lunes, 1 de septiembre de 2025

Tropici (Gianni Amico, 1968)

A finales del siglo pasado, Louis Lumiere tomó una cámara y la colocó a la puerta de su fábrica, a la hora de la salida de los obreros. Después la llevó a La Ciotat y la puso en el andén para registrar con toda sencillez y con la máxima pureza posible la llegada del tren a la estación. Comenzaba así el cine, y de ahí nacía la vertiente realista de este arte —que aún no pretendía serlo—, cuyos eslabones principales han sido, a lo largo del tiempo, Griffith, Renoir, Rossellini y Godard. Film rosselliniano como pocos, Trópicos retorna directamente a la simplicidad contemplativa del cine de Lumière. Pero como, entre tanto, Rossellini nos ha enseñado a mirar, el primer film de Gianni Amico (colaborador de Bertolucci en Prima della rivoluzione) adopta la impasibilidad como forma de comunicarnos su punto de vista moral sobre la realidad brasileña.

Tropici es un film didáctico, pero no demostrativo: no olvidemos que Amico fue uno de los firmantes del histórico Manifiesto de Rossellini. Por tanto, la intervención del autor se ve reducida al mínimo necesario: a colocar la cámara en el lugar preciso. Y este emplazamiento, como la estructura, el ritmo o la planificación, vendrá dictado por la realidad filmada, que se impondrá a las ideas preconcebidas de Amico. Abandonando sus impresiones superficiales, sus lecturas de Lévi-Strauss y el guión, Amico se dedicó a improvisar sobre la marcha, y de esta forma la película, aunque producida por la Radio-TV italiana, se convierte en un film brasileño.

Como corresponde a un film informativo y analítico, dirigido más al espectador europeo que al brasileño, y realizado por un extranjero, la posición adoptada por Amico ha sido la de permanecer fuera del drama, a una cierta distancia pudorosa, respetando al máximo la realidad. Amico filma, pues, con objetividad, de forma casi documental, sin subrayar nada, y captando de forma global (planos largos, encuadres amplios) el contenido de cada escena, cuyo sentido vendrá dado no por las manipulaciones del director, sino por la acción misma de los personajes en el escenario real en que evolucionan.

Amico muestra el itinerario geográfico y moral de una familia campesina que abandona Milagres, el Sertão y el Nordeste (es decir, la sequía, el hambre, la miseria) en busca de una situación más favorable. Tras un fracaso en Recife llegan a Sao Paulo, y el cabeza de familia (Joel Barcelos, en un personaje que podía ser el mismo que interpretó al final de Los fusiles) acaba de albañil, trabajando en la construcción de un nuevo hotel de la cadena Hilton. Si esta historia ya es, en sí, didáctica, pues analiza las condiciones de vida en el Nordeste y la larga marcha hacia el trabajo en un sistema capitalista y colonizado, el aspecto más explícitamente didáctico del film se encuentra en una serie de "intermedios informativos'' que, sin ruptura de tono, puntúan su desarrollo lineal. Amico nos suministra estas informaciones a través de una voz en off y diversos carteles en italiano que explican la historia del Brasil, su composición étnica y la situación política, social, económica y religiosa del país. Por último, una serie de planos, en que Joel Barcelos nos lee y comenta noticias de periódicos, sitúa al Brasil dentro del contexto más amplio del Tercer Mundo y de las sociedades subdesarrolladas (Che Guevara y la Tricontinental, ghettos negros en U.S.A., África, Vietnam, etc.). Un tercer puente se establece mediante la comparación de las estadísticas brasileñas con las italianas que, aproximadamente, pueden servir de referencia a los espectadores de Europa occidental. Conviene señalar que todos estos datos carecerían de sentido desligados de la realidad brasileña, y que no cobran significación más que puestas en contacto con las peripecias de la familia a cuyos esfuerzos nos permite asistir Amico, historia que, por otra parte, resultaría demasiado abstracta si no se viera esclarecida y generalizada por aquellos datos "en bruto" que se nos dan, y que funcionan más como elemento complementario que como efecto distanciador.

En ningún momento cae la película en el panfleto sentimental o demagógico que muchos perezosos querrían, ya que Amico, consciente e imperturbablemente, impide nuestra identificación (siempre autocomplaciente y forzada) con los personajes, obligándonos a contemplarles —como él— desde nuestra condición de europeos, y a asumir nuestra impotencia respecto a los problemas que plantea la película. Esta distancia está lograda a través de una admirable y rigurosa coherencia estilística, captando lo real con la máxima fidelidad (Tropici está rodado con sonido directo) y con el máximo respeto (de ahí la distancia de la cámara, el no intervencionismo del montaje, los neutros tonos grises de la fotografía).

