Presenta para mí cierta dificultad escribir sobre las películas de Francisco J. Lombardi, pese a que, de todo el cine peruano que conozco, podría afirmar sin la menor vacilación que es, de lejos, lo que prefiero, y que Pancho es - que yo sepa - el único cineasta de su país - y uno de los contados, hoy, en el mundo entero, sin entrar en que sean buenos o malos - al que cabría considerar como un "autor" cinematográfico, de tal modo que su filmografía constituye una "obra" más o menos personal y de la que es posible hablar como de un todo, cosa que no sucede con otros, quizá no menos personales, por su escasa producción y quizá, además, por haber disfrutado de menor libertad.
El problema radica, en todos los sentidos, en una serie de cuestiones que giran en torno a la noción de distancia, en todas sus acepciones y desde varias perspectivas.
Tal vez la más decisiva de esas distancias sea la que Lombardi busca, sin encontrar aún la más justa, o no siempre, con respecto al material que se trae entre manos, y más concretamente - porque los actores son lo fundamental en su cine - esa confusa zona de confluencia entre personajes - que son casi personas, pero de ficción, hasta cuando los representan los propios protagonistas reales que vivieron tales peripecias - e intérpretes, y lo que, en última instancia, aquellos, en su mayoría, vienen a representar: un microcosmos del Perú o, por extensión, de América Latina, o incluso de lo que antaño se llamaba el Tercer Mundo y hoy se procura ni mentar, simulando que en el proceso de globalización no hay más que un mundo y que este avanza a pasos de gigante hacia una suerte de uniformidad que se supone positiva, como parece pensar un ilustre compatriota de Uds. que hoy lo es también mío, al que Lombardi adaptó casi en sus comienzos, y al que por un lado y algunas razones tengo aprecio y estima, pero por otro costado y por otras causas cada vez soporto menos, porque lo encuentro más falso y, quizá por ello, más tristemente previsible en cada ocasión que se manifiesta, como si hubiese decidido adoptar como segunda personalidad la del título del libro más famoso de su hijo, pero demostrando que el perfecto imbécil latinoamericano no tiene por qué - contra lo que muy partidistamente insinuaban el hijo y su cómplice - pretender ser de izquierdas, y bien puede ubicarse en las procelosas cercanías espirituales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y cualquier Bush, padre o hijo.
A ese problema de distancia no del todo hallada, cambiante, oscilante entre la solidaridad y el rechazo, el pesimismo y la atracción, el fatalismo y la esperanza, se añade otro, también de distancias, pero este mío: conozco y no conozco a Lombardi, somos y no somos amigos. Quiero decir que apenas le he visto, y menos veces aun hemos hablado. Pero durante años mantuve con parte del equipo de la precursora de esta revista, ''Hablemos de Cine'', una minuciosa y frecuente comunicación epistolar, y además leía sus escritos publicados, y luego he visto casi todas sus películas. Y sé algo del Perú - aunque muy poco -, he pasado allá unos días - y algo vi de lo que no se enseña al visitante, que tiene que ver con lo que Lombardi muestra -, pero a la vez estoy aquí, muy lejos, en un país mucho más pequeño y hoy quizá más estable y rico (y, sobre todo, menos desigual, y de ricos que, si no lo son en menor medida que los peruanos, por lo menos no son tan ostentosos), sin más noticias que las (generalmente malas) que merecen la atención de la prensa ni más imágenes que las - ciegas e indiferentes, cuando no manipuladas y redoladas - de la televisión, hasta que me llegan, cada uno o dos años, y si no ha preferido viajar o sentirse de año sabático, las imágenes significativas, con un punto de vista - el suyo - de las películas de Lombardi, que por lo general me interesan, a veces mucho, pero que me dejan siempre insatisfecho, a veces sólo un poco, a veces también bastante, y no en todos los casos porque me parezcan - aunque en ocasiones sí, lo reconozco - tímidas o autocensuradas, o quizá en algún momento sí que fueron efectivamente censuradas desde fuera, sino a veces porque las encuentro exageradas como tales imágenes, insuficientemente elaboradas como representaciones estilizadas de una realidad, más efectistas - y por tanto aproximativas y confusas – que precisas.
