viernes, 20 de diciembre de 2024

Claire Denis: la dama del tiempo

Desde el nacimiento del cine y durante todo el periodo mudo - casi un tercio de su historia, una etapa que no puede borrarse de un plumazo – su silencio constitutivo supuso una frontera clara (aunque quizá no del todo consciente ni para todos los cineastas ni para muchos espectadores) entre el nuevo arte y la realidad física, sensible, exterior: era otro mundo, mudo y sin ruidos, y además sin color, propiamente fantasmagórico, el que se veía en la pantalla, y que nadie confundiría durante más de unos segundos, y si acaso la primera vez que asistía al nuevo espectáculo, con el mundo tangible que usualmente consideramos "real".

El sonido aumentó súbitamente la capacidad mimética e ilusionista del cine, que empezó a tratar de reproducir - casi sin darse cuenta; sorprende lo pronto que se da todo por supuesto, que se instala la rutina - bloques de realidad "entera", como si fueran duplicados o (como se diría hoy) "clonados", cuando menos su reflejo especular, plano y bidimensional, pero cada vez más simulador de la profundidad espacial, más tributario de las leyes de la óptica y de la perspectiva que hasta entonces, más "coloreado" en cuanto fue rentable. Desde la generalización impuesta del sonido, cobró mucho mayor fuerza que en los años silentes la regla aristotélica de las tres unidades - de tiempo, espacio y acción - dominante durante siglos en el teatro, del que - nada casualmente - procedían, cada vez con más frecuencia, en mayor proporción, argumentos, actores y directores, incluso decoradores, mientras la cámara (justamente antes "desencadenada") quedaba casi inmovilizada y callada, supeditada a la laboriosa grabación de los diálogos, que habían sustituido a las imágenes en movimiento como "novedad".

No es, por cierto, que tal regla escénica sea errónea en sí misma, pero lo cierto es que, si excede la categoría del "buen consejo práctico", puede ser una imposición aprisionadora y restrictiva, y muy limitadora para el cine. En todo caso, ninguna norma tendría que ser la única aplicable, ni excluir variantes o gradaciones, ni siquiera excepciones.

El cine que se llamó durante algún tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta aproximadamente los años 70 - pero sobre todo en los 50 y primeros 60 -, "moderno", y que hoy hace mucho que se ha convertido en más bien "clásico" - o al menos en la rama alternativa, básicamente europea, quizá también asiática, del cine clásico - trataba de zafarse (no siempre deliberadamente, a veces por causas de fuerza mayor) de esta enclaustradora norma, olvidándose - al menos - de una de las tres unidades. Para ciertos cineastas, es la acción lo que sobra, que asocian a las convenciones y habilidades específicas del cine americano, y también a la narración decimonónica y a la dramaturgia del teatro; para otros, es la unidad espacial la que puede resultar, en ocasiones, un estorbo, un freno a su libertad expresiva, o un residuo escénico; para algunos más, por último, es la cronología temporal la que no ha de ser obedecida ni respetada, porque no hay razones suficientes para hacerlo. Los más osados cineastas modernos rechazan Incluso dos de estas unidades (o se toman grandes libertades con ellas), pero instintivamente se suelen aferrar a la tercera, sea cual sea la restante en cada caso, cuyo imperio (y consiguiente predominio) puede resultar casi invisible, entre otras cosas porque no parece notable, sino de lo más normal, que se acaten tácitamente las tres.

Claire Denis pertenece, claramente, a la estirpe de los manipuladores del tiempo; es dudoso o discutible si L'Intrus (2004), por poner el ejemplo que considero la provisional culminación de su trayectoria, "cuenta" realmente algo, y en todo caso es difícil concretar qué exactamente, porque - aparte de no ser lo fundamental, ni la razón de ser de la película - gran parte de lo que sucede, más que contársenos, hemos de adivinarlo o deducirlo a partir de lo que vemos, y casi nunca podríamos demostrar que nuestras hipótesis son ciertas, aunque sólo fuera para cada uno de los espectadores, lo que hace sumamente aventurado y difícil contársela o "resumírsela" a un tercero: no estamos tan seguros de lo que hemos creído entender, más bien lo hemos sentido de una forma patente pero difusa; en todo caso, eso es algo que no quedará del todo claro - porque persistirán zonas de sombra o de incertidumbre o de silencio - ni siquiera al final, una vez concluida la película, y encendidas las luces de la sala... y, mientras tanto, no se sabe a dónde nos va a conducir su imprevisible trayectoria cambiante; sus desplazamientos por el mundo, sus bruscos saltos geográficos, de Suiza a algunas islas de la Polinesia que nos hacen pensar en Murnau, pasando por Corea del Sur, como la descentralidad y asimetría de cada plano, demuestran hasta qué punto lo que en ella pasa es, sobre todo, el tiempo, que es lo que Claire Denis domina, porque espacialmente tendemos a desorientarnos y la acción se caracteriza por sus cambios de rumbo constantes.

En esto, como en otras cosas, Claire Denis se aparta de la mayoría de sus contemporáneos, sobre todo del grueso de sus compatriotas, incluso de las bastante numerosas directoras de mayor talento, como Danièle Dubroux, Noémie Lvovsky, Chantal Akerman, Anne-Marie Miéville, Agnès Varda, Christine Laurent, Marie Vermillard, Claire Devers, Claire Simon, y mezclo deliberadamente (excluyendo las bajas prematuras) las veteranas y las más jóvenes.

Auténtica heredera inconfesa del espíritu libre y contagiosamente liberador de la "Nouvelle Vague", y sobre todo - aunque sólo admita, en declaraciones, el magisterio de Jacques Rivette, del que, curiosamente, encuentro muy pocas huellas en sus películas, salvo, obviamente, Jacques Rivette le veilleur (1990) y Vers Mathilde (2004) - de Jean-Luc Godard, Claire Denis tiene más que ver, inconscientemente quizá, con los revoltosos, reticentes y rebeldes continuadores del autor de À bout de souffle (Jean Eustache y Maurice Pialat, ambos fallecidos) y con su único heredero confeso, Philippe Garrel, que con otros compañeros generacionales, con los que sólo al inicio de sus respectivas carreras se la pudo asociar (y nunca confundir o asimilar, pese a que sus películas carecen de un punto de vista expresa o voluntariosamente "femenino"). Más tiene que ver, puestos a rebuscar algún punto de contacto, con otros creadores individuales aislados, que van cada cual a su aire y casi siempre en solitario además de "por libre", como ella, que comprenden desde el georgiano afincado en Francia Otar loseliani (antes losseliani), iluminado tejedor de cruces y encuentros entre personajes de los que nada se explica y que nada o casi dicen, y que sólo su comportamiento define, hasta el actor y por tres veces director Jean-François Stévenin, también seco, lacónico y misterioso; desde Arnaud Desplechin (que pese a ser una de las figuras más originales y sólidas del actual cine francés permanece bochornosamente inédito en España, como, por lo demás, buena parte de la obra de los demás aquí mencionados) hasta Leos Carax, que pasó con celeridad incomparable de "revelación" a "fiasco" antes de verse empujado a la cuneta por hacer una película muy cara, de muy largo rodaje, muy brutal y muy lírica (Les Amants du Pont-Neuf), que le granjeó reputación de megalómano y ha hecho de él un "maldito" (algo así como el equivalente galo de Michael Cimino en Estados Unidos); desde el mayor y siempre proscrito Paul Vecchiali y su recién desaparecido seguidor (al menos en la admiración por Jean Grémillon) Jean-Claude Guiguet, buceadores los dos de rincones y de relaciones extrañas, hasta el también brusco y brutal Jean-Claude Brisseau, desde el usualmente guionista Pascal Bonitzer - quizá el más humorista del grupo - a Noémie Lvovsky, que con otras colegas a las que se la asocia por edad o meramente por ser mujeres, como Catherine Braillat o incluso la mucho menos activa, pero mucho más profunda Danièle Dubroux.

