lunes, 3 de noviembre de 2025

La destrucción de Play Time

Durante varios años, y hasta 1967, Jacques Tati ha realizado, a un elevado precio, un film llamado Play Time. Este film ha sido diversa y absolutamente destruido por los exhibidores o distribuidores españoles de la forma que ahora expondré.

El cine es el arte del tiempo y el espacio a través de imágenes y sonidos. Pues bien, nada de esto permanece en su forma original en la versión española del film de Tati.

1) El tiempo. El Play Time de Tati duraba ciento cincuenta y dos minutos. Tras tres meses de éxito, los distribuidores franceses obligaron a Tati a abreviarlo a ciento treinta y siete minutos. Esta es una medida desgraciada (un corte nunca hace más corta una película, ya que el ritmo es cuestión de estructura y equilibrio, y no de duración), dictada sobre todo para hacer un intermedio cuyo único beneficiario es el "esmerado servicio de bar en el entresuelo" de los cines, ya que la película no cansa y este entreacto lo único que hace es distanciar, destruyendo el ritmo y la estructura de la película. Con todo, era un mal menor: quince minutos es bastante, pero no demasiado; el descanso dividía al film lógicamente en dos partes equivalentes (la segunda ocurre casi enteramente en el club "Royal Garden") y los cortes habían sido realizados por el mismo Tati. Nada obligaba a los exhibidores extranjeros a proyectar la versión mutilada, pero era de suponer que en España se haría. Lo que era ya inimaginable es que se permitieran amputarle veintiséis minutos más, llegando a un total de cuarenta y un minutos de cortes y dejando el film en ciento once, a costa de perder varias escenas fundamentales. Encima, el descanso ha sido colocado, de modo absurdo, a los cuarenta y dos minutos (siendo ya injustificable en un film de menos de dos horas de duración), lo que deja a Play Time convertido en una serie de fragmentos dispersos.

2) El espacio. Tras estudiar varios tipos de formatos (CinemaScope, Panavisión, Cinerama, pantalla normal, pantalla panorámica, etcétera), Tati decidió rodar el film en 70 milímetros (por cuestiones de nitidez), pero no en panavisión (1 x 2,20 ó 1 x 2,5), sino en panorámica ancha (más o menos 1 x 1,85), colocando bandas de negativo a los lados. Los encuadres de Tati son siempre minuciosos y milimetrados, y más aún en esta película. Pues bien, en algunos sitios —por ejemplo aquí— se proyecta en Cinerama —lo que da derecho a cobrar más caro—, cambiando así el formato y las dimensiones de las imágenes, destrozando los encuadres y estropeando la calidad visual de la película.

3) Las imágenes. La proyección en Cinerama (debido al cambio de formato y a la pantalla curva) distorsiona, sobre todo en los lados, las imágenes, y hace que los fondos de plano pierdan nitidez, lo cual en Play Time es desastroso, ya que se usaba constantemente la profundidad de campo para que el espectador pueda ver los "gags" que ocurren al fondo del escenario. Además, el contratipo es muy malo, empobrece el color y lo emborrona, de tal forma que el trabajo de Tati y su fotógrafo, Jean Badal, ha sido arruinado casi totalmente.

4) El sonido. El film, en su versión original, no tiene casi diálogo, la mayor parte de él está en inglés (sin subtitular) y el resto no tiene tampoco importancia (y era casi inaudible). Era, por tanto, innecesario doblar la película. Pero aquí ha sido —espantosamente— doblada, traducido lo que estaba en inglés, aclarado lo que era innecesario oír, etcétera. Por si fuera poco, el doblaje ha ensuciado y estropeado la admirable banda sonora, lo cual es, en cambio, extremadamente grave, dada la importancia de los ruidos en los modernos films cómicos (véase el caso de Jerry Lewis, al que se suma una voz aguda y cretina que no tiene nada que ver con la del gran actor y director americano).

En total, de Play Time en España no quedan más que despojos, restos de una obra perfectamente armónica y coherente y que ya, por el afán comercialista o los caprichos de los que en Francia, muy adecuadamente, se llama "explotadores" —del cine y del público—, no es ni equilibrada ni tan rica como lo era en su versión original.