Con un ritmo pausado (como Rossellini, Straub o Renoir, Amico es un cineasta de la espera), especialmente en las primeras secuencias (cuya minuciosidad descriptiva es absolutamente necesaria), el film se desarrolla elípticamente, sin rodeos, con una austeridad digna de Bresson, lo que le permite evitar el populismo folklórico y el pintoresquismo que cabía esperar de un europeo que visita el Brasil. Rehuyendo un lirismo de imitación, Amico no duda en puntuar una escena con la canción y algunos de los planos finales de Dios y el diablo en la tierra del sol (como parte del homenaje a 28 cineastas de Cinema Nôvo, a los que la película está dedicada, junto a nueve cantantes populares y el pueblo de Milagres).

De esta forma, Amico ha conseguido darnos una visión del Brasil (del Sertão a la ciudad pasando por el cine, de la colonización portuguesa al neocolonialismo americano pasando por el subdesarrollo) más completa y más objetiva de lo que pudiera serlo la de un Rocha o un Diegues. Falta el espíritu, claro está, y la pasión, pero eso, lejos de ser un defecto, es una de las grandes virtudes de Tropici, ya que demuestra la absoluta honestidad con que Amico ha planteado el film: puesto que es extranjero, debe permanecer en el exterior (y nosotros con él), y no fingir estar dentro.

En Nuestro Cine nº 92 (diciembre de 1969)

viernes, 29 de agosto de 2025

Los padres de la mujer pirata

Como Son of Fury (1941) de John CromweII y su remake por Delmer Daves Treasure of the Golden Condor (1953), Captain Blood (1935) y The Sea Wolf (1941) de Michael Curtiz, The Black Swan (1942), Scaramouche (1952) de George Sidney, The Prisoner of Zenda al menos en sus versiones de Cromwell (1937) y Richard Thorpe (1952), Moonfleet (1955) de Fritz Lang y esa otra versión de La isla del tesoro que es The Night of the Hunter (1955) de Charles Laughton, al igual que muchas otras películas de aventuras y las novelas en que se basaron o inspiraron, Anne of the Indies (1951) es en realidad, por poco que se examine con un mínimo de atención –y tanto por su tono como por su argumento y su «sobrecarga» estilística–, un melodrama para niños, con la orfandad como punto de partida, los sentimientos filiales y amorosos como núcleo, y la desintegración y la muerte como meta irremisible. Sorprendentemente –y ahí radica, en buena medida, la originalidad y la importancia de esta realización de Jacques Tourneur, a la que no es ajeno ni siquiera temáticamente este peculiarísimo cineasta, aunque no firme el guión–, sobre todo habida cuenta de sus presuntos destinatarios infantiles, esta historia acaba todo lo mal que es posible imaginar: el temible pirata conocido como Capitán Providence en el Caribe no sólo se llama Anne y es una mujer (encarnada a la perfección por una Jean Peters a la vez ingenua y desdeñosa, mimosa y arisca, que trata de ser dura pero se enamora con la ceguera del novato y la furia del converso), sino, que, lejos de encontrar por fin al padre que nunca conoció, pierde las tres figuras paternas que la tutelan y protegen, cada uno a su manera (el Capitán Teach «Barbanegra», el Dr. Jamison, el segundo de abordo Dougall), fracasa como pirata, es engañada y no correspondida por su primer (y último) amado, y vuela por los aires con su barco, en una de las conclusiones más radicalmente infelices de todo el cine americano.

Este asombroso pesimismo, insólito no ya en un film de género –y de ese género precisamente–, sino en 1951 y en una producción, aunque de metraje escaso, no particularmente modesta de la 20th Century-Fox, apunta uno de los rasgos fundamentales que distinguen a Tourneur fils del resto del cine americano (y, por ser americano, del cine entero) y que explican al mismo tiempo su marginalidad con respecto a la industria en cuyo seno trabajaba, la escasa atención que le ha solido prestar la crítica y la apasionada curiosidad que despierta entre algunos de los conocedores del cine «clásico» de Hollywood, en el que sólo aparentemente llegó a integrarse, y dentro del cual representa una esclarecedora «excepción a la regla».

