miércoles, 20 de noviembre de 2024

"Ya se cerró"

Ya se cerró

el ojo solitario que abarcaba

- amplio Cinemascope generoso -

la dilatada llanura

                             el infinito desierto

las escarpadas rocas

                             el sinuoso río

desfiladeros de piedra a los que asoman los indios.

A caballo quiso despedirse

contra su voluntad galopó hacia el ocaso

                               colectivo

del cine americano.

Caballero del Sur

                            nacido en Nueva York

                                                                 o pícaro pirata

de origen irlandés

                             madre española

tuvo grandes amigos

                                los cómplices mejores

más diestros más activos más fidedignos

y más llenos de humor vida y aventura:

Cagney, Bogart, Gable, Cooper, Errol Flynn, Wayne, Fairbanks,

Brennan, Hunnicutt, Bob Ryan, Kirk Douglas, Robert Mitchum,

Aldo Ray, Henry Hull, Joel McCrea, McIntire, Alan Hale,

hasta Greg y Rock y Troy se contagiaron.

Y las mejores y más bellas compañeras:

Jane Russell, Virginia, Yvonne, Julia Adams,

Malone la tentadora, la larga Alexis, Suzanne Pleshette,

arrastraron a Ann Blyth, Olivia, Teresa

y otras mosquitas muertas

al mar de los Sargazos al Océano Ártico al Paso de Calais

al Cabo de Hornos, de Buena Esperanza, Hatteras,

a todos los rincones más lejanos

del mapamundi soñado

del Atlas Universal Ilustrado de nuestra infancia curiosa.

Amigo de bucaneros, indios, contrabandistas,

buscadores de oro, proscritos, soñadores,

bebedores, poetas, rebeldes, villistas, camorristas,

jugadores, balleneros, navegantes, exploradores,

soldados rasos de a pie, generales de caballería, marineros,

viejos lobos de mar, jóvenes locos y audaces,

amantes perseguidos, prisioneros evadidos,

emigrantes, colonos, vaqueros y bandoleros,

gentes del rodeo, del hampa y del camino,

de todos los rincones, las razas, las tierras, las fronteras.

Surcó todos los mares, los senderos, atajos, carreteras,

bahías, desfiladeros, cañones, lagos, ríos, cielos y cascadas,

con Rita y con Marlene, con Eleanor Parker o con Jo Van Fleet,

con el mismísimo Pancho Villa.

Paso del Norte Hotel. San Diego. Houston. El Paso. Yokohama.

Hawaii. Colorado. Little Big Horn, Arizona. Kansas. Oklahoma.

Nueva Orleans. Missouri. Chicago. Salt Lake City. Yukon.

Klondike. Las Ardenas, Dover. La Pampa. Dublin. El Polo Norte.

Los Mares del Sur. El salvaje Oeste. San Francisco. The Bowery.

Harlem. Tokyo. Oregon. Minneapolis. West Point. Cuba. Jamaica.

Florida. Toda una geografía. También un día

pasó por aquí

pasó por el mundo.

durante 93 años…siete le faltaron para el siglo

perdido para el cine, ciego como un murciélago o un topo,

pero aún deseando, hasta la muerte, añadir otra huella

al rastro de sus días grabado en celuloide.

Ha muerto el último Gran Tuerto

del cine americano. Ha muerto y ya no quedan

apenas pioneros del film aventurero.

Inédito. Escrito en enero de 1981.

lunes, 18 de noviembre de 2024

Trollflöjten (Ingmar Bergman, 1975)

Un tanto menospreciada como "ópera filmada" y a primera vista no identificable como "bergmaniana", e incluso criticada por no usar el libreto original alemán, sino una traducción al sueco (cosa que le reprocharon hasta quienes, como yo, ignoramos ambas lenguas), La flauta mágica es, probablemente, y pese a no carecer la ópera de Mozart de aspectos visual y dramáticamente siniestros, la película más feliz y optimista, casi diría que la más alegre, de toda la filmografía bergmaniana. Por una vez, nos cuenta algo que le gusta completamente, que le entusiasma -probablemente desde chico- y que literalmente le encanta.

Ya sé que entre lo mucho que se le reprochó estaba su carácter naif, incluso infantil: es claro -además de lógico- que la emisión radiofónica (está producida por la Radio Sueca) y televisiva de Trollflöjten estaba destinada, casi diría que sobre todo, en todo caso también, a los niños. Y mi experiencia reiterada -con hijos y con nietos- es que les encanta, hasta si son incapaces aún de leer subtítulos y por supuesto de entender el sueco: les funciona desde el aspecto puramente visual, como si se tratase de una película muda acompañada de una música no cabe más adecuada y expresiva. Es decir, que funciona a través de dos canales puramente sensoriales y aunque la comprensión de la trama quede a merced de la imaginación, como les sucede a los niños muy pequeños con buena parte de lo que viven. En cambio, a los adultos de fantasía embotada o con complejos postmodernos les costará más recorrer esa misma trama -de cuento a la vez de hadas y de freudianos terrores familiares- y aguantar los intermedios con primeros planos de niños de todas las razas atentos y maravillados (un poco spot de Benetton, sí, pero sospecho que son así por decisión consciente e irónica de Bergman), que por otra parte podrían ser testimonios documentales de un concierto: los niños se toman muy en serio los espectáculos (en realidad, cuanto hacen).

Se trate de un encargo aceptado con gusto o de una elección deliberada de Bergman, yo encuentro interesante y revelador que de vez en cuando, por lo menos una en la vida, un cineasta nos revele algo que le gusta mucho, que le hace feliz, que le nutre, y creo que eso sucede, si acaso, cuando intentan plasmar en la pantalla una de sus novelas favoritas o la obra de un músico o pintor al que admiran. Hay huellas de Mozart, como de Bach, a lo largo de toda la carrera de Bergman (sin siquiera citas musicales directas), y hay no pocos puntos comunes (quizá no todos evidentes) entre lo que nos cuenta/canta/muestra La flauta mágica de Mozart y varias películas anteriores y posteriores del director (también de televisión, teatro y ópera, no lo olvidemos) sueco, como Till Glädje, En lektion i kärlek, Kvinnodröm, Sommarnattens leende, Smultronstället, Ansiktet, Djävulens öga, För att inte tala om alla dessa kvinnor, Persona, Vargtimmen, Fanny och Alexander... Esto, en un cineasta que ha tendido a ser notablemente pesimista, depresivo y angustiado casi siempre, incluso cuando abordaba o bordeaba (y hasta bordaba, en tres o cuatro ocasiones) la comedia, siempre con una obsesión por la humillación y el ridículo que las enlazaba con los dramas, y que dio vida cinematográfica a sus peores y más neurotizantes temores en la muy interesante pero menospreciada por él mismo Sånt händer inte här (1950) y también en la trilogía 1961-1963, en Skammen y en The Serpent's Egg, equivale a una confesión íntima y nos permite iluminar aspectos de la personalidad de quien indudablemente fue un autor completo de sus películas que, normalmente, quedaban implícitos, cuando no enmascarados, disimulados u ocultos, entre ellos el peso del pasado, la infancia y la familia, como puede apreciarse por la frecuencia de conflictos con padres o madres -incluso con abuelos-, de reuniones familiares amplias, de recuerdos o traumas infantiles, y de flashbacks, retornos al pasado, rememoraciones deseadas o indeseadas, cortas o largas (a veces ocupando el film casi entero, otras como flashes relampagueantes que asaltan y sacuden de repente a los personajes).