Es hora, pues, de que los organismos competentes del ministerio correspondiente pongan fin a este tipo de atropellos, vigilando este tipo de manipulaciones —y sancionándolas como corresponde— que vulneran los más elementales derechos de los autores y de los espectadores.

En Nuestro Cine nº 83 (marzo de 1969)

viernes, 31 de octubre de 2025

A History of Violence (David Cronenberg, 2005)

En inglés, el título original de esta película significa, un tanto exageradamente (pero debiera dar que pensar, pues la convertiría en un apólogo moral, en una metáfora) “Una Historia de la violencia”, y en el sentido para el que aquí, a falta de “story” para diferenciar de “history”, requeriría mayúscula. Nada, pues, equivalente a “Una historia violenta”, que es el sentido que adquiere la demasiado literal traducción española, en un curioso afán de no dar una (dejar Saraband en sueco, cuando se trata de una adaptación de la palabra española zarabanda...).

Eso aparte, lo que más sorprende de la última película de Cronenberg –el más contemporáneo, creo yo, de los directores en activo, desde que Godard se ha dado a la reflexión histórica, y el más inquietante desde la muerte de Hitchcock–, y supongo que a algunos les habrá decepcionado, es su clasicismo, la sobriedad y precisión absolutas de lo que no puede llamarse de otro modo que “puesta en escena”, a mi entender más exacta y funcional todavía que la de Eastwood, y ello a pesar de que A History of Violence se base, como eXistenZ (1999) en un juego de ordenador, en un comic, del que, dicho sea de paso, no quedarían más rastros que algún rasgo caricaturescamente ominoso (pero muy amenazador en ambos casos, tan distintos) de los personajes de Ed Harris y William Hurt –resultan inquietantes como en una pesadilla–, y la extremada precisión de encuadres y composiciones que caracteriza tan sólo a los mejores ejemplares de este género (como los que admiraba en los años 50 Nicholas Ray, por ejemplo). Pero ya demostraron los clásicos que a partir de la pulp fiction se puede llegar a lo sublime y a lo más profundo, con tal de que uno crea lo que cuente y se tome en serio el cine, y respete por igual a personajes y espectadores, sin caer ni en el esquematismo ni en la puerilidad. Actitud que permite ser simple, claro y directo, sin por ello dejar de ser profundo, alarmante y misterioso.


