martes, 5 de noviembre de 2024

Four Feathers (Zoltan Korda, 1939)

Sólo el interés que recientemente se está concediendo en Inglaterra a lo que allí llaman el «Cine del Imperio», y el no haber visto de esta famosa película sino el remake plano a plano (y usando material de esta versión) que el mismo Zoltan Korda y Terence Young rodaron en 1955 con el título de Tempestad sobre el Nilo (Storm Over the Nile) me han inducido a quebrar, por una vez y sin que sirva de precedente, mi firme propósito de no ir nunca a ver en Cinerama un film no rodado en ese dichoso sistema. Me parece una falta de respeto tanto a los autores como al público el proyectar en una distorsionante y desmesurada pantalla curva cuyas proporciones de altura y anchura se aproximan al 1 X 3 una película filmada en 1 X 2,25 o 1 X 2; más todavía —como ocurre casi siempre— cuando el film fue rodado en 1 x 1,85 (Hatari!), 1 X 1,66 (Los Diez Mandamientos) o 1 X 1,33 (El mayor espectáculo del mundo, Las cuatro plumas): no sólo se deforman los rostros y las figuras, sino que el color se emborrona, las cabezas desaparecen, los pies se esfuman... y de las cuatro plumas apenas vemos tres. Es decir, se nos roba un porcentaje variable —pero siempre elevado— de la superficie de película por cuya visión hemos abonado 83 pesetas; se nos inflige un injustificado intermedio (este film no llega a las dos horas, y nunca se vio en dos partes), y se nos daña la vista al tiempo que se disminuye el placer visual al que, cuando menos, teníamos derecho (ya que el doblaje, cada vez peor hecho, se ocupa de robar a nuestros oídos los ruidos de fondo y las voces que actores y directores se esfuerzan en hacer significativas y adecuadas). Una vez hecha constar esta protesta, que numerosos críticos y cinéfilos en general sin duda suscribirían, pasaré a alabar la iniciativa de reponer este interesantísimo film, obra de los hermanos Korda, y cuarta de las cinco versiones que se han hecho —unas en Inglaterra y otras en Estados Unidos— de la muy representativa novela de A. E. W. Mason, y de las cuales la tercera, realizada en 1929 por Ernest B. Schoedsack, Merian C. Cooper y Lothar Mendes tal vez sea la más notable. Como Tres lanceros bengalíes (The Lives of a Bengal Lancer, 1935) de Hathaway, La carga de la brigada ligera (The Charge of the Light Brigade, 1936) de Curtiz, Zarak (1956) de Terence Young, The Bandit of Zhobe (1958) de John Gilling, North West Frontier (1959) de J. Lee-Thompson, Khartoum (1966) de Basil Dearden, etc., todas las versiones de Las cuatro plumas (de 1915, 1921, 1929, 1939 y 1955) pertenecen a uno de los pocos géneros realmente nacionales —eso que tanto le falta al cine español— surgidos en el Reino Unido (aunque Hollywood lo haya explotado también, hecho harto significativo), y reposa en sólidos principios, tradiciones y convenciones, sentidas profundamente en Inglaterra durante la época edwardiana (cfr. El mensajero) y la victoriana; vueltas a sentir alrededor de cada una de las Guerras Mundiales y revividas (obsérvese el período 1955-59) a raíz del conflicto que tuvo lugar en 1956 en el canal de Suez. Naturalmente que se trata de films imperialistas (más bien, dada la falta de espíritu crítico con que se hacían, imperiales), aunque eso no impide que sea ridículo considerar hoy que, por ejemplo, Las cuatro plumas trata de la lucha del pueblo sudanés por su independencia, ya que por entonces dicho pueblo, desunido en diversas tribus, se veía obligado a combatir contra quien les ordenase un sultán que poco tendría de libertador popular y mucho de señor feudal-religioso. Lo cierto es que estos films revelan hoy muy claramente —y a través de exóticos y dinámicos dramas de aventuras— lo que fue la «mística del Imperio»: en palabras del crítico de cine y profesor de historia Jeffrey Richards, «deber, honor, autosacrificio, flema». Podríamos añadir patriotismo exacerbado, superioridad, orgullo, exclusivismo, honor militar, gentlemanship... principios hoy en su mayor parte caducos y enmohecidos incluso en Inglaterra. Sin embargo, el firme arraigo de dichas tradiciones en los mitos populares los hacen difícilmente vulnerables, y de ahí deriva el fracaso y la falsedad de la hiperpetulante La última carga (The Last Charge, 1967) de Tony Richardson, carente de otra base que el poco inteligente esquematismo de sus artífices. Four Feathers es, en cambio, una producción de Alexander Korda que, como otras suyas —por ejemplo, La Pimpinela Escarlata, 1935, de Harold Young—, parece americana por sus medios y su perfecto «acabado» estético. Zoltan Korda ha dirigido bien tanto las escenas íntimas como las de masas, y no ha dejado de recordarnos en algunas —el baile, todas las nocturnas, todas aquellas en que aparece June Duprez con John Clements o con Ralph Richardson— su origen centroeuropeo, pues llegan a hacer pensar en Max Ophuls.


En Nuevo Fotogramas (7 de septiembre de 1973)

viernes, 1 de noviembre de 2024

El Proyecto Tati

Como todos los grandes cómicos —salvo Woody Allen—, Jacques Tati no ha sido nunca muy locuaz, ni demasiado explícito acerca de sus intenciones, que sin duda resumiría en el objetivo más simple y tradicional que cabe: hacer reír.

Puede parecer temerario, por tanto, atribuirle al autor de Mi tío un programa a largo plazo, una meta que vaya más allá de aquel propósito natural y modesto. Sin embargo, cuando un cineasta trabaja tan de tarde en tarde como Tati, es inevitable suponer que durante los largos períodos de forzosa inactividad que separan entre sí cada una de sus películas no habrá dejado de pensar en lo que quisiera hacer y no puede, ni en cómo realizarlo cuando se le presente una ocasión; es más, cabe imaginar que se ocupará de planear cuidadosamente la jugada, a sabiendas de que puede ser la última. Por otra parte, no es el suyo un humor espontáneo, ni nada en su cine parece improvisado: sus películas, ricas o pobres, se caracterizan por un grado de elaboración y precisión que corrobora la hipótesis de que cuanto en ellas sucede es premeditado, de que nada ha sido dejado al azar.

