo sepas (1996) de Juan Vicente Córdoba, Retrato de mujer con hombre al fondo (1996) de Manane Rodríguez, Adosados (1996) de Camus, Éxtasis (1996) de Mariano Barroso, La buena estrella (1997) y Lágrimas negras (1998) de Ricardo Franco, Leo (2000) de Borau, La espalda de Dios (2000) de Pablo Llorca, Sé quién eres (2000) de Patricia Ferreira, El Bola (2000) de Achero Mañas, Piedras (2001) de Ramón Salazar, Entre Abril y Julio (2002) de Aitor Gaizka, o bien la inédita El Lado Oscuro (2004) de Luciano Berriatúa, para hallar alguna continuidad en el tratamiento cinematográfico original y plásticamente interesante del nuevo Madrid, tras algunos ejemplos muy aislados durante los años finales de la dictadura, como Los pájaros de Baden-Baden (1974) de Camus, o en los primerísimos tiempos de la repuesta democracia, como Tigres de papel (1997) y La mano negra (1980) de Fernando Colomo (arquitecto, por lo demás), A un dios desconocido (1977) de Jaime Chávarri, Las palabras de Max (1977) y Sus años dorados (1980), ambas de Emilio Martínez-Lázaro, Arrebato (1979) de Iván Zulueta, Maravillas (1980) de Manuel Gutiérrez Aragón, El hombre de moda (1980) de Fernando Méndez-Leite, Deprisa, deprisa (1980) de Saura, Ópera prima (1980) de Fernando Trueba o El arreglo (1981) de José Antonio Zorrilla. Es todavía posible encontrar aspectos parciales aislados y muy poco mostrados de Madrid, como los que descubre lateralmente El sol del membrillo (1992), la obra maestra de Víctor Erice, pero lo que es cierto es que, a pesar de todo, se podría hacer un fascinante recorrido a través de la mal conocida historia del cine español sólo con películas que suceden en Madrid…

Texto en español (y algo más desarrollado al principio) del incluido en “La ville au cinéma”, dirigido por Thierry Jousse y Thierry Paquot. París : Cahiers du Cinéma, D.L. 4º trimestre de 2005.

miércoles, 17 de abril de 2024

Bâd mara knahâd bord... (Abbas Kiarostami, 1999)

Aunque con cierto retraso, como casi siempre lo más interesante, ayer nos llegó un buen regalo de Reyes con El viento nos llevará, la última película del iraní Abbas Kiarostami y la mejor de las tres estrenadas en España, aunque a mi modo de ver parezca haber perdido irremisiblemente la verdadera sencillez que hizo de sus primeros largometrajes la revelación cinematográfica de los años 90.

Hoy, aunque A través de los olivos, El sabor de las cerezas y, sobre todo, El viento nos llevará sean películas espléndidas, de gran belleza y de aparente sencillez y limpidez, sobre todo comparadas con lo que habitualmente nos llega, no creo que quepa depositar en él esperanzas de renovación, ya que parece haber entrado en una fase de relativo manierismo, que casi supera en esta última obra, pero que hace todavía imposible experimentar en ella otra emoción que no sea la puramente estética, o la que despierta su ingenio para conseguir mantenernos intrigados, casi en vilo, mientras nos suministra un mínimo de información acerca de los personajes y su entorno, apenas sucede gran cosa (salvo la espera de un acontecimiento que ignoramos) y la acción es, en sí misma, tan banal como poco espectacular o dramática.


Su valor máximo reside, creo yo, en su capacidad para obligar, a quien entre en el juego que Kiarostami nos propone, a renovar o refrescar su mirada, haciéndonos recuperar la atención que cada plano, cada encuadre, cada gesto, cuando significan algo, requieren y, en contrapartida, suelen recompensar con creces. Operación profiláctica, de limpieza mental y sensorial, de antídoto contra la estruendosa estupidez reinante, que merece el interés de cualquier cinéfilo que se resista a ser convocado a acudir al cine "en manada", pero dispuesto a hacerlo como individuo libre y despierto, capaz de pensar por su cuenta y de interpretar la sucesión de planos que es el cine cuando merece ese ilustre nombre centenario, tan a menudo usurpado hoy por diversas formas de barbarie, publicidad o basura.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3 (6 de enero del 2000).