Por eso, aunque sea una obra más ligera y parcialmente festiva, con trucajes y decorados que parecen homenajear el cine mágico y primitivo de Georges Méliès -aunque a veces revoloteen también las sombras de Murnau y Sjöström, otras de sus influencias maestras-, aunque sea a la vez un cuento para niños y un relato de terror (géneros menospreciados si los hay) y supongo que hasta habrá quien considere la de Mozart más como una opereta que como una "auténtica" ópera, precisamente por cometer el doble pecado de ser ligera y encima tener también humor, conviene no tomarse a broma, ni como un capricho de vejez -a fin de cuentas, si se hacen cuentas, Bergman tenía sólo 56 años- que decidiera de pronto, entre las más bien oscuras Viskingar och rop y Höstsonaten, darse el gusto de tomarse unas vacaciones reconfortantes en compañía de Mozart y de unos actores, para mí desconocidos, probablemente cantantes, que nada tienen que ver con los rostros habituales de su cine, pero que se me antojan adecuados y oportunos, y de paso demuestran que Bergman seguía siendo capaz de detectar, guiar y canalizar ante la cámara un cierto talento, aunque fuese en gente no familiar o todavía en fase de formación. Tengamos en cuenta, además, que, como es por demás lógico, al tratarse de una ópera fantástica, no hay en la película el menor atisbo de realismo ni de naturalismo, sino una decidida disposición, por parte del cineasta, de creer lo increíble y lo inverosímil y hacernos compartir esa voluntaria deposición de nuestra acostumbrada incredulidad. Si queremos que nos cuenten un cuento debemos estar dispuestos a tener fe en el narrador y creernos lo que él finge creerse también.

En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.

viernes, 15 de noviembre de 2024

Las distancias de Lombardi

Presenta para mí cierta dificultad escribir sobre las películas de Francisco J. Lombardi, pese a que, de todo el cine peruano que conozco, podría afirmar sin la menor vacilación que es, de lejos, lo que prefiero, y que Pancho es - que yo sepa - el único cineasta de su país - y uno de los contados, hoy, en el mundo entero, sin entrar en que sean buenos o malos - al que cabría considerar como un "autor" cinematográfico, de tal modo que su filmografía constituye una "obra" más o menos personal y de la que es posible hablar como de un todo, cosa que no sucede con otros, quizá no menos personales, por su escasa producción y quizá, además, por haber disfrutado de menor libertad.

El problema radica, en todos los sentidos, en una serie de cuestiones que giran en torno a la noción de distancia, en todas sus acepciones y desde varias perspectivas.

Tal vez la más decisiva de esas distancias sea la que Lombardi busca, sin encontrar aún la más justa, o no siempre, con respecto al material que se trae entre manos, y más concretamente - porque los actores son lo fundamental en su cine - esa confusa zona de confluencia entre personajes - que son casi personas, pero de ficción, hasta cuando los representan los propios protagonistas reales que vivieron tales peripecias - e intérpretes, y lo que, en última instancia, aquellos, en su mayoría, vienen a representar: un microcosmos del Perú o, por extensión, de América Latina, o incluso de lo que antaño se llamaba el Tercer Mundo y hoy se procura ni mentar, simulando que en el proceso de globalización no hay más que un mundo y que este avanza a pasos de gigante hacia una suerte de uniformidad que se supone positiva, como parece pensar un ilustre compatriota de Uds. que hoy lo es también mío, al que Lombardi adaptó casi en sus comienzos, y al que por un lado y algunas razones tengo aprecio y estima, pero por otro costado y por otras causas cada vez soporto menos, porque lo encuentro más falso y, quizá por ello, más tristemente previsible en cada ocasión que se manifiesta, como si hubiese decidido adoptar como segunda personalidad la del título del libro más famoso de su hijo, pero demostrando que el perfecto imbécil latinoamericano no tiene por qué - contra lo que muy partidistamente insinuaban el hijo y su cómplice - pretender ser de izquierdas, y bien puede ubicarse en las procelosas cercanías espirituales de Ronald Reagan, Margaret Thatcher y cualquier Bush, padre o hijo.

A ese problema de distancia no del todo hallada, cambiante, oscilante entre la solidaridad y el rechazo, el pesimismo y la atracción, el fatalismo y la esperanza, se añade otro, también de distancias, pero este mío: conozco y no conozco a Lombardi, somos y no somos amigos. Quiero decir que apenas le he visto, y menos veces aun hemos hablado. Pero durante años mantuve con parte del equipo de la precursora de esta revista, ''Hablemos de Cine'', una minuciosa y frecuente comunicación epistolar, y además leía sus escritos publicados, y luego he visto casi todas sus películas. Y sé algo del Perú - aunque muy poco -, he pasado allá unos días - y algo vi de lo que no se enseña al visitante, que tiene que ver con lo que Lombardi muestra -, pero a la vez estoy aquí, muy lejos, en un país mucho más pequeño y hoy quizá más estable y rico (y, sobre todo, menos desigual, y de ricos que, si no lo son en menor medida que los peruanos, por lo menos no son tan ostentosos), sin más noticias que las (generalmente malas) que merecen la atención de la prensa ni más imágenes que las - ciegas e indiferentes, cuando no manipuladas y redoladas - de la televisión, hasta que me llegan, cada uno o dos años, y si no ha preferido viajar o sentirse de año sabático, las imágenes significativas, con un punto de vista - el suyo - de las películas de Lombardi, que por lo general me interesan, a veces mucho, pero que me dejan siempre insatisfecho, a veces sólo un poco, a veces también bastante, y no en todos los casos porque me parezcan - aunque en ocasiones sí, lo reconozco - tímidas o autocensuradas, o quizá en algún momento sí que fueron efectivamente censuradas desde fuera, sino a veces porque las encuentro exageradas como tales imágenes, insuficientemente elaboradas como representaciones estilizadas de una realidad, más efectistas - y por tanto aproximativas y confusas – que precisas.

Este del efectismo es un problema frecuente en el cine que se rueda desde México hasta Chile, por más que algunos cineastas de ciertos países americanos vayan por ahí con complejo de europeos y de finos: sospecho que desconfían de los espectadores, piensan que su nivel cultural les impedirá captar ciertas sutilezas. Curiosa falta de fe para un cineasta, cuando no hace falta cultura alguna ni saber nada de nada, sino meramente no estar ciego, para darse cuenta de lo que sucede, para seguir un relato bien contado, y hasta para comprobar si lo que lo que se ve en la pantalla coincide con lo que se contempla a simple vista, sea cual fuere su causa última en la realidad, y eso como quiera que se haya captado o construido esa imagen ante la cámara o sobre el celuloide mismo.