Entre 1947, año en que comenzó el rodaje de Jour de fête (Día de fiesta), hasta 1974, fecha de la que todavía es su última obra, Parade (Zafarrancho en el circo), Tati ha logrado escribir, dirigir e interpretar solamente seis largometrajes. Tanto tiempo ha transcurrido casi siempre entre cada uno de ellos que se ha visto obligado a quemar etapas, a resumir años de experiencia y reflexión acerca del cine y la comicidad, en una evolución mucho menos gradual y paulatina, más brusca y desconcertante de lo que una carrera más continuada le hubiera permitido. Cada una de esas seis películas supone un salto, más que un paso, hacia la consecución del objetivo al que, creo yo, aspira —más o menos conscientemente— desde que empezó a hacer cine. Esta meta tiene su origen en la nostalgia del contacto directo, inmediato, con el público: como casi todos los grandes cómicos cinematográficos, Tati procede del vaudeville, del music-hall, del café-teatro, del circo; en este terreno aprendió el arte fundamental del timing, consistente en alcanzar y mantener o modificar el tono y el ritmo de su actuación de acuerdo con las reacciones del público presente cada velada en la sala. La decadencia de este tipo de espectáculos le empujó a consagrarse al cine, lo que le permitió ensanchar y ampliar su público, pero le privó, al mismo tiempo, de su presencia y de la guía que suponen las más o menos ruidosas manifestaciones de los espectadores.

Durante el rodaje de una película no hay más público que el equipo de filmación, cómplice o indiferente, pero poco numeroso y variado. En el montaje son pocos los que osan emitir un juicio. Como en Europa no se hacen previews o proyecciones de prueba, una vez que la película se estrena en las salas comerciales es demasiado tarde para rectificar o dar marcha atrás, y cuando se intenta, bajo presión de distribuidores, exhibidores y productores, generalmente se consigue tan sólo deteriorar el resultado. Por otro lado, debe de ser muy distinto sentirse criticado o estimulado por los espectadores mientras se actúa, y notar cómo se establece entre ellos y el artista una corriente de comunicación, que asistir al estreno de una película y observar cómo el público se aburre o se divierte contemplando esa misma actuación grabada en celuloide y proyectada sobre la pantalla.

Por eso pienso que lodos los esfuerzos de Tati se han concentrado en la tarea de abolir la barrera entre el actor y su público que supone la pantalla. A ello ha dedicado su trabajo como director, desde el inicio de su carrera hasta su última obra, la que a mi entender más se acerca al logro de su objetivo.

Una vez fijada la meta, Tati no podía sino avanzar hacia ella, por desgracia a un ritmo más lento del que, sin duda, hubiera deseado, pero valiéndose de cuantos medios ponía a su alcance su triple condición de guionista, director y actor.

EL PERSONAJE

Los actores cómicos, sean o no, además, sus propios directores, pueden dividirse en dos especies fundamentales: los «camaleones» —que, al modo de Alec Guinness, Peter Sellers, Vittorio Gassman, Alberto Sordi, José Isbert y otros muchos, prestan su rostro a una variedad de personajes muy considerable, a menudo recurriendo a caracterizaciones y maquillajes diferentes, hasta dentro de una misma película— y los «originales» —que, cambiando o no de nombre, dan vida siempre al mismo personaje, como los Marx, Harry Langdon, Larry Semon, Ben Turpin, Charley Chase, Laurel & Hardy, Buster Keaton, Chaplin hasta 1936, Jerry Lewis, Harold Lloyd, Pierre Étaix o Max Linder—; los primeros tienden a la comedia, o la bordean, mientras que son los segundos los que hacen un cine propiamente cómico, con la salvedad —nuevamente— de Allen.

La herramienta principal de un cómico es su cuerpo; o, más concretamente, su rostro. Su forma de distinguirse de los demás consiste, pues, en aprovechar lo que le pertenece en exclusiva; por ello, crea a partir de sí mismo un personaje, que unas veces permanece inalterable al paso del tiempo, hasta que la edad y la pérdida de condiciones físicas obliga a abandonarlo, y otras se va transformando y evolucionando de acuerdo con los cambios de la personalidad del artista, de la sociedad en la que vive o de los gustos del público al que, en primer término, se dirige. Por otra parte, es raro el cómico que subraya su localismo, y que no aspira, en mayor o menor medida, a la universalidad, lo que explica que los rasgos definitorios de su personaje sean bastante sumarios y esquemáticos. Pocos lo han sido tanto, sin embargo, como el de Tati, el célebre —pero fantasmal— «Monsieur Hulot», probablemente el más enigmático que ha surcado una serie de películas, y el más «excéntrico» a la trama narrativa de las obras que supuestamente protagoniza de toda la historia del cine, cómico o dramático. Hulot nace, ciertamente, con el cartero de Jour de fête; en poco se diferencia de él su sucesor, el veraneante así llamado de Les vacances de Monsieur Hulot (Las vacaciones del señor Hulot, 1953), que le dio popularidad, o el ocioso bohemio así apellidado, pero de nombre propio nunca mencionado, de Mon oncle (Mi tío, 1958). ¿Por qué? En gran parte, porque no habla nunca, si exceptuamos algún que otro monosílabo y varias palabras sueltas, masculladas entre dientes que sujetan una pipa más que pronunciadas, generalmente inaudibles o ininteligibles, siempre irrelevantes y nada reveladoras; Hulot es uno de los seres más silenciosos de todo el cine sonoro, posiblemente el que menos se ha expresado. Nada sabemos de él: ni su nombre de pila, ni su edad, ni su profesión (o está de vacaciones, o en paro, no es seguro que involuntario; a lo sumo parece buscar, vagamente, pasivamente, sin prisa y con todas las pausas imaginables, algún empleo; ni siquiera rechaza los puestos que, por insistencia de algún pariente, le ofrecen sin el menor entusiasmo, y para los que suele revelarse tan carente de vocación como de aptitudes). De sus gustos —salvo fumar en pipa y dar largos paseos sin rumbo— o de sus opiniones —políticas o de otro tipo— lo ignoramos todo, pese a que algunos críticos trataran de hacer de él un mudo estandarte del pasado, el conservadurismo y los barrios populares parisinos, sin duda a causa de la insistente y pegadiza musiquilla de Mi tío y de la ironía con que Tati observa la progresiva mecanización y automatización del mundo, más ineficiente que ominosa, más risible que angustiante. Si Chaplin, Lewis o Allen no pudieron nunca dejar pasar una ocasión de manifestar sus ideas, Tati parece haber rehuido siempre la expresión directa y explícita, en particular por medio de su personaje, que es cualquier cosa menos su portavoz.

