miércoles, 30 de agosto de 2023

Un viejo film de John Ford

Algunos críticos estiman que la gran época de John Ford fue el periodo 1930-1940, en que hizo las que consideran sus obras maestras (La diligencia, 1939, y El delator, 1935), y que decayó a partir de 1950. Para los críticos más jóvenes las mejores obras de Ford son precisamente las de este último periodo, así que, por reacción, arremeten contra los films “clásicos”, y le echan la culpa a Dudley Nichols. En mi opinión, esto es un error, pues Nichols, como todos los guionistas prestigiosos, tiene una serie de virtudes nada despreciables, aunque lleven en sí mismas graves defectos (por ejemplo: sus guiones están muy bien y lógicamente construidos, tanto que resultan mecánicos y deterministas; son inteligentes, pero se “pasan de listos”). Además, resulta que los pocos films del Ford de esta época que conozco son muy buenos, aunque no, por supuesto, de los mejores, que son los que van de Pasión de los fuertes (My Darling Clementine, 1946) a, supongo – pues no ha sido considerada “tolerada para españoles” –, Seven Women (1966), a través de una impresionante serie de obras maestras entre las que destacan Escrito bajo el sol (The Wings of Eagles, 1957), El hombre tranquilo (1952), Wagon Master (1950) y, sobre todo, Centauros del desierto (The Searchers, 1956); sin olvidar, como suele hacerse, El soñador rebelde (Young Cassidy, 1965), que aunque acabada y firmada por Jack Cardiff es plenamente “un film de John Ford” y una obra maestra.

Tanto El delator como La diligencia adolecen de una serie de defectos que sorprenderán al admirador de Dos cabalgan juntos (1961) o La taberna del irlandés (Donovan’s Reef, 1963): composiciones demasiado estáticas, encuadres forzados, iluminación y fotografía expresionistas, excesos de los actores, cierto paroxismo místico (el final de El delator), demasiada explicitud, simbolismos, influencias desplazadas de Murnau (El último) y Lang (M. El vampiro de Dusserdolf), pretensiones… en resumen, falta de sencillez. Todos estos defectos laten aún, pero ya integrados, justificados, moderados hasta convertirse en virtudes en los grandes films que son Hombres intrépidos (The Long Voyage Home, 1940) y ¡Qué verde era mi valle! (How Green Was My Valley, 1941), que acaba de reponerse en Barcelona, y que es fundamental en la temática de Ford.

Como es lógico en una obra que casi abarca la historia del cine a través de más de 130 películas, los temas fordianos son muchos y muy variados, pero pueden privilegiarse unos cuantos. Uno sería el del itinerario (sublimemente ilustrado, sobre todo, por ese Long Voyage Home o “largo viaje al hogar” que es Cheyenne Autumn, mal llamado El gran combate). Otro, el de la tragedia de los solitarios, de los hombres sin hogar, que nunca consiguen lo que realmente querían, y que no logran integrarse a una familia, a una civilización, a un lugar. Casi todos los héroes de Ford son – pese a las apariencias esencial e irremisiblemente solitarios: piénsese en los personajes de John Wayne en Escrito, Centauros o Misión de audaces (The Horse Soldiers, 1959), en los tres protagonistas de El hombre que mató a Liberty Valance (1962) o en Rod Taylor en Young Cassidy, para no citar a los más claros y trágicos representantes. Un tercer tema, estrechamente ligado a los anteriores, es el de la desintegración de la familia, cuyo máximo exponente es ¡Qué verde era mi valle!, pero que late, complementario de otros, en Centauros, Dos cabalgan juntos, Pasión de los fuertes, Rio Grande, Escrito bajo el sol o Young Cassidy, unas veces a causa de la guerra, de los raptos indios, del hambre otras, o de las inestables relaciones entre los personajes o con la sociedad.

¡Qué verde era mi valle! es la evocación, en flashback y con nostálgica voz en off, de la vida y muerte de una familia de mineros galeses, a fines del siglo pasado. Se presenta como un “melodrama social”, pero, como Senso, es algo más, aunque tenga del melodrama el tono, la estructura y hasta la música. No hay que olvidar que Ford es, con Sirk, McCarey y Minnelli, y de modo muy diferente, el maestro del “melodrama”: bastaría con Escrito bajo el sol, pero también tenemos un olvidado Cuna de héroes (1955) cuya reposición sería, seguramente, una sorpresa, y ahora ¡Qué verde era mi valle! que enlaza, a través del lirismo, las canciones y la melancolía, con el gran ciclo “irlandés” que va de El hombre tranquilo a El soñador rebelde.

La familia Morgan, compuesta por los padres (Donald Crisp y Sarah Allgood), una hija, Angharad (Maureen O’Hara) y seis hijos, nos es presentada por el menor de ellos, Huw (Roddy McDowall), el narrador, que abandona su verde valle, ahora ennegrecido por el carbón, tras cincuenta años de vida. Destáquese, pues es muy normal en Ford y otros directores “tradicionales” (Daves en Fiebre en la sangre, McLaglen en El valle de la violencia) o que describen familias patriarcales (como Kazan en América, América), que la verdadera presentación de la familia se hace en la mesa, durante la comida, y que es en una comida donde se disuelve por primera vez la familia, en una admirable escena en que se levantan y se van de la casa cuatro de los hermanos mayores (el otro se ha casado y vive al lado), a causa de la oposición del padre (que confía ingenua y resignadamente en la buena voluntad del dueño de la mina) a que sus hijos intervengan en la formación de un sindicato y declaren la huelga como respuesta a una baja de salarios causada por un exceso de mano de obra barata, pues el cierre de una fábrica vecina ha dejado a muchos sin trabajo. Es éste el primer golpe que recibe la familia, que será desmembrada por el automatismo implacable del capitalismo decimonónico. El pastor Gruffydd (Walter Pidgeon) logrará, tras convencer al padre de que el sindicato no es (como pretenden los más viejos) “obra del diablo”, volver a unir a la familia y acabar la huelga. Pero he aquí que el nuevo aumento de salarios es contrarrestado por una disminución del número de mineros mejor pagados (trabajo a destajo), y así dos de los Morgan son despedidos y se ven obligados a dejar a su familia y emigrar a Estados Unidos. Poco después, la falta de decisión del pastor hace que Angharad (que le quiere más que él a ella) se case con el hijo del patrón y se vaya a África del Sur.

Los mineros jóvenes, mejor pagados, van emigrando, y tienen que trabajar los viejos y los niños. El trabajo de los niños, como antes la brutalidad del maestro de Huw, el personaje y la interpretación de Roddy McDowall y otras muchas cosas nos hacen pensar, irresistiblemente, en Dickens, cuyo parentesco con Ford ya observó Eisenstein, quien, como casi todos los rusos (de Pudovkin a Donskoi pasando por Dovjenko) y Elia Kazan, era un gran admirador de Ford. El único de los Morgan que no tiene que emigrar, como lo harán los otros dos, es el casado, que, como más tarde el padre, muere en un accidente en la mina.

De este modo, si analizamos sin prejuicios este film, veremos que Ford, sin proponérselo, sino a base de verdadero realismo, ha trazado un cuadro casi exhaustivo de la situación económica y social de un valle minero galés bajo el sistema capitalista del s. XIX, y eso sin discursos, sino a través de las hermosas imágenes de este emocionante film, que era la película occidental favorita de Mizoguchi.

Publicado en El Noticiero Universal (agosto de 1968)

domingo, 27 de agosto de 2023

¿Por qué nunca veo la televisión?

Advierto de entrada que no me cuento entre los que presumen de no ver nunca la televisión aunque le dediquen de dos a cuatro horas diarias. Me gustaría tener ese tiempo libre, y una parte de él se lo dedicaría con gusto a la televisión... si ella me dejara. Pero como tiene una creciente habilidad para provocarme berrinches y descargas de adrenalina y, al mismo tiempo, un casi instantáneo sopor, mi paciencia (que creo considerable) no da para tanto, y mi salud - si la quiero conservar sin que empeore - me aconseja que no persevere en el intento con excesivo ahínco, ya que hasta lo que no empieza del todo mal, al cabo de tres o cuatro semanas o un par de capítulos ha emprendido la cuesta hacia el abismo.

Y es una lástima, lo digo completamente en serio, porque, como supongo nadie negará, la televisión es uno de los grandes inventos del siglo XX, uno de los más geniales, aunque quizá sea también, de todos ellos, el que más infiel a sí mismo se ha revelado al cabo de muy poco tiempo y, en mayor o menor medida, en cualquier parte. Cuando sólo había visto televisión española (que era entonces una y grande, aunque no libre), pensaba que la BBC sería otra cosa, y creía recordar con agrado la estadounidense del año 1956 (al menos, para un niño de ocho años). Luego he comprobado que las que conservan cierto prestigio viven del cuento, se durmieron en sus laureles y no son ni la sombra de lo que algún tiempo fueron. Las hay incluso peores (con las consabidas excepciones aisladas a altas horas, la italiana parece aún el anuncio ominoso de lo que nos espera si no se endereza el rumbo).

Me irrita, hasta cuando algún programa no es, en sí mismo, totalmente indignante, sino meramente soso, incluso ocasionalmente aceptable - y eso, seamos sinceros, no ocurre a diario, y ninguno de los siete de la semana sucede dos veces - que la televisión desaproveche de modo tan escandaloso sus increíbles (y casi inéditas, diría que insospechadas por buena parte del público) posibilidades, que abuse tan mezquina, pornográfica, demagógica o goebbelsianamente de su capacidad de penetración, que dilapide sus ventajas con respecto al cine y que, la mayoría de las veces, se conforme con ser mala radio con imágenes de archivo (si se trata de un noticiario) o antediluvianas (o, mejor dicho, para ser más exactos, preconstitucionales y, para rematar la faena, de una casposidad repelente).