Inaudito parece, por ejemplo, que un guión del género se atreva a llevar la lógica en las situaciones hasta sus últimas consecuencias, sin permitir que azares, conversiones súbitas o milagros desvíen su curso inexorablemente trágico hacia un previsible (pero escamoteado una y otra vez, hasta como «premio de consolación», con singular tesón) «final feliz», como inusual resulta ya, desde su mismo planteamiento inicial, que sea una mujer la protagonista absoluta de una película de aventuras y que, para colmo, no sea una «heroína», sino que responda –en versión femenina– a los rasgos que caracterizan al «antihéroe», figura de por sí más bien infrecuente en el cine americano de la época, sobre todo si no se le enfrenta un antagonista «positivo» de igual talla dramática y estelar, que en Anne of The Indies brilla por su ausencia. Como si todas estas anomalías no fuesen suficientes, Anne Providence está muy lejos de ser un personaje unidimensional, «de una pieza» e inhabilitado por los guionistas para la evolución; ni es un ser exclusivamente mítico –de hecho, existió, aunque no sea muy célebre– ni tampoco puede decirse que sea simplemente una mujer virilizada por las circunstancias y el comportamiento que exige su oficio: más que a deformación profesional, su crueldad obedece a la voluntad de interpretar un papel, de imitar el modelo «paterno» propuesto por Barbanegra; su descubrimiento de la sexualidad propia y del deseo no suponen, como pudiera esperarse, ni una «domesticación» ni una vía de reinserción en la «normalidad», sino la brusca irrupción en su horizonte vital de nuevas aspiraciones que van a verse frustradas porque no está preparada para alcanzarlas y porque, por añadidura, constituyen una trampa del siniestro «Pigmalión» que va a encargarse de despertar su sensualidad reprimida y su feminidad por estrenar. La entrega total, desprevenida, al nuevo mundo que descubre conduce a Anne a su pérdida en todos los terrenos, destino especialmente trágico si se tiene en cuenta lo mucho a lo que renuncia y lo poco que valía el objeto de tales sacrificios.

Según cuenta ella misma, Anne nunca supo ni siquiera el nombre de su padre, y perdió a su madre cuando era aún muy pequeña; no podría quejarse, en cambio, de escasez de sustitutos del padre: el pirata Barbanegra le enseñó cuanto sabe y la hizo capitán del «Reina de Saba», destacando a bordo un «segundo», Dougall (James Robertson Justice), cuya misión principal es «cuidar de ella», y que actúa, pues, como delegado de Barbanegra. También la acompaña en el buque una extraña figura, si no paterna, al menos «paternal», el alcohólico Dr. Jamison (Herbert Marshall, que ya fue el incompetente padre de Perla Chávez en Duel in the Sun, de King Vidor, cinco años antes), quien, además de velar por su salud física, sirve a Anne, quiera ella o no, de consejero y confidente, y que –por carecer de autoridad y ser un puro subordinado, salvado de las cloacas y la degradación por la mujer pirata– representaría un posible padre fracasado, ineficaz, fallido, impotente, débil, no idealizado y, al menos en teoría, más tolerante y menos represivo que los otros dos, aunque acabe por desempeñar el papel moralizador, de «voz de la conciencia», de «Pepito Grillo» en el cuento de Pinocho, y sea, a fin de cuentas, el más influyente, aunque no el más querido ni venerado, de los tres.


Mientras Anne se limita a ser hijo adoptivo y discípulo –en masculino, como si fuese un muchacho– de Barbanegra (Thomas Gómez), delincuente pintoresco y exuberante, cruel y mentiroso, algo loco y grotesco, pero por el que siente cariño, respeto filial y admiración inquebrantables; a atender los consejos prácticos del sensato «hombre de Barbanegra» que es siempre –y ella lo sabe– Dougall (que es, por tanto, un subordinado sólo en la medida en que, como al final, acepta serlo, incluso frente a Barbanegra, descubriendo así, repentinamente, una adhesión más profunda de lo que era imaginable); y a desahogarse, a falta de confesor y de psiquiatra, con el Dr. Jamison, más paciente, comprensivo, culto y atento –y el único que apunta otra vida posible–, podría decirse que todo va bien. Los problemas irrumpen, dramáticamente, cuando Anne se enamora de un intruso, un hombre joven del que sólo sabe que la atrae, a pesar de que los demás no le miren con buenos ojos y desconfíen de él desde el primer instante. El doctor, porque ve en él, como buen padre aprensivo y en el fondo posesivo, un peligro para Anne, que puede perder la seguridad de una vida a la que está acostumbrada y que, por no conocer otra, encuentra satisfactoria, y para él, que puede perder la protección que le supone Anne. Dougall, porque tiene buena vista y mejor memoria, y es desconfiado por experiencia, y sospecha que Pierre miente, y que su cautiverio en el navío inglés abordado es una comedia. Barbanegra, quizá celoso ya, da pábulo a las sospechas de su delegado y le ordena vigilar al orgulloso Pierre François (Louis Jourdan, sacando partido de su ambigüedad, de esa mezcla de antipatía y seducción deliberada que otras veces da al traste con sus esfuerzos interpretativos) mientras él investiga los antecedentes del pretendido corsario francés.