Yo apostaría que Cronenberg –aunque no me conste– se ha preguntado a veces, viendo Out of the Past (Retorno al pasado, 1947) o Nightfall (1956) de Jacques Tourneur, o Ride the Pink Horse (1947) de Robert Montgomery, o The Killers en ambas versiones, la de Robert Siodmak (Forajidos, 1946) y la de Don Siegel (Código del hampa, 1964), o leyendo el relato de Ernest Hemingway en que se basan las dos, qué hubiera pasado si sus héroes respectivos, en lugar de rendirse a la fatalidad y el cansancio, como el “Sueco”, o debatirse inútilmente en una tela de araña seductora, como Jeff Bailey y otros, hubieran conseguido seguir ocultos, bajo un nombre falso, en algún pequeño pueblo perdido del Medio Oeste (o entre la anónima muchedumbre de una gran ciudad), o si Jeff (Robert Mitchum) se hubiera casado con su leal novia, antes de la confesión en flashback, camino del lago Tahoe. Aunque pasen unos 20 años, y uno no mencione nunca su pasado, ¿lo olvida? ¿Deja de ser el que alguna vez fue, y fue primero y durante bastante tiempo? ¿Es posible esconderse, y despreocuparse de los perseguidores más increíblemente tenaces, de los sabuesos a sueldo enviados para hacerle volver al pasado del que surgen y del que uno mismo, por mucho que se aleje, procede? Quizá, como aquí sucede, cuando uno llega a estar por fin más o menos seguro, y respira, y se confía, llega un día un coche y su conductor te hace una visita que es, más que una amenaza o una llamada al “orden”, un seísmo vital. Es más, como el protagonista Tom Stall (o Joey Cusack) ha ocultado su pasado a su mujer y a sus hijos, cuando estos descubren quién es realmente, su mundo de los últimos años se verá amenazado. De hecho, la creencia (tan irrenunciable para uno mismo) en que la identidad permanece, tiene por contrapartida que, por mucho que alguien se esfuerce por cambiar, y modifique su nombre, su forma de ser y su conducta, y el tiempo pase, resulta imposible (hasta si se lograra olvidar) sepultar el pasado de un modo definitivo. Este factor, se convierte, de modo implícito, en el verdadero drama máximo de la película. De repente, cuenta menos que veinte años (más o menos) felices, modestamente satisfactorios, de los que la mujer no parece tener queja, y los hijos –lógicamente, durante el tiempo más breve que, sin embargo, supone toda la vida respectiva– tampoco, que el hecho, uno, de que les haya ocultado su verdadero nombre, origen y actividades, y dos, de que haya sido un feroz criminal, aunque ya no lo sea, y miembro de una familia mafiosa de la que no tiene otro modo de liberarse definitivamente más que recurriendo, una vez más, a la violencia, matando a su propio (y más bien dementoide) hermano. Lógicamente –y hay que tener presente que para Cronenberg las mutaciones, la genética, la clonación, el sexo y las diversas formas de reproducción existentes en la naturaleza, los injertos, la cirugía, el sida, el contagio, todas las vías de trasmisión, comunicación y transporte son no meros “temas de actualidad”, sino elementos fundamentales de su alarmante visión del mundo–, podemos los espectadores (no digamos su familia) preguntarnos si el cambio es real, si puede ser definitivo. La admiración por el héroe que ha sabido eficazmente defenderlos y defenderse, aparte de atraerle a Tom provocadores desafiantes como los que con infinito cansancio se veía obligado a liquidar el protagonista de The Gunfighter (El pistolero, 1950) de Henry King (y de los que tampoco se libra su hijo adolescente), se torna instintiva, casi física repugnancia, desconfianza, pánico cerval, hasta temor a haber heredado sus rasgos más violentos: sin que nada haya cambiado en su exterior, es como cuando Jeff Goldblum se convierte en mosca, en la película de Cronenberg The Fly (1986). Y recuerda el dato preocupante (que en M. Butterfly, 1993, aunque basado en un caso real, resultaba inconcebible) de lo poco que llega a saberse o intuirse o sospecharse acerca de la verdadera naturaleza –incluso sexual– de la persona con la que se convive. Nos encontramos, pues, en el arquetípico y obsesivo conflicto cronenbergiano, presente de un modo u otro en toda su filmografía, unas veces orientado hacia el futuro, otras hacia el pasado, de naturaleza predominantemente física, carnal y hasta morfológica, pero siempre con consecuencias psíquicas, aquí centrado en la mente y su control, pero con manifestaciones ciertamente corporales. Si hay en la historia del cine una obra preocupada por los fenómenos psicosomáticos es precisamente la del canadiense David Cronenberg, y en nada ha cambiado este hecho con A History of Violence, incluso si la película, localizada en Estados Unidos y no en el Canadá, es algo más “realista” –en términos relativos– de lo habitual y no contiene elementos de “ciencia-ficción” ni de anticipación futurista. El final, que no tiene nada de feliz, salvo para el que se empeñe a toda costa en no ver las consecuencias inevitables de actos irreversibles y no ocultables como los que se ha visto obligado a llevar a cabo Joey/Tom, no puede ser más pesimista: tanto la mafia como la ley estarán detrás de él de inmediato y antes o después le alcanzarán. Era su vida tranquila, razonablemente feliz y discreta de los últimos años, lo que era un sueño, y la película es su violento y definitivo despertar.