Lo mismo que en el Extremo Oriente le han salido a Truffaut, Godard, Resnais o Demy inesperados continuadores, desde los japoneses Suwa Nobuhiro y Kawase Naomi hasta el malayo-taiwanés Tsai Ming-liang, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o el coreano Hong Sang-soo, en la propia Francia, tras un fuerte rechazo de la herencia de esa "Nueva Ola" que ya de juvenil no tiene nada pero aún no reemplazada por algo que realmente sea más nuevo - y que a veces tuvo algo de ansia liberadora, de afán de "matar al padre", como la sempiterna reacción italiana contra la pesada carga insoportable del Neorrealismo -, lo cierto es que los cineastas más interesantes hoy en activo en Francia se han puesto, con el paso del tiempo, y probablemente sin proponérselo como una tarea consciente, a continuar el impulso de renovación allá donde sus precursores lo dejaron, unas veces por prematura defunción, otras veces por abandono, desánimo o fatiga, o porque habían encontrado una vía individual suficientemente estable en la que instalarse (Rohmer, en cierto sentido Rivette y Resnais, en otro Chabrol), mientras sólo Godard mantenía plenamente en vigor, a través de múltiples avatares, los principios fundacionales del desorganizado (pero colectivo) movimiento de liberación cinematográfica que de inmediato se extendió a medio mundo. Esta condición de continuadores no competitivos, liberados de complejos, de impulsos de emulación, de envidias, de reparos no sentidos o interesados, por cierto, la comparten otros directores no menos interesantes que los mencionados, pero que, en su mayoría, nada tienen que ver con Claire Denis, podrían vivir en otro país y - hasta cuando su edad no es muy distante - en otra época, hasta si a veces comparten actores o técnicos. Benoît Jacquot, Olivier Assayas, Jacques Doillon, Marion Vernoux, Claire Simon, Claire Devers, Marie-Claude Treilhou, el ya desaparecido Jean-Claude Biette (una de las últimas bajas de un par de promociones de extraordinaria fragilidad), el veterano Luc Moullet, el ya también muerto Jean-Daniel Pollet, Raymond Depardon, y otros supervivientes como el muy perezoso Jacques Rozier, la aún muy activa Agnès Varda, Chris Marker, Robert Guédiguian, Cédric Kahn, Xavier Beauvois, Luc Belvaux, Sandrine Veysset, y un montón más, cuyo único denominador común habría de ser muy externo (no ser conocidos en el país vecino, España), y además ajeno a su voluntad, totalmente independiente del tipo de cine que hacen.

Cada película de Claire Denis es, a simple vista, muy diferente de todas las demás, incluso si entre algunas parejas - casi siempre no consecutivas - cabría observar algún que otro paralelismo, rasgo común o nexo de unión, casi siempre soterrado (y que va más allá de que acuda repetidamente a la misma directora de fotografía, al mismo coguionista, a varios técnicos y actores; sus películas no se identifican a primera vista, no tiene demasiado "aire de familia"); de hecho, llaman más la atención los contrastes que los parentescos, por ejemplo el salto tonal, anímico y plástico entre Trouble Every Day (2001) y Vendredi soir (2002), que se oponen mucho más de lo que puedan asemejarse Beau travail (2000) y L'Intrus, a pesar de la presencia en ambas de varios actores muy característicos. Incluso la semilla común (visible y remota, respectivamente) del texto de Jean-Luc Nancy (que es un ensayo, no una novela ni un cuento ni un drama) pesa menos que la llamativa ruptura de estilo entre Vers Nancy (episodio denisiano de Ten Minutes Older-The Cello, 2002) y L'lntrus, cuyo auténtico nexo de unión es la compartida referencia a Godard (a La Chinoise, Vivre sa vie y Masculin Féminin en el primer caso; a Pierrot le fou, Le Petit Soldat, Made in U.S.A. y, sospecho, 2 ou 3 choses que je sais d'elle en el segundo). Pero todas, indudablemente, son muy suyas, inevitablemente suyas (como ella a veces lamenta, o dice lamentar; reconoce que no lo puede remediar), se diría que físicamente, sensorialmente.

No es que posean una "marca de fábrica", ni que exhiban su "firma", como tan a menudo sucede entre cineastas de aproximadamente la edad y los antecedentes culturales de Claire Denis, sobre todo cuando se proponían hacer "cine de autor" en lugar de renegar de una categoría artística hoy tan poco valorada, y tan peligrosa para la continuidad de una carrera de director. Su estilo no es nada evidente, ni cabe resumirlo en unos cuantos rasgos unificadores que describan o traduzcan su identidad. Es algo más oculto, más subterráneo, más profundo, más esencial también, que no es fácil percibir a simple vista, pese a que sea fundamentalmente plástico y emocional, rítmico y tonal. Hay que escrutar muy atentamente cada plano - eso siempre conviene si no nos queremos quedar fuera, si deseamos enterarnos de algo; en el cine de Claire Denis es imprescindible, sus películas requieren espectadores en tensión, casi inclinados hacia la pantalla, hostiles a cualquier distracción - para empezar a intuirlo, y siempre en el terreno de la duda, de la impresión fuerte pero difusa, de la intuición. Es algo sensorial, casi táctil, que hace que sus películas casi requieran ser palpadas. No es raro, si se piensa en la importancia que en su cine tiene el sentido del tacto, más importante que la comunicación verbal - lacónica, opaca, misteriosa, sin fluidez - e incluso que la mirada - a menudo eludida, furtiva, disimulada, solapada, o bien exageradamente intensa y penetrante, perturbadora -, que han sido siempre los medios más asiduamente empleados en el cine para abordar las relaciones entre los personajes.