En realidad, sólo Dougall no se traga nunca la historia de Pierre, y ve en él, ante todo, un riesgo «profesional»; tanto el Dr, Jamison como, aunque lo disimule, el Capitán Teach se inquietan por Anne como mujer, más que como pirata, por vez primera, descubrimiento que altera sus relaciones con ella; por eso, no es tanto el pasado de Pierre lo que les preocupa (como a Dougall), sino su presencia, su proximidad y la influencia que tiene en Anne; como ninguno sospecha que Pierre pueda estar casado –nada menos que con Debra Paget, tan guapa como antipática–, ni que su amor por la mujer pirata sea fingido, hay que concluir que los «padres» de Anne objetan no tanto la calidad o sinceridad de su amado como su mera existencia, y que lo mismo (o más) les molestaría si el amor de Pierre fuese verdadero y su conducta y trayectoria le hiciesen realmente digno de Anne; se trata, sobre todo por parte de Barbanegra, de celos posesivos, bastante frecuentes en los padres de verdad, y más aún en los que, sin serlo, desempeñan tal papel voluntariamente o forzados por las circunstancias (véase el Don Lope de Tristana, 1970, de Buñuel): las siempre conflictivas relaciones padre-hija, con sus ambigüedades y sus tabúes, se reproducen allí donde se simulan o remedan, probablemente sin que sean conscientes de ello ninguno de los implicados (que muy pronto se convierten en víctimas).

Sin embargo, no creo que sea su posible –y tentadora– lectura psicoanalítica lo verdaderamente importante de Anne of the Indies, aunque suponga, por supuesto, una de sus riquezas ocultas –ya que, como todo en la película, y en general en el cine de Tourneur, dista mucho de estar subrayado, e incluso de ser evidente o explícito: cabe disfrutar de la peripecia aventurera sin siquiera sospechar o intuir el sustrato psicológico-afectivo que hace sólida e indesviable su estructura abocada a la tragedia–, cuyo paulatino descubrimiento constituye uno de los placeres que proporciona ese estilo basado como pocos en la sugerencia y la insinuación. Del mismo modo, tampoco es lo único atractivo de Anne of The Indies su deslumbrante colorido, envoltorio plástico que no es tal sino para quienes se quedan en la superficie, bien por pereza, bien por no estar dispuestos a ver más allá de las apariencias (actitud tan arriesgada en Tourneur como en otros grandes ambiguos, todos ellos maestros de la fascinación y consumados «encantadores de espectadores» (Murnau, Preminger, Lang, Minnelli, Hitchcock, Michael Powell). La suma de anomalías que es Anne of The Indies, la paradójica confluencia de géneros y tonalidades que se produce en su transcurso, la extraña capacidad de Tourneur para hacer que la narración sea a la vez imprevisible y absolutamente lógica e incluso ineluctable, el extraordinario trabajo de iluminación y color, la precisión de cada plano –sólo en apariencia sencillos, en realidad compuestos para que reverberen y dejen huella en la memoria–, todo eso es lo que permite que sea algo más que un gran film de aventuras (lo que, a mi juicio, sería ya mucho, y totalmente digno de respeto, aprecio y admiración), y se convierta, a partir de un guión ajeno –y no de cualquiera, sino de Philip Dunne, que tiene en su haber How Green Was My Valley, The Ghost and Mrs. Muir, Way of a Gaucho y algunas otras obras maestras–, y sin que el director sea responsable ni de la iniciación del proyecto ni de la producción, en una obra indiscutiblemente personal, y no se quede en una eficiente labor artesanal. Porque si el cine de Tourneur es difícil de describir es debido, precisamente, a que es casi imposible etiquetarlo, a que sus aspectos diferenciales no son fijos y permanentes, y aún menos unívocos, sino variables y relativos, según el tema originario y el género en que se inscriba cada obra concreta: lo que distingue a Tourneur de los restantes cineastas que trabajaron en Hollywood al mismo tiempo que él es su postura solapada e incluso disimuladamente inconformista y rebelde, probablemente no deliberada, sino espontánea e instintiva; por alguna razón –quizá varias–, su enfoque no coincidía nunca con el de sus contemporáneos, ni siquiera con el de otros europeos afincados en Estados Unidos, sino que le impulsaba a abordar a contrapelo, al sesgo, oblicuamente, las premisas dramáticas de los guiones que sin inmutarse aceptaba y en los que raramente se molestaba en introducir variaciones, probablemente porque al leerlos, los imaginaba ya de otra manera, los entendía a su modo, y descubría en ellos posibilidades, matices o implicaciones que otros hubiesen desdeñado, eludido o pasado por alto. Esto, y capacidades como la de apañarse con los medios a su alcance –escasos o razonables– para hacer que le resultasen suficientes (con casos extremos como The Leopard Man, 1943), así como su sentido de la elipsis –unido al del ahorro de planos– y al desprecio que parecía sentir por el énfasis y la redundancia (lo que explica la brevedad de casi todas sus películas), hacen que sus incursiones en el cine de acción sean menos espectaculares y trepidantes, pero más fluidas y sinuosas, que las de otros realizadores, y que la intensidad dramática, concentrada –se diría que destilada– en un gesto apenas perceptible, se vea a menudo sustituida por una especie de melancolía desesperada que hace naturales e incontestables sus frecuentes finales desdichados: recuérdense, por ejemplo, los de Cat People (1942), I Walked with a Zombie (1943), Out of the Past (1947), Way of a Gaucho (1952) o Great Day in the Morning (1956), películas todas ellas en las que llama poderosamente la atención el extraño efecto que produce la mezcla resultante de superponer a una trama compleja, con grandes posibilidades melodramáticas –Cat People tiene mucho que ver con Marnie (1964) de Hitchcock; I Walked with a Zombie es una transposición evidente de Jane Eyre de Charlotte Brontë, en una dirección que prefigura la novela de Jean Rhys Wide Sargasso Sea–, una visión lúcida, desapasionada y desencantada de la vida, cuya sobria y contenida tristeza destierra la indiferencia y la frialdad sin adoptar el punto de vista de los personajes, sino mediante su contemplación entre fascinada y preocupada desde una cierta pudorosa distancia; en el caso de Anne of the Indies, podría decirse que la de Tourneur para con Anne Providence es la mirada de un padre: como prueba, basta recordar, o ver de nuevo, cuatro o cinco secuencias reveladoras... por ejemplo, la ejecución del capitán del barco inglés en el que viajaba prisionero Pierre François, los azotes con que Anne castiga al francés, la conversación en que hablan de París, la noche que Anne se desvela al descubrir la sensualidad, el mandoble que da a Barbanegra para defender a su amado, su confrontación con la mujer de Pierre y su intento de venderla como esclava, la expulsión del Dr. Jamison o el momento en que decide perder todo por salvar a Pierre.