En Letras de Cine nº 10 (2006)

miércoles, 29 de octubre de 2025

Smorgasbord (Jerry Lewis, 1983)

No sé quién será el culpable de haber rebautizado El loco mundo de Jerry la última película de Jerry Lewis, pero podía haberse ahorrado tal dispendio de imaginación —es obvio que no le sobra— y haber respetado el título original, no inglés sino escandinavo, pero cuyo significado, siquiera vagamente, entiende todo el mundo, y que está ahí para algo: no, evidentemente, para atraer colas de espectadores, pues muy «comercial» no es, sino para advertirles de que lo que se les va a ofrecer es un plato variado, frío, poco elaborado y ligero. No precisamente «un mundo», por loco que pueda ser, y por mucho que la sucesión de gags, viñetas, chistes y «números» que constituyen Smorgasbord (1983) ilustren, como todas sus películas precedentes, la visión del mundo de Jerry Lewis, su forma de entender la vida, que no ha cambiado desde la anterior, Hardly Working (Dále fuerte, Jerry, 1979), ni desde la primera que realizó en solitario, The Bellboy (El botones, 1960), ni siquiera, si se me apura, desde la primera que admite haber codirigido, You're Never Too Young (Un fresco en apuros, 1955), por mucho que haya evolucionado su estilo interpretativo y su manera de dirigir.

Por supuesto, puede reprochársele a Smorgasbord, si no se conoce su título verdadero, que no cuente una historia; que carezca de argumento, de continuidad «dramática» y de homogeneidad estilística; que parezca una antología privada de temas obsesivos, un muestrario de habilidades o una recopilación de descartes, de ideas no utilizadas en películas anteriores, porque quebraban el ritmo o la lógica narrativa, que, todavía en The Nutty Professor (El profesor chiflado, 1963) o The Patsy (Jerry Calamidad, 1964), Lewis trataba de preservar, siquiera en una medida residual, como armazón. Por eso, para evitar malentendidos, es importante anunciar al espectador lo que va a ver: una película tan absolutamente personal que apenas cuenta con él, sino —en todo caso— con su participación activa y despierta, ya que sólo así es posible apreciar la variedad de registros a que ha llegado Lewis en su triple cometido de guionista, director y cómico.

Como inventor de situaciones y gags no es fácil que destaque su labor en esta película: para un público ocasional, no hay guión propiamente dicho, y el paso de unas escenas a las siguientes es a menudo arbitrario, cuando no desconcertante; para sus íntimos, hay pocas novedades llamativas —quizá la más notable sea la casi total desaparición de las mujeres—, e incluso las variaciones sobre temas conocidos son escasas: se trata, más bien, de tomar escenas e ideas ya presentes en su obra anterior y llevarlas más lejos, unas veces hasta el límite de lo soportable —cuando, en lugar de hilaridad, producen agobio—, otras más allá de lo verosímil, incluso en el más fantástico de los contextos —el surrealismo campa más que nunca por sus respetos—, casi siempre de forma explícita y directa —todas las alusiones sexuales de antaño son hoy evidentes, los detalles de «mal gusto» más pronunciados—, al desnudo. La ausencia de impulso narrativo suprime el envoltorio que antes pudo hacer más «digeribles» las películas de Jerry.

Pese a los años de inactividad como director transcurridos, por decisión propia o por falta de financiación, entre Which Way to the Front? (¿Dónde está el frente?, 1970) y la aún inconclusa The Day the Clown Cried (1973), entre ésta y Hardly Working, y desde entonces hasta Smorgasbord, Jerry ha seguido actuando y pensando, en salas de fiesta y en la televisión, y parece haber ampliado notablemente su radio de acción y su gama interpretativa; además, los años no pasan en balde, y tanto el ritmo de sus movimientos como su capacidad de esfuerzo físico han disminuido, obligándole a recurrir a un enfoque más sencillo, en ocasiones, y más complejo y sutil en otras, lo que contribuye a que el resultado conjunto sea de una mayor heterogeneidad. La secuencia inicial —sobre todo el larguísimo plano hitchcockiano con que empieza— es un auténtico prodigio de puesta en escena y mantenimiento del ritmo, en un terreno que, en principio, parecía fuera del alcance de Lewis; por otra parte, es difícil imaginar una escena más simple y eficaz que la del restaurante donde una camarera insoportable (Zane Buzby) agota a Jerry, dándole a elegir entre una infinidad de platos y, una vez que ha decidido, entre cientos de variantes.

