viernes, 21 de marzo de 2025

Cuestionario sobre Ford

CUESTIONES GENERALES:

  1. La obra de Ford parece trascender todas las épocas y las modas. ¿Qué características tiene esa obra para hacerla tan inmortal, para llegar a todo tipo de público?
  2. En uno de sus artículos ha afirmado que en el cine de Ford las «sombras» tienen un papel predominante. ¿Cómo influyeron los primeros años de formación de Ford en la estética de su cine posterior?

SOBRE EL WÉSTERN DE FORD:

  1. En el caso concreto del wéstern, ¿cuál diría que es la principal diferencia entre el de Ford y el de otros coetáneos suyos como Howard Hawks, Raoul Walsh, John Sturges o Henry Hathaway? ¿Cuál cree que es la idiosincrasia más importante del wéstern de Ford?
  2. Usted ha afirmado que el cine de Ford está hecho de «recuerdos». ¿Qué importancia tiene el tratamiento del pasado en el wéstern de Ford?
  3. ¿Cómo se hace notar en sus películas esta importancia del pasado en la elección de los temas, de las composiciones y de los encuadres?
  4. Sobre el papel de la emoción en el cine de Ford, usted ha mencionado una escena de Pasión de los fuertes como una de sus favoritas. ¿Qué contiene esa escena para hacerla tan especial, cuando parece que no tiene mucho que ver con la trama general de la película?

SOBRE LA EVOLUCIÓN DE LA CRÍTICA RESPECTO AL CINE DE FORD:

  1. En ocasiones la crítica cinematográfica española ha criticado duramente el legado de Ford. ¿Cómo cree que ha ido evolucionando con los años la percepción crítica de su obra?
  2. ¿En qué punto cree que se encuentra la crítica respecto a Ford en estos momentos?
  3. Con frecuencia se ha criticado el militarismo del wéstern de Ford, sin embargo, usted ha afirmado que se puede comprobar fácilmente un profundo antibelicismo en su cine…
  4. Otro aspecto duramente criticado es el papel de la mujer en su cine. ¿Diría que los personajes femeninos de Ford se limitan a copiar los roles masculinos o tienen una entidad propia?

PARA FINALIZAR:

  1. ¿Cuál cree que es la huella que Ford ha dejado en el cine? ¿Y en el wéstern?
Two Rode Together (1961)

The Man Who Shot Liberty Valance (1962)