En “Jacques Tourneur”. San Sebastián-Madrid, Festival Internacional de Cine-Filmoteca Española, agosto de 1988.

miércoles, 27 de agosto de 2025

Juguetes rotos (Manuel Summers, 1965)

Algo sucede dentro de un cineasta para que, como tantos, tras unos comienzos ambiciosos, prometedores y apreciables –Del rosa... al amarillo (1963), incluso La niña de luto (1964)–, y aunque ya empezara a coquetear con la conformidad y la rutina –El juego de la oca (1965)–, como aconseja el instinto de supervivencia, se juegue su futuro a una carta y, rompiendo con los usos y costumbres comerciales, haga una película documental y durísima, que nada tiene que ver ni con las anteriores ni, sobre todo, con las siguientes, que fueron, como hizo temer el fracaso de Juguetes rotos, cuesta abajo...

Manolo Summers, además de director de cine y ocasional actor, era dibujante de “monos”, de trazo infantil e inocencia solo aparente, primero muy críticos, después muy reaccionarios, o muy cínicos. Aunque prematuramente calvo, tuvo cierto aire de niño desnutrido, y parecía conservar hasta el final nostalgia de su niñez, y una residual añoranza, en medio de la amargura, de volver al cine de sus comienzos, aunque hay que decir que los reiterados intentos se saldaron con una caricatura involuntaria.

Un día, se preguntó qué habría sido de varios ídolos de su infancia, personajes públicos –toreros, boxeadores, futbolistas, cantantes, artistas de circo– entonces en la cúspide de la celebridad, ricos, famosos, queridos y admirados por todos, y sobre los que había caído un pesado y espeso silencio. Era pronto, se dijo, para que hubieran muerto. Y se puso a seguir su pista. Como resultado de sus pesquisas, los encontró... en un hospital, en un asilo de ancianos, en una pensión de mala muerte. Solos y abandonados, sin dinero, sin amigos, olvidados, en precario estado de salud, sonados o prematuramente envejecidos. Alguno, humillado y deprimido, otros altivos y desengañados, aquél perdido en la irrealidad vaporosa de loa recuerdos conservados en alcohol, otro más resentido o amargado.

Tan deprimente descubrimiento le llenó de indignación, y decidió no sólo darles conversación y filmarla, sino exponer la injusticia con que, como los juguetes rotos y ya inútiles por los niños, eran arrinconados por la sociedad.

El panorama de una España deprimente y de una vejez desprotegida, y de la ingratitud generalizada para con las viejas glorias, no gustó nada a censura, en tiempos en los que España se vendía como “different”, alegre y soleada a los turistas. La película de Summers sufrió unos 80 cortes. Uno de los miembros de la Comisión de Censura, que ejercía de crítico en un diario piadoso, se permitió reprocharle, entre otros defectos, un pésimo montaje, del que al parecer era más responsable el crítico que el cineasta.