Es cierto que en Smorgasbord hay de todo un poco, que el grado de acierto dista de ser uniforme, que —pese a su brevedad— hay baches, que algunos chistes son insignificantes y otros no dan en el blanco, que ciertas escenas se dilatan excesivamente y otras podrían haber mejorado si hubiesen continuado, pero esa irregularidad tal vez sea, como la patente escasez de medios materiales que a veces la aflige, el precio que hay que pagar si se quiere hacer una obra personal, sin concesiones a la galería. Y veo en Smorgasbord mucha más inventiva cómica, imaginación visual y energía creadora que en el cuidado trabajo de miniaturista de Woody Allen en Zelig (1983), pese a que éste se las apaña siempre para que sus películas se conviertan en acontecimientos proclamados por los medios de comunicación, por poca cosa que sean realmente. Es posible que Smorgasbord sea simplemente una obra de transición —como Passion en la carrera de Godard—, y que, a la larga, pueda prescindirse de ella; por ahora, aun comprendiendo que no resulte plenamente satisfactoria, me parece una de las pocas películas estrenadas este año que vale la pena ver.

En Casablanca nº 35 (noviembre de 1983)

lunes, 27 de octubre de 2025

Simón del desierto (Luis Buñuel, 1965)

Simón del desierto está directamente entroncada con Nazarín (1958) y Viridiana (1961). Como en ellas, el tema, reducido a sus líneas esenciales, es la inutilidad de la religión. Si en Nazarín Buñuel mostraba la ineficacia del padre Nazario, incluso cuando abandona los hábitos y se dedica a predicar y ejercer la caridad por su cuenta, y en Viridiana insistía, con mayor virulencia, en este segundo aspecto, en Simón del desierto son el ascetismo y el ideal de pureza los que se revelan inútiles y prácticamente imposibles. Estas tres películas, escritas en colaboración con el escritor católico Julio Alejandro, no son, sin embargo, los esquemáticos panfletos que muchos han querido ver, sino que se ven enriquecidas por una cierta admiración y simpatía que siente Buñuel por la obstinación y sinceridad de los personajes que dan título a los tres films, y que se articula dialécticamente con la postura crítica del autor de Un chien andalou. Por otra parte, Simón del desierto es el mejor prólogo de La Voie lactée (1968) que pueda imaginarse, completando así el esperpéntico retablo "religioso" de Buñuel.

Como es normal en Buñuel, la crítica se ejerce sutilmente a través del humor y un agudo sentido de la caricatura, por un lado, y de una estructuración muy rigurosa, que alcanza en La Voie lactée su punto culminante al unir la mayor complejidad y la máxima claridad, por otra parte. Sin que este segundo aspecto haya sido descuidado, en Simón del desierto predomina el primero, hasta el punto de convertirla en la más bufa y burlona de todas sus películas, superando incluso a Ensayo de un crimen (1955), L'Âge d'or (1930) o Susana (1951), apartándose en eso de Nazarín, su film más serio junto con Los olvidados (1950). Estructuralmente, en cambio, tiene su más claro precedente en El Ángel Exterminador (1962), ya que concentra la acción en un espacio único y bien delimitado —aunque abierto, como en Robinson Crusoe (1952)—: la columna en que Simón ayuna, ora y medita, apartado del mundo, sus pompas y sus tentaciones, en medio del desierto y a gran altura. Como en todos sus films mexicanos, Buñuel saca partido de los pésimos actores que suele tener a su disposición a través de la caricatura y de los diálogos, aquí más hilarantes que nunca.