En el cine hecho hasta ahora por Claire Denis nunca tenemos esa sensación, tan corriente y a menudo muy poco estimulante, de que la historia preexista a las imágenes, ni de que los planos sean un desglose en fragmentos de espacio-tiempo, ni en escenas o secuencias, que parecen a la directora los más adecuados u oportunos para narrar esa ficción, sea ilustrándolo (como hacen los malos o falsos cineastas), sea encarnándolo, dándole cuerpo y consistencia física y temporal, literalmente "realizándolo". Al contrario, cada plano parece independiente y autónomo, surgido oscuramente - el through a glass, darkly de la versión inglesa del Evangelio de San Juan, que dio título a la película de Ingmar Bergman Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) - de no se sabe qué vaga intuición de duermevela, apenas perceptible y velozmente fugitiva, una imagen entrevista pero casi inasible, aunque la cámara logre captarla. Es sólo la sucesión, el enlace a menudo elíptico (y hasta brutal y desconcertante en ocasiones) de esos fragmentos aislados, autónomos, desequilibrados y dislocados, lo que poco a poco - aunque con extremada celeridad, hay que estar permanentemente al acecho - va componiendo una serie de pistas, trazos o huellas que hay que seguir (y a veces empalmar, comparar, asociar) con la curiosidad y la agilidad asociativa de un Sherlock Holmes o, para remitirnos al verdadero origen, de un Godard, y en concreto el Godard montador, presente en forma latente desde sus primeros escritos y madurado en los últimos veinte o 25 años, cuando además se ha hecho compositor y pintor, el que alcanza su plena madurez en Histoire(s) du Cinéma, para tratar de construir (y no reconstituir, puesto que no existía previamente ni cabe la posibilidad de que haya sido fragmentado en mil astillas a partir de una unidad) no un relato en abstracto, absoluto, cerrado en sí mismo, del que los personajes serían meros peones o piezas más o menos funcionales, cuando no soportes, sino la historia, la peripecia, o mejor, la confusa masa formada por los sentimientos, los gestos, los actos, los deseos, las obsesiones, las fobias y los miedos, los cuerpos y los movimientos de los personajes, de los que es ocioso e ilusorio querer saber más de lo que podamos deducir y acaso sospechar a partir de lo (claramente fragmentario, parcial, incompleto) que vemos, de lo que nos es dado a ver pero no para que efectuemos nosotros ese trabajo de "montaje", sino para que nos arreglemos como podamos con lo que acertamos a retener y asimilar, como en esas series de imágenes, de figuras geométricas o de combinaciones numéricas de las que hemos de descifrar - y a contrarreloj - cuál es la razón, el factor multiplicador, la "constante" - a veces variable - que explica el paso o salto de una a otra. De nuevo surge aquí el recuerdo de Godard, citando, a propósito de Pierrot le fou, al pintor Nicolas de Staël: "Pintar en mil vibraciones el golpe recibido" como definición posible de su objetivo pictórico, que parecía corresponder al cinematográfico de Godard por entonces, como, creo yo, al de Claire Denis desde su Chocolat (1988; no confundir con el film homónimo, muy posterior, de Lasse Hellmström) hasta, por lo menos, L'Intrus. Son planos bien curiosos, quizá influidos por los de Godard, también, creo yo, por los de Pialat, presumiblemente por los de John Cassavetes, en los que casi nunca el objetivo enfoca directamente al personaje central, o al protagonista general de esa historia que está siempre en proceso de incoación, inacabada, sino que parecen extrañamente descentrados, no simplemente como si rehuyesen la frontalidad y además la simetría - dos tentaciones, con el plano-secuencia, de buena parte del cine moderno de los últimos años 60 y primeros 70 -, sino como si se adentrasen parcial, tentativamente, en el territorio que en teoría debiera quedar fuera del cuadro, es decir, como si acometiesen tenazmente un intento de adentrarse en el espacio off, "colándose" - por así decirlo - furtivamente en el plano contiguo, ausente, o en el hipotético contracampo que no existirá, que juraría que Claire Denis ni se molesta en filmar. De ahí que apenas exista verdadera continuidad o raccord entre los planos que se siguen, pero que no se responden ni se replican, sino que más bien haya entre ellos el hiato - subconscientemente perceptible, pero sólo si se pone mucha atención o se sigue la película en estado de total sintonía, al unísono, como requieren también las películas de Bresson - de una microelipsis, que es la huella, la fina cicatriz que deja su carácter contiguo en el tiempo, su mera sucesión, que puede ser (o parecer) arbitraria tanto dramática o narrativamente como desde el punto de vista puramente espacial.

De ahí la naturaleza fragmentaria, aparentemente dispersa, que quizá se antoje errática, de las películas de Claire Denis, cuya naturaleza conjetural - por emplear un adjetivo caro a Borges que no debiera caer en desuso - es inescapable, y que probablemente las haga poco apetecibles para los perezosos y acomodaticios espectadores que tanto abundan hoy, tan escasamente exigentes como poco curiosos, tan reacios a tratar de descubrir por su cuenta y sobre la marcha cómo funcionan las películas, en qué lenguaje o al menos con qué vocabulario nos están interpelando. He observado, con no poco asombro, que L'Intrus ha tardado casi un año en estrenarse en París (¡incluso allí!) desde su proyección (y premio) en Venecia; que apenas aguantó un mes en cartel, que se le ha prestado muy poca atención y ha tenido una acogida relativamente fría o indiferente (si se compara con los aspavientos y las hipérboles ditirámbicas con que se reciben obras muy menores), que no ha supuesto el acontecimiento que yo esperaba, siquiera en Francia. Pensaba que, de tener la edad que tenía cuando se estrenó en España (en 1966) Pierrot le fou, L'Intrus me hubiera producido tal vez la misma mezcla de conmoción y adhesión, y con la misma intensidad, con la sola salvedad - que ya indica cómo está el ambiente - de que Pierrot le fou se hizo hace 40 años y cuando Godard tenía 35, mientras que Claire Denis tenía ya 56 cuando por fin se estrenó L'Intrus, sin que tan considerable lapso de tiempo parezca - como debiera - haber facilitado su comprensión. No ha sido así, me temo, y por las críticas leídas tanto a los corresponsales o enviados especiales a Venecia como a los cronistas y gacetilleros parisinos – por no hablar de los españoles, unánimemente refractarios a cuanto suponga alguna novedad, algún riesgo, alguna exigencia, y aquejados de una omnicomprensiva xenofobia cinematográfica -, advierto con alarma y preocupación que no sólo no hemos avanzado gran cosa desde entonces, sino que hemos retrocedido, por lo menos, unos 45 años, y que tal "zancada del cangrejo" - como diría otra de sus víctimas, Gonzalo Suárez - la han dado hasta en Francia, auténtica meca del cine y ¿antiguo? paraíso de los cinéfilos. ¿Hasta tal punto ha renunciado el espectador medio a sus aspiraciones y a sus derechos, que se atreve incluso a pedir cuentas a un cineasta acerca de la inteligibilidad de su obra, mientras acepta complacido las verdaderamente incomprensibles, las que nacen condenadas a la inmovilidad más absoluta, las que ni siquiera llegan a existir como películas? Sería verdaderamente penoso que la situación se hubiera degradado hasta ese punto, como a menudo parece, porque tal circunstancia, de confirmarse y generalizarse, amenazaría la mera supervivencia de la mayor parte de los cineastas con valor (en los dos sentidos de la palabra) que todavía se esfuerzan por crear algo con el equivalente de una condena irreversible a la marginalidad, una expulsión total no ya del sistema, del mercado o de la "industria", sino del ámbito de lo comprensible, de la comunicación, de la trasmisión de ideas, visiones y sentimientos.

No se trata simplemente, pues a ello hay que resignarse y seguramente Claire Denis esté acostumbrada, a renunciar a la nombradía, al renombre, a la fama, a la que parecen destinados, en cambio, los impostores que tanto la ansían. Si quien dirigió hace ya más de una década una obra maestra tan impresionante, dura, inquietante y original como J'ai pas sommeil (1994), y previamente nos había dado Chocolat, S'en fout la mort (1990), ese diálogo socrático entre Serge Daney y el protagonista en el que, con Denis por testigo de excepción, se plantean todas las grandes cuestiones cinematográficas, aún pendientes, y de las que la mayor parte de los que hoy hacen cine ni siquiera tienen conciencia, que es Jacques Rivette le veilleur y el admirable telefilm U.S. Go Home (1994), y nos daría después Nénette et Boni (1996), Beau travail, Trouble Every Day y Vendredi soir, no está considerada unánimemente como uno de los grandes cineastas actuales (y la mejor de las muchas valiosas directoras que están surgiendo por doquier, y en especial, como de costumbre, en Francia), es que, evidentemente, nadie es ya capaz de lograr - ni por prestigio ni por persuasión - que se triunfe su criterio, y menos aún una autodenominada "crítica" que ha renunciado por completo a distinguir entre el cine como actividad lucrativa, más o menos industrial o artesanal - según los países-, como negocio e incluso como distracción, y el cine que verdaderamente puede ser considerado como un arte, como un medio de conocimiento y de comunicación - sin que por ello haya de renunciar forzosamente a todo lo anterior -, decretando, con una falsa y demagógica coartada "democrática", que "todas las películas son iguales", y que, en cambio, curiosa pero reveladoramente, vive fascinada por las cifras recaudadas en taquilla (más valdría, puestos a interesarse por la economía, que tratasen de averiguar qué películas, dónde y de qué modo llegan a amortizar su coste total) y muestra más interés por la abundancia de los presupuestos económicos de los realizadores que por la coherencia de los estéticos.