Pese a tratarse de un individuo singularmente enigmático —aunque sin misterio— y sorprendentemente pasivo, Hulot provocaba muchos «gags» de Día de fiesta, Las vacaciones... y Mi tío. Casi nunca, hay que reconocerlo, intencionadamente, sino por distracción, torpeza o descuido. A partir de Play Time (Playtime, 1967), sin embargo, comienza un proceso de eliminación del personaje de Hulot al que no encuentro precedente, puesto que nada tiene que ver ni con la desaparición pura y simple de Charlot el vagabundo en la obra de Chaplin posterior a Modern Times (Tiempos modernos, 1936), ni tampoco con el desdoblamiento de los personajes interpretados por Jerry Lewis. Si Hulot era, en principio, un ser muy «tipificado» —al que cabía atribuir un carácter bonachón o apacible, y al que se podía acusar, en Mi tío, de pintoresquismo—, que aparecía constantemente en la pantalla y que solía realizar o provocar todos los actos cómicos de la película, de Jour de fête a Mon oncle su personaje se había ido esquematizando y pasivizando progresivamente; en Play Time se le ve sólo de vez en cuando, totalmente deshumanizado ya, y convertido en un elemento estructural más que como protagonista o conductor de la narración: hasta tal punto no es ya precisa su presencia física para que ocurra algo divertido que casi ninguno de los momentos de comicidad de la película puede considerarse obra suya: varios «gags» suceden, de hecho, antes de que aparezca por vez primera —a los doce minutos de empezar el relato—; por si fuera poco, tres comparsas (un americano, un barbudo y un negro) son confundidos con Hulot por otros personajes secundarios. Los motivos que da Tati para esta decisión, ya antigua en él, son de orden histórico, y nacen de una reflexión sobre el cine cómico; si este tipo de construcción descentrada triunfa, decía, «será muy difícil reírse de un personaje durante hora y media». En Trafic (Tráfico, 1971) sucedía lo mismo, tal vez en mayor medida; en Parade Hulot ha desaparecido por completo: sólo queda Tati, representando varios papeles anunciados como tales por él mismo en la pista de un circo (imitaciones estilizadas, pantomimas irrealistas); no realiza más que algunos de los «gags» de la película, pues comparte con otros cómicos —y con el público de la función— el escenario y la pantalla.

EL ESPACIO

Esta idea de compartir con otros la pantalla nos lleva a un segundo factor esencial del cine de Tati: su empleo del espacio. Si todas las películas de este cineasta pueden calificarse de «corales», a partir de Play Time tiene lugar un salto cualitativo: las profundas relaciones de un «gag» con otro, el desarrollo simultáneo de varios de ellos en un mismo plano, a cargo de diversos actores y a diferentes distancias, conducen a una complejidad, una profusión y una riqueza que resulta óptica y mentalmente imposible captarlos todos en una sola visión. De ahí el desafío que este film supuso para el público, cuya cooperación activa es absolutamente necesaria para que Play Time pueda ser plenamente comprendida y disfrutada; cada espectador tiene la oportunidad de participar en los «gags» —sobre todo en la secuencia del Royal Garden, que duraba casi una hora en el montaje realizado por Tati antes de que los exhibidores franceses le obligasen a abreviar la película—, aunque ello le exija un esfuerzo: «si no se observa lo que ocurre —advierte Tati—, se aburre uno, claro. Si se pasa uno todo el rato esperando lo que no está en el film, se pierde lo que hay».

La meta de conseguir la participación de todos los actores y del público, la nueva función del personaje y la construcción del guión de Play Time llevaban consigo un parti pris formal de enorme trascendencia: el uso exclusivo de grandes y amplios planos generales, en los que se desarrollan multitud de «gags» y movimientos por parte de decenas de comparsas. Ya desde Las vacaciones del señor Hulot Tati rechazaba el primer plano, pero nunca hasta Play Time lo había hecho de modo tan funcional, deliberado y sistemático; con menos medios —no pudo contar con película de 70 mm—, seguiría avanzando en esta dirección en Tráfico, consiguiendo nuevamente sacar el máximo partido de la nitidez y profundidad de la imagen. En Parade, en cambio, por estar rodada en videotape y a 25 fotogramas por segundo, y ampliada de 16 mm a 35 para ser proyectada en cines a 24 fotogramas por segundo de velocidad, con la consiguiente pérdida de profundidad y nitidez, y pese a no recurrir al primer plano, Tati ha tenido que sustituir los grandes planos generales por planos de 3/4 o ajustados al cuerpo entero, y que emplear algunos leves zooms de acercamiento a distanciación, en lugar de mantener la cámara inmóvil o desplazarla imperceptiblemente en suaves travellings. Son causas técnicas —de origen estrictamente económico, por lo demás— las que explican el aparente retroceso, en este terreno, que supone Parade, así como la menor complejidad, densidad y duración de cada plano.

Pero, además de un tamaño y unos límites, cada plano tiene un contenido, una trama y un movimiento a través de los cuales el director tiene la posibilidad —si no el deber— de guiarnos, más o menos sutilmente, gracias al uso que haga del decorado, del color (o la iluminación, si se trata de un film en blanco y negro) y del sonido. En este sentido, las películas en color de Tati —todas a partir de Mi tío— son un auténtico prodigio, muy especialmente Play Time, sin duda su obra cumbre; en Parade, que representa por ahora —y esperemos que no definitivamente— la culminación de su trayectoria artística, tal como yo la veo, al estar «dado» el decorado —un circo—, el color no sirve para conducir la mirada del espectador dentro del plano, a pesar de lo cual, y de alternar la oligocromía —casi monocromía— con la más exuberante policromía, aprovecha esta última para subrayar la similitud de aspecto (vestuario, tonalidad, peinados) de los payasos y del grueso del público (sueco) que asiste al espectáculo, y sigue utilizando la música y los ruidos (estilizados) como apoyo de ciertos «gags», e incluso como base de los mismos (véase el del «globo musical», por ejemplo).