Me da lo mismo de qué cadena se trate, que sea pública o privada, a qué Comunidad Autónoma sirva o en cual tenga su centro de producción, y hasta, si me apuran, de qué país, porque las diferencias se van reduciendo a ritmo acelerado. Asomarse y hacer un poco de zapping al llegar a la habitación de un hotel extranjero - casi siempre con de 30 a 60 canales que dan la vuelta al mundo y sus satélites artificiales - no es menos sobresaltante que hacerlo aquí, en el salón o el comedor de casa: piensa uno a los cinco minutos que Franco sigue vivo, a lo sumo que va a salir el compungido Carlos Arias Navarro a hablarnos de la lucecita del Pardo. Pongan si quieren Jruschev o Stalin, Perón o Batista, Nasser o Mao... alguien muy antiguo. El público no se rebela porque quedan muchos nostálgicos y porque los más jóvenes no saben de qué estoy hablando, seguramente ignoran que hubo una Guerra de Corea y otra de Suez, como mucho han oído hablar de la del Vietnam y de la de los Siete Días, y por ello no se percatan de hasta qué punto les están dando gato por liebre.

No entiendo que se convoque a cinco respetables personas - ¿por qué no siete, como los de Grecia, puestos a eso? – la mayoría de los cuales, por lo declarado, nada saben de televisión e incluso no suelen verla, ni que se dejen motejar ''comité de sabios'', para que, como el oráculo de Delfos, nos digan (un tanto vaporosamente) cómo arreglar la televisión gubernamental y sus maltrechas finanzas. Como si sólo fuese la pública (la que menos necesitada parece, con todo y parecer incurable) la que necesitase terapias de choque. La verdad, no hacían falta tales alforjas, no tanto tiempo ni tantas medallas. Con que la televisión fuese de verdad televisión, y no una mala imitación del peor cine español de cualquier tiempo, el peor teatro y la peor radio... ya se ganaría algo (aunque no, quizá, dinero suficiente; desde luego, no de la noche a la mañana).

Mientras que los espectáculos públicos se ven confinados, por la tradición, los horarios occidentales, la jornada laboral y las necesidades fisiológicas a la franja comprendida entre 90 y 120 minutos, sólo muy excepcionalmente ampliable hasta el tope máximo de 3 horas, la televisión puede permitirse programar productos o espacios de todas las duraciones imaginables, desde cortometrajes o hasta videoclips o dibujos animados de segundos de duración hasta series de incontables horas, fragmentadas en episodios de 20, 30, 45, 55, 70, 90 minutos y hasta de tres horas, que además pueden prorrogarse durante varias temporadas. Mientras que una película tarda desde que se rueda por lo menos unos meses en llegar a su público, la televisión puede trasmitir simultáneamente o - con una postproducción muy breve y sin la demora a veces prolongada de buscar un hueco en las muy copadas salas de exhibición - ser todavía de plena actualidad cuando la contemplan por vez primera los espectadores (por eso me asombra que parezca haberse convertido en una máquina del tiempo de pacotilla). La verdadera televisión podría mostrar a la gente la realidad que les rodea, o que tienen a unos pocos metros o miles de kilómetros, que no ven o (a veces) prefieren ignorar, aunque más nos valdría a todos ser conscientes de su existencia, conocer a nuestros vecinos, empezar a comprenderlos un poco mejor. En televisión caben las novelas-río más fantásticas, folletinescas, románticas y repletas de incidentes, pero cabe también prescindir de la ficción y del andamiaje forzado de la narrativa convencional, con lo que podría ser el terreno más apropiado para la experimentación y el aprendizaje, idóneo campo de ensayos y debates, espacio abierto a todo tipo de documentales (no sólo de fauna y flora, ni de difusión turística) , y algo tan vivo, a la hora de trasmitir noticias, como suele serlo la radio cuando de verdad pasa algo que es urgente saber. Naturalmente, eso exige que sus responsables - gubernamentales o empresariales - no vivan obsesionados hasta la obcecación ni por el control utilitario del medio ni por la ganancia rápida a través de publicidad, es decir, del número de impactos, es decir, de contar con un público masivo, pasivo, conformista y amaestrado que trague lo que le echen. Que estén dispuestos a correr riesgos y a no manipular ni censurar los contenidos, porque la televisión, si quiere ser ágil y estar a la vanguardia de la creación y de la información y la comunicación, tiene que ser ágil y estar dispuesta a experimentar, y no puede ser veloz como el rayo ni abierta a las nuevas experiencias sin contar con la mayor libertad, limitada tan sólo por el respeto a los derechos ajenos y a las leyes. Eso exige que se hagan cumplir, con vigilancia no inquisitorial y una autoridad visual competente, independiente y con capacidad para imponer sanciones económicas graves e incluso para suspender o cancelar las licencias. No puede ser que ni siquiera la televisión del Estado vulnere reiterada e impunemente las directivas europeas tramposa y dilatoriamente traspuestas a nuestra legislación.

De existir esa oferta que sería la lógica y natural de una auténtica televisión viva, no sumergida en la rutina, los conformistas la aceptarían - está demostrado que hay quien se traga todo -, y acabarían viendo películas japonesas con subtítulos hasta en horario de sobremesa, y los remisos acabarían teniendo la sensación de que, de seguir sin mirar la televisión, podrían perderse algo que valiera la pena. Pronto les llegaría noticia, alguien les pondría los dientes largos. Y si la televisión exigiera algún esfuerzo de los espectadores, estos, en lugar de amodorrarse y degradarse, se pondrían al nivel, aprenderían y se despejarían, pensarían por su cuenta, dudarían de lo inverosímil, discutirían sobre las tesis defendidas por cada cadena, se harían preguntas, se interesarían por más cosas, mirarían de otro modo lo que les rodea. Y esos programas interesantes y sorprendentes desplazarían, no les quepa duda, a los espacios basura, cortados por el mismo patrón, que compiten en la bajeza y el cotilleo. Se verían barridos, como merecen, no por una intervención más o menos parecida a la censura indirecta, o la autocensura gremial, casi peor y más irresponsable, sino por la competencia de lo bueno. La gente no es tonta, y no tiene mal gusto por naturaleza; sólo si se lo cultivan y les vedan otras opciones. ¿No hemos repetido todos tantas veces que el pueblo español demuestra su madurez sensatez cada vez que una tragedia le da ocasión? Pues dejen que lo pruebe, sin alardes, a diario, y sin necesidad de catástrofes.

Desaparecerían al cabo de un cierto tiempo, incluso, las situaciones convenidas y melifluas, los diálogos ridículos y chabacanos y previsibles, las series hoy de éxito que se limitan a reciclar tópicos sobados y manidos, con la vieja fórmula magistral de dar ''una de cal y una de arena"... Aunque parezca mentira, tal televisión, o algo no tan distante como lo que tenemos hoy, ha existido en tiempos no tan lejanos y hasta mucho menos propicios. No invocaré a Pilar Miró, me iré a la negra dictadura: en los 70 se hacían series, de ficción, documentales o híbridas, dirigidas a veces por alguno de los actuales directores de cine, que hoy nadie se atrevería a plantear ni proponer, con la certidumbre absoluta de que serían rechazadas, quizá amenazando al iluso trasnochado con mandarlo a un manicomio. Todavía sobrevive gente que trabajó en TVE en esos tiempos, y podrá atestiguar que no deliro. Parece mentira, y es una vergüenza, pero es así, y hay que reconocerlo antes de que se le pueda empezar a poner remedio: las televisiones actuales son infinitamente peores que la única de antaño, y no ya durante la transición a la democracia, sino incluso durante algunas temporadas de la dictadura.

Escrito para la revista “Academiatv” a comienzos de 2005

miércoles, 23 de agosto de 2023

Buñuel cumple cien años

Pasa por ser Buñuel un cineasta trascendente, barroco, minoritario, complicado, simbolista, surrealista... y a la vez, paradójicamente, muchos de sus ditirámbicos "admiradores" dicen de él que es torpe, chapucero, desentendido de los actores, plásticamente pobre y chato, aunque le redima de tales lacras o carencias su espíritu provocador, rebelde, blasfemo y ateo. No todas las descripciones de la obra de Don Luis le (nos) abruman acumulando la totalidad de esos rasgos, pero basta con leer dos o tres, no digamos diez o doce, para que empiecen a apilarse varios de ellos con reiterativa y machacona insistencia. A menudo - unas veces como coletilla, otras como algo que se da por supuesto desde el principio - se agrega que era "un genio", por supuesto sin explicar por qué - es, ciertamente, una tarea nunca fácil -, ni cómo resulta compatible que un director casi unánimemente calificado de "genial" sea al mismo tiempo generalmente considerado descuidado, desinteresado por la forma, desordenado en la estructura, primario en la narración e ignorante o despreciativo de la técnica.

El caso es que, con tales antecedentes, y cuando el cine de Buñuel era desconocido en España por los nacidos después de la Guerra Civil hasta que - por fin - conseguíamos salir al extranjero, es decir, cuando yo, por ejemplo, sólo había visto (y sin saber que era suya, ni quién era él) una película de Buñuel, Robinson Crusoe (1952/4), que me encantaba (y que sigue entusiasmándome como pocas), he de reconocer que, a pesar de mi impaciencia por ver una obra tan reputada como la suya, temía en mi fuero interno que no fuera a gustarme nada, ya que buena parte de sus presuntas virtudes y de sus más cacareados y subrayados méritos no me parecían precisamente atractivos, sino más bien configuraban un cuadro bastante completo de los rasgos distintivos del tipo de cine que menos me interesaba

Algo - supongo que experiencias personales soporíferas – me había inculcado ya por entonces el pánico cerval al simbolismo en el cine, e incluso cierta desconfianza hacia el empleo sistemático de la metáfora, que tiende a provocarme irritación e impaciencia salvo en casos de infrecuente acierto. Para chafarrinones y chapucerías técnicas, pobretería visual y decorados cochambrosos, la verdad, pensaba ya había bastantes en el cine español de los 50 y los 60 (ahora hay menos fallos de producción, o menos patentes, o son mucho más lujosos). Y, como no había visto aún las excepciones - que son, desde luego, Un chien andalou (1928) y L'Âge d'Or (1930), y muy pocas más -, me mantenía francamente escéptico acerca de la posibilidad real de que el cine pudiese llegar a tener algo en común con el surrealismo, movimiento por el que siempre sentí grandes simpatías y cuyos principios parecían dar buenos y hasta admirables resultados poéticos, literarios y pictóricos, pero que se me antojan incompatibles con la preparación y deliberación que requiere la creación cinematográfica, de carácter colectivo, mucho más técnico y más costoso.