lunes, 15 de abril de 2024

The Best Little Whorehouse in Texas (Colin Higgins, 1982)

La tercera película del guionista Colin Higgins como director ha supuesto para mí una grata sorpresa, cosa rara en estos tiempos; curiosamente, ha decepcionado amargamente a cuantos —con lo que yo estaba por considerar una envidiable perspicacia— admiraban las dos anteriores, a mi entender llenas de buenas ideas y con cierto talento para la dirección de actrices, pero echadas a perder por el indiscriminado, cuando no torpón, estilo «televisivo» con que estaban filmadas y montadas.

Como «a falta de pan buenas son tortas», yo me atrevería a recomendar a quien no tenga a mano Un rey y cuatro reinas (1956), de Raoul Walsh, y eche de menos ese tipo de películas, desenfadadas y pícaras, algo toscas en apariencia pero inteligentes en el fondo, simpáticamente desvergonzadas, que corra el riesgo de ir a ver The Best Little Whorehouse in Texas (La “casa” más divertida de Texas, 1982). Si, por añadidura, el lector es de los que piensan que Burt Reynolds no es un chulo antipático y presuntuoso que trata de parecerse a Marlon Brando, sino un tipo con sentido del humor y madera desaprovechada de comediante, mejor todavía. Y si conoce como cantante a Dolly Parton —sobre todo en su etapa más auténticamente country— y apreció su dinámica presencia en 9 to 5 (Cómo eliminar a su jefe, 1980), puede disponerse a disfrutar con esta reencarnación de la joven y nada «distinguida» Ann Sothern, de la Gladys George que fue Panama Smith en The Roaring Twenties (1939), de la Claire Trevor de Mando siniestro (1940), de la Ann Sheridan de Pasión ciega (1940), de la Eve Arden de Manpower (1941) y otras mujeres walshianas, que llegan hasta la Jane Russell de Los implacables (1955) y, presumiblemente, The Revolt of Mamie Stover (1956).

Pero La “casa” más divertida de Texas tiene un grave defecto: no es sólo una comedia, sino también un western, y —para colmo— un western actual, con coches, aviones y televisión; encima, hace incursiones en la parodia satírica y el musical; por último, se toma la libertad de adentrarse —con éxito insospechable— en el terreno de la confidencia sentimental, siempre peligroso y hoy un tanto en desuso. Con lo cual sucede que la mayor parte de los espectadores, condicionados por las expectativas creadas por la publicidad y reacios a dejarse sorprender, no sabe muy bien a qué carta quedarse, cómo reaccionar en cada caso, y opta por tomar la retirada, si no física, sí mental, con una actitud de pasiva resignación semejante a la que suele adoptar ante un programa de «variedades» de la televisión.

Temo que Higgins, probablemente formado en dicho medio, o —en cualquier caso— condicionado por él, no haya reparado en el peligro que suponía que su película indujese en el público una postura semejante; de lo contrario, creo que se hubiera decidido a sacrificar —o dejar para ocasión más propicia— algunas de las cartas con que juega en esta película, a fin de conseguir una mayor homogeneidad de tono. Y, en caso de que su carácter variopinto fuese un objetivo irrenunciable, debiera haberse cuidado de conferirle al relato una estructura menos elíptica, un ritmo menos relajado y una tensión dramática superior. De este modo, las cosas quedarían más claras, mejor definidas, y el espectador sabría a qué atenerse sin que las sorpresas agradables le produjeran un cierto desconcierto, como, por lo visto, sucede.

De todas formas, y pese a posibles errores de planteamiento, The Best Little Whorehouse in Texas representa un atisbo de humor y energía dentro de la actual comedia americana. Lo cual, cuando la alternativa de prestigio podría ser La comedia sexual de una noche de verano, del cada vez más pagado de sí mismo Woody Allen, no es poco, y corrobora una vez más mi sospecha de que, aparte «retornos del pasado» (como Boetticher, Fuller, Jerry Lewis, etc.) y algunos marginales (el negro Charles Burnett, Jim Jarmusch), la esperanza de vitalidad del cine americano reside hoy, fundamentalmente, en las películas de serie, de escasa reputación o incluso de «mala nota».