Los tajos censoriales no hicieron sino agudizar la aspereza y la brusquedad malhumorada de la película, que, mal distribuida y acogida, no tuvo, lógicamente, ningún éxito entre el público. A nadie le gusta verse reflejado como un ingrato, ni que le acusen de destruir a sus ídolos y luego abandonarlos a su triste suerte. A nadie le agrada contemplar lo que tal vez, sin ser siquiera famoso ni nunca nada parecido a rico, le espera en sus últimos años. El público le dio la espalda, bendecido por buena parte de la crítica, que acusó a Summers de “crueldad” y hasta de “explotar” a esos pobres viejecitos: Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, El Gran Gilbert, Pacorro, Román Alís....


JUGUETES ROTOS (1965)

Jouets cassés

de Manuel Summers

Qu'arrive-t-il à un cinéaste pour qu'après des débuts ambitieux, comme d'autres, prometteurs et intéressants (Del rosa... al amarillo, 1963, La niña de luto, 1964), et bien qu'il ait commencé à flirter avec le conformisme et la routine (El juego de la oca, 1965) comme son instinct de conservation lui conseillait, il mise son avenir professionnel sur une seule carte, et pour que, rompant avec les us et coutumes commerciaux, il réalise un documentaire très dur, qui n'a rien à voir avec ses films précédents et moins encore avec les suivants, qui furent, comme l'a fait craindre l'échec de Juguetes rotos, une dégringolade...

Manuel Summers, en plus d'être metteur en scène de cinéma et acteur occasionnel, était dessinateur de "vignettes" au trait enfantin et innocent (de pure apparence), d'abord très critiques, puis très réactionnaires ou très cyniques. Bien que prématurément chauve, il avait un certain air d'enfant mal nourri, et il sembla conserver jusqu'à la fin la nostalgie de son enfance, et un reste de désir, dans beaucoup d'amertume, de revenir au cinéma de ses débuts, bien qu'il faille admettre que ses tentatives répétées s'en soldèrent par la caricature involontaire.

Un jour, il se demanda ce qu'il était advenu de quelques idoles de son enfance, personnages publics (toreros, boxeurs, footballeurs, chanteurs, artistes de cirque) autrefois au sommet de la célébrité, riches, aimés et admirés de tous, et sur lesquels était retombé un silence pesant et épais. Ils étaient encore trop jeunes pour être morts, se dit-il. Et il partit à leur recherche. Au bout de ses enquêtes, il les retrouva... dans un hôpital, dans un hospice de vieillards, dans une pension minable. Seuls et abandonnés, sans argent, sans amis, oubliés, en mauvaise santé, sonnés ou prématurément vieillis. L'un humilié et déprimé, l'autre hautain et déçu, un autre encore perdu dans l'irréel vaporeux des souvenirs conservés dans l'alcool, un autre enfin amer et aigri.

Cette découverte si déprimante le remplit d'indignation, et il décida non seulement de leur donner la parole et les filmer en train de s’exprimer, mais aussi d'exposer l'injustice avec laquelle, tels les jouets cassés devenus inutiles aux yeux des enfants, ils étaient délaissés par la société.

Ce panorama d'une Espagne déprimante, d'une vieillesse laissée à l'abandon et de l'ingratitude généralisée à l'encontre des gloires anciennes, déplut fortement à la censure, en ces temps où l'Espagne se vendait aux touristes comme "différente", joyeuse et ensoleillée. Le film de Summers dut subir quelque 80 coupes. Un des membres de la Commission de Censure, critique dans un quotidien pieux, se permit même de lui reprocher, entre autres défauts, un montage "épouvantable", dont il était semble-t-il plus responsable lui-même que le cinéaste.

Les coupes de la censure ne firent qu'aiguiser l'âpreté et la brusquerie bougonne du film, qui, mal distribué et mal reçu, ne rencontra, en bonne logique, aucun succès public. Personne n'aime se voir représenter sous les traits d'un ingrat, ni être accusé de briser ses idoles et de les abandonner ensuite à leur triste sort. Personne n'aime voir projeté ce qui peut l'attendre à la fin de sa vie, sans même être célèbre ni bien riche. Le public lui tourna le dos, béni par bonne partie de la critique, qui accusa Summers de "cruauté" et même "d'exploiter" ces pauvres petits vieux, qu'étaient devenus Paulino Uzcudun, Gorostiza, Nicanor Villalta, Le Grand Gilbert, Pacorro, Román Alís…

Para Cinéma du Reél 2005 (marzo de 2005)

lunes, 25 de agosto de 2025

Otro Luis Buñuel

 

Miguel Marías

Un ensayo que supone la feliz reunión del mejor de nuestros críticos con el genio cinematográfico indiscutible del siglo XX español. El Buñuel de Marías está llamado a ser el libro clásico sobre el cineasta aragonés