Preocupándome bien poco las guerras de religión, me dejaba más bien frío el tono irreverente unánimemente atribuido a Buñuel, para bien o para mal, lo mismo por sus turiferarios que por sus detractores y enemigos "ideológicos", que también abundaban por los alrededores (unos y otros hablaban "de oídas", según pude comprobar), y no consideraba la blasfemia ni ofensiva ni encomiable, sino un poco fácil, y dedicar una película (no digamos una vida) a un objetivo semejante se me antojaba más bien insensato y mezquino que una razón para elevar a nadie a los altares laicos; claro que Buñuel no se fijaba metas semejantes, por mucho que sus obras regocijasen o indignasen a los más preocupados por estos asuntos.

Afortunadamente, los primeros Buñuel que vi conscientemente no fueron sus primeras películas, las francesas, sino dos -bastante diferentes entre sí - de las mexicanas, Ensayo de un Crimen (1955) y Los Olvidados (1950). Y como mi desconfianza me impedía asistir a ellas con la actitud reverencial, casi devota, que sus apriorísticos adalides reclamaban ante el acontecimiento histórico, pude reírme libremente en la primera y quedarme serenamente horrorizado por lo que, sin subrayar ni cargar jamás las tintas, mostraba con sobriedad y honradez absoluta la segunda, sin ofrecer siquiera muchas esperanzas de que tal situación fuera a mejorar en el lejano porvenir que siempre prometen todas las religiones y todas las ideologías (y hay que lamentar que la realidad haya dado la razón al escepticismo de Buñuel, y celebrar que él se atreviese a insinuar siquiera su carácter irremediable).

Ese primer contacto me hizo reparar en dos rasgos de Luis Buñuel que no suelen mencionarse, pero que el posterior conocimiento de toda su filmografía no hizo sino confirmar como fundamentales: que era un gran humorista y que era un verdadero realista, que iba a la esencia de las cosas y mostraba implacablemente cómo son y cómo funcionan, sin limitarse a su mera descripción externa ni a utilizar la "realidad" como un telón de fondo que aportase verosimilitud al drama representado y narrado.

Observé también que todos los actores (quizá carentes de empaque, de atractivo o, al menos por esos pagos que eran los míos, de fama) estaban perfectos en su papel - lo que podía significar, en la irónica estrategia anticonvencional de Buñuel, "perfectamente desajustados", ciertamente así sucede a menudo cuando operaba en el marco de la comedía o el folletín - y que, sobre todo Ensayo de un Crimen, eran películas rodadas quizá con medios escasos - en especial si se compara con el cine de Hollywood -, pero precisamente por ello aprovechados al máximo, sin asomo de derroche, ni de abandono, dejadez o descuido.

Para colmo, al cabo de varias visiones, caí en la cuenta de que Ensayo era - sin que se notase a simple vista ni el hecho requiriese del espectador esfuerzo alguno: el trabajo ya lo había hecho Buñuel, tanto en la fase de escritura como, después, en el rodaje y en el montaje - una película de complejidad estructural asombrosa, llena de flashbacks dentro de flashbacks, y unos "reales" y otros "imaginarios", y que a pesar de ello resultaba de una claridad y fluidez asombrosas, sin tropiezos ni caídas de ritmo, porque cada plano estaba perfectamente pensado, medido en el tiempo y el espacio (en su duración y su encuadre) y enlazado con el siguiente, lo mismo que, con una imagen más ruda y dura -pese a estar la fotografía firmada por el famoso Gabriel Figueroa, el de los bellos contraluces que tanto han perjudicado posteriormente la fama merecida de Emilio Fernández-, ocurría en Los Olvidados, reflexiones que desbarataban por completo la peregrina y asombrosamente extendida idea - persistente todavía hoy - de que Buñuel era técnicamente incompetente, o que se despreocupaba por tales cuestiones, cuando para mí es palpable que técnicamente fue - desde que empezó a trabajar en México - uno de los más consumados y perfectos realizadores que ha dado el cine, y además un gran montador.

Esto supuso de inmediato mi total desprendimiento de la imagen "canónica" dominante del cine de Buñuel, y que me aprestase a ver todas las películas suyas que se ponían a mi alcance totalmente desprovisto de prejuicios y prevenciones. Ni su celebridad iba a acomplejarme ni pensaba mirar con recelo las películas de aspecto más miserable y rutinario, por mucho que las protagonizasen Jorge Negrete y El Trío Calaveras. Aún hoy, varias de las más veneradas y premiadas se cuentan entre las que, aun gustándome, y respetándolas y admirándolas, en el fondo menos satisfecho me dejan, o menor entusiasmo me producen, mientras que muchas de las que mantienen peor reputación y nulo prestigio nutren los puestos primeros de mi preferencia, y no sólo las "reconocidas" como Él (1953) y Ensayo, sino otras más ignoradas como El Gran Calavera (1949) o Robinson.

Las más modestas dan casi siempre mucho más de lo que prometen, y se revelan, a la postre, saludable y exaltantemente imprevisibles, mientras que alguna de las obras maestras "oficiales" no consiguen sorprenderme en exceso, o recurren ocasionalmente a relativas facilidades, e incluso bordean a veces - sin caer en él - el academicismo, y suelen ser, además, las únicas en las que echo de menos un poco de humor. Esto hace, por ejemplo, que la desde luego ejemplar y conmovedora Nazarín (1958), sin duda una de las grandes obras maestras de Buñuel, no se cuente entre las que primero se me venga a la memoria cuando se menciona su nombre.

Otro rasgo básico que pronto destacó para mí en el cine de Buñuel es su literalidad casi absoluta, bastante insólita en el cine en general, y en particular en el europeo, al que Buñuel pertenece incluso cuando hace películas mexicanas. Es una actitud de la que cabe encontrar residuos en los cineastas primitivos americanos menos ambiciosos (más Dwan y Walsh que Ford y Vidor), pero a la que son ajenos desde el periodo mudo los europeos (ni siquiera Feuillade). Por mencionar un solo ejemplo, bien asombroso y tan reciente como cabe: si el personaje de Conchita Pérez en Cet Obscur Objet du Désir está, sin explicación alguna, interpretado alternativamente por dos actrices nada parecidas entre sí (a nadie puede pasarle desapercibido que Carole Bouquet no es Ángela Molina) no se debe ni siquiera a una presunta intención, por parte de Buñuel, de insinuar que la desconcertante y exasperante Conchita parece, por su conducta, tener una suerte de doble personalidad, que vuelve loco de frustración y contrariedad a Mathieu (Fernando Rey), sino porque Conchita es, sencillamente, dos mujeres, y no sólo - subjetivamente - para su permanentemente excitado y contrariado aspirante. Nadie, salvo Buñuel, se hubiera atrevido a manifestarlo tan brutal y directamente, tan poco verbalmente, contratando a dos actrices y utilizándolas sin sistema o clave significante alguna, ni repartiendo entre ellas sus facetas contrapuestas, sino mezclándolas y produciendo así en el espectador el mismo desconcierto que enloquece y trae por la calle de la amargura a Mathieu. No es más que una muestra, pero yo creo que prueba que de Buñuel hay que hacer menos caso de las - escasas - declaraciones, y atender básicamente a las películas, y no tratar de interpretarlas o buscarles significados ocultos o símbolos, sino tomarlas, como él tomaba la realidad (y sus anexos físicamente no patentes, pero no menos operantes), al pie de la letra; en este caso, además, al pie de la imagen, que nunca en realidad representa, sino muestra, y que cobran su sentido más profundo no aisladas - por llamativas que puedan ser algunas de ellas, mundialmente célebres, como el ojo cortado por la navaja al inicio de Un chien andalou - sino en asociación con otras: nunca es realmente una "imagen", sino una serie de imágenes perfectamente encadenadas, una secuencia, lo que compone en el cine de Buñuel la unidad significante: antes del ojo va la nube que atraviesa la luna llena, y antes la mirada de Buñuel y la cuchilla que afila.

Hay cineastas de los que cabe aprender; de otros, no es posible (ni quizá conveniente), pero sirven (o pueden y hasta deben servir) como ejemplo y como estímulo (más que modelo, desafío o meta) a los que, tras ellos, se empeñan en impresionar celuloide con imágenes del mundo (o de sus respectivos mundos particulares).

Buñuel pertenece, pienso yo, a estos últimos, y en más de un sentido, aunque a menudo algunos directores, y no sólo ingenuos principiantes, ni exclusivamente los españoles, se empeñen en copiarle detalles superficiales, los más llamativos quizá, tan personales además que todo conato de imitación, aparte de condenado al ridículo de antemano, resulta lo que antaño se consideraba un plagio - y hoy se maquilla como "homenaje" -, inútil para colmo, pues esa imagen impresionante, cortada de sus motivos o de las raíces de las que brota y procede, se convertirá en un exabrupto sin sentido o un elemento decorativo, precisamente dos cosas que no es nunca en Buñuel, donde hasta lo más sorprendente y misterioso está preñado de sugerencias e insinuaciones veladas, y siempre añade solapadamente algo al sentido de la película, aunque casi nunca podamos precisar exactamente qué, sobre todo porque a menudo, más que "decir", contradice, pone en duda, matiza, califica, relativiza, ironiza lo que aparente o más explícitamente significa.