  1. La verdad, no lo sé. Ni siquiera estoy muy seguro de que sea así. En todo caso, de serlo, yo pensaría que porque sus películas son complejas pero sencillas, con personajes interesantes, y con capacidad para emocionar a un público no muy resabiado.
  2. Yo creo que, como ha apuntado tan solo un crítico italiano, una importante influencia plástica primeriza es la del pintor Winslow Homer. Otras son la música y la poesía irlandesas, aunque también los himnos religiosos protestantes. Cinematográficamente, su hermano Francis, D.W. Griffith y F.W. Murnau. Y aunque poco se piense nunca en ello, las óperas de Verdi y Puccini.
  3. Hathaway es ya de la generación que empieza en el sonoro, y John Sturges bastante más joven (no como individuo, sino como cineasta). Con Hathaway no le veo más parentesco que haber dirigido varias veces a John Wayne. Con Hawks tuvo cierta amistad, y tanto por él como por Walsh seguramente admiración, extensible probablemente a varios otros directores de algunos westerns como DeMille, Henry King, King Vidor… Ahora bien, pese a la necia presunción de los que no ven westerns, en ese género caben infinitas variedades, y los de Ford son particularmente singulares, y diferentes entre sí. Véanse dos seguidos y sublimes como Two Rode Together (1961) y The Man Who Shot Liberty Valance (1962), o las variaciones entre Fort Apache (1948), She Wore A Yellow Ribbon (1949) y Rio Grande (1950), ampliadas aún más si se abarcan My Darling Clementine (1946), Three Godfathers (1948) y Wagon Master (1950). Esos cinco años son su periodo de mayor actividad en el género, tras seis previos sin hacer ninguno, y son muy distintos, entre sí y con respecto a los de los demás realizadores. Lo más característico de un western fordiano es su arraigo en la historia y su relación dialéctica con la leyenda o el mito.
  4. En todo el cine de Ford lo importante es el pasado. Desde los años 40, hay muy pocas películas suyas situadas en el presente, como poco se refieren a algo ocurrido cinco o diez años antes, nunca a la “actualidad”, salvo Gideon’s Day (1957) y The Last Hurrah (1958). Y sus personajes viven con la carga o la ilusión, el peso o la añoranza del pasado, a veces con ideas o recuerdos del pasado que entran en conflicto.
  5. Está íntegramente presente en todo, hasta en los mínimos gestos – The Searchers es una antología de ello, sobre todo su arranque -, desde luego en el color o la luz, en el decorado o algunos objetos, en las miradas, en ciertas frases, canciones, melodías. En las composiciones en profundidad, en los encuadres, en los fundidos, en los flashbacks (sobre todo los no narrativos, como el final de How Green Was My Valley), en las frecuentes conversaciones con los muertos, junto a sus tumbas, en las voces en off. The Long Gray Line, The Grapes of Wrath, 7 Women, Donovan’s Reef, Sergeant Rutledge, Mogambo, The Horse Soldiers, The World Moves On, Pilgrimage, Young Mr. Lincoln, Judge Priest, The Sun Shines Bright… el pasado gravita siempre.
  6. Eso, que sea una escena narrativa o dramáticamente prescindible, es lo esencial, pues define el estilo de Ford, basado como pocos en la digresión, el meandro, el rodeo. Y esa escena me llama la atención porque hasta doblada (mal doblada, y con Shakespeare no muy bien traducido) emociona con una fuerza arrebatadora no por su texto (aunque también), sino por la combinación casi mágica y subliminal de música, sonido, luz, movimiento, gestos, silencio repentino… por su condición de pausa o interrupción. Y hay un eco secreto entre las palabras de Hamlet, la humillación inconsciente del actor borracho pero que ofende a Henry Fonda, el estupor ignorante pero admirativo de los patanes del clan Clanton que produce algo frecuente en Ford, eso que se llama ahora una “epifanía”. Una revelación, un momento mágico, siempre una pausa, una interrupción, un silencio, un eco.
  7. Hubo una larga época de falsa (e ignorante) politización, tendente al simplismo, la caricatura y el esquematismo. Después la gente, en general, dejó de lado los prejuicios y miró. Y yo creo difícil no ver, salvo ceguera y sordera voluntarias, la grandeza de Ford, que se siente en el pulso, en la garganta, en los ojos.
  8. Desgraciadamente, se ha caído en una especie de comodidad conformista y canónica. Los que hace unos años te tachaban de loco por admirar a Douglas Sirk o Jacques Tourneur o hasta de fascista por contar a Ford, Hawks o Hitchcock entre los mayores cineastas, ahora, y como si no hubieran cambiado nunca de opinión, ni por supuesto explicar por qué lo habían hecho, se hacen pasar por admiradores de todos ellos, reduciendo su obra a dos o tres películas que pasan por ser consensuadamente “las mejores”. Hace tiempo que para mí la crítica no discrimina entre lo bueno y lo malo, se ha hecho fundamentalmente acrítica y conformista, por no decir “de rebaño”, y más bien parece publicidad encubierta.
  9. Una cosa es que para sus personajes – incluso en algún momento de su vida para el propio Ford – la Caballería, el Ejército, la Marina, fuesen como una familia, o un vehículo de integración, acaso un refugio, y otra que le gustase la guerra, cosa que creo que está puesta de manifiesto en todas sus películas que tratan de alguna guerra.
  10. Las mujeres en Ford tienen un papel fundamental, más importante en sus películas que en los medios y ambientes y épocas y lugares en los que se sitúa su acción. Si se ve The Brat, Four Sons, How Green Was My Valley, The Grapes of Wrath, The World Moves On, Pilgrimage, The Wings of Eagles, The Long Gray Line, Mogambo, 7 Women, She Wore A Yellow Ribbon, Two Rode Together, The Horse Soldiers, Sergeant Rutledge, Rio Grande, The Man Who Shot Liberty Valance, The Quiet Man, Donovan’s Reef, entre otras, se ve la variedad de caracteres y funciones de las mujeres en el cine de Ford, y su importancia, y a veces – también – sus defectos.
  11. No veo, pese a algunas imitaciones, mucha huella suya ni en el cine en general ni en el género. En tiempos, se podía deducir que Jacques Tourneur admiraba mucho My Darling Clementine por Stars in My Crown (1950), pero otros han tratado de ahorrarse comparaciones de las que podrían salir malparados. En tiempos recientes, sólo el fallecido Michael Cimino me ha parecido, en Heaven’s Gate, un verdadero heredero de Ford.
The Quiet Man (1952)

Entrevistador desconocido. Texto inédito (junio de 2020).

miércoles, 19 de marzo de 2025

El mar y el tiempo (Fernando Fernán Gómez, 1989)

Quizá la menos apreciada y conocida de la etapa final de Fernán Gómez como director, y situada en un período (1968) que hoy resulta aún mucho más antiguo y lejano que cuando se rodó (1989), al tiempo que su fecha de realización nos queda ya hoy a una distancia enorme para los que la vivimos, pero inimaginable para los nacidos después, sospecho que El mar y el tiempo permanecerá eternamente en esa especie de limbo del olvido en que quedan arrinconadas las películas, por logradas y hasta oportunas que fueran o pudieran parecer en su momento, cuando dejan de sintonizar con los nuevos gustos imperantes. Y es dudoso que El mar y el tiempo fuese comprendida y apreciada en su presentación, en el festival de San Sebastián de ese año, al menos es la impresión que tuve entonces. Recuerdo algún comentario que la calificaba de película de viejo, cuando Fernán Gómez tenía sólo 68 años, y como si tal cosa tuviera algo de malo.

El mar y el tiempo, como su título, quizá demasiado "poético" hasta para 1989, es, sin duda, una película no ya "antigua", sino decididamente anticuada, y lo era ya, y conscientemente, cuando Fernán Gómez la hizo, adaptando su propia novela, que sin duda era una reflexión muy personal.

Los que teníamos en 1968 unos veinte años -pongamos entre quince y treinta- habíamos añadido en 1989 una "mayoría de edad" de 21 años, y andábamos en la cuarentena o los cincuenta, es decir, en otra etapa vital. Con independencia de lo que por el 68 hubiéramos ansiado o deseado, y de lo que hubiéramos pensado del mayo parisino y de los movimientos juveniles en medio mundo, y de las represiones varias que, de México a Praga, pudieron indignarnos, en 1989 las preocupaciones eran ya otras.


Nacía así la película desfasada, sobre todo porque su tema central era el regreso a España, en 1968, de un exiliado a Buenos Aires en 1939, es decir, veintinueve años antes. 1939 (y una parte de la materia prima de la película son recuerdos anteriores a la Guerra Civil), 1968 (como dificultoso presente), 1989 (como un futuro ausente de la ficción, pero que gravita sobre los personajes, porque tanto Fernán Gómez como nosotros los contemplamos desde lo que ahora es 32 años más pasado).