Este del efectismo es un problema frecuente en el cine que se rueda desde México hasta Chile, por más que algunos cineastas de ciertos países americanos vayan por ahí con complejo de europeos y de finos: sospecho que desconfían de los espectadores, piensan que su nivel cultural les impedirá captar ciertas sutilezas. Curiosa falta de fe para un cineasta, cuando no hace falta cultura alguna ni saber nada de nada, sino meramente no estar ciego, para darse cuenta de lo que sucede, para seguir un relato bien contado, y hasta para comprobar si lo que lo que se ve en la pantalla coincide con lo que se contempla a simple vista, sea cual fuere su causa última en la realidad, y eso como quiera que se haya captado o construido esa imagen ante la cámara o sobre el celuloide mismo.
Otro problema general, del que Lombardi no es del todo libre, es la muy difundida aversión íntima al misterio, es decir, la infundada creencia - sorprendentemente extendida - de que todo en el mundo se explica, y su corolario, temer que no intentar indagar en los motivos equivale a resignarse a los hechos, subproducto de una fe ciega y esa sí que, en última instancia, generadora de resignación "temporal'' en que "todo tiene arreglo''. Por desgracia, parece evidente que hay cosas sin remedio, o tan difícil y a tan largo plazo que es, en la práctica, como si fuesen inevitables, que hay sucesos incomprensibles (o bien oscurecidos), y que para muchos de estos toda tentativa de justificación implica un falseamiento o, cuando menos, una simplificación tan inaceptable como, finalmente, inútil. Con esto, en términos cinematográficos, quiero decir que echo en falta una cierta modestia de actitud ante y frente a la realidad, la que tienen en común cineastas tan diferentes por su cultura, edad y origen como Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Mikio Naruse, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Satyajit Ray o, más recientemente, Abbas Kiarostami. Si los hechos nos parecen terribles, y somos sensibles a ellos, nos parecerán horrorosos o impresionantes sin necesidad alguna de cargar las tintas, de llenar de sangre la pantalla, de alarmar o ensordecer al público con gritos, de subrayarlo todo a golpes de música, de saltos bruscos de montaje, de primeros planos sin justificación suficiente... o de insistencias retóricas verbales o visuales acerca del tremendismo de lo sucedido.
De hecho, la última película de Lombardi que conozco, Tinta roja (2000), aborda esta cuestión por vía indirecta, es decir, a través del tratamiento que reciben en la prensa sensacionalista los hechos que nutren la crónica de sucesos. Lo inquietante de esta muy interesante y bien dirigida película (en particular, muy bien interpretada, sobre todo Brero) es la ambigüedad que me parece encontrar en la postura del propio Lombardi frente a los métodos y los enfoques de la prensa más descaradamente ansiosa de vender. Y digo que es ambigua porque no respalda expresamente esa actitud carroñera y explotadora, ni trata la película de ese mismo modo a sus víctimas, sino que se infiere de la sabiduría que se desprende del viejo reportero que la practica por puro ''realismo" profesional y del que aprende la lección el joven becario que busca su primer empleo y cuya iniciación es uno de los temas centrales de la película, además de constituir su armazón narrativo. Hay otras películas de Lombardi, sin embargo, que sin esa mediación más o menos "en paralelo", adolecen de idéntica falta de decisión, o de una escisión entre dos miradas distintas, una quizá la del autor, otra tal vez la que parece demandar la supervivencia comercial de la película.
Se basen en sucesos reales o verosímiles, o partan de novelas - de Mario Vargas Llosa a Jaime Bayly, pasando por Dostoievskií -, casi todas las películas de Lombardi parecen extraídas de las páginas más violentas de los diarios. Sean razones pasionales, de miseria, de hambre, de celos, de avaricia, de ansia de riquezas o poder, o estrictamente ideológicas, el motor de todas ellas es un impulso de agresión o defensa que se traduce en violencia. Son, pues, películas violentas todas ellas. Nada nuevo en el cine, y de lo que hay mil ejemplos entre las películas hollywoodenses que admiraba Lombardi cuando crítico, lo mismo que en algunas europeas de las que tuvo, sin duda, menos oportunidad de escribir y que, por tanto, ignoro si le gustan. Lo curioso del caso es que mientras todo el mundo asocia a Raoul Walsh, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Robert Aldrich, Anthony Mann o Jules Dassin (o a sus continuadores Eastwood, Scorsese, Kubrick, Coppola) con la violencia, no suele atribuírsele tal rasgo y condición al cine de Pietro Germi o Giuseppe De Santis, menos aún al de Federico Fellini, a pesar de, por ejemplo, Il Bidone (1955).