Otro problema general, del que Lombardi no es del todo libre, es la muy difundida aversión íntima al misterio, es decir, la infundada creencia - sorprendentemente extendida - de que todo en el mundo se explica, y su corolario, temer que no intentar indagar en los motivos equivale a resignarse a los hechos, subproducto de una fe ciega y esa sí que, en última instancia, generadora de resignación "temporal'' en que "todo tiene arreglo''. Por desgracia, parece evidente que hay cosas sin remedio, o tan difícil y a tan largo plazo que es, en la práctica, como si fuesen inevitables, que hay sucesos incomprensibles (o bien oscurecidos), y que para muchos de estos toda tentativa de justificación implica un falseamiento o, cuando menos, una simplificación tan inaceptable como, finalmente, inútil. Con esto, en términos cinematográficos, quiero decir que echo en falta una cierta modestia de actitud ante y frente a la realidad, la que tienen en común cineastas tan diferentes por su cultura, edad y origen como Roberto Rossellini, Vittorio De Sica, Mikio Naruse, Yasujiro Ozu, Kenji Mizoguchi, Satyajit Ray o, más recientemente, Abbas Kiarostami. Si los hechos nos parecen terribles, y somos sensibles a ellos, nos parecerán horrorosos o impresionantes sin necesidad alguna de cargar las tintas, de llenar de sangre la pantalla, de alarmar o ensordecer al público con gritos, de subrayarlo todo a golpes de música, de saltos bruscos de montaje, de primeros planos sin justificación suficiente... o de insistencias retóricas verbales o visuales acerca del tremendismo de lo sucedido.

De hecho, la última película de Lombardi que conozco, Tinta roja (2000), aborda esta cuestión por vía indirecta, es decir, a través del tratamiento que reciben en la prensa sensacionalista los hechos que nutren la crónica de sucesos. Lo inquietante de esta muy interesante y bien dirigida película (en particular, muy bien interpretada, sobre todo Brero) es la ambigüedad que me parece encontrar en la postura del propio Lombardi frente a los métodos y los enfoques de la prensa más descaradamente ansiosa de vender. Y digo que es ambigua porque no respalda expresamente esa actitud carroñera y explotadora, ni trata la película de ese mismo modo a sus víctimas, sino que se infiere de la sabiduría que se desprende del viejo reportero que la practica por puro ''realismo" profesional y del que aprende la lección el joven becario que busca su primer empleo y cuya iniciación es uno de los temas centrales de la película, además de constituir su armazón narrativo. Hay otras películas de Lombardi, sin embargo, que sin esa mediación más o menos "en paralelo", adolecen de idéntica falta de decisión, o de una escisión entre dos miradas distintas, una quizá la del autor, otra tal vez la que parece demandar la supervivencia comercial de la película.

Se basen en sucesos reales o verosímiles, o partan de novelas - de Mario Vargas Llosa a Jaime Bayly, pasando por Dostoievskií -, casi todas las películas de Lombardi parecen extraídas de las páginas más violentas de los diarios. Sean razones pasionales, de miseria, de hambre, de celos, de avaricia, de ansia de riquezas o poder, o estrictamente ideológicas, el motor de todas ellas es un impulso de agresión o defensa que se traduce en violencia. Son, pues, películas violentas todas ellas. Nada nuevo en el cine, y de lo que hay mil ejemplos entre las películas hollywoodenses que admiraba Lombardi cuando crítico, lo mismo que en algunas europeas de las que tuvo, sin duda, menos oportunidad de escribir y que, por tanto, ignoro si le gustan. Lo curioso del caso es que mientras todo el mundo asocia a Raoul Walsh, Samuel Fuller, Nicholas Ray, Robert Aldrich, Anthony Mann o Jules Dassin (o a sus continuadores Eastwood, Scorsese, Kubrick, Coppola) con la violencia, no suele atribuírsele tal rasgo y condición al cine de Pietro Germi o Giuseppe De Santis, menos aún al de Federico Fellini, a pesar de, por ejemplo, Il Bidone (1955).

Aunque la violencia no sea exclusivamente física, sí que tiende a serlo en el cine de Lombardi, por lo cual - dado que él parece persona más bien pacífica y tranquila - se ve forzado a mostrar algo que probablemente le repugna y aterra y no comprende del todo.

Con esto no estoy teniendo la osadía de recomendar a Lombardi que cambie de temas; líbreme quien pueda, si no lo hago yo mismo, de ofrecer consejos a nadie. Y temo que la cuestión sea poco menos que ineludible, ya que es a menudo la respuesta de la impotencia, de la frustración o de la incapacidad para expresarse o hacerse entender o para lograr que alguien entre en razón con meros argumentos, al fin meras palabras. Pero si no queda otro remedio que hacer espacio en la obra propia, en el mundo, en la vida de uno, a algo que nos desagrada y disgusta, no habrá tampoco alternativa a enfrentarse de lleno con esa materia problemática de la que no hallamos el modo de zafarnos sin caer en alguna suerte de escapismo o en una visión optimista y edulcorante que no podemos hacer nuestra.

El problema, a mi entender, del cine de Lombardi es que, pese a que ya tiene una edad propensa a la maduración y una experiencia como director que pocos de sus contemporáneos de cualquier lugar, y no digamos sus compatriotas, dejarán de envidiarle, todavía no ha llegado a tomar una posición clara con respecto a esa violencia que se le cuela en las películas, antes o después, de frente o a traición, quiera o no asumirla. Ya sé que es mucho pedir, y es algo que no se exige a cualquiera, pero ahí radica parte de la cuestión: Pancho Lombardi sí parece tener el talento, la responsabilidad y las ocasiones de hacerlo, y lo que me frustra en cierta medida en sus películas es que no siempre lo logre, o que después de acercarse mucho no a la distancia justa, sino a la que a mí me lo parece, tal vez equivocadamente, se pegue luego en demasía a la superficie de los hechos, o se distancie en exceso de unos personajes que, más pacíficos, parecen interesarle bastante menos, como los de Bayly, o que establezca una distanciación artificiosa mediante las reminiscencias ''interpuestas'' de Dostoievskií más parafraseado que adaptado.

Muerte al amanecer, La Ciudad y los Perros, La Boca del Lobo, Caídos del Cielo, Sin compasión, Bajo la piel, No se lo digas a nadie, Tinta roja... son sólo algunas de las que ha hecho, pero la verdad es que ya los propios títulos de sus películas dan pistas abundantes acerca de los "géneros" más transitados por Lombardi, y escojo deliberadamente ese vago verbo, pues no puede decirse que, en sentido estricto, Lombardi haga "cine de géneros", sino que más bien, sin inocencia alguna - imposible en un antiguo crítico -, con conocimiento de causa, a veces astutamente, se sirve de ellos, los utiliza, unas veces como envoltorio - que hace la historia más vendible -, otras como un código – que facilita su asimilación -, otras como un atajo que permite ahorrarse explicaciones y ganar tiempo.

Así ha sido desde su primer film, sorprendentemente maduro - quizá por meditado -, y no puede decirse, salvo en el terreno de la dirección de actores, que Lombardi haya progresado mucho; si acaso, ha tenido siempre, lo mismo al principio que últimamente, ciertas veniales "caídas de tono", más que premeditadas debidas a falta de vigilancia frente a lo que podríamos llamar la "contaminación ambiental" de los tics y trucos del cine de cada par de temporadas o las convenciones dominantes de cada decenio: de ahí ciertas facilidades, ciertas imprecisiones, alguna "polución estilística", un dar cabida a recursos o modismos no ya ajenos sino hasta antagónicos al estilo que poco a poco van dibujando sus películas. También se ha visto obligado a aceptar, por mor de la coproducción (con Venezuela antaño, hoy casi siempre con España) actores que, aunque buenos y esforzados, no eran los idóneos o que han tenido que añadir el fingimiento de un acento peruano que no es natural o han adoptado innecesariamente desde un punto de vista argumental su propia nacionalidad que el habla delata.