Buñuel sigue vivo, y es de suponer que así será permanentemente, porque, a diferencia de la mayoría de los autores cinematográficos, es ejemplar no en un solo aspecto, sino en varios, de tal forma que su ejemplaridad sobrevivirá a las cambiantes modas y a los caprichos de la crítica.

Empezando por lo más banal en apariencia, Buñuel es un ejemplo vivo del hecho alentador y demostrable de que con muy poco dinero es posible hacer gran cine. A condición, claro está, de tener mucho talento y no menos imaginación, cierta austeridad personal y pocas aspiraciones a hacer fortuna y vivir como un magnate, una idea clara de lo que se quiere hacer y una dosis de buen oficio. La mayor parte de su obra está condicionada (pero no abortada ni frustrada, ni siquiera limitada o afeada) por unos medios que otros hubieran considerado excusa suficiente para ni siquiera intentar esforzarse. En este aspecto, la actitud de Buñuel es modélica para jóvenes directores, en principio no sobrados de presupuesto, y para todas las cinematografías pobres o incipientes, carentes de estructura industrial, que son, en el fondo, la gran mayoría.

Extremadamente unida a la de apañarse para alcanzar sus objetivos a pesar de la falta de dinero, aparece después la ejemplaridad de su actitud frente a limitaciones de otro tipo, las que pueden suponer los géneros y las convenciones dramáticas o éticas impuestas por la producción o incluso por la sociedad en la que se trabaja y a la que primariamente tiene que dirigirse. Son presiones tácitas a menudo, reglas no escritas, fronteras invisibles, censuras no institucionalizadas, que pueden aceptarse, despreciarse o aprovecharse, y Buñuel demostró que es más productiva la tercera opción, a condición de fingir que se opta por la primera y de asegurarse de que el sentido de la película no resida exclusiva ni primariamente en la expresión verbal. Obras como Susana (1950) prueban que es posible – aunque no fácil, desde luego - poner en tela de juicio, respetándolas formal y externamente, en teoría, esas convenciones, sembrando dudas acerca de sus fundamentos éticos, e incluso subvirtiendo su significado y la reacción que provocan en el espectador. De este proceder hay ejemplos numerosos en toda la etapa mexicana, sobre todo antes de 1956.

Una tercera faceta ejemplar de Buñuel es su permanente afán de búsqueda. No por prurito de innovación ni por ínfulas de originalidad, pues Buñuel fue siempre singularmente modesto en sus pretensiones - que casi nunca proclamaba, por otra parte -, aunque exigente siempre consigo mismo y de una integridad tan grande como su callado orgullo profesional y su sed de independencia y libertad, que sólo por habilidad táctica callaba o disimulaba.

Sin duda, le aburría reiterar lo ya hecho, filmar las cosas como los demás (o como él mismo antes), contar del mismo modo historias que - detalle más o menos - ya habían sido narradas. Y una consecuencia de todo ello reunido es que, cuanto más sabio y clásico se hizo su estilo, cuanto mayor era la facilidad aparente con que enfocaba, concebía y realizaba cualquier escena, más lejos llegó y, a la chita callando, fue ensanchando y haciendo progresar, como quien no quiere la cosa, casi sin proponérselo, el lenguaje del cine, de modo que, si empezó siendo "vanguardista", acabó por estar, sin que apenas nadie lo sospechase, ni siquiera (o sobre todo) los productores, a la vanguardia del cine. Y no me refiero sólo, como puede parecer, a obras tan patentemente singulares e "irregulares" como Un chien andalou, L'Âge d'Or, Las Hurdes (Tierra sin pan/Terre sans pain) (1932), El Ángel Exterminador (1962), Belle de jour (1967), La Voie Lactée (1968), Le Charme Discret de la Bourgeoisie (1971), Le Fantôme de La Liberté (1974) o Cet Obscur Objet du Désir (1977), sino que incluyo también las menos llamativas - y a veces menospreciadas, por el propio Buñuel en muchas ocasiones - El Gran Calavera, Los Olvidados, Susana, Una Mujer sin Amor (Cuando los hijos nos juzgan) (1951), Subida al Cielo (1951/2), El Bruto (1952), Robinson Crusoe, Él, Abismos de Pasión (1953/4), La Ilusión Viaja en Tranvía (1953), El Río y la Muerte (1954), Ensayo de un Crimen, La Mort en ce jardin (1956), Nazarín, The Young One/La Joven (1960), Viridiana (1961), Le Journal d'une Femme de Chambre (1964), Simón del Desierto (1965) o Tristana (1970), aunque fue sobre todo en los últimos años de su vida, precisamente en la época en que pretendía a cada película que era la última, cuando contó con la libertad suficiente para convertirse en el que más a fondo ha explorado las posibilidades del cine como arte de la representación narrativa (pero no sólo narrativa, sino también poética), junto con Jean-Luc Godard o Robert Bresson, y encima con mucho más público que ellos juntos (y cuantos en algún sentido han seguido caminos paralelos).

Fue publicado seguramente en el nº 12 de La gran ilusión (hacia diciembre del 2000)

sábado, 19 de agosto de 2023

Amores para el recuerdo

An Affair to Remember (Tú y yo) puede parecer, a primera vista - y sobre todo durante su media hora inicial -, una "comedia" más, un poco anticuada ya para el Hollywood de 1957, sin duda por seguir muy de cerca la primera versión de la misma historia, Love Affair, rodada por el propio Leo McCarey en 1939. Un poco contradictoriamente, algunos le han reprochado un exceso de sentimentalismo, la "traición" de que a mitad de camino se convierta en un melodrama.

Ambas visiones son parciales y esquemáticas, y debieran recordar que no conviene contemplar las películas tan distraída o apresuradamente, casi de reojo, quizá con un excesivo afán de etiquetarlas y encasillarlas, como si fuese tan urgente juzgar y clasificar que ni siquiera se espera a que concluyan.

Leo McCarey no era un ingenuo ni un simple. Su filmografía plantea interrogantes a cualquiera que medite acerca de lo que ve y que compare y relacione sus obras, entre sí y con otras. Pero cuando, hacia el final de su carrera - sólo rodaría dos películas más - rehace su Love Affair, no podía ser ya ni espontáneo ni inocente, sino, por el contrario, forzosamente consciente de las consecuencias de cada decisión que tomaba. Cada vez que elegía un emplazamiento de cámara y delimitaba el encuadre correspondiente (ahora en Cinemascope y en color DeLuxe), al repetir o modificar un diálogo del guión originario, o la disposición espacial del decorado, como ya antes, al optar por intérpretes emparentables con los de la primera versión pero de muy diferente ritmo y tono vital (Cary Grant y Deborah Kerr tras Charles Boyer e Irene Dunne), McCarey buscaba, sin duda, algo muy determinado; no meramente contar de nuevo una historia que encontraba hermosa, ni repetir la fórmula de un éxito pasado, ni siquiera recuperar la inspiración perdida o cansada mediante el recurso a las ideas juveniles. Porque no es An Affair to Remember la obra de un joven, ni la de un anciano que pretende rejuvenecerse o reverdecer laureles, sino el testimonio implícito del cambio de perspectiva que se produce con la madurez, cuando se cobra conciencia del paso del tiempo y de sus estragos, y se comprende también que sólo la capacidad para aguantar su peso y su erosión demuestra el valor de los sentimientos. Se diría que McCarey piensa que sólo es lo que dura, lo que aguanta; de lo contrario, cuando lo rememoremos habrá dejado de existir, será sólo recuerdo, y no memoria viva y operante en el presente.

De ahí la gravedad, el discreto y sutil dramatismo que introduce repentinamente en esta ágil comedia, hasta esa secuencia ejemplarmente ligera y embriagadora, de espíritu vacacional y aroma achampanado, la visita en Villefranche-sur-Mer (ya no en Madeira) a Janou (Cathleen Nesbitt), la abuela de Nickie Ferrante (Cary Grant). Interrumpe su "flirt" una inesperada visión del futuro, a través de una anciana serenamente encaminada a la muerte, que vive sus últimos años alimentada de recuerdos, literalmente anclada en el pasado, y que sobrevive gracias a conservar viva la memoria de su esposo. Lo que era un acicate, una tentación a la que la más elemental prudencia, el realismo y la conveniencia aconsejaban no ceder, se torna para Nickie y Terry McKay (Deborah Kerr) algo mucho más grave. La abuela ha visto, ha detectado (o reconocido) en su relación lo que ellos no se arriesgaban a admitir, a confesarse, no ya el uno al otro, sino ni siquiera a ellos mismos. Y, al ver que ella sabe su secreto, que desde fuera ha calado en sus sentimientos, no pueden ya seguir disimulando, fingiendo que es un juego inocente y sin trascendencia.

Lo cual plantea problemas. La seguridad y la tranquilidad se desvanecen, y aparece el peligro; ni siquiera pueden estar seguros de sí mismos, de su fuerza de voluntad, de su capacidad para renunciar a la comodidad y el lujo, para trabajar y ganarse la vida, para hacer lo que exigirían las vocaciones respectivas a las que han renunciado. En otras circunstancias, es lo mismo que descubren con alarma Sean Thornton (John Wayne) y Mary Kate Danaher (Maureen O'Hara) en The Quiet Man (El hombre tranquilo, 1952) de John Ford, o C.C. Baxter (Jack Lemmon) y Fran Kubelik (Shirley MacLaine) o Wendell Armbruster, Jr. (Lemmon de nuevo) y Pamela Piggott (Juliet Mills) en sendas películas de Billy Wilder, The Apartment (El apartamento, 1960) y Avanti! (¿Qué pasó entre mi padre y tu madre?, 1972). El cosquilleo del cortejo y el mutuo descubrimiento, el encuentro casual con lo desconocido o la súbita intimidad con un conocido, se convierten en una apuesta vital a todo o nada, que obliga a un esfuerzo de adaptación, de renuncia a hábitos, comodidades, inflexibilidades y orgullos.