Mucho me temo, y la tibia acogida (cuando ha sido favorable, y no indiferente y hasta hostil) de L'Intrus me lo hace sospechar, que el cine se esté convirtiendo a pasos agigantados, y a despecho de la vigorosa salud que demuestran cada año varios creadores, unos maduros y otros noveles, en los rincones más variados del mundo, en algo parecido a una "lengua muerta", y no ya - como hasta ahora cabía lamentar - en sus formas tradicionales o "clásicas", sino hasta en las que cabría considerar como modernas, en la medida en que unas u otras sean, cada cual a su manera, exigentes; es decir, que cuenten con (y requieran) la participación activa del espectador, que parece haberse dejado domesticar y manipular hasta el punto de reaccionar defensivamente ante cualquier expectativa de que ponga algo de su parte, de que también él camine un trecho hacia la película. No deja de ser reveladora la escasa atención a la pantalla que prestan los contados espectadores perdidos en la última sesión, semidesierta, de un enorme (pero destartalado) cine en el que se proyecta la antaño supertaquillera Dragon Gate Inn (1966) de King Hu en la penúltima obra de Tsai Ming-liang, Goodbye Dragon Inn (Bu san, 2002). El desdén es mucho mayor que el recibido en The Last Picture Show (La última película, 1971) de Peter Bogdanovich por Red River (Río Rojo, 1947) de Hawks. De 1966 a 2002 habían pasado 36 años, de 1947 a 1971 sólo 24.

En “Claire Denis : fusión fría”. Gijón : Festival Internacional de Cine, D.L. 2005.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

El ejemplo de Juan Cobos: sensatez y modestia

Al día siguiente de ver por vez primera Vértigo y Con la muerte en los talones, y repetir la primera de esas dos obras maestras, para mí las máximas de Alfred Hitchcock, sin darme cuenta, me convertí en un cinéfilo: compré las dos revistas de cine de aire un poco serio (que hablaban de John Ford y Antonioni, no de Gina Lollobrigida) que encontré en los kioskos de prensa más cercanos. Confieso que su atenta lectura, de cabo a rabo, me dejó más bien perplejo, y que muchas cosas de ambas me hicieron dudar de la conveniencia de leer ambas publicaciones. Me encontré elogios ditirámbicos sobre cosas que no me habían gustado nada o había encontrado insignificantes, o que ni siquiera se me había ocurrido ver, o ataques muy poco fundamentados y con aire de ser meramente partidistas a películas admirables. Dando por buenas las recomendaciones, más bien divergentes, de unos y otros, me dediqué a ver de quiénes, si de algunos, me podría considerar más afín, o a descubrir de cuáles encontraba más fiables, aparte de que escribieran más o menos correcta o hasta brillantemente.

Pronto deduje que, aunque menos lucido que Miguel Rubio o Ramón Gómez Redondo, de cuantos escribían regularmente por entonces en lo sucesivo en Film Ideal (un nombre de revista que no me gustó nunca nada), el que más confianza me inspiraba en sus juicios, y el que encontraba menos exagerado y más comprensible en sus textos, largos o breves, y por fortuna libres tanto de pedantería y sofismo como de pretenciosidad literaria, así como en sus calificaciones numéricas, era, lo habrán adivinado y no creo que a casi nadie que leyera revistas de cine le extrañara entonces, Juan Cobos, a quien no conocía de nada, y al que vi por primera vez, como un año o dos más tarde (1963 o 1964), un día que fui a ver a mi tío Jesús (Franco, alias Jess Frank) en un apartamento del paseo de la Castellana, y allí estaba el ya entonces, para mí, famoso Juan Cobos, que discutía con Jesús sobre un guión.

Nunca traté asiduamente a Juan Cobos, ni puedo presumir de haber sido muy amigo suyo. Seguí leyendo a Juan Cobos, muy pronto en la efímera y esa sí bien llamada Griffith, luego más esporádicamente -cuando veía un texto suyo-, siempre con interés. Sólo muchos años después -unos treinta, si no calculo mal-, conocí personalmente un poco más a Juan, que era el jefe (the Boss) en la revista Nickel Odeón que editaba José Luis Garci, y con el que tuve algunas pacíficas y civilizadas discusiones epistolares, acerca de los números que íbamos preparando y confeccionando, como las que solíamos tener cuando de vez en cuando discrepábamos en algún punto en el programa televisivo de Garci Qué Grande es el Cine, ya en los años 90 del siglo XX o en los primeros del actual.

Había aún entonces -en un amplio, pero ya lejano “entonces”- una especie de infranqueable distancia -creada por el respeto, hasta en el desacuerdo- por parte de los discípulos y aprendices respecto de los maestros, profesores y veteranos, que luego no sé si se ha proscrito, perdido o abortado. Eso hace que, en mi caso, no sé si también en el de otros algo más jóvenes -tampoco mucho-, no pueda hablarse de “amistad” propiamente dicha -como puedo haberla tenido con Manolo Marinero, José María Carreño o Antonio Drove-, sino más bien de “consideración amistosa” hacia los maestros críticos, como yo la he tenido -a mayor distancia- con Jean Douchet y con Victor Perkins (sólo por correo electrónico) o Robin Wood y Serge Daney (meramente de leídas). De los modelos españoles, como todos los que en una época u otra, han actuado como “trasmisores” de algunas ideas fundamentales sobre el cine y sobre ciertos principios sobre el ejercicio de la crítica, y por tanto de una cierta ética, lo sepan ellos o no, algunos quedamos siempre en deuda, y por tanto agradecidos por lo que nos enseñaron o nos hicieron reflexionar. Ellos fueron para nosotros, en tiempo de penuria, mensajeros quincenales (¡eso era una revista viva!) de las ideas válidas o al menos estimulantes que procedían de André Bazin, Henri Langlois, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard y François Truffaut, entre otros. Es, me temo, una tradición hoy olvidada o ignorada… hasta por los que le deben en parte ser lo que son. Hoy parece que las virtudes que podría encarnar Juan Cobos no están precisamente de moda, y que se aprecia, en cambio, justamente lo contrario. Yo creo que más vale que recordemos lo que en los años sesenta escribían José Luis Guarner, Pedro Gimferrer (más tarde Pere), Ramón Moix (más conocido como Terenci), Javier Sagastizábal, Juan José Oliver (o simplemente Jos), Ramón Font, Segismundo Molist, Miguel Sáenz, José María Palá, Marcelino Villegas, José Antonio Pruneda, Jesús Martínez León, Javier León y unos cuantos más, muy variados, muy diferentes. Y a los que ni los conocieron ni se les ha ocurrido buscarlos y sorprenderse tal vez les conviniera ponerse al día, ya que hoy se ha olvidado casi todo lo que por entonces -por fin- íbamos aprendiendo.

Prólogo de “Juan Cobos : una prodigiosa memoria del cine” de David Cobos. Almería : Confluencias, octubre de 2024.

lunes, 16 de diciembre de 2024

True Lies (James Cameron, 1994)

No sé por qué han lastrado con un título tan convencional que se presta a confusión (Mentiras arriesgadas) una película que se llama True Lies, quizá por las mismas razones que Hal Hartley ha bautizado su productora True Fiction, y que podría traducirse como Trolas de veras; puestos a cambiar, más le hubiera pegado Vamos a contar mentiras a la divertidísima y ágil película de James Cameron, meritorio artífice, entre otras, de Aliens —muy superior al reputado Alien de Ridley Scott—, de la excelente The Abbys y de las dos entregas de Terminator, y al que los simplistas han etiquetado como "esbirro de Schwarzenegger", lo mismo que sus precursores tildaron de "lacayos de Errol Flynn" a Michael Curtiz y Raoul Walsh. El tiempo dirá si Arnold llegará a ser tan buen actor, en su estilo, como Errol, pero de momento le tratan con el mismo desprecio, pese a que cada día demuestra más fehacientemente no ser un saco de músculos con ínfulas de Hércules, de autor ni de ideólogo, y va consolidándose como notable actor de comedia, gracias a que parece modesto y provisto de sentido del humor.