Confieso cierta preferencia por los Lombardi más ''localistas" - que suelen ser, por cierto, los más universales y los que fuera más pueden interesar -, los más puros de elementos ''incrustados'' por razones extra-artísticas. No estoy en condiciones de entrar en el debate acerca de cuáles de sus habituales guionistas o coguionistas le son más afines, si Giovanna Polarollo o Augusto Cabada, dado que a menudo han colaborado conjuntamente, aunque detecto un punto de vista más amplio y tolerante cuando participa en la escritura una mujer.

Tengo una cierta debilidad - no sé si hasta añoranza – por sus primeras películas, aunque fuesen las menos sólidas; sobre todo Muerte al amanecer (1977), eran quizá más osadas, menos "realistas" con respecto al contexto y las "condiciones de producción", o quizá fueron concebidas con la ilusión de la juventud y en unas circunstancias vitales, sociales, políticas y económicas más esperanzadoras. De la etapa intermedia creo que la más lograda es precisamente la más dura, La Boca del Lobo (1988). Y dentro de las últimas, que encuentro levemente previsibles (o con menguante capacidad para sorprenderme con más de lo que espero, o con algo diferente) y acaso un poco "sistemáticas" en sus planteamientos y, cuando están conseguidas, en su desarrollo y funcionamiento, me inclino por Caídos del cielo (1990) y Bajo la piel (1996). Las más decepcionantes, aunque dignas siempre - no hay ninguna que me parezca vergonzante ni inepta - son La Ciudad y los Perros (1983), Sin compasión (1994) y No se lo digas a nadie (1998); la menos interesante - para mí – sería Pantaleón y las visitadoras (1999), que tiendo a olvidar que es de Lombardi y que jamás hubiera identificado como suya, de verla sin saberlo y desprovista de títulos de crédito, ya que parece un trabajo de mero realizador, y no de autor cinematográfico. Que la última vista - Tinta roja - me resulte una de las más desconcertantes y de las que me dejan menos satisfecho puede ser, tras las inmediatamente precedentes, una buena señal: un posible cambio de inflexión, quizá ante la palpable necesidad de optar por un camino - se diría que el más personal, si se atiende a las imágenes de la película más que a su trama - u otro de los dos que, a mi entender, se le ofrecen hoy, a estas alturas de su carrera, a Lombardi.

Uno es incómodo y no se sabe bien a dónde lleva, ni siquiera si conduce a algún lado, aunque quepa la remota posibilidad de llegar lejos y, para colmo, a un paraje que cinematográficamente valga la pena; el otro puede ser más confortable, pero suele revelarse, por lo menos a la larga, a veces sin esperar mucho, como una trampa, porque lleva directamente a un prestigioso anonimato internacionalizado que encuentro muy poco interesante, y que haría a Lombardi - como representante único del cine peruano - un comodín de la producción y los gestores culturales para festivales y circuitos "independientes" (léase minoritarios), perfectamente intercambiable (y hasta confundible) con algún que otro argentino o mexicano, un par de chilenos, quizá otra pareja de españoles no muy arraigados. En el primer caso, si todo va bien, puede triunfar el cine, y si no fallar todo; en el segundo, la vida - en el peor sentido de la palabra - se haría más segura, pero a expensas del buen cine. Y no quiero creer que Lombardi sienta siquiera con mucha fuerza la tentación de renunciar a lo que desde muy joven ha sido el norte (o el sur, que están Uds. en otro hemisferio) de su existencia.

Inédito. Escrito para La Gran Ilusión, hecho hacia noviembre de 2001.

miércoles, 13 de noviembre de 2024

Breakfast at Tiffany’s (Blake Edwards, 1961)

Cuando se estrenó esta película en España, en 1963 y, por supuesto, solamente doblada, a los que por entonces teníamos entre trece y diecinueve o veinte años y éramos muy cinéfilos, nos causó una enorme y duradera impresión, que combinaba placer, admiración, emoción y diversión, todo ello en una sola película de menos de dos horas, realizada por un cineasta aún no famoso y que llevaba sólo unos seis años como director. Aún no había filmado Experiment in Terror (Chantaje contra una mujer), Days of Wine and Roses (Días de vino y rosas) ni The Pink Panther (La pantera rosa), que lo confirmarían como una joven promesa del cine americano.

Dudo mucho que, de estrenarse hoy, de haber sido siquiera posible hacerla, pudiera producir la misma impresión en los que ahora son jóvenes. No parece que tengan los mismos gustos sobre cine ni la misma afición a la lectura (la conexión de ambas actividades es muy importante: el que no lee bastante tiene dificultades para seguir una película, sobre todo, una película de los años 40, 50 o primeros 60 del siglo pasado) ni, probablemente, las mismas ideas sobre el amor, la tolerancia, la dignidad, la decencia o la soledad, que son algunos de los asuntos de los que, como quien no quiere la cosa, sin la menor solemnidad, trata la película. Pero sólo solapadamente, como en el fondo, por añadidura. Además de la gracia, la ligereza, la agilidad, el encanto, la brillantez y una cierta elegancia discreta.

Hoy me temo que se pondría el acento en descalificar el excelente guión de George Axelrod con la acusación de que la película (porque ese guión, en realidad, no lo ha leído nadie) es una “edulcoración” – ya la palabra me resulta pringosa – de la un tanto cínica, aunque también sentimental, novela corta de Truman Capote, que dura unas 50 páginas y se publicó en 1958. La censura en esa época no permitía decir las cosas muy claramente, de modo que se solían sugerir indirectamente, a menudo con bastante elegancia. Así, la película de Edwards no dice que Lulamae o Holly Golightly (Audrey Hepburn) sea una chica de alterne, una “escort” o una prostituta, ni tampoco que su marido Doc Golighty (Buddy Ebsen) se casara con ella cuando era una huérfana menor de edad, ni que el escritor Paul Varjak (George Peppard) sea un gigoló, mantenido por una mujer casada y mayor que él (Patricia Neal), aunque lo deja ver muy evidentemente a quien sepa mirar, así como que Holly se ha dado cuenta en el acto de la verdadera relación existente entre el novelista atascado y su supuesta decoradora interior y que Paul se ha percatado de que Holly lo sabe.

Simplemente, la película no ha insistido en la sordidez ni en las etiquetas, y se ha mostrado tolerante con los fallos, errores, defectos, debilidades y necesidades de sus personajes, como habrán de serlo los principales, Holly y Paul, si quieren que su inesperado (como casi todos) enamoramiento casi instantáneo (los vemos los espectadores de la película mucho antes que ellos) les dure y les sirva para darse no sólo compañía y cariño, sino ayuda mutua y la posibilidad de pasar juntos momentos de diversión. Esto último es lo que muestra la muy divertida escena de su robo infantil (económicamente insignificante) en unos grandes almacenes.

En el fondo, lo que hace esta película es comparar la tremenda inocencia e ingenuidad de unos personajes poco orgullosos de lo que hacen para ganarse la vida o meramente sobrevivir, con la falsa respetabilidad de otros, más ricos o afortunados pero también más hipócritas y, en el fondo, menos honrados y menos libres, además de mucho menos divertidos y con muy escaso sentido del humor.