Terry y Nickie se dan un plazo, se ponen condiciones, y se separan hasta dentro de seis meses, en lo alto del Empire State. Hubiera sido demasiado fácil que semejante prolongación del juego, en el fondo una tregua y un aplazamiento, hubiese salido bien. Nunca es tan simple, y en su caso no era verosímil que alcanzaran la meta sin alguna prueba adicional, imprevista y no pactada. Hacía falta más tiempo que el que su deseo y su impaciencia habían fijado de espera. Era preciso el sufrimiento, un malentendido, un accidente, para tener que salvar, además, los obstáculos de la decepción, del orgullo herido, de la ausencia de explicaciones, del engaño aparente o el aparente olvido, del fracaso y la enfermedad.

McCarey parece pensar que no basta para unirse permanentemente con pasarlo muy bien juntos. Esa condición necesaria pero insuficiente, lo sabe muy bien, está al alcance de cualquiera. Ni siquiera es garantía suficiente echarse de menos durante la separación y la ausencia. Cree, sin duda, que las palabras del matrimonio son solemnes con causa, y que no en vano cubren todas las posibilidades, y muy expresamente las malas: en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad. Y que seis meses son demasiado pocos días para atreverse con tan escaso fundamento a aspirar a esa porción de eternidad que está a nuestro alcance, al limitado "para siempre" que significa prometerse respeto y ayuda mutua "hasta que la muerte nos separe".

¿No es, en el fondo, más creíble el conmovedor y melancólico "final feliz" arduamente conquistado de An Affair to Remember que el que se hubiese impuesto de llegar Terry puntualmente a la cita, o con un venial y banal retraso, perfectamente subsanable? ¿No han madurado en ese trecho los dos personajes? ¿No hace más plausible que consigan envejecer juntos ese encono de Nickie, que se ha hecho un pintor, y no un "gigoló", y ese afán de Terry de no ser compadecida ni "mantenida" nunca más por nadie, de valerse por sí misma incluso si se ha quedado inválida? Era preciso que no sólo se atrajesen, se gustasen y se divirtiesen juntos, sino que llegasen a respetarse, a conocer y perdonarse sus pasados respectivos, a ayudarse recíprocamente, a permanecer juntos en la adversidad, a aguantarse cuando todo lo demás va mal. No es que fuesen, cuando sus destinos se cruzan en un transatlántico, demasiado jóvenes, pero eran, sin duda, insuficientemente maduros y responsables.

El equilibrio y la elegancia supremos de esta película demuestran hasta dónde es capaz de adentrarse el cine, y no empleando su máxima potencia, sino limitándose a los elementos mínimos, los más simples y vulgares, los que están al alcance de cualquiera. Es una película alegre y divertida, pero también angustiosa y emocionante, que hace formarse nudos en la garganta de cualquiera, y que trasmite al final una esperanza de felicidad francamente contagiosa. Y eso lo consigue sin hacer trampas, sin efectismos, sin manipular al espectador, encontrando y manteniendo la distancia precisa en cada momento. Con los recursos imprescindibles, sin ninguna pretenciosidad, con una destreza casi imperceptible, sin alardes plásticos ni dramáticos, McCarey se sirve de los actores, el espacio, el tiempo y el color con la modesta maestría que ha conquistado, en su madurez, quien es, de incógnito, uno de los grandes cineastas de la historia del cine. Era un secreto que solo sus pares - Ford, Renoir, Hawks o Hitchcock - conocían. Pero que está ahí, al alcance de quien se moleste en mirar, en una obra que consigue la máxima aspiración secreta del arte: ser memorable, que es su manera de perdurar.

Texto preparatorio para la presentación de la película en el ciclo Gegants del cinema, organizado por el Ayuntamiento de Barcelona (12 de julio del 2000)

domingo, 6 de agosto de 2023

El doble de Bergman

I. LOS ROSTROS.

Ingmar Bergman nace en 1918 (1). Cuando dirige su primera película, Crisis (Kris, 1945) tiene sobre sus espaldas una serie de experiencias que tendrán una importancia decisiva en su obra posterior: por un lado, es hijo de un pastor protestante; por otra parte, ha dirigido teatro (y continuará haciéndolo en lo sucesivo) y ha escrito ya uno de los seis guiones que han realizado otros directores. A esto puede sumarse un temprano interés por el cine, del cual nacen las influencias, más o menos explícitas a lo largo de las diferentes etapas que pueden distinguirse en su obra, de directores como Sjöström, Stiller, Dreyer, el expresionismo alemán, Renoir y Carné.

Sus films de aprendizaje son en general poco conocidos y, por lo que he visto y las referencias de que dispongo, carecen de interés, si se exceptúa Prisión (Fängelse, 1948), en el que ya aparecen, de forma embrionaria, algunos de los temas que darán forma a su obra (especialmente, parece ser que se trata de un precedente subterráneo de Persona). En estas primeras obras, Bergman aborda el cine como un mero vehículo dramático y narrativo, factor que, sumado a su impericia técnica, da como resultado una serie de películas bastante torpes e ingenuas, impregnadas del “realismo poético” que había ilustrado, desde la década anterior, Marcel Carné (y su guionista habitual, Jacques Prévert). Tenemos así películas como Llueve sobre nuestro amor (Det regnar på vår kärlek, 1946) y Noche eterna (Musik i mörker, 1947), típicos films de postguerra que, por esta circunstancia, pueden relacionarse con obras tan diferentes como Arroz amargo (Riso amaro, 1949) de Giuseppe De Santis o El ángel borracho (Yoidore Tenshi, 1948) de Kurosawa: estas películas muestran, con cierto desgarro y un existencialismo desesperado, unas sociedades pobres, a veces destruidas, en las que se debaten unos individuos desgraciados. En el caso de Bergman, las dos películas citadas tienen un guión plenamente melodramático y la evidente intención de transmitir un “mensaje”, tan primario como esquemático. Para ello nos presenta a unos personajes “aparte” (fuera de la ley, aislados de la sociedad por razones físicas – la ceguera – o de clase), en general perseguidos, sumergidos en un medio ambiente hostil, que encuentran sus raíces, curiosamente, en el cine de preguerra de los países más desarrollados: Furia (Fury, 1936) y Sólo se vive una vez (You Only Live Once, 1937) de Lang, o El muelle de las brumas (Le Quai des brumes, 1938) de Carné, El crimen del Sr. Lange (Le Crime de Monsieur Lange, 1935) y La golfa (La Chienne, 1931) de Renoir, a través de los cuales se reenlaza con la tradición de la literatura naturalista francesa del s. XIX. Estos personajes de misfits buscarán la seguridad en la mujer (como más tarde lo harán los personajes de Nicholas Ray), convirtiéndose así Bergman, desde el principio, en un cineasta de la pareja, cobrando una especial fuerza la mujer, como máximo conductor de las presiones de la sociedad (dada su mayor sensibilidad y, en aquellos tiempos hasta en Suecia, su menor independencia y su más acentuada falta de recursos). Estas películas se convierten así, a medio camino entre el melodrama y la comedia “social” a lo Capra, en alegatos socialdemócratas que aúnan, por un lado, un socialismo “rosa” y una llamada a la libertad individual. Si técnicamente esta primera época de Bergman (que va de Crisis a Hacia la felicidad, Till gladje, 1949, para reaparecer episódicamente en algunas películas de los años 50) se caracteriza por una notable torpeza y una postura ilustrativa, es indudable que empiezan ya a manifestarse algunas de las virtudes proverbiales de Bergman: la dirección de actores (especialmente la Mai Zetterling de Noche eterna) revela que la actividad teatral de Bergman le había conferido una soltura poco frecuente en un principiante. Sin embargo, incluso este aspecto, el más positivo de estos films, se veía empañado por un acentuado y poco eficaz afán caricaturesco, que luego sería abandonado.

En 1950 Bergman dirige Juegos de verano (Sommarlek), que años más tarde sería redescubierta y considerada como su primera obra maestra. Mientras Secretos de mujeres (Kvinnors väntan, 1952) centra por vez primera su atención en el mundo femenino, Un verano con Mónica (Sommaren med Monika, 1952) retoma, en clave más pesimista, el tema de los jóvenes amantes que escapan de la sociedad durante el corto verano nórdico, reenlazando así con los primeros films americanos de Fritz Lang y, por consiguiente, con They Live by Night, 1947, de N. Ray. Es en este film, quizá el primero sobre la “juventud rebelde”, en el que Bergman logra, a mi juicio, una mayor libertad narrativa, precediendo no sólo el Rebelde sin causa (Rebel Without a Cause, 1955) de Ray, sino incluso Pierrot el loco (Pierrot le fou, 1965), de Godard (gran admirador de Un verano con Mónica).