Como Cameron es un obseso por los conflictos de la pareja, True Lies deja pronto de ser un vehículo de Schwarzenegger y se convierte en una puesta al día de la enloquecida comedia conyugal que tanto brilló en los años 30-40, por ejemplo en La pícara puritana, Vivir para gozar, La fiera de mi niña, Luna nueva o Historias de Filadelfia. Ese es su espíritu y su fondo, aunque superficialmente parezca menos cerca de McCarey, Cukor o Hawks que de los más locos y divertidos James Bond de John Glen con Roger Moore (como For Your Eyes Only, por ejemplo) o de Terence Young con Sean Connery, y su principal "gancho" para el público sea la combinación de Schwarzenegger y los excelentes —y nada molestos, pues son espectaculares pero funcionales— efectos especiales, y un ritmo trepidante que no decae un momento: hay que agradecerle que sus 140 minutos pasen sin que nos demos cuenta de que es larga, cuando últimamente lo normal es que estemos hartos a la hora y comprobemos con agobio que aún quedan dos horas de tedio.

Y para quien no se conforme con eso, hay elementos de parodia sumamente inteligentes, chistes políticos con víctimas en todos los bandos, una fascinante villana oriental con la que Schwarzenegger se marca un tango admirablemente rodado, y la estupenda y divertidísima Jamie Lee Curtis, digna hija de Tony Curtis y Janet Leigh. Que Schwarzenegger esté a su nivel demuestra que no es un macaco culturista y que bate como actor a Stallone, con el que tiende a asociársele para deplorar que películas como True Lies tengan éxito, cuando a mí me parece sanísimo que lo tengan cualquier Cameron, o El último gran héroe de John McTiernan, por citar otra gran película seria pero divertida de los últimos años, también con Schwarzenegger, o Ladyhawke, o La princesa prometida; lo que me preocupa es que la gente haga colas para aplicarse cilicios como El piano y flagelarse con la trilogía tricolor del siniestro predicador Kieslowski.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

viernes, 13 de diciembre de 2024

Del jardín a las ruinas : reflexiones tardías sobre El hombre que mató a Liberty Valance, el ocaso del western y el retorno del género como cadáver viviente

Cuando se estrenó The Man Who Shot Liberty Valance en 1962, hace ya más de 30 años, fue recibida - en su país, en el nuestro y en muchos otros - con reacciones encontradas. Para la mayoría, se trataba de una muestra más - como todas sus películas desde 1953 - de la decadencia senil de John Ford, antaño gran cineasta mundialmente reconocido; para unos pocos, en cambio, supuso la confirmación de la lucidez, sabiduría y madurez que enriquecía y ensanchaba su obra desde aproximadamente 1956 (luego se vio que este periodo de "revisión crítica" tenía múltiples precedentes en 1950, en 1948, en 1946, en 1945 y hasta en 1941, dentro y fuera del género con el que abusivamente se identifica a John Ford). Para los primeros, era una película pobre, fea, y oscura, de concepción teatral y aspecto de telefilm, cuyo confinamiento en decorados interiores y algún exterior obviamente "de estudio" probaba la "fatiga" y desgana rutinaria del autor; para los segundos, que no valoraban negativamente lo que hay de objetivo en esos datos, la desnudez, el despojamiento, la sencillez y hasta la abstracción eran signos de un clasicismo esencialista y depurado. Para la "vieja crítica", se trataba de un guión al mismo tiempo convencional y raro, artificioso y vulgar, confuso y excesivamente verboso; para sus más jóvenes oponentes, se trataba de un apólogo sutil y profundo acerca del conflicto entre el espíritu fronterizo del Salvaje Oeste, en el que imperaba "la ley del más fuerte", y el progreso de la legalidad y la democracia, hábilmente relacionado con la transformación del territorio de Arizona en Estado de la Unión y con requisitos de la democracia tan fundamentales como la libertad de expresión y la educación.

Hoy parece evidente que teníamos más razón los defensores de la película que sus detractores, y desde hace ya bastantes años - 20 ó 25 -, por un misterioso proceso, El hombre que mató a Liberty Valance es considerada, casi unánimemente, como una de las obras maestras de Ford, del género y hasta del cine clásico en general. Lo que no podíamos adivinar ni unos ni otros por entonces es que habría de ser el penúltimo western de Ford - lo que redobla su carácter testamentario y algo "fúnebre" - y que su maestría y esplendor llevaban dentro las semillas de la decadencia del género, hasta el punto de convertirse en su "canto del cisne", y en el preludio de la corrupción, descomposición y desaparición del más típicamente americano de los géneros, que había acompañado al cine en su evolución desde 1903 y The Great Train Robbery de Edwin S. Porter.

Es evidente que entre los admiradores - no sé si desde el primer momento, aunque no es improbable - de esta película estaban una serie de jóvenes americanos y europeos que muy pronto iban a cambiar radicalmente el género, a diseccionarlo y a enterrarlo. Desde Sam Peckinpah a Sergio Leone, desde Stan Dragoti a Robert Benton, desde Sergio Sollima a Bernardo Bertolucci, desde Philip Kaufman a Clint Eastwood, desde Lawrence Kasdan a Arthur Penn, todos ellos pudieron encontrar en esa especie de "albergue español" (según expresión francesa) que es The Man Who Shot Liberty Valance lo que quisieran; es el sino de las películas que lo tienen todo, como Vertigo de Hitchcock o Moonfleet de Fritz Lang.

Se ha calificado de sucios, sangrientos y desmitificadores estos westerns del periodo agónico 1964-1973, entre Per un pugno di dollari y Pat Garrett & Billy the Kid; ninguno de estos adjetivos cuadra con The Man Who Shot Liberty Valance, que, en su modestia, no llega ni a presentarse como "crepuscular"; es, si acaso, un western meramente vespertino, de atardecer, que tampoco recurre - gracias a la sobriedad del blanco y negro y a su nocturnidad - a las tonalidades otoñales de las que se llegó a abusar unos años más tarde. Podría decirse, quizá, que el western post-Liberty Valance se sintió atraído no tanto por su equilibrio, su dialéctica y su melancólica síntesis - la pérdida de un mundo a cambio de otro -, sino tan solo por algunas de sus facetas, variables según los casos: a unos les fascinó el sadismo irracional y salvaje de Liberty (Lee Marvin), funcionalizado como esbirro de los intereses de los grandes ganaderos, que invocaban el lema "no poner puertas al campo" porque les convenía conservar la "independencia" del poder federal que para ellos suponía la condición de territorio; a otros les interesó sólo una vertiente - nunca, como a Ford, las dos - del conflicto, ya planteado - más a fondo, pero menos explícitamente - en Fort Apache (1948), entre los hechos y la leyenda, entre la historia y el mito -; a algunos les atrajo el carácter casi simbólico, de morality play, que recuperaba Ford para el género, y que se les antojó novedoso, aunque tenga ilustres y famosos - y también oscuros - precedentes, desde The Ox-Bow Incident (1942) y Yellow Sky (Cielo amarillo, 1948) de William A. Wellman hasta Johnny Guitar y Run For Cover (Busca tu refugio, 1954) de Nicholas Ray, pasando por Angel and the Badman (1946) de James Edward Grant, Red River (Río Rojo, 1947) de Howard Hawks, I Shot Jesse James (1949), Run Of The Arrow (Yuma) y 40 Guns (1957) de Samuel Fuller, Devil's Doorway (La Puerta del Diablo, 1949) y Man Of The West (Hombre del Oeste, 1958) de Anthony Mann, Broken Arrow (Flecha rota, 1950) de Delmer Daves, Rancho Notorious (Encubridora, 1952) de Fritz Lang, High Noon (Solo ante el peligro, 1952) de Fred Zinnemann o Silver Lode (Filón de plata, 1954) de Allan Dwan.