Mucho tiempo acumulado, y entre cada tramo de la historia. Era inevitable que la película resultase triste y llena de melancolía ante la irrecobrabilidad del pasado, y lo irremediable de lo sucedido, lo hecho y lo que se dejó de hacer en cada momento.

No es una película larga, y además no tiene flashback alguno, pero hay todavía mayor número de personajes que en las más pobladas de Fernán Gómez, que además son muy variados y de muy distintas edades, desde la desvariante matriarca encarnada por Rafaela Aparicio, madre de unos y abuela de otros, hasta una bisnieta recién nacida, pasando por varios jóvenes más o menos ilusos y sus fluctuantes parejas. Resultan hoy, como tal vez ya en 1989, trasnochados los mayores, casi ridículos o patéticos los jóvenes, con cierta tendencia a suicidarse o amenazar con hacerlo. La idea del retorno del exiliado se revela una quimera tardía, todo está muy caro y todo ha cambiado tanto que son casi las palabrotas y expresiones castizas más o menos groseras que lleva mucho sin oír lo que más emociona al antiguo anarquista. No es perfecta, pero tiene un brusco suicidio impresionante y una escena genial y terrible entre José Soriano y María Asquerino.

En “El universo de Fernando Fernán Gómez”. Madrid : Notorious, 12 de julio de 2021.

lunes, 17 de marzo de 2025

Alrededor de la medianoche

Como quien no quiere la cosa, Clint Eastwood está llevando a cabo, en solitario y sin método, con un desorden surgido del deseo y de la azarosa maduración de los proyectos, una especie de secreta cruzada personal para conservar vivo el legado y el espíritu, y no solamente las formas ni, todavía menos, las fórmulas del clasicismo americano. Lo que requiere volverlo a la vida cuando está muerto... como varios de sus personajes, por ejemplo El jinete pálido y el Bill Munny de Sin perdón, en cierto sentido hasta el protagonista de Poder absoluto.

Por eso va recorriendo, uno por uno, todos los géneros y subgéneros de la gloriosa tradición consolidada desde la llegada del sonido hasta mediados de los años 60, justamente la época en la que Eastwood se formó, pero que se perdió por muy poco como profesional en ejercicio. Son géneros que el autor de Bird y Honkytonk Man no aspira en vano a "recrear", ni siquiera con la fatua pretensión de renovarlos. Eastwood se limita a tener la osadía de abordarlos de nuevo, desde sí mismo, con la perspectiva del presente, sin resignarse a ser nostálgico espectador.

Ahora le ha llegado la vez a un tipo de cine muy particular, no demasiado apreciado en Europa, pese a que sus equivalentes literarios - con William Faulkner a la cabeza - gozaran en tiempos de notable y merecido prestigio: el film "sureño" (quizá podríamos hablar del southern del mismo modo que del western).

Medianoche en el Jardín del Bien y del Mal se revela, además - como ya Los puentes de Madison -, un prodigioso ejemplo de adaptación cinematográfica de un libro, que en este caso presentaba la dificultad suplementaria de no ser una novela, sino una extraña mezcla de no-ficción narrativa o, si se prefiere, de reportaje novelado, o de ficción no dramática basada en hechos reales. Las soluciones encontradas por Eastwood y su guionista John Lee Hancock - el de Un mundo perfecto - son infaliblemente ingeniosas y lógicas, y permiten condensar y dramatizar el fascinante libro de John Berendt sin que pierda nada de su misterio, de su intensidad ambiental o de su complejidad moral, sin sacrificar nada imprescindible.

Es, también, una de las pocas veces - aunque ya lo intentara en su tercera película como director, la romántica y emocionante Breezy (Primavera en otoño, 1973), sin duda la de menor éxito y menos conocida de su filmografía - en las que Eastwood ha conseguido no intervenir como actor, lo que le permite adoptar, a través del joven Cusack, el punto de vista distanciado a la par que intrigado y atraído que exigía el retrato de una ciudad y un modo de vivir, pintado por un forastero embriagado por su hechizo, que es Midnight in the Graden of Good and Evil y demostrar desde el otro lado de la cámara que es un gran director de actores, lo que presupone saber elegir los más adecuados y ser muy generoso con sus colegas.

Kevin Spacey es el perfecto y ambiguo caballero del Sur, como cabía esperar, aunque sea una nueva ampliación de su registro; John Cusack borda el papel del visitante seducido, que se queda en Savannah (Georgia), sin las muecas que en otras ocasiones minan su verosimilitud; la voluminosa hechicera vudú Irma P. Hall y el rutilante travestí The Lady Chablis son sendas revelaciones, y Alison prueba que no está en la película simplemente por ser hija del productor y director.

No sé si será la película más apasionante de la cartelera, aunque no veo ninguna americana de 1997 que la supere, pero creo que, sin alardear de ello, sin proponérselo siquiera, es la más original, y al mismo tiempo la más auténtica. Y quizá la más modesta, pues Eastwood parece contentarse con el doble placer de recrear un mundo y de contar una historia, no necesariamente lineal ni dramatizada, pero tampoco abstracta o simbólica, con ese tono humorístico y relajado que piden, por tenso y violento que sea su argumento, los más logrados relatos sureños.

Por todo eso, el ya veterano Clint Eastwood se ha convertido, para mí, en el cineasta en activo cuyas películas espero cada año con más impaciencia, con más ganas, y ya, también, con más confianza. Como antaño sucedía con unos cuantos - Ford, Hitchcock, Hawks -, y últimamente con ninguno, tras los recientes fracasos de Woody Allen en Descomponiendo a Harry y de Scorsese en Kundun.