Aunque la violencia no sea exclusivamente física, sí que tiende a serlo en el cine de Lombardi, por lo cual - dado que él parece persona más bien pacífica y tranquila - se ve forzado a mostrar algo que probablemente le repugna y aterra y no comprende del todo.
Con esto no estoy teniendo la osadía de recomendar a Lombardi que cambie de temas; líbreme quien pueda, si no lo hago yo mismo, de ofrecer consejos a nadie. Y temo que la cuestión sea poco menos que ineludible, ya que es a menudo la respuesta de la impotencia, de la frustración o de la incapacidad para expresarse o hacerse entender o para lograr que alguien entre en razón con meros argumentos, al fin meras palabras. Pero si no queda otro remedio que hacer espacio en la obra propia, en el mundo, en la vida de uno, a algo que nos desagrada y disgusta, no habrá tampoco alternativa a enfrentarse de lleno con esa materia problemática de la que no hallamos el modo de zafarnos sin caer en alguna suerte de escapismo o en una visión optimista y edulcorante que no podemos hacer nuestra.
El problema, a mi entender, del cine de Lombardi es que, pese a que ya tiene una edad propensa a la maduración y una experiencia como director que pocos de sus contemporáneos de cualquier lugar, y no digamos sus compatriotas, dejarán de envidiarle, todavía no ha llegado a tomar una posición clara con respecto a esa violencia que se le cuela en las películas, antes o después, de frente o a traición, quiera o no asumirla. Ya sé que es mucho pedir, y es algo que no se exige a cualquiera, pero ahí radica parte de la cuestión: Pancho Lombardi sí parece tener el talento, la responsabilidad y las ocasiones de hacerlo, y lo que me frustra en cierta medida en sus películas es que no siempre lo logre, o que después de acercarse mucho no a la distancia justa, sino a la que a mí me lo parece, tal vez equivocadamente, se pegue luego en demasía a la superficie de los hechos, o se distancie en exceso de unos personajes que, más pacíficos, parecen interesarle bastante menos, como los de Bayly, o que establezca una distanciación artificiosa mediante las reminiscencias ''interpuestas'' de Dostoievskií más parafraseado que adaptado.
Muerte al amanecer, La Ciudad y los Perros, La Boca del Lobo, Caídos del Cielo, Sin compasión, Bajo la piel, No se lo digas a nadie, Tinta roja... son sólo algunas de las que ha hecho, pero la verdad es que ya los propios títulos de sus películas dan pistas abundantes acerca de los "géneros" más transitados por Lombardi, y escojo deliberadamente ese vago verbo, pues no puede decirse que, en sentido estricto, Lombardi haga "cine de géneros", sino que más bien, sin inocencia alguna - imposible en un antiguo crítico -, con conocimiento de causa, a veces astutamente, se sirve de ellos, los utiliza, unas veces como envoltorio - que hace la historia más vendible -, otras como un código – que facilita su asimilación -, otras como un atajo que permite ahorrarse explicaciones y ganar tiempo.