Se trata, en todo caso, de aspectos que, llevados en ocasiones a extremos caricaturescos, o cargando las tintas sin el menor sentido de la ambigüedad enriquecedora, a menudo trocando la complejidad por el esquematismo, se encuentran - con otros que también están en El hombre que mató a Liberty Valance - en los westerns de los diez años siguientes, el decenio final del género - salvo alguna muestra esporádica -, hasta su pretendida resurrección, en el punto mismo en que se había desvanecido, con Unforgiven (Sin perdón, 1992) de Eastwood.

Debo advertir que, a pesar de mi admiración por este cineasta-intérprete - pues no es la única ni la primera de sus películas como director que encuentro magistral, ni me parece la mejor -, veo hoy dudoso, transcurridos varios meses desde su consagración por crítica, público y Oscares, que Sin perdón suponga una renovación o revitalización del género. A mi entender, se trata de una muestra - muy lograda - de expresión estrictamente individual, clara descendiente de la línea que arranca del tronco sano aunque viejo de Liberty Valance y en la que pueden inscribirse todos los westerns posteriores, Unforgiven incluido, que de hecho se remonta a The Ox-Bow Incident y Yellow Sky, y se inscribe también en la fértil tradición de los westerns de venganza.

Un cierto pesimismo - que se acentúa en Sin perdón -, visualmente trasmitido por una llamativa - e inusual en el género, aunque habitual en el cine de Eastwood - tendencia a la penumbra y a la nocturnidad; una clara atención a las consecuencias - y no sólo las causas - de la violencia, unida al reconocimiento implícito de que el recurso a ésta puede resultar inevitable ante la injusticia y su empleo por los más fuertes o poderosos; el carácter "terminal" de sus protagonistas, ya reliquias del pasado o condenados a convertirse pronto en anacronismos, pero obligados a intervenir nuevamente, una vez más, cuando ya se daban por retirados a la cuneta de la historia, son algunos de los rasgos esenciales que permiten asociar Unforgiven con The Man Who Shot Liberty Valance, con independencia del distinto significado de una y otra película en la evolución del western.

Al referirme a la amenaza de inminente extinción que pesa sobre los protagonistas de ambas películas he dado por supuesto que el personaje principal de The Man Who Shot Liberty Valance es el vaquero Thomas Doniphon (John Wayne), y no el abogado venido del Este, luego periodista y finalmente senador Ransom Stoddard (James Stewart), factor que considero clave para la debida comprensión de la obra de Ford, precisamente porque cabe elegir cuál de los dos - que, hasta cierto punto, son amigos, y colaboran entre sí o se ayudan mutuamente, pero al mismo tiempo son antagonistas y rivales - es el protagonista. Es una ambigüedad que pierde, en parte, el título español, una vez que Tom revela la verdad a Ranse - puesto que éste podrá seguir siendo celebrado como "el hombre que mató a Liberty Valance", pero sabemos que fue Doniphon el que lo mató -, pero que mantiene el original inglés, pues significa tanto "El hombre que disparó a Liberty Valance" - ostensiblemente Stoddard, de hecho ambos - como "El hombre que mató a Liberty Valance" - en apariencia Ranse, en realidad Tom -, y que indica cuál es el meollo de la película de Ford, su centro de gravedad.

No sólo es la cuestión crucial que se trata en ella - porque, históricamente, los días de lo que Tom encarna están contados, y le toca sucederle a lo que Ranse representa; y además, para que éste venza sus escrúpulos morales y acepte el cargo para el que ha sido elegido, Tom ha de desvelarle la verdad, a sabiendas de que salvarle, primero, y decírselo después, supone perder a Hallie (Vera Miles) y su razón de vivir -, sino que constituye el punto de intersección de las diferentes tramas - histórica, filosófica, jurídica, política, sentimental - que se entretejen, en el que se articula la confluencia del pasado y el presente y el contraste entre ambos periodos.

Esto, lógicamente, determina la peculiar estructura narrativa, temporal y de puntos de vista de The Man Who Shot Liberty Valance, mucho más compleja de lo que puede parecer y de lo que es habitual en el cine comercial: el grueso de la película es un elíptico flashback - dentro del cual hay otro -, enmarcado entre un prólogo y un epílogo "en presente" (aunque no, claro, para nosotros ni para los autores). La lógica de este planteamiento dramático, la sencillez con que está plasmado y la fluidez e inteligibilidad del relato son parte esencial de la perenne riqueza de The Man Who Shot Liberty Valance y fuente de su inagotable fascinación: John Wayne sería el protagonista del flashback narrado por James Stewart y rememorado simultáneamente por Vera Miles, mientras que Stewart, como testigo, narrador y superviviente, sería el personaje principal de la parte "en presente".

Circular de L’Ateneu de Olot nº 47 (noviembre de 1993)

miércoles, 11 de diciembre de 2024

M. Butterfly (David Cronenberg, 1993)

Aunque menos lograda que las tres películas precedentes de David Cronenberg —entre ellas Naked Lunch (1991), escandalosamente inédita en este país—, M. Butterfly trae buenas noticias: el inclasificable canadiense sigue sin venderse a las Majors americanas y sin claudicar de su aliento vanguardista, convertido en el más rentable y comprensible de los cineastas experimentales.

Tan elegante como discreta, no tiene más que un defecto; lo que cuenta no es creíble, pese a haber suavizado y condensado la historia real en que se basa para tratar de darle un poco de verosimilitud. Para la mayoría de los espectadores, sin embargo, no hay modo de olvidar que se nos pide que aceptemos algo inconcebible; este rechazo previsible, en el que cualquiera pondrá a prueba su propia credulidad para corroborar que no es posible, tiene la curiosa virtud de no alejar al público del personaje de Jeremy Irons, sino de hacer que cada espectador "se ponga en su lugar", y vaya aceptando como admisible, improbable pero quizá no del todo imposible, etc., cada nueva fase de su trayectoria, hasta un punto —antes o después— en el que casi todo el mundo parece decir "hasta aquí podíamos llegar" y se interrumpe el juego identificatorio.

Yo sospecho que Cronenberg, que no va de hitchcockiano por el mundo pero no tiene un pelo de tonto ni de irreflexivo, ha tenido en cuenta esta incredulidad inicial, la posterior asunción del punto de vista del protagonista y hasta la ruptura final para implicar al espectador, por lo cual la película, mientras dura la proyección, funciona, y sólo después brotan las preguntas. Lo que convierte a Cronenberg en uno de los pocos cineastas actuales que se proponen que el público piense y que, además, lo consiguen, aún con grave riesgo para el éxito crítico de sus películas.


En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

lunes, 9 de diciembre de 2024

Descubrimiento de un blog

Aunque parezca mentira, esta historia tiene algo de intriga policiaca.

Mi primera noticia de la existencia del autor de los textos que componen este libro es la lista de un desconocido llamado Jesús Cortés y que encima resultaba ser español en la revista digital, por entonces aún muy interesante, Senses of Cinema, de origen australiano. No sólo era una lista de 10 películas preferidas que podía ser la mía, cosa ya rarísima, sino que los directores que lamentaba tener que omitir eran más o menos los mismos que deploraba yo no haber podido incluir. Ni con José María Carreño, Victor F. Perkins o Jean Douchet (con Manolo Marinero, Robin Wood o Jacques Lourcelles las discrepancias podían ser más frecuentes y mucho mayores, pese a los muchos acuerdos) había estado nunca tan en sintonía. Como su curriculum mencionaba colaboraciones en revistas cuya existencia yo ignoraba y que quizá ni fueran de cine, traté de averiguar quién era tan insospechado afín, que por algunas pistas marginales supuse notablemente más joven. Pero buscando su nombre me encontré con bastantes homónimos, desde un bailaor flamenco a un funcionario de la Junta de Andalucía. Sin resolver el enigma, me llegó noticia de que los malpensados de siempre pensaban que yo votaba dos veces, una de ellas bajo ese pseudónimo, y eso que yo casi nunca he usado tal artilugio, por lo menos desde 1970.