Publicado en el nº 24 de Casablanca (diciembre de 1982).

viernes, 12 de abril de 2024

Las extrañas comedias de John M. Stahl

Las comedias son raras en la filmografía conocida de Stahl, y no parece que abunden en la parte perdida y más ignorada de su obra. Pero las hay, y no son tan "casuales", impersonales y desdeñables como tienden a pensar quienes ven en Stahl un "especialista" en el melodrama y, en consecuencia, no prestan atención a sus restantes películas o incluso se sienten defraudados por las que no responden a sus expectativas.

Pese a ser pocas, varias de ellas se cuentan, a mi entender, entre lo mejor y más original que ha realizado este cineasta, bastante menos limitado de lo que se cree y, al mismo tiempo, a pesar de esa variedad, más coherente. No quisiera insistir en una tesis que he expuesto en otras ocasiones, y que tiene, por lo demás, fácil y frecuente verificación empírica: los grandes directores de melodramas suelen estar muy dotados para la comedia. La paradoja es sólo aparente: ya Aristóteles decía que los elementos constitutivos de la comedia son exactamente los mismos que los de la tragedia: las letras del alfabeto. Sin llegar a tal extremo, ni aceptar a pies juntillas una tentadora distinción chapliniana, que tiene demasiado de boutade simplificadora para ser del todo cierta - la comedia sería la visión en plano general de lo que, en primer plano, es un drama -, las comedias de Stahl parecen empeñadas en demostrar su identidad fundamental con los melodramas, dejando toda la diferencia al estilo. En efecto, las contadas comedias de Stahl plantean problemas que sólo por milímetros no desembocan en la tragedia, y abordan exactamente los mismos temas que sus melodramas.

La confusión de identidad, el deseo de cambiar de personalidad y vivir una nueva vida, el conflicto entre la apariencia y la realidad - o entre la realidad y el deseo, si se prefiere el planteamiento de Luis Cernuda - están en el centro mismo de la genial comedia "británica" Holy Matrimony (1943), basada en una novela de Arnold Bennett, lo mismo que en el melodrama Imitation of Life (1934), adaptado del famoso folletín de Fannie Hurst. El intento de pasar por blanca de Peola (Fredi Washington), negando su raza, desencadena catástrofes; la tentación de eludir la fama y sus compromisos del pintor Priam Perll (Monty Woolley), aunque le acarree algunas divertidas complicaciones, se revela finalmente salvadora, la llave de la felicidad. El egoísmo, el fingimiento, las tretas posesivas, el chantaje sentimental, la falta de escrúpulos o los celos enfermizos son rasgos negativos y peligrosos de la neurótica protagonista Ellen Berent (Gene Tierney) de Leave Her to Heaven (1946), mientras que son inconvenientes veniales, y cómicamente desenmascarados, los de Babe (Ellen Drew), la todavía esposa - en trance de divorcio - del músico Jerry Marvin (Melvyn Douglas) en Our Wife (1941), obra divertidísima pero cargada de tensión, casi perfecta inversión de la "comedia de reconquista" tan característica de screwball comedies inmediatamente anteriores como The Awful Truth, Holiday, Bringing Up Baby, Three is a Crowd, His Girl Friday o The Philadelphia Story.