Desayuno con diamantes tiene muy poco de lo que sus títulos, tanto el español como el original, sugieren o parecen prometer, y en cambio es una de las grandes películas – sin tener nada de un documental ni de una publicidad turística – sobre esa ciudad de Nueva York que, gracias al cine, nos hace creer que conocemos hasta sin haber puesto pie en ella, y nos permite reconocerla como una sucesión de lugares familiares cuando la visitamos. La magia de Nueva York es también parte integrante del especial encanto de esta muy particular película, que oscila constantemente entre los extremos del melodrama y el cine cómico pasando por casi todos los tonos intermedios, pero sobre todo la comedia y el drama.

En el fondo, lo que han hecho Blake Edwards, Audrey Hepburn, Henry Mancini y Axelrod es cambiar completamente el tono y la estructura de la novelita de Capote (aunque sorprende lo mucho que han conservado o capturado de ella), de modo que su ritmo es más relajado, sus modulaciones sentimentales y humorísticas más fluidas y variadas. Ese ritmo es, sin duda, como la magnífica fotografía de Franz F. Planer, la música de Henry Mancini, la canción “Moon River” cantada por Audrey Hepburn, los actores secundarios reunidos en una alocada fiesta multitudinaria dentro de un pequeño apartamento, el gato sin nombre de Holly, o la historia que cuenta, en Central Park, su abandonado y mayor marido a Paul, parte de los secretos que hacen tan atractiva una película que tiene un poco de todo: es divertida y melancólica, alegre y triste, bromista y seria (pero sin solemnidad), y con un final feliz que está muy cerca de no llegar pero que, en el fondo, todos deseamos y queremos.

Inédito. Escrito hacia 2021.

lunes, 11 de noviembre de 2024

Höstsonaten (Ingmar Bergman, 1978)

Tal vez sea la película más terrible y una de las más centradas en un número menor de personajes -en realidad, una madre (Ingrid Bergman) y una de sus dos hijas (Liv Ullmann)- de toda la filmografía bergmaniana. A primera vista, también una de las más sencillas, más fáciles de entender, más "para todos los públicos", menos de lo que antaño se etiquetó como "de arte y ensayo", ahuyentando a una parte del público potencial.

Para colmo, según cuenta Ingmar en alguno de sus libros memorísticos, el encuentro con Ingrid -casi se deduce que no fue idea suya, ni de ella, reunir a los dos Bergman más famosos del cine, aunque no se sabe de quién pudo ser, ya que Personafilm es sin duda del autor de Persona y además, en otra página de "Linterna mágica", se delata: narra que escribió rápidamente, en medio de su duelo con el Fisco sueco, el guión, y que anotó que las actrices serían Ingrid Bergman y Liv Ullmann- fue desastroso: resulta que no se admiraban mutuamente, ni siquiera se respetaban, que no estaban de acuerdo en nada y no se entendían bien, sino que se peleaban constantemente. Y por si eso fuera poco, Ingrid tuvo metástasis del cáncer que ya padecía. Quizá por eso, y por el tono áspero y agresivo de las confrontaciones madre-hija, Sonata de otoño no ha sido nunca una de las obras más populares de Bergman, aunque quepa pensar que es una de las mejores y más impresionantes, porque se atreve, cosa rara en el cine, a mirar de frente y sin paliativos la expresión explosiva de rencores y cuentas pendientes acumuladas y reprimidas durante años entre una madre, la famosa pianista Charlotte (Ingrid), y su hija Eva (Liv Ullmann), que llevan siete años sin verse y toda la vida sin explicarse.

Obviamente, no es película para pasar el rato, para divertirse ni para ponerse de buen humor; de hecho, corre uno el peligro de deprimirse o angustiarse, y si está uno ya de mal humor, de que empeore todavía más. No hay paliativos, ni paños calientes, ni súbitas soluciones de conflictos enquistados, ni reconciliaciones tardías. Apenas vagos gestos tardíos que suponemos inútiles, pues son asuntos que no tienen remedio, y menos después de tanto tiempo.

El grueso de la película es un diálogo, o un cruce de monólogos, entre dos actrices espléndidas (por mucho que su estilo no sea el de las musas bergmanianas, ni Bergman me va a convencer de que Ingrid no sea una gran actriz durante toda su carrera), con unos pocos personajes ausentes pero vivos en la memoria (Josef, el padre de Eva; el niño ahogado de Eva y Viktor, Erik; el violoncelista Lorenzo, duradero amante recién fallecido de Charlotte) y dos testigos casi mudos, Helena, la hija menor de Charlotte, enferma inmovilizada y a la que solo Eva parece entender, y el vicario Viktor, marido de Eva.

Esto significa que, además de tener muy pocos personajes, es una película fundamentalmente hablada, con muy escasos decorados -casi todo ocurre en la casa adjunta a la vicaría de un remoto pueblo noruego-, en apenas un par de días. Casi ni se entrevén paisajes ni hay escenas de exteriores. Es decir, es una película de atractivos y recursos sumamente escasos, nada espectacular, decididamente intimista, evidentemente no destinada al éxito de taquilla ni tampoco, que yo recuerde, al de crítica. Y, sin embargo, yo la encuentro admirable. Es posible que sea una trasposición a las relaciones entre una madre y su hija de la tormentosa relación que tuvo él con su padre, pero pocas veces se han expuesto con tal dureza y crueldad los errores y las deficiencias que, con la mejor de las intenciones, incluso por falta de capacidad o de tiempo o de energía, cometemos los padres con los hijos y también los hijos con los padres. Por mucho que los padres nos conozcan desde que nacimos (y en eso los hijos estamos en peores condiciones, y es raro que los padres nos cuenten su vida, si acaso fragmentos desconexos), en el fondo somos para ellos desconocidos imprevisibles, y, a partir de cierta edad incomprensibles, verdaderos enigmas disimulados por algunas semejanzas, rasgos heredados y gestos imitados.

Al parecer, Bergman escribió este guión muy rápidamente, en unos días, pero yo creo que es uno de los mejores que ha hecho, y que logró plasmarlo dramáticamente con un ritmo y una claridad y fluidez perfectas. Vemos los dos lados, notamos que ambas dicen su verdad pero las dos se equivocan, que las dos han cometido múltiples errores, no siempre por egoísmo o por centrarse en su trabajo o su vocación o sus intereses, sino incluso por discreción, por no herir, por cariño, por el tabú que convierte en un monstruo o poco menos a quien odia a su padre o su madre, por odiosos e injustos o ciegos, por dañinos que puedan ser. Parece que no hay excusas, que incluso era pecado no "honrar padre y madre", lo que los convertía en incriticables e indiscutibles, y los padres y madres serían "desnaturalizados" si no quisieran a sus hijos y no se sacrificasen por ellos. Con lo cual, se ha ido edificando una muralla de silencio entre las generaciones, como si ya la diferencia de edad y de educación no bastase, y además se han dado múltiples coartadas para la incomunicación. Menudo peligro que padres y madres e hijos e hijas se sinceren, se hagan críticas, se expliquen. Mejor callarse y aguantar, y que haya paz. No digamos en tiempos en que los padres eran autoritarios y podían imponer silencio y obligar a su prole a ser respetuosa con sus mayores.