Tiempo después, curioseando en la red, me intriga un blog titulado, para mí godardianamente, Un blog comme les autres, que, sorpresa, resulta no estar escrito en francés, no ser sobre Godard (aunque tampoco ajeno u hostil, como tantos), y ser obra de un tal… Jesús Cortés. Escribo un comentario, y a partir de ahí voy descubriendo con el tiempo que Jesús, que por edad podría ser hijo mío, que es sevillano y que tiene unos antecedentes que en nada se parecen a los míos (roquero, entre otras cosas). Alguno pensará, de nuevo erróneamente, que le he influido mucho, cosa que encuentro inverosímil: su estilo – que lo tiene – en nada se parece al mío, ni en la escritura ni en el enfoque crítico, y no creo yo que me haya leído mucho, a lo sumo lo que es normal tropezarse conmigo cuando llevo más de medio siglo en activo. Si conseguimos estar bastante o incluso muy a menudo asombrosamente de acuerdo es, yo diría – porque es la única explicación que se me ocurre – por pura casualidad. Ya sé que los que Hitchcock llamaba “verosimilistas” no creen en ella, pero existir existe, como las meigas. Hasta tal punto es raro lo mucho que yo estoy de acuerdo con él, o él conmigo si yo he visto la película antes, que ya he dicho a más de uno que me demandaba o sugería que escribiera un blog que no hace ninguna falta, que si quiere saber mis opiniones consulte las de Jesús y casi seguro acertará, a lo sumo será una diferencia de grado: algunos cineastas y algunas películas, gustándonos o desagradándonos a ambos, a uno le apasionan o irritan más y otras menos.

Pero lo importante no son tanto los gustos o las afinidades o las coincidencias (que también pueden obedecer a razones muy diferentes e incluso opuestas); de hecho, muchas veces interesan más los críticos discrepantes si sus razonamientos son buenos y le hacen a uno dudar de la primera impresión propia. Lo más importante es lo que Jesús Cortés escribe, que suele ser inhabitual, imprevisible, bien escrito y revelador a menudo de facetas que uno sólo había entrevisto. En eso se parece, nueva sorpresa, al japonés Hasumi Shigehiko, del que uno lee, asombrado, su original enfoque del cine de Ozu Yasujirō o Narusē Mikio, y se pregunta, intrigado, en qué aspectos inéditos, insólitos o inatendidos de John Ford o Howard Hawks concentrará su interés, para descubrir que, efectivamente, cuando escribe sobre ellos, en lugar de repetir las observaciones más tópicas de los demás, nos hace ver algo que apenas habíamos intuido o de lo que no éramos plenamente conscientes. Es decir, que nos ayuda a ver mejor y más en una película que antes de su intervención. Lo cual me parece una de las funciones útiles de la crítica. Que reconozco no son muchas, pero las posibles no deben ser olvidadas o rehuidas, como hoy tan a menudo, en mi opinión, sucede.

Otra de esas funciones posibles y deseables de la crítica consiste en no ser conformista, seguidista y acrítica, y en ayudar a descubrir películas o cineastas ignorados o menospreciados u olvidados, y estimular a los lectores no a obligatoriamente admirarlos, sino simplemente a mirarlos con atención y quizá a disfrutar de ello.

No cuento otra virtud elemental pero, ay, a mi juicio muy infrecuente: Jesús Cortés escribe bien. Sin pretenciosidad pseudo-literaria, sin pedantería falsamente tecnicista, sin recurrir a jergas psicoanalíticas o las que estén de moda cada temporada, sin guiños de complicidad a los de la secta. Sus opiniones son las suyas, se suele entender lo que quiere decir, que es precisamente lo que escribe. Y se puede disfrutar con su lectura incluso cuando se discrepa en algún aspecto o matiz.

Como todo lo dicho no es frecuente, se deduce que es una lectura que vale la pena. Se lo dice alguien que lleva casi 55 años leyendo mucha crítica de cine y que ya no soporta casi ninguna.

Prólogo de “En los márgenes de la Historia del cine : Un blog comme les autres” de Jesús Cortés. Santander : Shangrila, noviembre de 2020.

viernes, 6 de diciembre de 2024

Il generale Della Rovere (Roberto Rossellini, 1959)

Qué Grande es el Cine (20/03/2000)


He aquí una película objeto de múltiples malentendidos desde su elaboración y sobre todo desde su estreno, y que hoy permanece extrañamente olvidada, como si alguien la hubiese remitido al limbo de las cuestiones espinosas y molestas.

Se criticó ya a Rossellini - por parte, sobre todo, de los que llevaban seis o más años insultándole - que, de nuevo, reincidiese en su "traición" a los principios "neorrealistas", cuando tal movimiento no existió jamás como tal, y no partía de "dogmas" o consignas de forzoso cumplimiento, aparte de haberse agotado, en sentido estricto, hacía ya bastantes años, hacia 1949, y ser, puestos a ello, precisamente Rossellini el único que, aplicándolo a temas cambiantes, seguía empleando el mismo método o estilo que había sido el suyo, antes que el neorrealista, desde sus primeros trabajos, en plena Guerra Mundial. Para colmo, esta vez abordaba un guión ajeno (cuando es sabido que Rossellini se negaba a escribir tal cosa), en una producción "standard", por no decir "comercial", y rodando no en escenarios naturales, sino en los entonces magníficos estudios de Cinecittà. Algo que a nadie le parecía mal cuando eran Visconti, Fellini o De Sica los que lo hacían se le reprochaba a Rossellini. Vino luego la película, y fue discutida, como siempre, aunque pueda considerarse que tuvo cierto éxito de estima crítico y que los resultados comerciales fueron relativamente buenos. Pese a ello, es una película de la que pronto se dejó de hablar, para nunca más recordarla; a ello contribuyó sin duda el propio Rossellini, quien poco después, aparte de decretar la "muerte del cine" y abandonarlo, ya para siempre, por la televisión, se mostró, sin llegar a repudiarla, muy crítico con El general de la Rovere, a mi entender muy injustamente, y ya se sabe que como los directores suelen ser los máximos exégetas de sus propias películas, basta que se muestre desilusionado o descontento de una para que todos los críticos le tomen la palabra y sigan a pie juntillas su veredicto, por mucho que el autor se equivoque o compare los resultados con un film imaginario cuyo alcance sólo él conoce, y que, por lo demás, no necesariamente habría sido mejor.

Este largo preámbulo se justifica porque, pese a los pesares, considero Il generale Della Rovere como uno de los grandes logros de Rossellini, sólo levemente inferior a otra de sus películas más malditas y menospreciadas de esa época, Era notte a Roma (Fugitivos en la noche, 1960), y sólo un poquito por encima de la más desconocida, vilipendiada o olvidada de toda su carrera, Anima nera (1962). Las tres me parecen tan grandes o mejores que la respetada - aunque poco conocida - de ese periodo, Viva l'Italia (1961), y mucho mejores que Vanina Vanini (1961), que encontró, junto a muchos detractores, algunos paladines. Ninguna de ellas me parece indigna del autor de Roma città aperta y sólo las máximas cumbres de toda su carrera, Germania anno zero, Paisà, Viaggio in Italia o La Prise de pouvoir par Louis XIV me parece que las superan con cierta nitidez.