A diferencia de Leo McCarey, Gregory LaCava o Mitchell Leisen, tendentes a mezclar o combinar inextricablemente ambos géneros en una misma película, incluso en una escena o dentro de un plano - lo que Stahl, en cambio, hace sólo, que yo sepa y recuerde, en los arranques de sendos melodramas, When Tomorrow Comes (1939) y The Walls of Jericho (1948) -, el autor de Back Street nos cuenta de un modo u otro, con un tono o el opuesto, historias que, en sí mismas, son muy semejantes, revelando una posible mayor afinidad con la comedia que con la tragedia; de ser así, debió de resultarle muy frustrante verse condenado a realizar un melodrama tras otro, pese a su decidido empeño, en tales ocasiones, de no cargar las tintas, de no tomarse los sucesos a la tremenda y de filmarlos sobriamente, con neutralidad, como algo irremediable y ajeno a su voluntad, que no puede evitar pero tampoco ha provocado (sabemos demasiado poco acerca de Stahl como para corroborar la impresión, que sus películas producen a veces, de que elude la responsabilidad de las desgracias de sus protagonistas y se la atribuye a los autores del guión).

Las comedias de Stahl ocupan un lugar aparte en la historia del género: no deben nada a las de Lubitsch, Hawks, Cukor o McCarey -aunque las conociera y reflexionase acerca de ellas, siempre desde fuera, analizándolas como dramas -, ni son tampoco particularmente rápidas ni alegres o exaltantes. El suyo no es un humorismo de diálogos brillantes y situaciones ambiguas y eróticas, sino de perspectiva.

De nuevo decididamente "en tono menor", son poco brillantes y joviales, igual que - con la excepción de Leave Her to Heaven - son escasamente delirantes o desaforados sus melodramas. No creo que sea posible acusar de "tratar de ser gracioso" a un sólo actor de comedia de Stahl: todos interpretan sus papeles con la mayor seriedad y realismo, incluso cuando padecen los efectos de una exagerada dosis de alcohol. Y siempre se pueden imaginar como dramas, simplemente cambiando de punto de vista, e incluso como melodramas, cerrando vías alternativas y exagerando ciertos rasgos que existen en las comedias como posibilidades o amenazas: las comedias "acaban bien", pero no carecen de suspense, pues podrían haber terminado mal, y sus protagonistas están siempre al borde de la catástrofe.

No son, sin embargo, los resultados - los desenlaces - los que determinan que Our Wife sea una comedia y hacen, en cambio, de Back Street un melodrama - con sordina, pero inequívoco -, a pesar de que Stahl haga evidente - sin subrayarlo ni siquiera decirlo explícitamente - la múltiple ironía de que la sufrida vida de su heroína se deba a su primer "desliz", a una impuntualidad justificada, a su falta de iniciativa y al egoísmo apoltronado del que - cabe pensar que quizá no del todo para mal - no llegó a ser su marido, pero del que acabó "disfrutando" todos los inconvenientes y que, para colmo, está encarnado por alguien tan soso y escasamente atractivo como John Boles. Es un temple que está presente durante todo el metraje de cada película, y que hace que, pese a no provocar nunca la carcajada, tanto Holy Matrimony como Our Wife resulten sumamente divertidas, incluso en los momentos más incómodos, inquietantes o pura y simplemente "de pesadilla", que abundan por encima de lo normal en el género.

No es, como fingía Chaplin, una cuestión de establecer una mayor o menor distancia con respecto a los protagonistas: en Stahl la hay siempre, con independencia del enfoque. Lo que distingue a las comedias es, quizá, una ligereza o levedad - que no hay que confundir ni con la velocidad ni con la superficialidad - de la que carecen los melodramas, más solemnes y ponderosos, más cernidos por lo ineluctable, mientras que las comedias preservan un margen de libertad e improvisación para los personajes, que siempre encuentran una escapatoria, una vía de salvación.

Tampoco es una cuestión de representación o fingimiento: en el cine de Stahl siempre existe esta dimensión, los personajes actúan para un público, para su entorno familiar o social. Lo que sucede en las comedias es que las normas o vigencias sociales son menos fuertes o, en todo caso, gravitan menos opresivamente sobre los protagonistas, que están más dispuestos a saltarse las reglas y las convenciones.