En efecto, el estatismo de origen teatral de sus films precedentes se ve aquí sustituido por una mayor vitalidad, concretada en la huida, por un lado, y en la comunión con la naturaleza, por otro.  La planificación se hace menos rígida, al igual que la estructura narrativa de la película, más abierta y centrada con frecuencia en los llamados “tiempos muertos” que más tarde popularizaría Antonioni. Consecuentemente, el elemento expresivo más relevante en Bergman, el primer plano, se libera y cobra una nueva función. Como es frecuente en los cineastas de origen teatral (véase el ejemplo de Kazan), Bergman se acercó al cine con complejos e inseguridades, que hallaron su válvula de escape más obvia en dos factores de los que carece, por definición, el teatro: el primer plano y el montaje (entendido principalmente como la posibilidad de mostrar una escena desde diferentes puntos de vista y no desde el único de que dispone el espectador teatral). Siendo este último factor poco asequible a un novato, y pasando el cine en los años 40-50 por una etapa de reacción contra la concepción del montaje como factor específico de la expresión cinematográfica que había imperado durante el cine mudo, era de esperar que Bergman adoptara, como eje de su estilo, el primer plano y que el rostro humano adquiriera una importancia desmedida, y con ella el actor (que, como hemos visto, es el instrumento que Bergman controló, desde el principio, con mayor seguridad y precisión).  Pues bien, hasta Un verano con Mónica, en lo que alcanza mi conocimiento de su obra, Bergman ha transmitido el sentido y el significado de sus películas a través del diálogo y de numerosos primeros planos (usualmente en plano-contraplano) que le servían de soporte y como medio de acentuar y subrayar los instantes más reveladores. En Un verano con Mónica, en cambio, hay algunos primeros planos -en especial aquél en que Harriet Andersson, sin decir una palabra, fuma un cigarrillo en compañía de su amante, y se vuelve insolentemente hacia la cámara (y el espectador)- que se independizan del contexto y de la palabra para llevar en sí mismos, de forma que viola las reglas gramáticas que se enseñan en las escuelas de cine y en los inútiles libros teóricos de los Spottiswoode y compañía, todo el significado de la escena (el plano-secuencia citado es el ejemplo más claro, y habrá de tener una repercusión inmensa en toda la obra de Godard, desde el inicio de Al final de la escapada (À bout de soufle, 1959, hasta Pierrot el loco, donde un primer plano de Anna Karina mintiendo “dobla” exactamente el de Harriet Andersson).

Esta nueva función del primer plano, que alcanzará la madurez en la Trilogía y obras posteriores (en especial Persona), se mantendrá ya, con mayor o menor fuerza, en todas las obras del segundo periodo bergmaniano, etapa de inseguridad, en la que Bergman empieza a hacerse más complejo, dando cabida en sus películas a ciertos elementos no autosuficientes cuyo aislamiento y subrayado les confieren, en algunos casos, un carácter simbólico, quizá inconsciente pero de bastante importancia, ya que ha condicionado el acercamiento a su obra posterior (ya desprovista de símbolos) por parte de muchos críticos.

La primera película que cobra un carácter netamente alegórico es Noche de circo (Gycklarnas afton, 1953), que Bergman defiende encarnizadamente cada vez que tiene ocasión para ello y que, personalmente, estimo muy mediocre, aunque de indudable relevancia para un estudio temático de Bergman, ya que en ella aparecen de forma explícita muchas de sus preocupaciones fundamentales (como los celos, que reaparecerán en Fresas salvajes Smulstronstället, 1957, o la vergüenza, que dará título a una de sus películas más recientes). Sin embargo, aparece en esta película, y de forma más acentuada que en las de los años 40, un barroquismo de clara raíz expresionista (más cercano, sin embargo, al moralizador Sjöström de La carreta fantasma, Körkarlen, 1920, y al cine producido por la U.F.A. en los años 30, que al expresionismo alemán), tan artificioso como anticuado, que le lleva a prestar más atención al encuadre, al decorado y a la iluminación que a la dirección de actores, que a su vez dejan de interpretar verdaderos personajes para dar cuerpo a seres que representan pasiones o categorías morales. La estructura se hace superficialmente complicada, dentro de una tónica tradicional (flashbacks explicativos, reiteraciones), y los actores, por vez primera, recurren más al maquillaje y a las muecas que a su talento. En conjunto, resulta una película teatralizada en el peor sentido de la palabra, además de desmedidamente pretenciosa y “oscura”. Como era de suponer, el film fue un absoluto fracaso comercial, y Bergman tuvo que abandonar, momentáneamente, sus experiencias estilísticas para consagrarse a dirigir una serie de comedias dramáticas, menos personales en apariencia, pero en general más logradas. Así Una lección de amor (En lektion i kärlek, 1954), que pese a ciertos residuos expresionistas o simbólicos (la estatuilla de Cupido que cierra el film) y una casi total ausencia de sentido del humor parece más sincera e incluye, posiblemente, episodios autobiográficos. Sueños de mujer (Kvinnodröm, 1955), pese a algunos elementos caricaturescos que recuerdan Llueve sobre nuestro amor (como el obeso patrón de Eva Dahlbeck) y un cierto desequilibrio entre las dos historias (confluyentes, pero muy diferentes estilísticamente) que cuenta, es una de sus mejores películas sobre la mujer, con una deslumbrante dirección de actrices. El episodio Harriet Andersson-Gunnar Björnstrand, menos logrado y con una elegancia muy “principio de siglo” es el precedente visual de su film siguiente, una de sus obras maestras: Sonrisas de una noche de verano (Sommarnattens leende, 1955). Este film es, en el fondo, una reflexión sobre el teatro: tomando el tema y la estructura de un vodevil, respetando casi las tres unidades clásicas (tiempo, acción y lugar) de la escena, con un abundante y agudo diálogo y unos personajes convencionales y más numerosos que de costumbre, Bergman se ha propuesto hacer cine, y ha conseguido así su primera obra perfecta, armónica, dentro de un clasicismo cercano al de Mankiewicz e introduciendo en la comedia una vertiente dramática heredada de Strindberg e Ibsen que convierte esta película en una seria meditación sobre el amor, próxima en más de un sentido a La regla del juego (La Règle du jeu, 1939) de Jean Renoir (que Bergman no había visto). Este film triunfa en Cannes en 1956. Se descubre a Bergman, se resucita su obra y se le convierte, de improviso, en uno de los grandes ídolos del cine mundial.

En este momento, Bergman cae, al parecer, en un cierto vedetismo, que le lleva a fabricar lo que podríamos llamar “films de festival”, de forma paralela a lo que, unos años más tarde, a partir de Eva y El sirviente (The Servant), le ocurriría a Joseph Losey con el súbito acceso a la fama tras años de oscuro trabajo. Esto da lugar a algunos films que intentan responder en exceso a ese prestigio y que, en consecuencia, dejando de lado su calidad intrínseca, implican una regresión: son films insinceros, superficiales, exóticos incluso. Estos films de miniaturista comienzan en El séptimo sello (Det sjunde inseglet, 1956), con un abandono no ya de la época actual, iniciado en Sonrisas de una noche de verano, sino incluso del pasado reciente: son sus films medievales, por fortuna sólo dos, que traducen, además, una cierta preocupación religiosa, en clave simbólica y legendaria (las viejas sagas nórdicas), que le permitirán convertirse en el salvador del cine a los ojos de los elementos más reaccionarios de algunos países católicos (en especial España). Reaparece entonces, con más fuerza que nunca (y también con más coherencia), el barroquismo de Noche de circo, las representaciones teatrales (que de una forma u otra habían ocupado siempre un cierto lugar en sus obras) se hacen más importantes, se recurre al simbolismo de forma bastante penosa y se plantean histriónicamente una serie de problemas metafísicos (el Alma, la Muerte, Dios, la Gloria) que reducen algunas escenas de estas películas a puro trascendentalismo decorativo, respaldado -eso sí- en una impecable dirección de actores y en una maestría técnica que roza el virtuosismo.

La película siguiente, sin embargo, Fresas salvajes, si bien se complica extraordinariamente desde un punto de vista estructural (relaciones entre el presente y el pasado, lo onírico y lo real), lo hace con más motivos, puesto que el film es una reflexión sobre la vida que realiza el profesor Isak Borg (Victor Sjöström) desde el umbral de la muerte. Como dijo Fereydoun Hoveyda, este film es “el mayor anillo de la espiral” que se ha ido ampliando a cada nuevo film de Bergman, pues en él se engloban todas sus tendencias anteriores: asistimos a la fusión de los diferentes estilos que desde Noche de circo hasta El séptimo sello ha recorrido Bergman. De ahí las rupturas estilísticas que dan forma y estructura a este film, el más profundo que Bergman había realizado hasta entonces, y que se mantiene, pese a estar visualmente un poco anticuado y recurrir a algunos procedimientos de raíz expresionista, como su mejor obra anterior a la trilogía. En este film, temporalmente, Bergman abandona su postura de malabarista, predicador, titiritero y showman, que tan peligrosamente había aparecido en El séptimo sello, para darnos una obra intimista, cerrada en sí misma, de meditación interior. Surge así una nueva faceta aparente de Bergman: tras el teólogo, el filósofo, el ensayista, el literato que, tras las huellas de Proust, se vuelve sobre el tiempo perdido con una angustia existencial cuyas raíces, inevitablemente, se encontrarán en Kierkegaard.

En estas circunstancias, pues, cada nuevo film de Bergman será un acontecimiento para la crítica y un peligro para su autor. Afortunadamente, En el umbral de la vida (Nära livet, 1958), planteada seguramente como un panfleto en contra del aborto (tema que, lateralmente, había aparecido insistentemente en su obra, a través de innumerables parejas en que el hombre no deseaba el hijo que su mujer iba a darle), escrito por Ulla Isaksson, lleva a Bergman a encerrarse, con tres mujeres parturientas, en el claustrofóbico, frío y aséptico escenario de un hospital. Se produce entonces una ruptura radical en su estilo: nos encontramos mucho más cerca de la trilogía que de Fresas salvajes. La iluminación se hace fría y uniforme, las imágenes hirientemente luminosas, la estructura se simplifica al máximo (quizá en exceso), los planos se hacen más largos, los encuadres se vacían y la narración se estanca, prácticamente, en una situación única. Si bien su interés intelectual es muy reducido, y por parte de Bergman lo más interesantes es, de nuevo, una introspección en la mujer, la desnudez y sobriedad del estilo suponen un importante paso adelante que, sin embargo, no tendrá repercusiones inmediatas, ya que su film siguiente, El rostro (Ansiktet, 1958), cuyo título es inevitable relacionar con Persona, vuelve, con más maestría que nunca, al “ilusionismo” formal de El séptimo sello, sólo que aquí este estilo tiene una justificación evidente: su protagonista es un mago, un ilusionista, un hipnotizador, y el film se sumerge en el terreno de lo fantástico, apareciendo aquí el primer contacto de Bergman con el cine de terror.