Para empezar, creo que, más aún que el cuento de Indro Montanelli, este escritor y los guionistas, viejos y habituales cómplices o amanuenses del perezoso Rossellini, Sergio Amidei y Diego Fabbri, crearon un personaje memorable, el del pícaro e innoble estafador y superviviente Bardone, y una fábula moral espléndida, tan crítica en su testimonio acerca de la realidad de una época y de las bajezas a las que puede llegar quien quiere salvar el pellejo o simplemente no morirse de hambre, como épica en su conclusión. Es un guión, sin duda, más férreo que los habitualmente rodados por Rossellini, pero es un guión estupendo, digno de los mejores del cine italiano, y en ese año 1959 sólo inferior al de Un maldito embrollo de Pietro Germi.

Naturalmente, por buenos que sean, con un personaje, un argumento y un guión no basta, como ingenua o más bien interesadamente creen, fingen creer o quieren hacer creer algunos, para hacer una película, no ya grande, sino siquiera decente. Falta precisamente lo más difícil, que es, además, lo estrictamente cinematográfico: hasta ese momento es todavía literatura. Se trata de realizar ese guión, encarnar los personajes en unos actores que les den presencia concreta, realidad y vida; situar sus actos, que hay que mostrar de tal modo que sean precisos y verosímiles, creíbles, convincentes, en un escenario - real o reconstruido - elegido al efecto, y filmarlo de forma que todo lo que vemos cobre el sentido apetecido.

Pues bien, eso es lo que realmente es extraordinario en El general de la Rovere, y en muy poco difieren los resultados por el hecho - que se revela accesorio, e incluso requiere su previo conocimiento - de que no sean calles reales ni casas, sino decorados, los lugares donde se filma, que la luz, tan igual a la de las obras de la inmediata postguerra, sea en mayor medida artificial que en 1945, que los actores sean en su mayoría - y no minoritariamente, como antaño - profesionales, incluso tan veteranos ya (entonces no podían serlo, por edad, ni Anna Magnani ni Aldo Fabrizi) como Vittorio De Sica (prodigioso actor siempre, aquí mejor dirigido que nunca y con un personaje complejo y rico y adecuado a sus características como muy pocos de los que ha interpretado). Basta para ello ver de nuevo, como acabo de hacer yo, seguidas Il generale y Germania: muy poco separa o distingue ambas películas sensiblemente; la mirada, la postura moral, el modo de filmar son los mismos, sólo ha cambiado la perspectiva temporal, el paso de captar la realidad inmediata y acuciante, en directo, en tiempo presente, casi como si se rodase un reportaje o un documental, frente a una visión retrospectiva e histórica, una reflexión sobre el pasado a la que cuadra lo que necesariamente tiene de reconstrucción, de recreación a través de la ficción y de una más pronunciada narratividad, si se quiere más próxima a una película "convencional" por estar estructurada de una forma más dramatizada de lo habitual en su autor.

Pese a tratarse de una película rodada en estudio, lo cierto es que la recreación de la época es sumamente convincente. Los muros llenos de carteles y pintadas, la impresión casi física de frío que transmite, sitúan tan de lleno en un momento concreto de la contienda como las reproducciones a más breve plazo que podemos encontrar en Roma città aperta o en Paisà. Prueba de ello es lo bien que se integran los planos extraídos de documentales o noticiarios de la época, por ejemplo de bombardeos, con los rodados en estudio, con actores profesionales. Otro tanto sucede con los actores, desde Giovanna Ralli, Anne Vernon o Sandra Milo en sus papeles más o menos episódicos hasta Vittorio Caprioli como el prisionero condenado a muerte que actúa como "barbero" en la cárcel de San Vittore, el comandante alemán tan inteligentemente encarnado por Hannes Messemer o el desvergonzado y poco escrupuloso estraperlista napolitano, todo labia y acomodaticia flexibilidad, que enaltece finalmente su heroísmo suicida, interpretado por un Vittorio De Sica maduro y contenido, perfectamente plausible. Tan revelador es cuando, tras presentarse como napolitano, precisa que en realidad no es de allí y que se siente romano, al coronel Muller como el gesto de hastío (mientras lo prueba) con que se queja ("salami, sempre salami") de la monótona economía con que los familiares de los presos les envían paquetes de alimentos. Son pequeños gestos a menudo furtivos, que uno de los personajes no advierte, pero a nosotros no se nos pueden escapar gracias a la planificación de Rossellini, como cuando Valeria esconde bajo la almohada, en un descuido de De Sica, lo que aún puede arrebatarle para empeñarlo y jugar. Notamos igualmente, sin que apenas se nos indique, que la acción empieza en Génova y se desplaza luego a Milán, y detectamos los distintos caracteres de las dos ciudades. Igualmente bien observado, y sin énfasis alguno, está el éxito de Bardone entre las mujeres mayores, desde la madre de la esposa del teniente Michele Fascio hasta la vieja que regenta la casa donde ahora trabaja Olga. También intuimos, sólo por la tensión con que mira Bardone, que Olga sabe que el zafiro oriental "sette bellezze" es falso, y nos sorprende tanto como a él que esté dispuesta a comprárselo. También notamos que Anne Vernon sabe que su marido ha muerto cuando Bardone le da falsas esperanzas y la cita, y que le ha denunciado cuando acude al café y le da el dinero incluso antes de que él insista.

Explica mucho el talento de la interpretación de De Sica que Müller le diga, cuando ya está desenmascarado, "A pesar de todo, me cae Ud. simpático". El primer momento en que (misteriosamente) el camaleónico y plegable de puro flexible y adaptable Bardone empieza a adquirir su nueva personalidad asumida, suplantando al muerto General es cuando, tras el pánico del bombardeo, sale a arengar a los presos y pide "calma, dignidad y serenidad", y que recuerden que esas bombas que les ponen en peligro van contra los alemanes y acercan el momento de su derrota.

Magnífica entrevista Caprioli-Messemer. Excelente visita de la Condesa Biancamaria Della Rovere a Messemer, y astucia de éste para, dejándola que le visite, disuadirle de ello con el pretexto (verosímil) de que su entereza reposa en la seguridad de que ella y sus hijos están a salvo en Suiza y de que verla le haría hundirse.

Tremendo momento en que Bardone descubre que, sin revelar ni a los alemanes ni a él quién es Fabrizio, Banchelli se ha suicidado.

Cuando llega de nuevo a la celda torturado, para dar verosimilitud a toda la fingida historia, y se encuentra con la carta de "su mujer" es cuando Bardone se convierte finalmente en Della Rovere, en parte por obra del astuto cálculo de Müller, que se pasa de listo.

De nuevo (como el desembarco y la muerte de Della Rovere) los acontecimientos externos precipitan el drama: matan al "federale" de Milán, y los fascistas exigen represalias a las que Messemer se resiste, considerándolas contraproducentes, pero el Alto Mando le obliga a ejecutar rehenes.

Estupenda escena, con largos paseos diseccionados con "pancinor", en la celda en que van agrupando a los que van a ser ejecutados: judíos, comunistas, partisanos, un cobarde pasivo y Della Rovere.

Cuando sacan al patio a los elegidos, Messemer aparta a Bardone para averiguar cuál de ellos es Fabrizio, y De Sica pide un lápiz y escribe en la pared una escueta despedida a su mujer ("Mi último pensamiento es para ti. Viva Italia") y exige que le abran y sale al patio, y pese a la insistencia de Müller se añade a la hilera (sin poste), les arenga "Valor. Viva l'Italia" y los fusilan. Son once, observa un alemán. "Me he equivocado" responde Messemer.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (20 de marzo del 2000)