Es como si Stahl pensase - aunque no es posible corroborarlo - que todo depende de la resistencia que uno oponga: que parecidas circunstancias pueden destruir al que se deja, sin reaccionar a tiempo, mientras que, si el personaje en cuestión tiene más energía, iniciativa o imaginación, puede incluso no tomarse en serio las amenazas o las represalias de su entorno. Quizá por eso la mayoría de las comedias están centradas en los personajes masculinos, que históricamente han gozado de mayor libertad que las mujeres, mientras que todos los melodramas, por mucho que narren la historia de una pareja, tienen por protagonistas a las mujeres. Basta para confirmarlo la tentativa de imaginar Holy Matrimony con una pintora que, a comienzos de siglo, hiciese lo que Monty Woolley, o un Our Husband que invirtiera los papeles y situase a Susan Drake (Ruth Hussey) en el lugar que ocupa Melvyn Douglas en Our Wife.

Las comedias de Stahl son, por tanto, tan serias como sus melodramas; lo que John M. Stahl no hizo nunca es filmar frívolamente las peripecias urdidas por sus guionistas, por inverosímiles, retorcidas, descabelladas, banales o sadomasoquistas que pudieran parecerle.

Lo mismo que nunca se permitió narrarlas ni comentarlas irónicamente de una forma explícita - aunque a veces algo inasible flota en el aire, como una cierta ironía difusa -, tampoco tuvo nunca la autocomplacencia necesaria para menospreciar o juzgar a esos personajes que terminaba por hacer suyos, en el proceso de preparación y rodaje, y de sus intérpretes.

De ahí que pueda parecer al mismo tiempo compasivo -porque no condena a nadie, ni a los John Boles (Seed, Back Street, Only Yesterday) de este mundo, que tan tranquila e inconscientemente hacen sufrir a las mujeres ni a las mujeres que, como Gene Tierney en Leave Her to Heaven, sufren el complejo de Antígona -y cruel - porque no omite la parte de culpa que corresponde a sus víctimas, por pasividad, sumisión, dejadez, debilidad, timidez o ceguera, sean Irene Dunne en Back Street, Margaret Sullavan en Only Yesterday o Cornel Wilde en Leave Her to Heaven; es evidente que la Ruth Hussey y el Melvyn Douglas de Our Wife, o el Monty Woolley y la Gracie Fields de Holy Matrimony no se hubieran dejado tratar así, como de hecho no se convierten en prisioneros de, respectivamente, Ellen Drew y Una O'Connor y su prole -, prolongando así el misterio de Stahl y su atractivo no como representante típico de un género en una época concreta, sino precisamente como anomalía, como personalidad discreta que se las arregló siempre para hacer lo que quería, aun dentro de un marco sumamente restrictivo e impuesto.

En “John M. Stahl”, edición a cargo de Valeria Ciompi y Miguel Marías. San Sebastián-Madrid : Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, septiembre de 1999.

miércoles, 10 de abril de 2024

Arsenic and Old Lace (Frank Capra, 1941)

Esta película, rodada en 1941, puesta en circulación entre las tropas americanas y no estrenada comercialmente hasta 1944, no ha estado nunca - salvo para algunos de sus admiradores - entre las más prestigiosas de Frank Capra, pues se considera menos "de autor" que otras, sin duda más personales - como Qué bello es vivir - o de mayor trascendencia social e ideológica, como Caballero sin espada, Vive como quieras o Juan Nadie. El mismo hecho de que sea muy divertida, sin proponerse otra cosa, ha estimulado tan desagradecida actitud, muy frecuente entre la crítica y que a menudo se contagia al público. Como si hacer reír, además de importantísimo, no fuese de lo más difícil que hay.

También ha contribuido a desconcertar que, frente a la imagen excesivamente "acaramelada" y optimista que circula de Capra, Arsénico por compasión sea una comedia de humor negro, que bordea lo macabro y lo siniestro, de una forma desusada en el cine americano, y que tiende a asociarse mucho más con el británico, con muestras tan ilustres como Ocho sentencias de muerte de Robert Hamer (1949) y El quinteto de la muerte (1955) de Alexander Mackendrick, curiosamente posteriores a esta curiosa incursión de Capra, que hoy debiera asombrarnos menos, tanto si hemos leído su autobiografía The Name Above The Title como si prestamos más atención a los aspectos de pesadilla que tienen sus obras más celebradas y típicas, al menos en algunos largos pasajes.