Para El Mundo. Escrito el 15 de abril de 1998.

jueves, 13 de marzo de 2025

Gösta Berlings Saga (Mauritz Stiller, 1923/4)

Introducción

Conviene aclarar acerca de esta, en tiempos, muy famosa película algunos equívocos frecuentes, que pueden originar innecesaria confusión.

La primera es que su título español, cuando se estrenó en nuestro país en los años 20, era –con rara fidelidad al original– La saga de Gösta Berling; su traducción, del todo exacta, por La leyenda de Gösta Berling sirvió como título en los países hispanoamericanos, y se usó asimismo en su pase televisivo y en alguna edición videográfica. Una saga, como por entonces al parecer era de público y general conocimiento, y hoy por lo visto no, además de una hechicera o fingida adivina (de acuerdo con la acepción primera, de etimología latina), es una leyenda (del alemán sage), específicamente de las que se refieren a la antigua mitología escandinava de las Eddas; también, por extensión, puede aplicarse a la historia de una familia a lo largo de varias generaciones, significado este que, sospecho, sea el primero en el que se piense en España desde la emisión televisiva de la serie La saga de los Forsythe, basada en la novela de John Galsworthy The Forsythe Saga. Referida a Gösta Berling, que no es –como algunos han pensado, e incluso escrito- el personaje encarnado por Greta Garbo, ni siquiera una mujer, sino el representado por el entonces y todavía durante algunos años más muy célebre actor Lars Hanson, no cabe la primera interpretación, y sí las dos segundas, y más exactamente la primera, aunque esté trasladada a la Suecia de comienzos del siglo XIX y no a la antigua Escandinavia. El protagonista obvio de la película es, por tanto, desde el mismo título, este actor, y ni siquiera entre las principales figuras femeninas parece del todo justo destacar a la todavía incipiente Greta Garbo, que entonces ni era célebre ni había adquirido aún el misterio ni la estilizada imagen que la harían mundialmente famosa sólo tres años más tarde, y durante toda una carrera americana que terminaría exacta e inexplicablemente en 1941.

Las circunstancias

Dado que tras el rodaje de Gösta Berlings Saga tanto Mauritz Stiller (1883-1928) como, por insistente recomendación del director, Garbo y Hanson partieron rumbo a Hollywood, donde el actor tuvo éxito, la actriz se convirtió en una estrella de primera magnitud todavía hoy recordada con devoción, y en cambio el director, en principio el llamado por Hollywood, fracasó estrepitosamente -vio sus proyectos frustrados o interferidos, enfermó y regresó a Suecia para morir poco después-, puede decirse que se trata de la fortuita culminación de la obra cinematográfica de Stiller, cuando menos de su última obra maestra. Y aunque Stiller sea hoy un cineasta olvidado, y en general desconocido, como la mayor parte de los que no llegaron a hacer películas sonoras, conviene recordar que en aquellas fechas era, junto a Victor Sjöström, el más grande de los cineastas suecos, y que Suecia había sido, entre 1913 y 1923 –en 1924 son contratados por Hollywood tanto el uno como el otro-, uno de los centros de creación cinematográfica más avanzados e importantes del mundo, sobre todo desde un punto de vista no cuantitativo, sino artístico.

Vista hoy, en la versión casi íntegra de más de tres horas de duración, tal como fue restaurada en 1975 por el Svensk Filmarkivet (la filmoteca adscrita al Svensk Filminstitutet), La saga de Gösta Berling hace pensar, indefectiblemente, a mi entender, y sin hacer esfuerzo alguno para asociar ambas formas artísticas, en una ópera; su melodramático y prolijo argumento, adaptado de una novela de la premio Nobel Selma Lagerlöf, hasta cierto punto comprimido y condensado en la película muda por el propio Stiller en colaboración con Ragnar Hyltén-Cavallius y la novelista, podría servir de libreto a una ópera romántica. Incluso podrían encontrarse paralelismos entre determinadas escenas y las arias -o los duetos- de muchas óperas, mientras otras son de naturaleza inequívocamente coral, y las más centradas en la acción desempeñan una función muy semejante a las partes meramente instrumentales, sin intervención de los cantantes. Aunque tal comparación pudiera, a primera vista, resultar chocante, ya que parece que un film mudo es, en teoría, casi lo contrario que una ópera, lo cierto es que en una película sin recurso a la expresión oral, y que había de dosificar los rótulos, la imagen cobraba tal importancia que, por razones dramáticas y de eficacia narrativa o claridad expositiva, el ritmo interno de cada plano y la construcción y modulación de cada secuencia se hacían tan esenciales como no volverían a serlo hasta que el cine asimiló por completo el sonido y pudo servirse de él en lugar de ponerse al servicio de la espectacular novedad.