La idea de la película, como ocurre con frecuencia en Buñuel, se relaciona con sus lecturas bíblicas, ya que no sólo se inspira en la vida y milagros de Simeón el Estilita, sino también en las tentaciones del Diablo a Jesucristo cuando éste se retiró al desierto: mientras Simón (admirablemente interpretado por Claudio Brook) rechaza obstinadamente la farisaica adulación de sus seguidores y los víveres que intentan proporcionarle, el Diablo (Silvia Pinal) le tienta bajo los más diversos y divertidos disfraces (desde el de colegiala, que le enseña sus inocentes piernas y pechos, al de Buen Pastor, que pega una patada al cordero pascual). Simón, sin embargo, resiste estoicamente, y se mantiene firme y casi imperturbable en su columna. Paralelamente, Buñuel nos hace una crónica "entomológica" de la vida del estilita, señalando todos los problemas de orden práctico que se le pueden presentar a un hombre en la situación de Simón: el calor, el hambre, el aburrimiento ("esto de las bendiciones, además de santo, resulta muy entretenido", se dice, buscando algo que bendecir), la suciedad, el mal olor, las moscas (interrumpe sus oraciones en latín para comentar "hoy no hay moscas"), la locura ("empiezo a darme cuenta de que no me doy cuenta de lo que hago"). La película, como se ve, es muy sencilla de personajes y situaciones, y está resuelta casi únicamente a base de grúas hacia y alrededor de la columna, siempre funcionales y de gran claridad espacial. A ello se unen las divertidas y absurdas discusiones teológicas que Simón mantiene con sus discípulos (una de ellas, gritando "viva la hipóstasis" y "muera la hipóstasis", evoca La Voie lactée, construida casi enteramente sobre este principio), su exigencia (les reprocha volverse a mirar a Silvia Pinal cuando pasa por allí, no acepta ser ordenado sacerdote), sus relaciones con un pastor enano, su anciana madre y un fraile saltarín, o con los insectos y otros animalillos. Pero quizá lo más disparatado sean las tentaciones del Diablo (que aparece, por ejemplo, en un veloz féretro que se desliza por el desierto), y sus discusiones con Simón ("aunque te asombre", le dice, "tú y yo nos diferenciamos en muy poco: creo en Dios Padre, aunque en cuanto a su único Hijo tendríamos mucho que hablar", palabras que recuerdan las del "buen ladrón" a Nazarín). Finalmente, acosado por el Diablo y por alucinaciones extrañas, harto de sus aduladores discípulos (que acaban por acusarle de ser un "rebelde enviado de Satanás"), Simón no consigue alejar de sí al Demonio, que le lleva en jet a Nueva York, en un salto de quince siglos que sería el primero de los muchos viajes a través del tiempo y de las tentaciones que hubieran constituido la película si estuviera acabada. Pero resulta que, por desavenencias con el productor, Buñuel no pudo terminarla y sólo nos quedan los primeros 45 minutos que, por supuesto, se nos hacen cortos. Sin embargo, esto no quiere decir que a la película le falte nada o se quede en suspenso. Por un lado, Buñuel ha logrado llevar a cabo sus propósitos en ese viaje a través del tiempo y de las herejías que es La Voie lactée, y, por otro, Simón del desierto, tal como está, es una obra acabada, autosuficiente y llena de sentido, cuyo final se convierte, accidentalmente, en un equivalente del de El Ángel Exterminador, sugiriéndonos de forma evidente, aunque sin mostrarlo, lo que iba a suceder después: Simón, convertido en beatnik, abandona, aburrido y con un "vade retro" cansino, a Silvia Pinal, que baila un desenfrenado jerk en un club nocturno de Nueva York.

En Hablemos de Cine nº 47 (mayo-junio de 1969)

viernes, 24 de octubre de 2025

El cine sin secretos de Yasujirô Ozu

Han tenido que cumplirse el centenario de su nacimiento y cuarenta años de su muerte para que al fin se estrene en España una película de Yasujirô Ozu, pese a tratarse, sin duda alguna, de uno de los más grandes cineastas de la historia. Conviene advertir que no es un cine raro ni difícil, menos aún para eruditos y especialistas. Se asocia demasiado a menudo, por culpa de Paul Schrader, el nombre de Ozu con la “trascendencia”. De golpe, parece que sus equivalentes occidentales serían Dreyer y Bresson. Aunque el primero pertenezca a su generación, creo que serían referencias más adecuadas y más próximas Howard Hawks, Raoul Walsh, John Ford o, sobre todo, Jean Renoir y Leo McCarey. Como todos ellos, Ozu se formó durante el periodo mudo y sabe unos secretos del arte cinematográfico que no ha logrado aprender ninguno de los que llegaron más tarde a la realización. Ozu no era un marginal en el cine de su país; al contrario, era un cineasta integrado en el sistema, casi toda su vida ligado a la Shôchiku, y que, en apariencia, rodaba una tras otra películas “standard” de los géneros habituales dentro de las películas “no de época”, situadas en el presente, es decir, comedias y dramas, casi siempre familiares, a veces centradas en los niños, aunque también otras en los ancianos, objeto de su interés lo mismo que los adultos y los jóvenes.