Se trata, naturalmente, de un texto denso y difícil, que no puede decir cualquiera, que doblado en otra lengua con otras voces resulta increíble, enfático e insoportable por causas muy diferentes de las que hacen dura la visión de la versión original de esta película de Bergman, para mí ejemplar y una de las más perfectas y de interés más general que ha hecho, porque puede afectar, en mayor o menor medida, a todo el mundo, y puede además servir de advertencia para los que aún estén a tiempo -y mejor tarde que nunca, pero mejor todavía lo antes posible- de rectificar, de cambiar de actitud, de ser más abiertos y sinceros, de aceptar las críticas y admitir las equivocaciones, de pensar si se puede mejorar la relación no ya entre padres e hijos, sino entre las personas que viven o trabajan en compañía y proximidad de otras, y con las que siempre convendrá entenderse lo mejor posible, para lo cual un requisito elemental es conocerse un poco y admitir que no todo el mundo es igual ni tiene, por tanto, que aceptar nuestras ideas, principios, teorías, creencias, gustos o manías.

Y todo esto lo hizo Bergman en 1978, sin darse importancia ni predicar sermones moralizantes, sin ponerse como ejemplo, sin decir: esto es lo que tienen ustedes que hacer, o les pasará lo que a mis personajes, que se empiezan a dar cuenta de que han metido la pata, han sido egoístas o se han portado mal cuando el daño está hecho y con el paso del tiempo se ha ido envenenando la herida y la persona entera que la ha sufrido, y además ha añadido un odio reprimido o un rencor ahogado que ha acabado por hacer de sus vidas un largo infierno.

En “El universo de Ingmar Bergman”. Madrid : Notorious, junio de 2018.


viernes, 8 de noviembre de 2024

Voto de brevedad

Toda elección tiene ventajas e inconvenientes. La necesidad de acotar un terreno asombrosamente amplio y variado lo limita un tanto arbitrariamente, expulsando de él a obras tan interesantes como las que quedan dentro de sus fronteras, pero tiene la virtud, en cambio, de definir un poco una masa informe, heterogénea en extremo y casi inabarcable: sólo ahora, pasando revista a la producción de cortometrajes de los años 1967-1975 con ánimo distanciado y retrospectivo, se da uno cuenta de su importancia cuantitativa y de la enorme diferencia existente entre unas obras y otras. No sólo los árboles no dejaban ver el bosque, sino que tampoco eran todos los árboles visibles ni llegaban agrupados o por orden cronológico, de modo que se consideraban aisladamente, como productos individuales.

El criterio de seleccionar únicamente cortos que, aunque en teoría no fuesen precisamente los más personales, audaces o «avanzados», eran también los menos «privados» y autocomplacientes —porque sus autores aspiraban, con mayor o menor empeño y esperanza, a integrarse en la industria y porque estaban destinados a la proyección pública, es decir, a ser vistos no exclusivamente por un grupo de amigos y cinéfilos curiosos—, y los únicos a los que se puede atribuir el propósito de comunicar algo —aunque no siempre «de interés general»— ha marginado algunas de las películas cortas más interesantes del periodo, ya que excluye un no demasiado interesante movimiento «subterráneo», películas en 8 mm, Super 8 o 16 mm y no ampliadas ni exhibidas, como La imitación del ángel (1966-7) de Adolfo García Arrieta, y también Velázquez (La nobleza de la pintura), rodada en 1974 para TVE, y La caza de brujas (1967-8), por ser una práctica de fin de carrera de la Escuela Oficial de Cinematografía, ambas de Antonio Drove. Pero tales omisiones no son más relevantes que las determinadas por el gusto personal —por ejemplo, yo echo en falta Los hábitos de incendiario (1970) de Antonio Gasset, y prefiero El increíble aumento del coste de la vida (1974), a Gospel entre las de Ricardo Franco, Aspavientos (1969) a Circunstancias del milagro/Camino del cielo entre las de Emilio Martínez-Lázaro, o Correo de guerra (1972) a El espíritu del animal entre las de Augusto Martínez Torres, aunque es posible que razones de importancia histórica justifiquen optar por las más antiguas o las debidas a la inexistencia de copias, y en cualquier caso no modifican sustancialmente la impresión de conjunto que puede dar esta muestra, sobradamente representativa y reveladora de lo que fue el cortometraje español en una de sus épocas de mayor productividad.

El problema que presenta el cortometraje, en general, es que se trata de un formato indeseado, al que se recurre cuando no se puede hacer otra cosa, porque no se cuenta con medios para hacer un largo. Pasados los primeros años de la historia del cine, brillan por su ausencia las vocaciones de cortometrajista. Al contrario que en literatura, en la que el que escribe relatos cortos no es siempre un aspirante a novelista, ni es infrecuente que simultáneamente publique narraciones de todos los tamaños, e incluso cabría mencionar algún autor que tienda a confinarse al cuento, en cine se considera poco menos que una degradación que el realizador de un largometraje vuelva al corto, salvo que le obligue a ello la falta de dinero, y casi todos los directores de cortos lo que querrían es hacer largos. Por eso, se recurre al corto de mala gana, cuando no hay más remedio, y con una actitud de resignación que explica lo raro que es encontrar una película breve hecha con entusiasmo. Para colmo, se practica este formato, a lo sumo, como medio relativamente económico de conseguir un aprendizaje práctico, lo cual es lamentable, ya que el sentido de la economía narrativa y de la síntesis abundan más entre los directores veteranos que entre los principiantes, y es proverbial la tendencia a «decir todo» que delata al debutante, empresa ya difícil de coronar con éxito en un largo, y suicida en un cortometraje. De ahí que no sean los cineastas más ambiciosos, con mayor voluntad de manifestarse como «autores», los que suelan triunfar en la realización de cortometrajes; más fácil es que logren resultados aceptables los que no aspiran más que a aprender un poco, a ir adquiriendo soltura o a poner a prueba su capacidad para filmar, dirigir actores o coordinar un equipo de rodaje. Como este segundo enfoque es el menos corriente, y como es muy raro ver un cortometraje bien producido, cabe definir el corto como una película realizada con medios insuficientes, con grandes dificultades —discontinuamente o en muy poco tiempo—, con actores aficionados o amigos, y que trata de contar una historia en menos tiempo del que sería preciso o de hinchar una anécdota mínima o un chiste hasta que dure al menos diez minutos, pero menos de veinte y, en todo caso, menos de media hora.

Todo esto explica que sea mucho más difícil encontrar un cortometraje aceptable que un largo bueno. Para empezar, porque casi nunca existe adecuación entre los fines y los medios, ni entre la longitud de la historia y la de la película. Esto conduce, directa y casi automáticamente, a la pobreza y al esquematismo telegráfico; se podría decir que casi todos los cortos son largometrajes inacabados, interrumpidos o rodados sólo parcialmente, montados de cualquier manera y realizados e interpretados con poca seguridad. De ahí su tendencia, aplastantemente mayoritaria, a la arritmia y el desequilibrio y mi sospecha de que sólo los más modestos —es decir, los que aspiren a menos y sean más autocríticos— pueden aprender algo rodando cortometrajes, en general de tipo negativo: lo que no se puede hacer, lo difícil que es montar, o cómo no hay que filmar.

No es éste el caso de los realizadores españoles de cortos de los años 60-70, imbuidos de una voluntad de ser autores y de ser considerados como tales tan acentuada que no solían esperar para ello a la ocasión de rodar un largometraje.