No repetiré las palabras de José Andrés Dulce, que suscribo íntegramente, en su presentación del Concierto-Proyección de La Passion de Jeanne d’Arc de Carl Theodor Dreyer en el programa de la temporada 2005-2006, pero invito a releerlas al eventual espectador de la proyección con acompañamiento musical en directo de Gösta Berlings Saga, ya que encuentro igualmente adecuadas y pertinentes sus muy razonables observaciones acerca de la necesidad u oportunidad de añadir música a películas mudas, así como sobre la conveniencia, en su caso, de no interferir con ella la melodía interna que se desprende de su desarrollo en la pantalla, proyectada a la velocidad de paso adecuada. Con una sola matización, quizá, que obedece a la diferente posición de sus respectivos directores en el momento de realizar sendas películas, y a la distinta naturaleza de una y otra en su contexto histórico: ha de tenerse en cuenta que, si bien La Passion de Jeanne d’Arc, que data de 1927, es una película que aspiraba, en su tiempo, a la modernidad, y que puede considerarse todavía como una obra única y excepcional, tanto en la carrera de su director como en el conjunto del cine de su tiempo, y que, además, se encuentra precisamente situada en la encrucijada entre el cine silencioso y el hablado, cuando éste ya existía pero estaba lejos aún de generalizarse y de convertirse en la norma, la de Stiller elegida para esta temporada, aunque sólo anterior en cuatro años (se filmó en 1923 y se estrenó en 1924), se inscribe en el clasicismo ya alcanzado hacía tiempo por el cine mudo, que todavía no se veía amenazado ni creía estar llegando a su término, y bordea varios géneros, todos ellos asiduamente cultivados por las cinematografías de casi todos los países y, en particular, junto con la comedia, por Mauritz Stiller. Esto implica que un cierto tipo de música, que pudiera sintonizar con la película de Dreyer, correría el riesgo, en cambio, de resultar disonante aplicada, muchas décadas después, a Gösta Berlings Saga. No es el caso, por cierto, afortunadamente, de la modesta y apropiada partitura camerística –esencialmente de cuerda- compuesta y dirigida por Matti Bye para la restauración del Filmarkivet, que es la incorporada como banda sonora en la reciente edición en DVD de Kino, Inc., que acaba de poner en circulación Gösta Berlings Saga junto a otras dos grandes películas de Stiller, Herr Årnes pengar (El tesoro de Arne, 1919) y Erotikon (Erotikon, 1920).


Grandiosidad e intimismo

La saga de Gösta Berling arranca con una breve presentación del escenario del drama, hecha desde el presente, con ayuda de planos generales y breves rótulos: la región de Värmland –con suntuosos y soleados planos de praderas, bosques, ríos con cascadas-, el lago Löfven, la mansión de Ekeby, hoy como cualquier otra –se nos explica- pero cien años antes el refugio de doce caballeros sin tierra.

La película nos hace, pues, retroceder un siglo hasta esa época aún no demasiado remota, pero ya mítica, y nos va presentando a los caballeros –en general, aventureros, nobles venidos a menos, proscritos por una u otra causa, “ovejas negras” de buenas familias, descastados, marginados-; se trata de un lugar no muy diferente del famoso rancho Chuck-A-Luck, al que alude el título original de Rancho Notorious (Encubridora, 1951), el afamado western de Fritz Lang. Asistimos, para empezar, a una escena sorprendente, inicialmente situada –al menos en apariencia- en los confines de lo fantástico, en la que el protagonista, del que aún poco más sabemos que el nombre, convoca –casi invoca- al decimotercer huésped de la mansión, sea del cielo o del infierno, y sale del fuego de la chimenea un diablo a la vez ridículo e inquietante, que poco después, y tras haber provocado cierto revuelo y alguna disensión entre los doce caballeros residentes, unos recelosos, otros prestos a brindar con Satanás, se revela como una broma, de la que somos objeto tanto los caballeros de Ekeby como nosotros mismos, los espectadores: es uno de ellos disfrazado. Desde ahí, tras esta doblemente sorprendente obertura, que tiene la virtud de mantener aún en suspenso la naturaleza, el género y la tonalidad de la película, al tiempo que despierta nuestra curiosidad y nos invita a desconfiar de las apariencias, volvemos a retroceder en el tiempo, para saber cómo llegó a ser uno de estos doce malfamados proscritos el predicador Gösta Berlings.

Que es, naturalmente, un clérigo revocado, y no tanto por un tribunal episcopal al que casi había convencido, como a buena parte de sus feligreses, con la elocuencia de un sermón arrepentido, sino por la reacción airada que provoca entre sus parroquianos al acusarles del propio vicio del que a él le acusaban: tener la bebida por único dios y darse a ella en demasía. Este arrebato, más de orgullo que de sinceridad, revela ya el carácter imprudente, poco diplomático y hasta temerario de Gösta Berling, y su propensión a desperdiciar cada una de las ocasiones de felicidad o salvación que le proporcionan las circunstancias, el azar o su propio poder de seducción, según la película casi ilimitado.

Tras el clímax violento de la furia colectiva, en pleno templo, de los respetables vecinos de Berling, pasamos al primero de los frecuentes “solos” de la película: vemos al expredicador caminando solo por los caminos, bajo la nieve, y contemplamos –en una escena que puede evocar una de las primeras de la estrictamente contemporánea Greed (Avaricia, 1923/4) de Erich von Stroheim– cómo recoge y da calor con su aliento a un pajarillo aterido por el frío.

A partir de ese momento, las andanzas de Berling se nos irán presentando elípticamente, con frecuentes interferencias de las sucesivas relaciones femeninas que constituyen su vida, pese a que él no se muestre casi nunca como un conquistador, ni oponga excesiva resistencia a las fuerzas externas –maridos o padres– que se interponen entre ellos. Se trata de un héroe, conviene señalarlo, predominantemente pasivo, y más tendente a reaccionar que a actuar por propia iniciativa.

La película es, así, una galería muy amplia de personajes, de los cuales una buena porción son varias de las mejores actrices –conocidas o no, veteranas ya o aún principiantes– del cine sueco: Ellen Hartman-Cederström, Mona Martensson, Greta Garbo, Gerda Lundeqvist, Jenny Hasselqvist, Karin Svanström, Hilda Forslund.