EL TIEMPO

El empleo del otro elemento fundamental del cine viene determinado, más que por la longitud o el metraje de las películas, por su ritmo, y éste depende, a su vez, de la estructura narrativa. Siempre tenue y resumible en pocas frases, pero cada vez más complejo, el argumento, la trama, el relato desaparece por completo en Parade, que es, como su título original indica, un desfile de números autónomos e independientes, en cuya sucesión se incluye el entreacto de la función circense. Este despojamiento total ha permitido a Tati desterrar todos los detalles satírico-moralizantes acerca del mundo moderno, detectables aún, marginalmente, en las dos películas precedentes y muy evidente en Mi tío. Es en Parade, pues, y no en Play Time, donde todo el tiempo queda libre para el juego, el recreo, el tráfico, la vacación y la fiesta de los espectadores.

LA FIESTA

En Parade, por primera vez, Tati explícita las raíces de su comicidad: a) el music-hall (no a otro género responden los números de ese circo); b) la participación del espectador (al volver a tenerlo enfrente, y contar con él); c) un admirable sentido del ritmo, adaptado sobre la marcha a la capacidad de respuesta del público; d) los efectos de trompe-l’oeil (un espectador que, al pringarse de helado los labios, parece un payaso; otro que se sienta en los restos de un globo; etc.); e) la observación directa de gestos, actitudes, «tics» y posturas; f) la estilización —muy ligeramente caricaturizada, con el mínimo de elementos— de las conductas observadas en la realidad. Todos estos factores, la sustancia oculta de la que se nutría Play Time, aparecen desnudos y proclamados en Parade.

Esto era necesario para entregar al espectador las llaves, las claves del recinto cómico. Si Play Time o Trafic, al permitir la intervención de todos los actores y requerir la del público, aspiraban a borrar la distinción entre elementos activos (intérpretes) y pasivos (espectadores) del espectáculo, Parade destruye por completo la función de tabique que suele desempeñar la pantalla, y la convierte, a lo sumo, en un escaparate, una vitrina transparente; o, mejor todavía, en un espejo: los asistentes a la sesión de circo se convierten en actores, no sólo del film, sino de la misma representación circense; cuando sale un mago o escena, todos los payasos que le rodean resultan ser también prestidigitadores, y entre el público surge alguno más: todos son «magos».

Estas personas que asisten al espectáculo se divierten por su cuenta, entran en el juego —vuelven la cabeza de un lado a otro, mientras Tati juega al tenis, sin pelota ni raqueta ni adversario; se balancean al son de una canción tirolesa; baten palmas, imitan a los payasos, compiten en habilidad con los «artistas» o sabotean sus números, como la niña que hace estallar el «globo musical» con su cerbatana, salen a la pista, etc.—. De ahí que el «descanso» o «intermedio» de la función quede —como es lógico— incorporado al film: los espectadores siguen viviendo su vida, Tati actúa entre bastidores para sus colegas. Al final, mientras el recinto se vacía por completo, el público —dos niñas— sustituye a los artistas y ocupa el escenario, mientras los payasos se retiran a descansar, después de haber disfrutado actuando: la función continúa. Así, Tati ha logrado con Parade acercarse más que nunca a hacer realidad el sueño que confesaba en 1967 —«todo el mundo participa en el 'gag'»—, al hacer que el público también lo haga. A propósito de Play Time, un espectador llenó de alegría a Tati al decirle que, al cabo de un rato, él mismo sentía ganas de entrar en el Royal Garden. Con Parade, Tati casi hizo posible que cualquier espectador que compartiese tal deseo pudiese satisfacerlo. Esperemos que alguna vez consiga los fondos y la libertad que precisa para que nos dé la oportunidad de participar en la fiesta totalmente.

En “Homenaje a Jacques Tati”, edición de José Miguel Ganga. Alcalá de Henares : Ayuntamiento : 11 Festival de Cine, octubre de 1981.

miércoles, 30 de octubre de 2024

High Green Wall (Nicholas Ray, 1954)

Sin duda la menos conocida de todas las películas de Nicholas Ray, tras su otra incursión televisiva, que ni siquiera se conserva. Se trata, para colmo, de un film realmente muy breve, y ya se sabe que los cortometrajes son considerados como de poca importancia por los que ponen el acento en la cantidad, sea de lo que sea (estrellas, dólares, minutos, efectos). Es, para colmo, además de una obra menor, un film en blanco y negro, de aspecto más bien pobretón y forzosamente austero.

Cuenta con ejemplar concisión y elocuente sequedad, sin forzar el ritmo, un admirable relato corto de Evelyn Waugh —The Man Who Loved Dickens—, quizá el mejor del escritor inglés, que aborda con inquietante perspicacia la paradoja de un ser tan brutal como ignorante, y por tanto egoísta y cruel, que sin embargo adora a Dickens y quiere que le lean o cuenten historias con la misma avidez y confianza en el relato que los niños.

Es una historia digna de Borges o de Conrad —ejemplarmente adaptada por A.I. Bezzerides, uno de los guionistas de más talento que resultaron damnificados por las listas negras del senador McCarthy—, tan adecuada al formato que hay que agradecer que la existencia de la televisión permitiese a Ray plantearse su traspaso a la pantalla, aunque fuera pequeña, ya que en cualquier otro formato hubiera sido impensable, y que hay que procurar no desvelar en lo más mínimo, porque su argumento es tan insólito, obsesivo y desesperante como algunas pesadillas, como el cuento de la buena pipa con que nos sacaban de quicio, de pequeños, algunos adultos o como el atosigante episodio del horrible viejo del mar que apresó con sus piernas al ingenuo Simbad el marino cuando éste, compasivo, accedió a cargar con él.

Además de revelar en el intérprete wellesiano por excelencia, Joseph Cotten, y en el obseso secundario Thomas Gómez dos imprevistos actores adecuados al cine de Ray, la desnudez —muy clásica, modesta y funcional esta vez— y el grado de abstracción de su planteamiento hacen de High Green Wall un curioso precedente antitético de la obra límite de Ray, Bitter Victory y de algunas escenas del Apocalypse Now coppoliano.