Por eso, si se tiene en cuenta que algunos de esos incipientes cineastas no han llegado jamás —para ser optimistas, todavía— a realizar un largo, no hay más remedio que considerar estos cortometrajes como parte integrante de su obra: entre no hacer nada y rodar un corto, fueron muchos los que optaron por la vía «posibilista» ya que «menos da una piedra» y «más vale pájaro en mano que ciento volando». Por lo demás, es obvio que No compteu amb els dits (Portabella) prefigura Nocturn 29, Gospel (Franco) El desastre de Annual, Bolero de amor (Betriu) varias de sus películas posteriores, o en En un París imaginario (Colomo) incluso una tan temporalmente distante como La línea del cielo, por lo que puede decirse que representan, cuando menos, posibles tendencias de su carrera, en ocasiones sin continuidad real, como ¿Qué se puede hacer con una chica? en la de Drove. Además, llama la atención otra característica: su tendencia a la máxima longitud compatible con la expectativa de que un corto consiga exhibirse comercialmente (muchos rebasan los veinte minutos y se aproximan peligrosamente al límite de media hora).

Desde un punto de vista exclusivamente «técnico» hay que decir que se trata de obras bastante «acabadas» y dominadas y perfectamente «presentables», lo mismo las rodadas en 16 mm y ampliadas que las directamente filmadas en 35 mm y tanto en color como en blanco y negro. Puede considerarse que, como sustitutivas o complementarias de las prácticas de fin de carrera de la EOC que tradicionalmente se exhibían a productores y críticos en el Palacio de la Música, todas estas pequeñas películas debieran haber cumplido su objetivo de servir de tarjetas de presentación ante la industria, y que sólo la inexistencia de ésta explica que a sus autores no se les encargase inmediatamente la realización de algún largometraje. Naturalmente, el panorama es muy distinto si nos fijamos en la dirección de actores, ya que el recurso casi sistemático a no profesionales, la falta de experiencia de los propios directores, las precarias condiciones de rodaje —unos pocos días o varios fines de semana distribuidos a lo largo de meses—, la dificultad de ensayar y hasta la escasez de material y tiempo para repetir tomas, hacen que sólo en casos muy especiales la interpretación sea realmente convincente, y por lo general resultado de un método de trabajo tan particular y excepcional como el de Drove en ¿Qué se puede hacer con una chica? que coincide con el empleado por Eric Rohmer en sus largos.

Ahora bien, aquí se acaban los rasgos comunes. Como es explicable en un cine sin industria digna de tal nombre, ni géneros propios y con arraigo, y en el que hacer una película —corta o larga— es siempre una aventura, tanto si se trata de la cuarta como si es la primera, se da ya en la producción de cortometrajes de esta época el mismo fenómeno que en la de largos realizados después de la muerte de Franco: la absoluta variedad de enfoques, estilos, preocupaciones y temas. Cada película es obra de un individuo cuya sensación de que la ocasión puede ser la última, al menos durante varios años, contribuye a que sea un caso aislado desde cualquier perspectiva, incluida la financiera: son pocas las películas producidas por las mismas personas, y hasta dentro de ellas es raro que más de dos consigan «montarse» de la misma manera.

Así, tenemos de todo: comedias, documentales, fotonovelas, dramas intimistas, experimentos, ensayos, melodramas, sátiras, chistes, parábolas, reflexiones sobre el cine, confesiones personales, manifiestos generacionales, crónicas realistas, adaptaciones literarias, intrigas policiacas, relatos fantásticos. Su enfoque no puede ser más variado: irónico, ingenuo, absurdo, surrealista, naturalista, abstracto, minimalista, épico, crítico, cinéfilo-mitómano, etc., y en ellas pueden detectarse —a veces juntas en una misma película— las influencias más diversas, cinematográficas o literarias: Buster Keaton, Truffaut, Juan Benet, Buñuel, Michael Snow, Straub, Fuller, Rossellini, Rohmer, Tanner, el underground americano de los 60, Godard, Bresson, Cocteau, Chaplin, Dreyer, Bergman, Hawks, Ophuls, la comedia italiana, Berlanga, Joan Brossa, Raymond Chandler, Brecht, Hammett, Borges, Poe, Samuel Beckett, etc.—, la lista sería infinita—, e indica los gustos personales de los respectivos autores y su indecisión ante qué camino propio escoger, así como la necesidad, acentuada por la urgencia, de buscar soluciones o apoyos en lo ya visto y conocido.

Indirectamente —a través de las aficiones que dejan traslucir—, suelen ser obras muy personales, pero pocas lo son —quizá por falta de tiempo— en el sentido en que tienden a serlo las primeras novelas o, a partir de la «Nueva Ola», los primeros largos de los cineastas muy jóvenes. Se apunta, más bien, la amenaza que para el desarrollo de un cine verdaderamente personal e innovador supone la cinefilia en cualquiera de sus variantes: desde la «mitificadora» del que pretende rehacer El gran sueño, Casablanca o La fiera de mi niña, hasta la «crítica» del que trata de «denunciar» la intervención sobre la realidad que el cine clásico disimula, y sigue los pasos de Straub o Marcel Hanoun o las teorías críticas vigentes en aquellos años. En este sentido, los cortos realizados a partir de 1968 y hasta 1975 en España son sintomáticos de la enfermedad que aqueja al grueso del cine americano, francés, italiano y español de los años 80. No hay que olvidar que algunos de los cortometrajistas de entonces son directores en activo hoy: Manuel Gutiérrez Aragón, Francisco Betriu, Jaime Chávarri, Emilio Martínez-Lázaro, José Luis García Sánchez, Gonzalo Herralde, Carles Mira o Fernando Colomo, sobre todo, ya que no es fácil considerar «en activo» a cineastas que sólo muy de tarde en tarde consiguen hacer una película, como Ricardo Franco, Antonio Drove, Carlos Benpar, Álvaro del Amo o Paulino Viota. Y hay que tener presente, además, que de una forma u otra —como presentadores de cine-club, en revistas o diarios, por la radio o en TVE—, muchos de ellos han ejercido antes o después —y algunos todavía— la crítica cinematográfica: Artero, Molist, Drove, Font, Chávarri, Martínez-Lázaro, Martínez Torres, Vidal Estévez, Carreño, Rodríguez Sanz, Guarner, del Amo, Alberich —por lo menos— entre los seleccionados en la muestra, a los que habría que agregar Javier León, José Luis Garci, Antonio Gasset y varios más. Lo cual tampoco debe extrañar, ya que es difícil lanzarse a la empresa desesperante de intentar hacer cine sin ser un cinéfilo— en su sentido más estricto, y despojado de connotaciones peyorativas, es decir, un aficionado al cine—, y la mayor parte de ellos, en aquella época, teníamos cierta vocación literaria que nos impulsaba, a diferencia de lo que sucede en las nuevas generaciones, a escribir sobre aquello que nos gustaba, en algunos casos con la «segunda intención» de darse a conocer en el mundillo cinematográfico y entrar en contacto con los que ya formaban parte de él, esperando que eso facilitase, a la larga, el paso a la realización de películas, según el modelo patentado por los directores ex-críticos de Cahiers du Cinéma. Su confrontación con la práctica dio lugar a algunas sorpresas, y demostró una vez más que un buen crítico puede ser un mal director y viceversa, aunque también hay que reconocer que pocos tuvieron oportunidad de demostrar que eran capaces de aprender el oficio o que el buen efecto de su primera incursión en la realización no era ilusión o pura casualidad.