Legendario ensayo, interrumpido, pospuesto durante décadas, retomado entre profundas dudas, siempre al borde de quedar para siempre en un cajón, Otro Luis Buñuel responde a una necesidad íntima, la que sentía uno de nuestros mejores y más influyentes cinéfilos, Miguel Marías, por expresar su opinión sobre el más importante cineasta español de todos los tiempos. Este preciso y certero ejercicio de escritura, este acto de clarificación, aleja por un lado a Buñuel del tópico —cimentado por la excesiva bibliografía y las todopoderosas lecturas exógenas, que se apropiaron de su obra ante nuestra acomplejada permisividad— del artista protestatario, cruel, sarcástico, blasfemo y misantrópico, para acercarlo, por otro, y a partir de una continua revisión de sus películas en el tiempo, al estatuto que en esencia lo definió: un cineasta obligado a profesionalizarse en la industria tras el arranque vanguardista de su obra. Se proyecta luz aquí, entonces, sobre ese «otro Luis Buñuel», sin duda el mejor, el que atravesado por un privilegiado sentido del humor y una lúdica consideración del cine como arte narrativo, se dirigió al público para proponerle maneras de ensanchar su sensibilidad y apreciar las bondades de la indeterminación entre lo vivido y lo soñado, lo real y lo imaginario.

«Desde El gran calavera, Los olvidados y Susana, hasta llegar a Nazarín, The Young One y Viridiana, pasando, claro está, por Robinson Crusoe, Él y Ensayo de un crimen, Buñuel se convirtió en lo que nadie se pudo imaginar en 1930, es decir, en un gran cineasta clásico, que conjugaba una inusitada capacidad de narrar con concisión y elegancia con una no menor libertad estructural».

***

ÍNDICE

Introducción. ¿Demasiado para nosotros?
Explicación de una larga historia      . . . . . . . . . . . . . . . . 9

OTRO LUIS BUÑUEL    . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .15

A VISTA DE PÁJARO . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 27

EL OJO DE LA AGUJA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 33

LA PREMONICIÓN DEL PERRO . . . . . . . . . . . . . . . .39

LA TIERRA SUMERGIDA . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 59

SAINETES REPUBLICANOS . . . . . . . . . . . . . . . . . . .69

LA CONVENCIÓN PERVERTIDA . . . . . . . . . . . . . . .79

MANUAL DE SUPERVIVENCIA . . . . . . . . . . . . . . . 105

BUÑUEL AMABLE . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   113

    Susana (1950/1) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   116

    La hija del engaño (1951) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .118

    Una mujer sin amor (1951) . . . . . . . . . . . .  . . . . . . .118

    Subida al cielo (1951/2) . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . . 121

    El bruto (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  . . . . . .  122

    La ilusión viaja en tranvía (1953/4) . . . . . . . . .. . . . 123

    El río y la muerte (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 124

ÉL (1952/3) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .   127

ABISMOS DE PASIÓN (1954) . . . . . . . . . . . . . . . . .  . 131

ENSAYO DE UN CRIMEN (1955) . . . . . . . . . . . . . .. . 133

INTERLUDIO FRANCÉS . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 137

    Cela s’appelle l’aurore (1955/6) . . . . . . . . . . . . . . .137

    La Mort en ce jardin (1956) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .139

    La Fièvre monte à El Pao (1959) . . . . . . . . . . . . . . .140

NAZARÍN (1958/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  .   143

THE YOUNG ONE/LA JOVEN (1960) . . . . . . . . . . .. .147

VIRIDIANA (1961) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  151

EL ÁNGEL EXTERMINADOR (1962) . . . . . . . . . . . . .159

¿BUNUEL O BUÑUEL? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .  167

    Le Journal d’une femme de chambre (1963/4) . . . . .167

final del periodo mexicano . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

    Simón del desierto (1964/5) . . . . . . . . . . . . . . . . . . .171

LOS ADIOSES DE BUÑUEL . . . . . . . . . . . . . . . . . . .177

    Belle de jour (1966/7) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 182

    La Voie Lactée (1968/9) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 187

    Tristana (1969/70) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 189

    Le Charme discret de la bourgeoisie (1972) . . . . . 195

    Le Fantôme de la Liberté (1974) . . . . . . . . . . . . . . .198

    Cet obscur objet du désir (1977) . . . . . . . . . . . . . . .199

BUÑUEL (Poema) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 203

https://www.athenaica.com/libro/otro-luis-bunuel_165597/

Instantes fugaces

Jacques Rozier empezó en 1960 su primer largometraje, que sigue siendo, por el momento, el único, ya que gastó en rodarlo más tiempo y dinero de lo previsto. Este nuevo Stroheim no tenía a sus espaldas la organización hollywoodense, de forma que ningún productor se ha arriesgado a confiarle la dirección de un nuevo film. Por si fuera poco, Adieu Philippine, una vez mutilado y completado en 1962, fue un absoluto fracaso comercial. Este cúmulo de circunstancias ha impedido la confirmación del talento de Rozier, que se revelaba como uno de los más importantes realizadores de la «nueva ola» francesa.