Esta screwball comedy tardía, además de la osada y jocosa idea de mezclar a Peter Lorre y Raymond Massey (convertido en un sosias del Boris Karloff de Frankenstein) con Cary Grant, supone el único encuentro de este gigantesco actor, sin duda el más representativo del género, con Frank Capra. Sólo por las actuaciones de estos y otros intérpretes menos conocidos, Arsénico por compasión valdría la pena. Pero, además, si se medita un poco acerca de los "buenos motivos" que llevan a cometer crímenes en cadena a los personajes menos sospechosos que caben, nos encontramos con que Arsénico por compasión, lejos de ser ajena a la obra de Capra, es un poco su reverso, su reflejo invertido, su cara oculta, su negativo, y por tanto, una obra sumamente reveladora.

Texto inédito, escrito para una edición en dvd de clásicos (22 de octubre de 1998)

lunes, 8 de abril de 2024

The Key (Carol Reed, 1958)

No todas las películas de Carol Reed son tan buenas como Outcast of the Islands, The Third Man, Odd Man Out, es decir, las que en su tiempo fueron celebradas como obras maestras y que, muchos años después, y tras largo tiempo de olvido o menosprecio, pueden todavía considerarse como tales. Pero entre las que nunca llegaron a ser suficientemente respetadas hay varias que, vistas hoy, se revelan no ya agradablemente interesantes, sino sencillamente admirables. Para mí, la más sorprendente entre estos descubrimientos tardíos es quizá The Key, pese a que, en principio, no parecía muy prometedora... a menos que sea precisamente por eso, porque responde generosamente a unas muy escasas expectativas.

No es una película que, a primera vista, resulte muy llamativa ni que, desde la primera visión, impresione en exceso, incluso si parece seria y sincera, además de muy bien realizada e interpretada, y cuenta una historia que consigue ser al mismo tiempo interesante, original, verosímil y emocionante; es quizá una obra demasiado discreta y secreta como para que sus méritos sean apreciables de inmediato.

Algo en ella obsesiona, sin embargo, e impulsa, días después, a pesar de su tonalidad inusualmente depresiva, a volver a ella; es entonces, y más aún si se repite con cierta asiduidad la experiencia, cuando The Key va poco a poco entregándonos su clave, desvelando sus nada sensacionalistas misterios.

Basada en una novela de Jan de Hartog - uno de tantos que, sin ser grandes escritores, son con frecuencia buenos argumentistas y muy competentes narradores, y por tanto muy adaptables al cine -, The Key se presenta como un producto algo extemporáneo o anacrónico, una revisión de la guerra comparable a la que, por esos años, emprendió Roberto Rossellini (Il generale Della Rovere, 1959; Era notte a Roma, 1960), también responsable, como Reed en su país (The Way Ahead, 1944; The True Glory, 1945), de películas sobre el mismo periodo bélico realizadas con carácter inmediato y urgente, durante el conflicto o nada más acabado (Roma città aperta, 1945; Paisà, 1946). Parece como si, llegados a una cierta madurez, y con la perspectiva de la distancia, ambos cineastas hubiesen querido puntualizar o matizar algunos aspectos omitidos al calor del conflicto o pasados por alto con la preocupación de volver a la normalidad. Son, por ello, obras que en nada idealizan la guerra, ni siquiera la actuación del propio bando o de los resistentes, y que no pasan por alto las cobardías, el miedo, la desmoralización, las debilidades, los errores, las carencias o las traiciones; no cantan las grandes batallas ni cuentan acontecimientos decisivos, sino que se centran, más modestamente, en la retaguardia, en pequeñas unidades auxiliares, en el impacto sobre la población civil, y tratan más de la supervivencia y la fatiga cotidiana que de la lucha, la estrategia y la victoria.