En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999)

lunes, 28 de octubre de 2024

Une belle fille comme moi (François Truffaut, 1972)

Hasta Deux Anglaises et le Continent (1971), todas las películas de Truffaut han tenido un cierto aire de familia, a pesar de lo diferentes que pueden parecer, sobre todo a primera vista, Los 400 golpes, Jules et Jim y La novia vestía de negro, por ejemplo. Sin embargo, y sin tener en cuenta constantes temáticas y estilísticas evidentes, existía un vínculo entre todas ellas. Esta característica común, que además servía para hacer admisible la intensa fragilidad de todas las películas de Truffaut era su particular visión poética, cercana en más de un aspecto a la de Jacques Becker o a la de los films más conmovedores de Jean Renoir (Partie de campagne, 1936). En vista de ello, lo primero que sorprende en Una chica tan decente como yo es el tono agrio, áspero, pretendidamente desenfadado, grosero incluso, y en ocasiones sórdido, de los diálogos (al menos en su V.O.), de las situaciones y de la fotografía en color de Pierre-William Glenn (sin duda el peor trabajo visual de una película de Truffaut, que nos tiene acostumbrados a grandes fotógrafos como Decae, Coutard y Almendros). Se trata de un film más sombrío, más crispado (véase la dirección de actores) y más caricaturesco que ninguno de los anteriormente dirigidos por François Truffaut. Lo único familiar es la presencia de Bernadette Lafont; sin embargo, nos equivocaríamos si pensásemos en un retorno a los orígenes (Les Mistons, 1958), pues su intervención nos hace sumergirnos en el ambiente amargado de la fallida L'Amour c'est gai, l’amour c'est triste de Jean Daniel Pollet. Porque realmente no hay nada en este film —ni siquiera homenajes a Hitchcock, Renoir o Rossellini— que tenga nada que ver con lo que hasta ahora había sido el cine de Truffaut. Ni siquiera con La novia vestía de negro (1967), otro film de sketches camuflado, cuyo carácter grotesco permanecía latente gracias a la creciente y poética melancolía que lo invadía (sobre todo en el episodio del pintor Charles Denner), pues en Una chica tan decente como yo el mundo más o menos idealizado de Truffaut se ha esfumado, dejando paso a la fealdad y a la sordidez de las comedias de boulevard y los entreactos cómicos de cabaret, a la chirriante suciedad de la Porte St. Denis (lo que nos lleva, de nuevo, a Pollet: recuérdese su sketch de Paris vu par...). Tampoco se trata de un «film de autor» malogrado, con posibilidades no explotadas o corrompidas, como ocurría con otro film sorprendente y bastante parecido a éste, el lamentable Dr. Popaul (aquí Doctor Casanova, 1972) de Claude Chabrol; se trata, pura y simplemente, de una obra profundamente impersonal, dirigida con desgana —cuando menos—, y que sirve solamente para revelarnos una faceta poco conocida y menos agradable aún de Truffaut: un cierto cinismo que sólo levemente la excesiva, autocomplaciente y deliberada astucia de Domicile conjugal (1970) permitía sospechar. De hecho, creo que si este film se proyectase sin títulos de crédito, sería más fácil que se atribuyese su dirección a Gérard Oury o Jean Girault que a Truffaut: tal es su vulgaridad, su falta de emoción, su alejamiento del autobiografismo traspuesto o metafórico, lo inesperado que resulta tras una obra maestra como Las dos inglesas y el amor. Tal vez la única explicación de este film sea la misma que tiene la existencia de Dr. Popaul. Tanto Chabrol como Truffaut hicieron en 1971 un film ambicioso (La década prodigiosa, Dos inglesas) que fracasó comercialmente, y en vista de eso, antes de reanudar su carrera con films personales que ahora se pueden esperar con cierta inquietud, (Les Noces rouges, La Nuit américaine), hicieron un alto en el camino para recaudar fondos, rodando en poco tiempo y con muy poco cuidado un film cuyo objetivo era el éxito en la taquilla. Lo que resulta deplorable es que tanto Chabrol como Truffaut se hayan rebajado hasta niveles que implican un desprecio al público que ambos, primero como críticos y luego como directores, siempre habían combatido.

En Nuevo Fotogramas (7 de septiembre de 1973)

viernes, 25 de octubre de 2024

Actualidad de Nicholas Ray

Se ha cumplido hace poco —el 16 de junio— el vigésimo aniversario de la muerte de Nicholas Ray, que llevaba ya entonces casi dieciséis más fluctuando en la región maldita que separa a los vivos de los muertos y en la que yerran los espectros. Llegaban de tarde en tarde noticias contradictorias acerca de sus eternamente cambiantes proyectos, fantásticamente ambiciosos, fragmentaria y pobremente realizados, e inconclusos siempre, en el mejor de los casos. Su despedida del cine industrial había sido ambigua y sumamente frustrante: sin ser una mala película, y hasta con escenas sublimes, 55 días en Pekín distaba de ser plenamente satisfactoria, y los rumores acerca de su filmación turbulenta y kafkiana sembraban todo tipo de dudas acerca de quién sería realmente el responsable, si no de la concepción —indiscutible—, sí, al menos, de la ejecución de esos jirones de belleza y lucidez.

Hace mucho, pues, que no puede decirse que Ray esté entre nosotros. Ni siquiera su último adiós, de la mano y a través de la cámara de Wim Wenders, en la fascinante, desgarradora, discutible, desagradablemente sospechosa y en última instancia patética Lightning over Water o Nick's Movie (Relámpago sobre agua, 1979) consiguió reavivar el interés de los que se habían olvidado de él ni despertar el de los más jóvenes, que habían reducido a Ray a una figura mítica y crepuscular: el autor de la excéntrica Johnny Guitar y de la legendaria pero incomprendida (y datada) Rebelde sin causa, el personaje agonizante de Wenders.