Personalmente, creo que estos cortometrajes fueron útiles, ante todo, para sus propios autores, y no en el sentido más práctico e inmediato —el de demostrar a un productor que eran capaces de hacer una película digna o contar una historia comprensiblemente—, sino por lo que les enseñó a ellos acerca de sí mismos y del cine, aunque en muchos casos lo que aprendieron fuese lo que no había que hacer o cómo no debía rodarse algo concreto. Como espectador, la mayoría de estas pequeñas películas es sólo soportable gracias a su brevedad, y son contadas las que, con la perspectiva de los años transcurridos, se mantienen en pie y parecen merecedoras de revisión: Gospel, ¿Qué se puede hacer con una chica? Quizá, sobre todo; en menor medida, No compteu amb els dits, Extraño recuerdo, Bolero de amor, Estado de sitio, Camino del cielo... Hay alguna que no recuerdo si la he visto, lo mismo que hay otras que con toda seguridad conozco pero que he olvidado por completo; y varias —no diré cuáles— en general las más pretenciosas, me resultaron insufribles a pesar de su brevedad y de la capacidad de aguante que da, durante su proyección, la garantía de que el tormento no puede prolongarse demasiado, lo que le hace a uno especialmente paciente.

¿Qué sentido tiene hoy, entre 11 y 19 años después, volver a ver estas pequeñas películas? Sobre todo, comparar con los pocos cortometrajes que —por lo general, con muchos más medios y con aún más escasas posibilidades de amortización— se hacen actualmente en España, y observar que no sólo hay una gran diferencia de nivel a favor de los de aquel periodo, sino que, además, hay en ellos una búsqueda de la expresión —tradicional o de vanguardia, da lo mismo— cinematográfica que en los últimos años brilla por su ausencia. Se diría que el que rueda un cortometraje en 1986 aspira a convertirse en realizador de videoclips o de «spots» publicitarios —si no lo es ya—, mientras que los que entre 1967 y 1975 se liaban la manta a la cabeza y se lanzaban a la aventura querían ser, claramente, directores de cine, y por eso eran ya, en potencia, auténticos cineastas.

En “Cortometraje independiente español : 1969-1975”, Francisco Llinás (editor). Bilbao : Certamen Internacional de Cine Documental y Cortometraje, D.L. 1986.

martes, 5 de noviembre de 2024

Four Feathers (Zoltan Korda, 1939)

Sólo el interés que recientemente se está concediendo en Inglaterra a lo que allí llaman el «Cine del Imperio», y el no haber visto de esta famosa película sino el remake plano a plano (y usando material de esta versión) que el mismo Zoltan Korda y Terence Young rodaron en 1955 con el título de Tempestad sobre el Nilo (Storm Over the Nile) me han inducido a quebrar, por una vez y sin que sirva de precedente, mi firme propósito de no ir nunca a ver en Cinerama un film no rodado en ese dichoso sistema. Me parece una falta de respeto tanto a los autores como al público el proyectar en una distorsionante y desmesurada pantalla curva cuyas proporciones de altura y anchura se aproximan al 1 X 3 una película filmada en 1 X 2,25 o 1 X 2; más todavía —como ocurre casi siempre— cuando el film fue rodado en 1 x 1,85 (Hatari!), 1 X 1,66 (Los Diez Mandamientos) o 1 X 1,33 (El mayor espectáculo del mundo, Las cuatro plumas): no sólo se deforman los rostros y las figuras, sino que el color se emborrona, las cabezas desaparecen, los pies se esfuman... y de las cuatro plumas apenas vemos tres. Es decir, se nos roba un porcentaje variable —pero siempre elevado— de la superficie de película por cuya visión hemos abonado 83 pesetas; se nos inflige un injustificado intermedio (este film no llega a las dos horas, y nunca se vio en dos partes), y se nos daña la vista al tiempo que se disminuye el placer visual al que, cuando menos, teníamos derecho (ya que el doblaje, cada vez peor hecho, se ocupa de robar a nuestros oídos los ruidos de fondo y las voces que actores y directores se esfuerzan en hacer significativas y adecuadas). Una vez hecha constar esta protesta, que numerosos críticos y cinéfilos en general sin duda suscribirían, pasaré a alabar la iniciativa de reponer este interesantísimo film, obra de los hermanos Korda, y cuarta de las cinco versiones que se han hecho —unas en Inglaterra y otras en Estados Unidos— de la muy representativa novela de A. E. W. Mason, y de las cuales la tercera, realizada en 1929 por Ernest B. Schoedsack, Merian C. Cooper y Lothar Mendes tal vez sea la más notable. Como Tres lanceros bengalíes (The Lives of a Bengal Lancer, 1935) de Hathaway, La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936) de Curtiz, Zarak (1956) de Terence Young, The Bandit of Zhobe (1958) de John Gilling, North West Frontier (1959) de J. Lee-Thompson, Khartoum (1966) de Basil Dearden, etc., todas las versiones de Las cuatro plumas (de 1915, 1921, 1929, 1939 y 1955) pertenecen a uno de los pocos géneros realmente nacionales —eso que tanto le falta al cine español— surgidos en el Reino Unido (aunque Hollywood lo haya explotado también, hecho harto significativo), y reposa en sólidos principios, tradiciones y convenciones, sentidas profundamente en Inglaterra durante la época edwardiana (cfr. El mensajero) y la victoriana; vueltas a sentir alrededor de cada una de las Guerras Mundiales y revividas (obsérvese el período 1955-59) a raíz del conflicto que tuvo lugar en 1956 en el canal de Suez. Naturalmente que se trata de films imperialistas (más bien, dada la falta de espíritu crítico con que se hacían, imperiales), aunque eso no impide que sea ridículo considerar hoy que, por ejemplo, Las cuatro plumas trata de la lucha del pueblo sudanés por su independencia, ya que por entonces dicho pueblo, desunido en diversas tribus, se veía obligado a combatir contra quien les ordenase un sultán que poco tendría de libertador popular y mucho de señor feudal-religioso. Lo cierto es que estos films revelan hoy muy claramente —y a través de exóticos y dinámicos dramas de aventuras— lo que fue la «mística del Imperio»: en palabras del crítico de cine y profesor de historia Jeffrey Richards, «deber, honor, autosacrificio, flema». Podríamos añadir patriotismo exacerbado, superioridad, orgullo, exclusivismo, honor militar, gentlemanship... principios hoy en su mayor parte caducos y enmohecidos incluso en Inglaterra. Sin embargo, el firme arraigo de dichas tradiciones en los mitos populares los hacen difícilmente vulnerables, y de ahí deriva el fracaso y la falsedad de la hiperpetulante La última carga (The Last Charge, 1967) de Tony Richardson, carente de otra base que el poco inteligente esquematismo de sus artífices. Four Feathers es, en cambio, una producción de Alexander Korda que, como otras suyas —por ejemplo, La Pimpinela Escarlata, 1935, de Harold Young—, parece americana por sus medios y su perfecto «acabado» estético. Zoltan Korda ha dirigido bien tanto las escenas íntimas como las de masas, y no ha dejado de recordarnos en algunas —el baile, todas las nocturnas, todas aquellas en que aparece June Duprez con John Clements o con Ralph Richardson— su origen centroeuropeo, pues llegan a hacer pensar en Max Ophuls.


En Nuevo Fotogramas (7 de septiembre de 1973)