The Key cuenta - como casi todas las películas de Reed - lo que paulatinamente descubre y aprende un outsider sorprendido y desconcertado, un extranjero - el americano David Ross (William Holden) - que se ve envuelto, más bien a su pesar, en una situación - como de costumbre - nada confortable y en unas relaciones ajenas más bien extrañas, a las que asiste con incomodidad y sintiéndose de más, como un voyeur y un intruso: el esquema, como puede verse, es bastante parecido al de The Third Man. Es, pues, un ejemplo muy claro de la posición que designan bastante explícitamente incluso los títulos de varias de las películas de Reed: The Man Between, Odd Man Out, The Third Man, Outcast of the Islands...

Lo que sucede aquí lo advierte paladinamente el breve rótulo inicial de la película, que explica, a modo de prólogo, que, cuando Inglaterra aguantaba en solitario el avance nazi, y necesitaba los suministros que llegaban en convoyes marítimos, lógicamente atacados por aviones y submarinos enemigos, los barcos mercantes no contaban con otro auxilio que el de algunos remolcadores prácticamente desarmados, por lo que cada una de sus salidas era prácticamente una misión suicida, con la explicable desesperación y ansiedad de sus tripulantes. No es preciso que la película insista demasiado; ya la primera misión de rescate en la que interviene el capitán Ross, a bordo del remolcador que manda su antiguo amigo Chris Ford (Trevor Howard), como entrenamiento antes de hacerse cargo de su propia nave (tras diez años de inactividad), ilustra suficientemente acerca de la precariedad y el riesgo de su trabajo.

Con una estructura cercana a las de las películas de Hawks, que alterna las escenas de acción con las - no menos importantes - de reposo, Reed nos va mostrando la inseguridad y la fatiga acumulada de los rescatadores, y la insólita relación hereditaria de algunos de ellos mantienen con una mujer - nacida en la suiza italoparlante - llamada Stella (Sophia Loren, en una de las mejores interpretaciones de toda su carrera). Este personaje, realmente admirable dentro de su neurosis y su fatalismo, y que guarda una estrecha aunque secreta relación con otras más bien silenciosas protagonistas femeninas de la obra de Reed - Kathleen Ryan en Odd Man Out, Alida Valli en The Third Man, Kerima en Outcast of the Islands... - ha establecido una moralidad íntima, ajena a las normas sociales, que al menos ella considera adaptada a los tiempos de excepción y de locura que están atravesando. Ross tarda en comprenderla, mientras se establece entre ellos, tácitamente, una "sociedad de apoyo mutuo" no muy distinta, en el fondo, de la que, ese mismo año, retrató Nicholas Ray en Party Girl entre los vulnerables, desencantados y malheridos Robert Taylor y Cyd Charisse; de hecho, de forma totalmente inesperada, hay algunas cosas de The Key que remiten a otra película reciente (y bélica) de Ray, Bitter Victory/Amère victoire (1957).

Con gran sobriedad y auténtico realismo, sin caer nunca en los excesos del melodrama, Reed nos muestra cómo son esos personajes poco comunicativos y nada expansivos, va dibujando con tacto y precisión milimétrica, sin subrayar nada, su cambiante relación, dejándonos que captemos sus recelos y sus temores, y que comprendamos perfectamente - pero desde fuera - lo que sienten en cada momento. Es The Key un pequeño prodigio de intimismo, que evita toda grandilocuencia y se desentiende de los aspectos potencialmente espectaculares de una película que aborda, siquiera marginalmente, los combates navales.

La elección del blanco y negro y el formato CinemaScope refuerza ese carácter secreto y gris de la película, aunque ni siquiera la pantalla ancha disuada a Reed de su extraña manía de hacer algún que otro plano inclinado, siempre para indicarnos redundantemente que reina un cierto malestar en una escena en la que ya los actores nos lo han hecho comprender a la perfección mediante su forma de estar y de moverse, por sus miradas: es una falta de elegancia y de confianza en sí mismo y en los intérpretes por lo menos curiosa - casi conmovedora - en un director que, si de algo peca, es de discreción, y que siempre demostró entenderse a la perfección con los más variados intérpretes, incluso aquellos con los que, como aquí sucede con Holden y Loren, no había trabajado con anterioridad.

En “Carol Reed”, edición a cargo de Valeria Ciompi y Miguel Marías. San Sebastián-Madrid : Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, septiembre del 2000.