Sin embargo, no creo que pase un solo día sin que piense en sus películas. Dijo Godard en una ocasión que todo escrito sobre cine debía mencionar a Griffith. Yo añadiría que también a Rossellini, a Ray y al propio Godard, porque entre esos cuatro cineastas resumen las etapas de una cierta aventura secreta e interior que recorre el cine, y que podría resumirse, esquemática, en la búsqueda, si no estrictamente de la verdad, sí de una veracidad de la mirada, que, para serlo, había de ser forzosamente directa. Son, si se quiere, cuatro etapas —dos de ellas simultáneas, paralelas y complementarias, a sendos lados del Atlántico— de la evolución del realismo cinematográfico, el paso de un testigo que ha heredado hoy, lo quiera o no, Godard en solitario.

Quiero con esto dar a entender que, desde mi punto de vista, la importancia histórica y vital de Nicholas Ray es decisiva, y que su posición de vanguardia dentro del cine americano, alcanzada ya por el año 1947 y mantenida hasta 1960, sigue sin ser rebasada por ninguno de sus compatriotas, que, para colmo, ni siquiera parecen sospechar o intuir tal circunstancia. Su contribución a la creación de un lenguaje estrictamente cinematográfico, que nada debe a ningún otro y que sólo el cine hace imaginable sigue vigente, y no en el terreno meramente histórico, como si sus películas pudieran abordarse como piezas de museo o restos arqueológicos —a los que les asemeja su aspecto, a menudo fragmentario o ruinoso—, sino en el mucho más práctico e inmediato de las emociones y el entendimiento que puede proporcionar el descubrimiento, por tardío que sea, o la revisión de sus mejores películas, e incluso de los fragmentos más incandescentes y transparentes de las menos logradas.

Ray, lo mismo que Rossellini por esas mismas fechas, o que ocasionalmente Renoir y Buñuel, como luego Godard, demostró que la perfección no suponía un criterio de valoración incontestable, y que era más importante la noción del límite, de la distancia recorrida, del punto más alto o alejado que se había alcanzado, como si hacer cine fuese una escalada. No se trataba, sin embargo, de batir récords, de ostentar plusmarcas o de conquistar las más altas cotas, entre otras cosas porque en el cine no hay, como en la tierra, un número limitado de cimas de más de 8.000 metros que haya que coronar con ánimo de coleccionista, sino un mundo que va poco a poco dibujándose, que van construyendo en el aire, paulatinamente, los propios cineastas, en capítulos de aproximadamente 90 minutos, en un ascenso que, en teoría, no tiene fin, y que ha de comenzar en las conquistas más adelantadas de los demás cineastas, y entre ellas las que cada uno elija como máxima expresión del sentimiento de los seres humanos, aunque puedan pasar años, incluso decenios, sin que se avance un centímetro en territorio desconocido, por mucho que algunos se esfuercen por lograrlo e incluso puedan perder en el intento, si no la vida —como Jean Eustache—, sí al menos la energía, la ambición o la esperanza.

De vez en cuando, el impulso de un individuo desesperado, o circunstancias históricas — por lo general duras y difíciles— hacen avanzar al cine en diversas direcciones: sus límites pueden empujarse, hacerse retroceder en múltiples direcciones, por puntos muy distantes, e incluso opuestos, del cerco —que no tiene por qué ser una circunferencia— que lo constriñe y encierra. Una de esas figuras era americana, se llamaba David Wark Griffith y logró en unos seis años un avance multidireccional que todo el cine no había conseguido en sus primeros catorce años de existencia, y que muchos cineastas posteriores no han llegado a recorrer. Es cierto que tales adelantados son difíciles de atrapar, y que el grueso del pelotón suele conformarse con seguirles sólo un trecho, instalándose cómodamente en retaguardia, y viviendo de las rentas de los hallazgos del precursor. Por eso, cada acelerón suele ser seguido de un estancamiento, cuando no, algo después, de un retroceso a posiciones más confortables y seguras. Hasta que llega otro, años después, y pega otra carrera en campo descubierto. El segundo americano fue Nicholas Ray, nombre artístico de Raymond Nicholas Kienzle, nacido en un pueblecito perdido de Wisconsin el 7 de agosto de 1911.

Tuvo otras vidas, otras peripecias, antes de llegar al cine. Allí, a partir de 1947, sin proponérselo, descubrió territorios desconocidos y, con la osadía de los ignorantes y de los que no presumen de nada, siguió avanzando en terreno inexplorado, de un modo irregular y asistemático, puramente intuitivo y hasta inconsciente. Es posible que nunca se hubiese percatado de lo que estaba haciendo, de no ser porque en Francia, unos años después, varios jóvenes, futuros directores todavía, se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, algo que suponía una suerte de revolución silenciosa, en el fondo bastante parecido a lo que, desde un par de años antes, y casi en paralelo, estaba haciendo, con idéntica despreocupación y una falta de medios todavía más acusada, un italiano llamado Roberto Rossellini.

Uno y otro carecían de programa. No proclamaron que habían descubierto nada, ni anunciaron que llegarían todavía más arriba. Iban a lo suyo, sin fijarse excesivamente en el terreno que pisaban, sin saber si era tierra virgen o explorada. Y lo suyo era, más que contar una historia con la cámara, servirse de ese extraño instrumento de precisión y ampliación para escrutar el rostro de unos intérpretes — profesionales o aficionados, noveles o veteranos, tanto daba— y descubrir lo que sucedía en su interior, y con las imágenes así capturadas al vuelo, expresar sus sentimientos, sus inquietudes, sus dudas, sus temores acerca del mundo cambiante y recién transformado por la guerra que les rodeaba.

Trataban de ver y comprender, de conocer la realidad a través del cine, y estaban dispuestos a compartir esa visión personal, sin darla por buena ni mucho menos por la única válida, es decir, sin tratar de imponerla, con todos aquellos que quisieran ver las películas que hacían. Rossellini aspiraba, en cierta medida, a ser imparcial. Ray, por el contrario, era incapaz de no tomar partido apasionadamente a favor de algunos de sus personajes, quizá porque solían ser más jóvenes y desvalidos, y estaban, por eso mismo, más desorientados y más solos, mientras que los del italiano, más maduros, tenían más asideros y se tomaban las cosas con más calma o menos a pecho, eran menos vulnerables y estaban menos necesitados de cariño que de comprensión.