El manantial de la doncella (Jungfrukällan, 1959) tiene, de nuevo, un discutible guión de Ulla Isaksson, y de nuevo nos encontramos en la Edad Media e inmersos en una alegoría religiosa, en la que contrasta, sin embargo, la sobriedad del estilo y la longitud de los planos (prolongación del estilo inaugurado con En el umbral de la vida, nuevo paso hacia el despojamiento y la madurez) con ciertos simbolismos (la rana que salta de un bocadillo poco antes de que la doncella sea violada) que parecían abandonados. Inmediatamente después realiza El ojo del diablo (Djävulens öga, 1960), considerada por muchos su peor película, y que está estrechamente relacionada con Noche de circo a través de una comedia metafísica basada en el mito de Don Juan.

Así se cierra la que hemos llamado, de forma no exenta de arbitrariedad, pues los límites entre una y otra son difusos, la segunda etapa de la evolución de Bergman.


II. EL ARCHIPIÉLAGO.

A través de esta irregular trayectoria y a lo largo de muchos años y veintidós películas, Ingmar Bergman llegó a la Isla de Färo y encontró la madurez: Como en un espejo (Såsom i en spegel, 1961) abría su famosa trilogía y marcaba una ruptura casi definitiva en su obra. El proceso de paulatina decantación que se había ido operando en algunas obras aisladas y dispersas se hace aquí, por vez primera, total y coherente. Los comulgantes (Nattvardsgästerna, 1962) es todavía un paso adelante: la sobriedad de este film, su linealidad y pureza llegan a un grado tal que se piensa inmediatamente en el Bresson de Procès de Jeanne d’Arc (1962). Los devaneos gratuitamente barrocos y espectaculares que empañaron un momento la obra de Bergman han sido desplazados por una limpidez y una dignidad evocadoras de Un condamné à mort s’est échappé ou Le Vent souffle où il veut (1956). El silencio (Tystnaden, 1963) prosigue en la misma tónica (tan abstracta como en Bresson, pero más carnal, más física, cercana en ello a Dreyer) y con esta película Bergman acaba la trilogía (que, dato significativo, iba a haber empezado en El manantial de la doncella) y una etapa de su carrera.

En ese momento, Bergman ha llegado al límite de un trayecto, ha borrado de su cine todo lo inútil, lo superfluo, lo llamativo pero accesorio. Ya no queda sino la esencia misma de las cosas, los seres y las ideas, expresadas con el máximo rigor y la máxima concisión. A lo largo de estos tres films, además, Bergman se ha liberado, como él dice, de la superestructura religiosa que le obsesionaba y le aprisionaba. Este camino recorrido se hace patente en la búsqueda esperanzada del Dios ausente que es Como en un espejo y en la certidumbre con que acaba, en la duda irresuelta de Los comulgantes y, finalmente, en El silencio donde lo único que queda es eso, el silencio, la ausencia, el abandono. Obsérvese además cómo la evolución formal es en todo momento paralela a la trayectoria espiritual de Bergman, cómo la “distancia estilística” (el barroquismo) decrece al hacerse Bergman más sincero, más confidencial.

Es entonces cuando Bergman parte en una nueva dirección, y para ello se vuelve hacia su obra, la contempla, la analiza, la critica desde la madurez tan arduamente conquistada. Esa encrucijada es A propósito de esas mujeres (För att inte tala om alla dessa kvinnor, 1964), donde Bergman, reenlazando con Sonrisas de una noche de verano, se confiesa. Este film-clave constituye la segunda liberación de Bergman: en él se descarga de las rémoras que le suponen su prestigio, las alabanzas de la crítica y el complejo frente al cine de todo hombre de teatro.

En este instante crucial, Bergman abandona su postura de predicador, deja de deslumbrarnos con juegos de luces y abandona el terreno de las afirmaciones, de la seguridad, desapareciendo los mensajes junto a la certidumbre. Desde entonces, Bergman pisará arenas movedizas, se arriesgará al fracaso a cada film, se levantará de nuevo si cae. Porque ya sabe que lo que tiene que hacer no es seguir un camino, sino buscarlo, y para ello interrogará al cine y al espectador como se interroga a sí mismo, y se convertirá en un explorador, en un experimentador, en un “hombre que se lanza al vacío” -como dijo Godard de Becker- y que, por tanto, no tiene que rendir cuentas a nadie más que a sí mismo (esa es una de las lecciones de A propósito de esas mujeres), dejando de ser un cineasta tradicional, atreviéndose a romper las convenciones narrativas y sintácticas que hasta entonces acataba escrupulosamente.

Surge así Persona (Persona, 1966), tras el divertimento íntimo y familiar que es Daniel (episodio de Stimulantia, 1965). Persona es la prolongación de la trilogía desde la plataforma de A propósito de esas mujeres, y en ella no queda ya ni siquiera el simulacro de narración, minada y dispersa, que se mantenía en el film anterior. La estructuración abandona las nociones de causalidad, temporalidad y verosimilitud psicológica. El film no explica nada, no da soluciones ni respuestas. Bergman deja, como en A propósito de esas mujeres pero aún con más libertad, que las formas hablen por sí solas, que el film se exprese por sí mismo, que cree su propio tiempo interno, poniendo ante nuestros ojos un panorama amplísimo de sugerencias. Entramos, pues, ya que el film (especialmente su “prólogo”) nos obliga a ello, en el terreno de lo indeterminado. El sentido no precede a la obra, ni es comunicado a través de ella, sino que nace y se genera en ella. Bergman reconoces entonces públicamente que no tiene un control absoluto y autoritario sobre la obra, que ya no es el demiurgo de El séptimo sello, que se limita a poner en marcha sus películas, que se le escapan de las manos absorbiendo en su camino, como una piedra que rueda por una ladera nevada, una serie de ideas, elementos y significados que están allí, que laten en Bergman, pero que Bergman no ha colocado en el film de forma deliberada. Es decir, que la película actuará vampíricamente con su autor, extrayendo de él todo lo que siente o piensa y trascendiendo y superando las intenciones explícitas y conscientes del creador. Sus obras ya no tienen lo que Bergman estima estrictamente necesario, sino que ellas mismas determinan lo que necesitan. La necesidad sigue siendo, como en la trilogía, el criterio que da forma a la obra, pero se trata ahora de una necesidad interna. Persona es, por tanto, un film autónomo y autosuficiente, absolutamente irrecuperable.

Cada plano de los últimos films de Bergman es la sencillez misma, la economía máxima. Como en Bresson, esta sencillez es deliberada, voluntaria, intransigente, conquistada, producto de un esfuerzo; no tiene nada que ver, por tanto, con la espontánea y natural simplicidad de los viejos clásicos -en especial americanos, pero también Renoir serviría como ejemplo, aunque no Lang, más consciente y maniático-. Sin embargo, a nivel estructural, las cosas se complican, pues Persona es un film formado por elementos sencillos (esquematizados incluso, sin sentido peyorativo) pero que no sólo crea su propio tiempo, sino también su propio funcionamiento y su propio espacio (de ahí el desconcierto de Bullitta en el artículo citado) que si bien está extraído de la realidad, no es el espacio real, sino el espacio de Persona, necesariamente abstracto, cortado de su contexto habitual y reducido a su mínima expresión. Y si nos adentramos en el terreno psicológico e interpretativo (hasta hacía poco muy fértil y sembrado de pistas) nos encontraremos ante multitud de puertas, algunas de ellas cerradas, que acaban por formar un laberinto desértico por el que no podremos llegar al hipotético centro de la obra sin forzar las puertas o romper los muros. Contra esta actitud, que era la del crítico Cornelius (Jarl Kulle), ya nos advirtió Bergman en A propósito de esas mujeres (que, como los sketchs de Godard, es un film didáctico) que no conducía a nada (o a la oscuridad, o al ridículo). Por consiguiente, nuestro mejor guía será Susan Sontag, que en Contra la interpretación nos explica que “La interpretación supone una hipócrita negativa a dejar sola (ensimismada) la obra de arte. El verdadero arte tiene la facultad de ponernos nerviosos. Cuando reducimos la obra de arte a su contenido para luego interpretar aquello, domesticamos la obra de arte, la reducimos”.

No tratemos, pues, de exprimir Persona en busca de unas gotas de significado, no la descuarticemos para reconstruir una historia, no saltemos sobre sus imágenes en pos de un sentido oculto, porque este no nos dice nada: nos hace experimentar una serie de sensaciones -intelectuales, emotivas, físicas incluso- que hacen que seamos nosotros mismos los que, incitados por ella, nos planteemos una serie de problemas, sugiriéndonos unas ideas que tal vez el propio Bergman no se propuso expresar.

Prescindiendo de La hora del lobo (Vargtimmen, 1967), que no conozco, y que parece ser El rostro corregido y revisado, revisitado desde la madurez (2), nos encontramos ante La vergüenza (Skammen, 1968), que parece más próxima a la escueta desnudez de Los comulgantes que a la complejidad de Persona en el plano narrativo-estructural, que a su ambigüedad psicológica, que a sus sistemáticas variaciones sobre el tema del “Doble” (de donde surge la idea de igualar Elisabet a Bergman y Alma al film, quizá descabellada, pero no sin cierta inquietante verosimilitud), que a sus métodos de distanciación.