Así ha sido desde su primer film, sorprendentemente maduro - quizá por meditado -, y no puede decirse, salvo en el terreno de la dirección de actores, que Lombardi haya progresado mucho; si acaso, ha tenido siempre, lo mismo al principio que últimamente, ciertas veniales "caídas de tono", más que premeditadas debidas a falta de vigilancia frente a lo que podríamos llamar la "contaminación ambiental" de los tics y trucos del cine de cada par de temporadas o las convenciones dominantes de cada decenio: de ahí ciertas facilidades, ciertas imprecisiones, alguna "polución estilística", un dar cabida a recursos o modismos no ya ajenos sino hasta antagónicos al estilo que poco a poco van dibujando sus películas. También se ha visto obligado a aceptar, por mor de la coproducción (con Venezuela antaño, hoy casi siempre con España) actores que, aunque buenos y esforzados, no eran los idóneos o que han tenido que añadir el fingimiento de un acento peruano que no es natural o han adoptado innecesariamente desde un punto de vista argumental su propia nacionalidad que el habla delata.
Confieso cierta preferencia por los Lombardi más ''localistas" - que suelen ser, por cierto, los más universales y los que fuera más pueden interesar -, los más puros de elementos ''incrustados'' por razones extra-artísticas. No estoy en condiciones de entrar en el debate acerca de cuáles de sus habituales guionistas o coguionistas le son más afines, si Giovanna Polarollo o Augusto Cabada, dado que a menudo han colaborado conjuntamente, aunque detecto un punto de vista más amplio y tolerante cuando participa en la escritura una mujer.
Tengo una cierta debilidad - no sé si hasta añoranza – por sus primeras películas, aunque fuesen las menos sólidas; sobre todo Muerte al amanecer (1977), eran quizá más osadas, menos "realistas" con respecto al contexto y las "condiciones de producción", o quizá fueron concebidas con la ilusión de la juventud y en unas circunstancias vitales, sociales, políticas y económicas más esperanzadoras. De la etapa intermedia creo que la más lograda es precisamente la más dura, La Boca del Lobo (1988). Y dentro de las últimas, que encuentro levemente previsibles (o con menguante capacidad para sorprenderme con más de lo que espero, o con algo diferente) y acaso un poco "sistemáticas" en sus planteamientos y, cuando están conseguidas, en su desarrollo y funcionamiento, me inclino por Caídos del cielo (1990) y Bajo la piel (1996). Las más decepcionantes, aunque dignas siempre - no hay ninguna que me parezca vergonzante ni inepta - son La Ciudad y los Perros (1983), Sin compasión (1994) y No se lo digas a nadie (1998); la menos interesante - para mí – sería Pantaleón y las visitadoras (1999), que tiendo a olvidar que es de Lombardi y que jamás hubiera identificado como suya, de verla sin saberlo y desprovista de títulos de crédito, ya que parece un trabajo de mero realizador, y no de autor cinematográfico. Que la última vista - Tinta roja - me resulte una de las más desconcertantes y de las que me dejan menos satisfecho puede ser, tras las inmediatamente precedentes, una buena señal: un posible cambio de inflexión, quizá ante la palpable necesidad de optar por un camino - se diría que el más personal, si se atiende a las imágenes de la película más que a su trama - u otro de los dos que, a mi entender, se le ofrecen hoy, a estas alturas de su carrera, a Lombardi.
Uno es incómodo y no se sabe bien a dónde lleva, ni siquiera si conduce a algún lado, aunque quepa la remota posibilidad de llegar lejos y, para colmo, a un paraje que cinematográficamente valga la pena; el otro puede ser más confortable, pero suele revelarse, por lo menos a la larga, a veces sin esperar mucho, como una trampa, porque lleva directamente a un prestigioso anonimato internacionalizado que encuentro muy poco interesante, y que haría a Lombardi - como representante único del cine peruano - un comodín de la producción y los gestores culturales para festivales y circuitos "independientes" (léase minoritarios), perfectamente intercambiable (y hasta confundible) con algún que otro argentino o mexicano, un par de chilenos, quizá otra pareja de españoles no muy arraigados. En el primer caso, si todo va bien, puede triunfar el cine, y si no fallar todo; en el segundo, la vida - en el peor sentido de la palabra - se haría más segura, pero a expensas del buen cine. Y no quiero creer que Lombardi sienta siquiera con mucha fuerza la tentación de renunciar a lo que desde muy joven ha sido el norte (o el sur, que están Uds. en otro hemisferio) de su existencia.
Inédito. Escrito para La Gran Ilusión, hecho hacia noviembre de 2001.