Este amplio repertorio de figuras es reunido en varias ocasiones –fiestas, banquetes y bailes, ataques de castigo, incendios, persecuciones-, mientras que en otras se nos presenta a alguno de los personajes en solitario o agrupados en parejas o tríos, introduciendo una suerte de subterránea dinámica de variaciones en una trama que, de otro modo, corría el riesgo de dispersarse y de caer en la monotonía, ya que, sistemáticamente, uno tras otro, casi todos los personajes se convierten en proscritos, expulsados de su casa o de su refugio temporal, y obligados a vagabundear como almas en pena por el paisaje. Resulta curioso que una de las obras cumbre del cine mudo sueco, Berg-Ejvind och hans hustru (1917), es decir, “Berg-Ejvind y su mujer”, sea mundialmente conocida como Los proscritos, título que hubiese casado perfectamente con Gösta Berlings Saga.


Texto preparatorio para la presentación de la película en la Fundación Juan March. Escrito el 28 de diciembre de 2006.

miércoles, 12 de marzo de 2025

El Gran Calavera (Luis Buñuel, 1949)

La persistente minusvaloración, cuando no menosprecio apriorístico o mero puro desconocimiento, de El Gran Calavera (1949), se debe hoy, me temo, a su escasa reputación crítico-historiográfica: para el saber convencional carece de importancia, no es preciso conocerla. Ni siquiera llega a plantearse el verdadero obstáculo: su "pinta", su aspecto visual, y su tono.

Es, y además lo parece, apenas lo disimula – no tendría con qué, ni por qué hacerlo –, una película pobre; para colmo, parte de su trama nos hace vivir entre gente de muy escasos medios, peor aún, venida a menos – al menos en apariencia – y sacada de su ambiente. Es decir, que El Gran Calavera carece por completo de glamour. No es que sea en ello una excepción en la muy productiva etapa mexicana de Don Luis, pero quizá sea, con El Bruto y Susana, uno de los casos más extremos, y menos "disculpables", pues no trata explícitamente de la miseria, como Los Olvidados, ni es realista, y menos aún naturalista. Pero hay más: en cuanto al tono – aspecto del que no se suele escribir nunca, pero al que el público es instintivamente sensible –, es patente e innegable que no es seria; lo cual, en un cineasta de la importancia/trascendencia atribuidas consuetudinariamente a Buñuel por los que carecen del sentido del humor y sólo se toman en serio a sí mismos, la convierte automáticamente en esa cosa tan rara que la rutina académica ha dado en llamar “una obra menor”; siendo mexicana y filmada por Buñuel en tiempo de necesidad, casi de penuria, suele calificarse condenatoria o despectivamente de “encargo”, como si tal circunstancia (común a muchas de las obras máximas de todas las artes, a lo largo de los siglos) la hiciese forzosa y automáticamente desdeñable, impersonal y mercenaria. Para rematar la maldición, además de poco (bueno, nada) solemne, El Gran Calavera es al mismo tiempo muy divertida y bastante inquietante, con una crítica tan aguda y certera como matizada y descarada de muchas conductas muy frecuentes tanto en 1949 como, seguro, en 2009 (es difícil que un solo espectador pueda darse por “no aludido”, salvo que sea un ególatra voluntariamente ciego y sordo).


La mala fama, pues, y la apariencia, son las dos endebles y escasamente fiables razones por la que muchos se siguen privando (porque quieren o son muy flojos, pues no basta para conformarse a ignorarla con que no la recomienden ( o incluso la desaconsejen) los muy poco fiables santones de costumbre) de uno de los máximos placeres que fabricó Buñuel, con la inestimable ayuda de un cómplice frecuente en los guiones pugnaces que aquellos primeros tiempos, un tocayo igualmente exiliado, Luis Alcoriza, que años más tarde se haría director.

Cabe añadir otra falsa razón más, quizá la más sorprende, ya que es una característica casi constante en la obra buñueliana: los siempre sorprendentes giros de la trama, los cambios constantes de tonalidad, la dificultad de adscribirla a un género concreto, dada su habilidad para moverse en las fronteras o los bordes de varios, descolocando al espectador de cualquier postura comodona. Tan pronto parece una sátira como una farsa, una comedia como un drama, un melodrama como un documento, una parábola como un juego de apariencias, y eso que en este caso no hay imágenes oníricas ni incisos surrealistas, aunque sí un cierto tono de chanza y provocación, de ruptura de las normas de buena conducta, sobre todo en los graciosísimos diálogos, que tiene bastante que ver con algunas de las iniciativas del grupo.

En Miradas de Cine nº 77 (agosto de 2008).

lunes, 10 de marzo de 2025

The Student Prince in Old Heidelberg (Ernst Lubitsch, 1927)