Raramente largas, tranquilas y sosegadas, claras y de aire sencillo, a menudo divertidas, no hace falta cursar Cultura Japonesa para entenderlas tan perfectamente como las de cualquier otro país y época que no sean estrictamente los nuestros. Sin documentarse en lo más mínimo, simplemente mirando con atención, aunque se nos escape algún matiz, nos enteramos de todo. Que hoy casi todo el mundo –y en particular los cineastas jóvenes o maduros del mundo entero– le admire con devoción no significa que hayamos de tomarnos como un deber cultural la tarea de conocer la obra de Ozu. Simplemente, nos trae cuenta, porque de verdad vale la pena y se puede disfrutar como pocas cosas en el cine. Hace sonreír, aunque deje con frecuencia un poso de amargura o de melancolía que invita a la reflexión y da que pensar, permite conocer mejor a los demás y por tanto nos ayuda a orientarnos, a mirar la vida con más calma y lucidez, de manera más penetrante. Hay en sus personajes, más que el conformismo, la resignación o la abnegación que demasiadas veces se les ha atribuido, un cierto estoicismo, bastante reticencia para la queja, un pudor que es lo que hoy, aquí y ahora, más puede sorprender de su cine, y mucha tozuda resistencia, no siempre pacífica, aunque sí, a menudo –entre los mayores– callada. Ah, y olvídense, de haber oído o leído algo acerca de ellos, de los desafortunadamente llamados “planos almohada” o “planos cojín”, demasiado concretos y breves para perderse en la meditación trascendental, y que son meros planos de transición, que indican un cambio de tono entre dos escenas sucesivas, o el paso de un cierto tiempo, o un traslado de lugar.

“Cuento de Tokio” o “Historia de Tokio” o “Viaje a Tokio”, o como quiera llamarse a Tôkyô monogatari, es quizá su obra hoy más famosa, sin duda una de las más grandes de la historia del cine, sobriamente conmovedora como pocas. Se puede preferir “Primavera tardía” o “Verano precoz”, o su obra final, Samma no aji, “Una tarde de otoño”, o “Crepúsculo en Tokio”, “Fin de Otoño”, “Flores del equinoccio” o “Los últimos días del verano”, porque son muchas sus películas modestamente perfectas y armoniosas, disimuladamente geniales, hasta tal punto emparentadas entre sí que al final queda de Ozu la impresión de continuidad y fluidez de una obra que es como un río, más que la individualidad cerrada en sí misma de las cumbres que la jalonan, eslabones de una cadena ininterrumpida. Ohayô o Buenos días es una de sus obras tardías, pero es una versión actualizada y en color de una película suya de 1932, muda aún, “He nacido, pero...”, centrada en el mundo de la infancia, una comedia cuyo único equivalente occidental sería Zéro de conduite de Vigo, mientras que el de Buenos días sería, si acaso, la espléndida comedia de Vincente Minnelli El noviazgo del padre de Eddie.

Texto preparatorio para la intervención en El Séptimo Vicio, en Radio 3. Escrito el 7 de noviembre de 2003.

miércoles, 22 de octubre de 2025

The Killers (Don Siegel, 1964)

"¡Qué grande es el cine!" (03/04/1995)


***

Proyecto de productora: Universal tenía los derechos y el título del relato breve de Ernest Hemingway, y había hecho ya la versión de 1946, dirigida por Robert Siodmak.

Siegel quiso hacerla entonces, pero no le dejaron. Ahora no estaba dispuesto a hacer un mero remake. De hecho, quiso titularla "Johnny North"; no usó más que la idea de arranque, que es lo que escribió Hemingway, y el título a la fuerza; el resto -incluidos los diálogos- poco tienen que ver con el film de Siodmak y nada con el cuento de Hemingway.

Como implica ese punto de partida, algo raro sucede. La astucia de Siegel y su guionista, Gene L. Coon, es no dejar que sean sólo los espectadores quienes se pregunten por la causa de que alguien se deje matar sin tratar siquiera de huir, sino que sea uno de sus ejecutores, un asesino a sueldo, el que, picado por la curiosidad, decida investigar.