Rossellini era, en el fondo, mucho más poderoso. Y si revelaba a veces aspectos de su biografía, lo hacía en tercera persona, desde fuera, por medio de personajes interpuestos y sin aislarles nunca de su entorno social. Ray, en cambio, era más propenso a la ficción, trabajaba dentro de los géneros, jugaba más evidente y deslumbrantemente con los elementos plásticos del lenguaje cinematográfico, pero hablaba de sí mismo más directamente; sin llegar a emplear la primera persona del singular, su cine era profundamente subjetivo, y compartía la inmadurez y la inseguridad de sus personajes más queridos, por los que mostraba una singular ternura.

Los dos, cada uno a su modo, a partir de diferentes grados, intervención en la escritura y de preparación, improvisaban sobre la marcha, más que nada porque dudaban, no se decidían hasta el último momento y desconfiaban, por principio, de las fórmulas hechas y experimentadas, de eficacia probada, que empleaban sin reparo alguno la mayor parte de sus contemporáneos. No creían que el cine fuese un negocio, una industria, un espectáculo, sino más bien un instrumento que servía para ver mejor — aumentado, a otra velocidad, con más atención— los fenómenos, y que su manejo implicaba un trabajo artesanal, casi manual, y era un asunto privado, tan íntimo como llevar un diario privado o escribir poesías, e igual de personal y experimental que tomar notas a partir de la observación de un fenómeno, fuese natural o provocado.

Por eso, casi por casualidad, cada uno a partir de sus bases respectivas, los dos recorrieron en muy poco tiempo un camino muy largo, desviándose de las trayectorias que les habían fijado, desde fuera, algunos de los que desde el primer momento reconocieron la originalidad de sus planteamientos. Como una cosa lleva a otra, y cada cambio de perspectiva permite vislumbrar nuevos aspectos de lo ya visto, los dos siguieron avanzando, alejándose cada vez más, aunque no siempre en el mismo sentido ni con la misma velocidad, de sus puntos de partida e incluso de los primeros puntos a los que se habían desplazado.

Hacia 1962 tanto uno como otro se encontraban en una encrucijada. Su primer impulso parecía agotado. Sus relaciones con la industria se habían roto definitivamente, y existía entre ellos y los productores una brecha insuperable. Una nueva generación había tomado el relevo de sus pesquisas, y buscaba por su cuenta. También a partir de entonces su evolución fue distinta. Uno rodó mucho, pero casi siempre para la televisión; el otro apenas rodó nada, en condiciones casi underground, y sin llegar a terminar lo que empezaba. La parte central de sus carreras duró unos 15 años y unas 10 películas ejemplarmente imperfectas, pero de largo alcance e incalculables consecuencias, que todavía constituyen un reto y un estímulo, más que un modelo a seguir —entre otras cosas, porque eran intransferiblemente personales, y producto, en parte, de unas circunstancias excepcionales—, para todos aquellos para los que el cine está por definir y por hacer, por mucho que haya cumplido sus primeros cien años y por grandes que hayan sido sus logros en ese tiempo.

Más allá de la belleza de las imágenes que lograron impresionar, por grande y deslumbrante que sea en ocasiones, más allá de los personajes conmovedores, cotidianos o legendarios, que crearon, más allá de los actores y actrices que descubrieron o reinventaron, más allá de las historias que, fragmentaria o elípticamente, nos contaron, ambos defendieron una actitud moral por parte del cineasta, sin duda alguna responsable tanto de lo que muestra como de lo que oculta u omite, y lo mismo frente a sus personajes que frente a los hipotéticos y desconocidos espectadores a los que ofrecían los hallazgos de sus expediciones.

En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999).

miércoles, 23 de octubre de 2024

Cerdo romano

Maculatum era, sí, un cerdo. Pero era, él bien lo sabía, un cerdo romano. Y estaba or­gulloso de serlo. Intuía vagamente, por los rumores que circulaban, susurrados, en la piara, que su vida de holganza, de ordenada y variopinta alimentación no sería larga, pero no tenía una noción precisa del tiempo, ni de lo que se entendía por longi­tud al respecto. Había días que se le antoja­ban vacíos o monótonos, y la espera de la siguiente comida o de la siesta nocturna se le hacía larga, y otros la puesta del sol lle­gaba sin darse cuenta. Pero la fama y el prestigio del Imperio de Octavio César Au­gusto también habían llegado a insinuarse en sus orejas puntiagudas, medio dobladas e inclinadas a colgar, y los sentía como pro­pios.

No sabía en realidad qué era un Imperio ni dónde estaba Roma. Su memoria, escasa y de muy corto alcance, le hacía suponer que hasta podría no haber estado nunca en Roma, aunque veía a veces carros y caba­llos que cruzaban, y pensaba siempre que allí se dirigían; tal vez estuviera la pocilga en las afueras de la capital, o en uno de los muchos caminos que a ella llevaban. El caso es que se sentía romano. Y pensaba, o al­guien le había infundido esa creencia, que era mejor ser un cerdo romano que de cualquier otro lugar, cuyo nombre ignoraba y cuyo número desconocía. No es que tuviese un elevado concepto de sí mismo. Carecía incluso de sentimiento de identidad, o se confundía con la relación tribal que le unía al resto de la piara. Suponía que no era, in­dividualmente considerado, un cerdo ex­traordinario o insigne. Sabía que no descendía de los líderes de la pocilga, que tenían por rasgos distintivos una actitud distante, alternativamente altiva, incluso despectiva, a veces, melancólica otras, y un cierto aire vagamente aristocrático, y eran poco ruidosos.

Pero le habían contado o había deducido que era un cerdo romano, y eso le hacía un cochino ilustre, un marrano de selección, un chancho privilegiado. No por mérito propio, de individuo animal, sino genérico, al al­cance de todos y cada uno de los integrantes del censo porcino de la plaza, y rubricado por esa grata sensación de puerco de pri­mera que él mismo, inexplicablemente, sen­tía, y que le engordaba de pura satisfacción. Pensaba que sus eructos y berridos eran inteligentes, casi musicales, admirables para todo lechón no romano, no imperial, ajeno a su entorno. No era una sensación exclusiva de su camada, aunque otras al parecer la experimentaban menos intensamente. Intuía que quizá nada habría hecho él para acre­centar el renombre y el poderío de Roma, pero se creía partícipe, al mismo título, si no en el mismo grado, que el propio emperador. Sentíase acreedor del respeto y la admira­ción envidiosa de los otros cerdos, los naci­dos y criados lejos de la cuenca del Tíber, ese brazo de agua cuya longitud no concebía, pero que era al parecer considerable. Le ha­bían asegurado que era mayor la del Po, pero ese río parece ser que no baña las ribe­ras romanas.