Pese a que algunos de los planos de esta película no son de Lubitsch, sino del excelente John M. Stahl, El príncipe estudiante es, desde que la vi por primera vez, la que más admiro de sus obras maestras. No sólo prefigura las más emocionantes de su última etapa (The Shop Around the Corner, Heaven Can Wait, Cluny Brown), sino que las supera en intensidad y riqueza. Es más, de todo el cine mudo que conozco, sólo Sunrise y Tabu, de Murnau, me parecen mejores; ni siquiera The Cameraman, City Lights, Broken Blossoms, The Wedding March, Street Angel, The Docks of New York o Chelovek's kinoapparatom alcanzan su altura. Como se trata del remake de un discreto film de 1915, dirigido por John Emerson (el marido de Anita Loos) y supervisado por Griffith y Stroheim, y su punto de partida —la comedia Old Heidelberg, de W. Meyer-Förster, y la opereta The Student Prince, de Dorothy Donnelly y Sigmund Romberg— ha dado lugar a versiones ridículas, como la de 1954, dirigida por Richard Thorpe e «interpretada» por Mario Lanza, me intrigaba el entusiasmo que suscita en mí —y temo que en casi nadie más, dentro de los pocos que se han molestado en verla— esta película. Hasta que reparé en unas palabras de Lubitsch que cita Herman G. Weinberg en su famoso libro El toque Lubitsch. «En El príncipe estudiante he buscado la sencillez. Es una historia tierna y romántica, y yo la enfoqué de la misma manera.» «Entonces no se parecerá para nada a, digamos, La frivolidad de una dama,» replica el periodista. Y Lubitsch asiente: «En lo más mínimo. En ella yo estaba por encima de mis personajes, mirándolos y riéndome de ellos. En ésta me hallo al mismo nivel, soy uno de ellos.» Tal vez sea ésta una de las causas de mi particular afecto por esta película: me preocupa o distancia un poco la superioridad con que algunos autores tratan a sus personajes, tan sistemática que inspira desconfianza; me son más simpáticos los que nunca se pasan de listos, los que —como Ford, McCarey, Capra, Chaplin, Ray— corren el riesgo de que se les confunda con sus criaturas o se les atribuyan sus defectos y debilidades. Con Lubitsch, como con Mankiewicz o Wilder, a veces me siento un poco incómodo a causa del desapego de que hacen gala, de la tendencia a quedar por encima de los seres que filman. En The Student Prince in Old Heidelberg, Lubitsch no se arredró ante el peligro de que le tachasen de ingenuo, de sentimental, de melodramático o de romántico, y al compartir las emociones de sus protagonistas fue, más que nunca, capaz de transmitírnoslas, de hacer que las compartamos con él.


Hay también otra explicación, ésta más técnica que moral —si es que ambos aspectos pueden disociarse, que yo creo que no—, y que reside en el hecho paradójico de que se trate de una opereta muda. No es, sin duda, la primera, aunque sí la única de Lubitsch, pese a lo cual es la más musical de sus obras, mucho más que El desfile del amor, Montecarlo, El teniente seductor, Una hora contigo y La viuda alegre. Y no sólo en la escena del baile, ni cuando los compañeros de estudios del príncipe cantan (en silencio, aunque es de suponer que con acompañamiento orquestal, por lo menos en el cine de estreno), sino en todo momento: sin duda, Lubitsch dirigió a sus actores (espléndidos, pese a su edad, Ramón Novarro y Norma Shearer) al son de un gramófono o de un violinista de plato, o tocándoles él mismo el piano, como siempre hicieron Ford y McCarey, y concibió sus movimientos y los de la cámara como si se tratase de una coreografía. El caso es que, si no lo hacen los personajes, cantan las imágenes, danza la cámara y reina la armonía, la modulación rítmica, la gracia de una melodía que cambia de tono y se hace patética. Ese mismo año el cine mudo dejó de ser una posibilidad al alcance de los directores.

En Casablanca nº 29 (mayo de 1983)

viernes, 7 de marzo de 2025

Ulzana's Raid (Robert Aldrich, 1972)

 

"Qué Grande es el Cine" (16/03/1998)


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La venganza de Ulzana es, en mi opinión, una de las mejores películas de un cineasta muy discutido, Robert Aldrich (1918-1983), al que primero se ensalzó como uno de los grandes cineastas del "nuevo Hollywood" de los 50, al que después se vilipendió y menospreció, quizá precisamente cuando estaba haciendo algunas de sus obras más interesantes, para, finalmente, olvidarle. Yo tengo la esperanza de que algún día el conjunto de su filmografía sea reconsiderado con objetividad y pasión, y que sea restituido al valor que le corresponde. Es la suya, ciertamente, una carrera irregular, plagada, como la de casi todos los independientes, de dificultades, errores y concesiones, pero creo que ha hecho muchas películas interesantes y varias excelentes.

La venganza de Ulzana viene justo detrás de La banda de los Grissom (1971), y dos años antes de Destino fatal (Hustle, 1974), que son sus otras obras más logradas de los 70, ya en el último tramo de su carrera, que culmina y acaba en la ignorada y espléndida Chicas con gancho ("...All the Marbles" o The California Dolls, 1981). Pero se le ocurrió hacerla en un momento pésimo para su acogida crítica, en plena guerra de Vietnam - sin duda, lo que le hizo interesarse por el tema - y, sobre todo, en plena resaca de mayo del 68. Por eso, esta película tiene fama de "racista", y fue interpretada como una involución y un giro hacia el conservadurismo de su autor, relacionado en sus comienzos con lo más "izquierdista" del cine americano (fue ayudante de Renoir, Milestone, Chaplin, Polonsky, Losey, Rossen, Ophuls, Fleischer, Wellman, J. Tourneur, Lewin, Reis, Tetzlaff, y trabajó en la efímera Enterprise Pictures) y responsable, en 1954, de otra película sobre los apaches interpretada, asimismo, por Burt Lancaster, la famosa Apache.

El hecho mismo de que el actor encarnase aquí a un explorador blanco, que ayuda a perseguir a una partida de seis apaches chiricahuas fugados de su reserva, en lugar de al propio indio rebelde y fugitivo, Masai, fue interpretado como señal inequívoca de un giro reaccionario en Aldrich, sin reparar en lo dudosa que era la verosimilitud de un actor de ojos azules como piel roja.