Esto es un golpe maestro, porque convierte al asesino en investigador, fusionando en un sólo personaje al killer y al detective de la novela negra. Con el añadido no poco curioso de que, al dejarse picar por la curiosidad, "Charley Strong" (Lee Marvin) no se conduce como el impecable "profesional" que ha sido hasta entonces, sin que a ello le muevan ni la venganza (como en Point Blank, A quemarropa, 1967, de John Boorman) ni medie, como suele suceder con los detectives privados, de Chandler a Macdonald, un encargo. Esta curiosidad es destructiva -como las de los infiltrados o vengadores fullerianos- y además suicida.

Es una película singularmente fría, porque nada sabemos de sus principales protagonistas, salvo lo que revelan su aspecto y sus gestos, su manera de andar o, en general, su conducta; y lo que sabemos de los otros es retrospectivo e indirecto: hasta cuando los supervivientes cuentan su versión de lo que sucedió hace cuatro años, lo hacen un poco "de oídas" y desde fuera, o bien mienten, como "Sheilah Farr" (Angie Dickinson) y "Jack Browning" (Ronald Reagan). El que podría ser más simpático, "Johnny North/Jerry Nichols" (John Cassavetes), aparte de morir a los pocos minutos de empezar la película es demasiado pasivo al final, e ingenuo y crédulo y manipulable, pese a ser irascible e impulsivo, como para despertar excesivas simpatías.

De una gran precisión, sequedad y homogeneidad, pocos momentos destacan, y ninguno quizá llame la atención por su fuerza emotiva. Quizá lo más llamativo e inolvidable sea la actuación inquieta e inquietante de Clu Gulagher, incapaz de estar tranquilo, lleno gestos caprichosos, inexplicables e imprevisibles.

1er flashback a los 13', dura 15' (Claude Akins); 2º a los 48', dura 21' (Norman Fell); 3º a los 80', dura 5'(AD)

Hacia 86', picado al salir, cae CG, LM herido, AD huye.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (3 de abril de 1995)

lunes, 20 de octubre de 2025

Fat City (John Huston, 1971)

Esta película, probablemente la mejor de Huston, cuenta la historia de un puñado de supervivientes a los que se les está acabando el tiempo. Todos han experimentado ese terrible y vertiginoso momento en que se les revela que nunca llegarán a nada, ni siquiera a descansar, a encontrar un rincón estable o unos brazos seguros en que refugiarse permanentemente, y tratan de olvidarlo, de embotar su desesperación. No les queda esperanza, ni apenas aguante para resistir, están desfondados, pero la inercia les impulsa a seguir pegando tumbos, a nuevos encontronazos: en un bar, en una cama, en el ring…

Cuentan con la simpatía de su director, y saben ganarse la del espectador, que no puede sustraerse a la preocupación que siente por ellos, aunque tampoco confíe en su futuro. Algo flota en el ambiente de la película que nos indica que ya nada tiene solución, que ni Orna (Susan Tyrrel) ni Billy Tully (Stacy Keach) tienen remedio, que Ernie Munger (Jeff Bridges) no será un campeón. Tal vez sea la luz, el ritmo que le ha imprimido Huston a cada escena, o la terrible autenticidad de las peleas alcohólicas entre Orna y Billy, que pueden compartir una copa y un lecho, pero muy poco más, y nunca durante mucho tiempo. Todo es pasajero, y está minado. No hay salida.

Y, a pesar de todo eso, no es una película tan pesimista como suena. Hay un vigor, una generosidad, una serenidad por parte del director que impiden que Fat City se convierta en un lamento quejumbroso o una denuncia esquemática de la sociedad. Huston reconoce que sus personajes están abocados a la soledad y al fracaso, pero no siente por ellos compasión ni desprecio; ni siquiera cae en la tentación de mitificar su derrota: no es el éxito o la condición de perdedores lo que le importa, sino la grandeza, la humanidad que, cada uno a su manera, con sus fallos y limitaciones, demuestran. Sin duda, Huston ha conocido y querido a personas reales que se parecían a los personajes de Leonard Gardner y ha querido rendirles un modesto homenaje.


En Casablanca nº 35 (noviembre de 1983)