El significado de La vergüenza parece evidente, aprehensible en primer grado; su tema último y primero ya no es el cine, Bergman no nos habla ya tan sólo o primordialmente a través de las formas, los personajes tienen una mayor entidad psicológica, no hay pasajes oscuros e indeterminados, no hay amalgama indiferenciada de sucesos reales e imaginarios. ¿Sería entonces Skammen una obra de retroceso, un paso atrás? La respuesta es, indudablemente, negativa.  Por el contrario, La vergüenza no podría existir sin Persona, al igual que Persona sería inconcebible e inexplicable antes de A propósito de esas mujeres. Lo que ocurre es que Persona -como A propósito de esas mujeres de forma más explícita, desde el guión- es un film hasta cierto punto experimental, de transición, es una reflexión sobre el cine, es la huella del paso de Bergman hacia una madurez más total y perfecta. Como huella, pues, Persona es un film incompleto, un reflejo, hay en él incertidumbres, rozamientos y contradicciones. Contradicciones que no son defectos, que son necesarias y que contribuyen a la riqueza y a la potencia perturbadora de la película, pero que no pueden hacerse permanentes: por su misma naturaleza y función son transitorias. Persona es un colosal paso adelante, no ya para Bergman, sino para todo el cine, es una obra revolucionaria, pero es un paso, y un paso hacia algo. Ese algo es, por lo pronto, La vergüenza. De ahí que en este film lo que en Persona había de misterio y de oscuridad sea ahora evidencia y claridad. Lo que La vergüenza pierde de atractivo, de estimulante, de innovador, lo gana en perfección, en armonía y en pureza, en efectividad incluso. Persona tenía la apasionante característica de que en él se podría ver el film haciéndose (en train de se faire, como diría Godar); Skammen es ya el film hecho.

Si en La vergüenza Bergman vuelve a expresarse a través de los personajes, y no sólo o principalmente a través de las formas, es porque a través de las reflexiones activas, prácticas, de A propósito de esas mujeres y Persona ha conseguido ya dominar esas formas por completo, y utilizarlas como un medio y un fin a la vez, y no como un fin en sí mismas. Por eso La vergüenza es un film total, más sobrio y perfecto, más sólido y estable que Persona.

Sin embargo, la reflexión bergmaniana continúa. Como en Como en un espejo, Los comulgantes, El silencio, Persona y La hora del lobo, los personajes de La vergüenza son seres aislados en su propia soledad y entregados a la reflexión (nuevamente, la obra dobla al autor, es su reflejo). Estas películas, que Bergman llama “obras de cámara” y que van del dúo al cuarteto, reúnen a unos pocos ejemplares de la fauna bergmaniana y los aprisionan en unos recintos (abiertos o cerrados, da lo mismo) separados a su vez de la civilización y de la sociedad. Este artificio dramático, muy antiguo y frecuente en el cine, de probable (y no censurable) origen teatral, ha encontrado en Bergman uno de sus más notables artífices. Este lugar es una isla: literalmente, en Como en un espejo, Persona, La hora del lobo y La vergüenza; metafóricamente en Los comulgantes (un pequeño pueblo del Norte de Suecia, aislado y casi vacío en pleno invierno) y El silencio (un hotel de Timoka, ciudad imaginaria en la que un lenguaje incomprensible hace imposible toda comunicación). Incluso, aumentando a nueve o diez el número de personajes, lo mismo puede decirse de Villa Trémolo, la mansión campestre del maestro Félix, en A propósito de esas mujeres.

Esta “insularidad” se reproduce en las relaciones entre los personajes, aislados por la locura, la frialdad, la incomprensión, el hastío, el idioma, la ausencia, el silencio, los demás personajes, la insolidaridad o la guerra, y que se traducirá a su vez en el intento frenético de establecer contacto, a través del vampirismo (no ya en Persona o La hora del lobo, sino en el acoso del que es objeto el pastor Tömas de Los comulgantes por parte de Märta), el canibalismo, el crimen, el sexo (hetero y homosexual), la palabra.

Sin embargo, a partir de A propósito de esas mujeres desaparece una de las formas de ausencia (y de comunicación) presentadas: la de Dios. Además, incluso antes de ese film-pivot, resulta frecuente que los personajes de estas películas incluyan a un artista: David (G. Björnstrand) en Como en un espejo, Félix en A propósito de esas mujeres, Elisabeth (Liv Ullman) en Persona, Jan Borg (Max Von Sydow) en La hora del lobo, Jan y Eva Rosenberg (M. V. Sidow y L. Ullmann) en La vergüenza, o tengan una profesión basada en la comunicación y en la idea de ayudar a los demás: Sydow en Como en un espejo (médico), Ingrid Thulin (maestra) y Björnstrand (sacerdote) en Los comulgantes, Thulin (traductora) en El silencio, Jarl Kulle en A propósito de esas mujeres (crítico), Bibi Andersson en Persona (enfermera).

La presencia del artista (identificable con Bergman y auténtico objeto de su reflexión) es la más significativa, y a través de ella se expondrá una crítica (autocrítica) de su indiferencia, de su vampirismo (David cebándose en la enfermedad de su hija para escribir una novela, Cornelius viviendo como parásito de Félix, y éste de siete mujeres, Elisabet aprovechando las confidencias de Alma; la sombra de Edgar Allan Poe y su Retrato oval, como la de E.T.A. Hoffmann, está siempre presente), de su aislamiento en torres de marfil (ya sean islas, la mudez, la invisibilidad, los viajes continuos). Todo esto hay que relacionarlo con el humanismo apolítico que confiesa Bergman, y que se traduce en el combate entre sus sentimientos y su egoísmo, preocupación que tiene su correspondencia en el frecuente enfrentamiento de la ciencia y la razón, por un lado, y la fe y la superstición, por otro (a veces de forma muy obvia, como en El rostro; últimamente con mayor sutileza). Así, la idea obsesiva del Dios-araña ha sido sustituida por del Artista-vampiro. El silencio del Creador (Dios) ha sido reemplazado por el silencio del creador (el artista). Puede observarse, incluso, que el maestro Félix posee prácticamente todos los atributos divinos (perfección, invisibilidad, omnipresencia, inefabilidad, diferentes “personas”, etc.) y que se le rinde una especie de culto adoratorio y se le paga un tributo. De esta forma puede apreciarse cómo, bajo cambios aparentes, la obra de Bergman manifiesta una continuidad asombrosa.

Y, en última instancia, ¿quién es el artista? Bergman mismo: hasta cierto punto, cada film reciente de Bergman es una confesión, una autocrítica, una declaración de principios, especialmente -de forma muy explícita- A propósito de esas mujeres y -a través del “cine dentro del cine”- Persona. Lo mismo sucede, en otro terreno, con sus últimas declaraciones, y con las autocríticas y autoentrevistas que Bergman se ha hecho con el seudónimo de Ernest Riffe. Estas dudas, estos debates son el origen del desequilibrio de Persona, y a la vez la fuente de la perfección de La vergüenza, porque después de aquel film ya sabe cómo hacer lo que quiere. Lo que quizá no sepa aún es qué quiere hacer. Por eso la duda sigue en pie, y con ella la reflexión. Por eso La vergüenza no es simple y únicamente -quizá ni siquiera primordialmente- el panfleto antibelicista con que muchos se han contentado. La vergüenza es, ante todo, una meditación sobre la cobardía aislacionista del artista que se encierra en su isla. El dilema no está en si la guerra es nociva, condenable o corruptora (el film nos muestra que sí, por otra parte), sino en cuál es la misión, la responsabilidad del artista. En La vergüenza la guerra (pues no se trata de una guerra determinada, sino de la guerra en general) no es sino otra isla, una circunstancia extremada en la que Bergman sitúa a sus personajes. Y si pocas películas (quizá sólo Los carabineros, Les Carabiniers, 1963, de Godard) han representado una cara tan terrible e inequívoca de la guerra, esto se debe ante todo al absoluto rigor de Bergman, a la perfección de su puesta en escena (que sabe ser realista sin caer en el naturalismo), a la sobriedad e inteligencia con la que usa los diversos elementos del cine (actores, ritmo, estructura, sonido directo, fotografía, diálogo) y a la ausencia de sentimentalismo, efectismos o digresiones. No es la guerra lo vergonzoso (no sólo, al menos), sino la actitud del matrimonio Rosenberg y, en general, del artista, y si, pese a las afirmaciones en sentido contrario de Bergman, La vergüenza es un film político, ello se debe a su planteamiento de la postura del artista (postura que, se traduzca en la inhibición o en el compromiso, tiene un significado político) y en el testimonio objetivo que da sobre la guerra, por “indeliberado” que sea (al igual que en Persona hay una condena implícita de la guerra del Vietnam, al establecer un paralelismo funcional-estructural entre la foto fija -pasado- del niño judío detenido por los nazis y la imagen televisiva en movimiento -presente- del bonzo quemándose vivo en protesta por la guerra del Vietnam).

De esta forma, de isla en isla y de prisión en prisión, Bergman se busca a sí mismo a través de sus obras, madurando con ellas y alcanzando la perfecta armonía entre sus medios de expresión y lo que quiere expresar: esto se revela en que lo uno y lo otro nacen unidos, se crean mutuamente y son (han llegado a ser) una y la misma cosa.

(1) Véase “Ingmar Bergman: presentación crítica”, por Juan M. Bullitta, en Hablemos de Cine nº 41, pág. 23.

(2) Véase “Amanecer y anochecer en la isla Negra”, por Federico de Cárdenas, en Hablemos de Cine, nº 41. Pág. 28.

Escrito a mediados de 1969 para Hablemos de cine.