Apache, película hermosa y emocionante, pecaba de idealismo, y eso que al menos tenía la franqueza de acabar trágicamente. Pero falseaba la realidad, para poder dar una imagen positiva de un apache. La incursión de Ulzana o La escapada de Ulzana - el título español es una falsificación melodramática - es, en cambio, sobriamente realista: en lugar de blanquear a los indios para así defenderlos, y tratar de mostrar que "todos somos iguales", trata de explicar que son diferentes, que eso no tiene remedio y que hay que aceptar y, si es posible, respetar esas diferencias. Por eso creo que es todavía menos "racista" que Apache.

Ulzana's Raid es una película increíblemente violenta. Muestra sobriamente cosas que no estamos acostumbrados a ver y que producen horror. Las cometen los apaches - aunque se ve que los blancos están a punto de cometerlas parecidas, y a veces tienen que impedírselo -, porque es su costumbre, porque es su manera de ser, porque tienen unas creencias - no más falsas que las nuestras - que les impulsan a actuar así. No hacen barbaridades porque sean salvajes ni por sadismo o crueldad, sino, precisamente, porque son civilizados y religiosos. Lo que sucede es que su cultura y sus creencias no son las mismas. Su escala de valores es otra, su ética también.

Ulzana's Raid es muy violenta, pero sin complacencia alguna en esa violencia. Con sobriedad y laconismo. Con brevedad y concisión. Es una violencia cortante y en seco, no pringosa y halagadora. Y totalmente en serio, sin bromas ni chistes ni regodeo en ella, como muchas películas de ahora y bastantes ya por entonces. Y es que el propio Ulzana, sin duda astuto, duro, y quizá nada escrupuloso ni compasivo, tampoco es un sádico.

Es notable que Aldrich, inicialmente muy influido por Welles y a menudo con tendencia al barroquismo y a la retórica, que a veces cayó en el efectismo, opte en este caso por la desnudez casi boetticheriana. Es una historia lineal, que se va concentrando cada vez más en un grupo reducido de personajes, sobre todo a partir del momento en que adopta el estilo propio de una estructura itinerante.

Hay pocos diálogos. Si el joven teniente Garnett De Buin (Bruce Davison) pregunta sin cesar, las respuestas de McIntosh (Burt Lancaster) son breves y memorables. Otro de los protagonistas, el explorador apache Ke-Ni-Tay (Jorge Luke), apenas habla. Y con McIntosh se entiende y comunica casi sin palabras, con miradas, algunos gestos, un movimiento de cabeza. El otro gran protagonista, distante pero omnipresente, es Ulzana (Joaquín Martínez), que no habla nunca. Parecido a Ke-Ni-Tay (sus mujeres son hermanas), pero en una versión envejecida y como degradada por el resentimiento, se nos presenta como un auténtico genio de la estrategia guerrillera, capaz de asolar una vasta región de Arizona y poner en jaque a un destacamento con sólo 5 guerreros (uno de ellos, su hijo adolescente). No se nos dice que sea muy astuto, lo vemos: y no sólo lo leemos en su rostro y su mirada, en sus silencios, sino que podemos verlo en sus planes, en su modo de prever las jugadas del enemigo y de tenderle trampas, en su uso del espacio y de la topografía.

Esto requería claridad, que es una de las grandes virtudes de esta película. Por no ser uno de los rasgos que, a primera vista, caracterizan a Aldrich, conviene destacarla como prueba de su sabiduría, de la adecuación de la forma al "fondo", del modo de narrar a lo contado. Cada escaramuza parece tan evidente como las batallas de Austerlitz de Abel Gance y de Una trompeta lejana de Raoul Walsh.

La venganza de Ulzana, por tanto, trata de comprender y hacer entender, tanto a algunos de los personajes (el bisoño teniente hijo de predicador, que tiene la Biblia por guía) como a los espectadores por qué son distintos los apaches, en lugar de negar su alteridad, que es, en el fondo, una forma de reprimirla. Muestra que lo que a nosotros nos parece cruel, para ellos es natural o sagrado, y tiene una lógica y una explicación, mientras que a ellos les parece cruel e incomprensible lo que los colonos blancos y las tropas encargadas de defenderles consideran racional y relativamente "civilizado" o justo, como humillar a los derrotados, confinarlos fuera de sus tierras, que les han sido expropiadas y que les han conformado y endurecido - "En esta tierra, hace falta fuerza", explica sucintamente Ke-Ni-Tay al teniente De Buin -, reducir a los guerreros a la inactividad o a tareas que en su cultura está reservadas a las mujeres, no permitir que sus hijos se hagan "hombres verdaderos".

Esto lo consigue a través de la interpretación tranquila, natural, de un conjunto de actores muy heterogéneos, y perfectos todos ellos en sus papeles, desde el joven Bruce Davison a veteranos como Burt Lancaster y Richard Jaeckel o casi desconocidos como los mexicanos Jorge Luke y Joaquín Martínez. Estos dos últimos, el primero algo entrevisto en películas de Peckinpah, el segundo desconocido, son auténticos prodigios de expresividad sin palabras, con la mirada y el cuerpo entero, y transmiten una desusada sensación de autenticidad como apaches chiricahuas, además de una gran dignidad.

La escena que quizá me guste más es la del muchacho que asiste, en pocos segundos, a la muerte de su madre, de un tiro en la frente del soldado que le rescata, para suicidarse a su vez en cuanto los apaches les derriban el caballo, y aparta a los guerreros del cadáver de su madre, chupándole el dedo para extraerle, con cuidado y sin violencia, la alianza y entregársela a los apaches, que le miran con respeto, especialmente el hijo de Ulzana, un chico de edad parecida.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (6 de marzo de 1998)