Como cerdo romano, se sentía llamado a hacer grandes cosas, aunque no acertara a imaginar cuáles, ni cómo podría acometer­las, menos aún cómo medir su grandeza y cotejarla con la de otras empresas, humanas o porcinas, daba lo mismo, ya que no se había planteado la diferencia que podría existir, fuera de rasgos muy superficiales y aparentes.

Había sabido que no todos los súbditos -curiosa palabra- de Roma eran dignos de in­tegrarse entre sus ciudadanos, ni siquiera todos los que moraban entre sus muros (es decir, entendía Maculatum, en la gran pocilga romana), y que Roma tenía enemigos que también serían enemigos suyos una vez que alguien tuviese a bien señalárselos.

Era un cerdo feliz, pues era un cerdo ro­mano, lo más noble que puede conocerse entre la especie porcina de los mamíferos.

En El Alción, nº extraordinario (2015)

lunes, 21 de octubre de 2024

Schindler’s List (Steven Spielberg, 1993)

No le negaré a La lista de Schindler ciertas virtudes, las mínimas que pueden exigirse de una película que ha suscitado tantos comentarios y ha cosechado premios y recaudaciones extraordinarias. Sin embargo, me parecen más interesantes los problemas que plantea como película que su manera de enfocar las cuestiones históricas que aborda. Hay en este último aspecto ciertos puntos moralmente discutibles que me parecen de importancia desde el punto de vista de la ética cinematográfica, ángulo que hoy, sospecho, ha de resultar exótico para la mayor parte de los espectadores, de los críticos y, según toda providencia, de los propios cineastas.

Para empezar, me parece extraño que Steven Spielberg descubra y asuma finalmente su origen judío a los 45 años, y más aún que eso le lleve a hacer un film de tres horas largas, en blanco y negro y centrado en un alemán nacionalsocialista más por conveniencia que por convicción, pero que no es un santo, sino un sinvergüenza, un estraperlista, un explotador laboral, un oportunista, un falsario y un defraudador, por mucho que Spielberg y Liam Neeson nos lo presenten como un cruce de Papá Noel y Robín de los Bosques, algo así como la Pimpinela Escarlata del III Reich. Quizá para contrapesar este desequilibrio, Spielberg crea un maniqueo: un nazi caricaturesco, fanático y frío, sádico e insensible, dementoide y caprichoso, sensiblero e irresponsable, tan satánico y poderoso que —como permitía intuir una vieja regla empírica del cine enunciada hace mucho tiempo por Hitchcock, y que dudo que Spielberg ignore— acaba por resultar más interesante que su antagonista... con el agravante de que nada en la película impide que sus afines y epígonos ideológicos lo encuentren fascinante y sigan su ejemplo. Los judíos, en cambio, pese a la meritoria labor del discreto Ben Kingsley —mucho menos magnético que Neeson o Ralph Fiennes—, se ven reducidos —como por los nazis, curiosamente— a un rebaño anónimo de víctimas pasivas e impotentes.

Pero Spielberg, acostumbrado a ser desde muy joven el Rey Midas del nuevo Hollywood, busca el éxito desesperadamente, y sabe que la clave está en dar gusto a todos. Su obsesión equilibrista le lleva a situar el grueso de la historia (en blanco y negro) entre los paréntesis de un prólogo y un epílogo en color que, además de beatificar a Schindler y conectar con el presente, son una especie de panfleto sionista.

La manipulación del color puede dar alguna pista adicional acerca de la verdadera actitud de Spielberg. ¿Por qué acrecentar el pretendido riesgo comercial que entrañaba —¿por qué?, los antecedentes apuntan lo contrario— el tema, ya agravado por la larga duración —innecesaria, pues cabía contar todo en una hora menos—, con el recurso a la monocromía? Sin duda, porque el blanco y negro confiere "autenticidad documental" a las imágenes de ese período, además de permitir cierta distanciación, difuminar los contornos y abaratar la reconstrucción de época. Este aire "documental" es mera apariencia, ya que no sólo no existen filmaciones del Holocausto —como documenta y arguye Claude Lanzmann para justificar su método en la admirable Shoah (1985)—, sino que ningún reportaje tiene esa iluminación ni esa tonalidad de blanco y negro, ni podría haberse filmado con esa proximidad a los actores y esa movilidad; el uso de la cámara para dar "masaje" a los espectadores y magnificar los números interpretativos de los actores, el empleo anacrónico de la steadycam delatan que no era la autenticidad el objetivo de Spielberg; esa sospecha, para la que hay múltiples razones, se ve ratificada por el sensiblero, efectista y demagógico empleo excepcional del color que se hace para individualizar gratuitamente en dos escenas separadas el abrigo de una niña e introducir de contrabando unas gotas gruesas de patetismo artificial y vacío (ya que esa niña no existe ni en la película: no es un personaje, sino tan sólo una llamativa mancha de color rojo). Por lo menos a ese judío no lo matan los nazis: lo sacrifica Spielberg para que nos dé pena.

Aun olvidando todos los demás "detalles" dudosos, discutibles, sospechosos, inquietantes —tengan su origen en el cálculo o en la inconsciencia, sean astucias o irresponsabilidades—, creo que el cineasta que hace eso —y es un detalle tan elaborado que no puede ser un descuido, ni una tentación casual— es indigno del cine y no merece ningún respeto, por muy hábil que sea, por taquillero que resulte, por muchos Oscares que le den, porque no es más que un chantajista y un manipulador de los buenos sentimientos de los espectadores, de los que se aprovecha descaradamente y sin el menor escrúpulo, aplicando desvergonzadamente la cínica estrategia del mendigo. Los lectores de Serge Daney y Jacques Rivette entenderán que desde La lista de Schindler otorgue a Spielberg tanto crédito como a Gillo Pontecorvo.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.