Por lo pronto, Adieu Philippine, puede considerarse como el manifiesto antológico-representativo de la primera etapa de la Nouvelle Vague, la que va de 1958 a 1962. Adieu Philippine, es un film libre, nuevo y espontáneo. Hecho por jóvenes, con jóvenes y sobre los jóvenes, tal vez su mayor limitación estribe en que sea un film exclusivamente para jóvenes. Sin embargo, pocas veces ha dado el cine una imagen más justa y reconocible, más vivida y sensible no sólo de la juventud francesa que en el año 60 tenía que ir a Argelia, sino de todos los que somos jóvenes en esta década. En el film no ocurre nada sensacional, nada importante, como suele suceder en esos años en que se penetra en el mundo y en los que los detalles más insignificantes cobran una relevancia desmedida, en un sentido u otro. Abandonando la narración en provecho de las situaciones, Rozier ha construido su película a base de momentos dispersos y fugaces, que se están yendo en el continuo fluir del tiempo. La escena no subsiste ya como unidad dramática con su nacimiento, desarrollo y clímax, y ha sido sustituida por una elíptica sucesión de instantes autónomos, unidos tan sólo por el lento paso de los minutos, que se van tiñendo de fragilidad, que ven minada su felicidad por la inminencia del fin, de ese fin del verano, de las vacaciones, de la libertad, de la adolescencia que amenaza, cada vez más cercano, a los protagonistas del film. Podría decirse que Adieu Philippine es la actualización cinematográfica de unos recuerdos que se van apagando, la relectura salteada de un diario íntimo, con sus momentos más dichosos o divertidos puestos ya entre paréntesis por la nostalgia, mientras que los instantes de melancolía se hacen más punzantes, más hirientes, y dejan que esta tonalidad cubra toda la película.


Utilizando actores no profesionales en su mayor parte, Rozier ha conseguido retransmitirnos en su total inmediatez sus gestos, sus sentimientos, sus movimientos indecisos, filmando la película como un reportaje en directo, empleando los métodos (y no los propósitos) del cinéma-vérité, rodando casi siempre en exteriores, y nunca en interiores reconstruidos, evitando cualquier énfasis, cualquier dramatización en la planificación, cualquier estridencia en sus intérpretes.

Adieu Philippine se nos presenta entonces como la más entrañable sucesión de tiempos muertos y como uno de los más perfectos ejemplares de simbiosis cine-vida, hasta tal punto que —dejando de lado los numerosos episodios de «cine dentro del cine»— se convierte en un documental sobre su propio rodaje. De ahí la inmediatez, la espontaneidad natural, la riqueza de esta película que se limita a proponer a nuestros ojos la contemplación de gestos y ademanes, de idas y vueltas, de emociones que afloran —un instante— antes de ser sustituidas por otras. El placer que proporciona esta película no es el de asistir a un film, sino el de sumergirnos en el espectáculo intrascendente —pero cuán importante— de la vida misma, inmersos en el cotidiano fluir del tiempo, nerviosos un momento, reposados otro, eliminando ese paso intermedio, ese lenguaje convencionalizado que se suele llamar «puesta en escena», y que se convierte a veces en una cortina que sólo Godard, Rouch y Rossellini han rasgado con tanta violencia como Jacques Rozier, el autor maldito de la «nueva ola».

No es de extrañar, por tanto, que este film evoque con frecuencia —la misma tonalidad, la misma musicalidad del montaje y las imágenes, la misma sonrisa entristecida— Une partie de campagne (1936), una de las más geniales obras de Jean Renoir, y esas grandiosas evocaciones de la adolescencia que son Les Veuves de quinze ans (1964), el misterioso cortometraje de Rouch, Baisers volés y el episodio de Truffaut en El amor a los veinte años, los dos mejores flashbacks de La commare secca de Bertolucci, Masculin Féminin de Godard, La partida de Skolimowski, y los dos films más famosos de Forman. En todos ellos late la misma proximidad, la misma atención a los pequeños detalles, la misma mezcla de comicidad y tristeza, la misma libertad frente a las tradiciones narrativas. Ahora bien, el film único de Rozier no puede englobarse en un «género», no sólo por tratarse de una de las obras más antiguas que nos han planteado el tema, sino por sus específicas circunstancias históricas (la guerra de Argelia y la eclosión de la «nueva ola») y por sus peculiaridades estilísticas, que acaban por hacer del tiempo su verdadero protagonista, factor que hace más lamentable todavía —si bien no desvirtúa el sentido de la película, ni dificulta su comprensión— que las dos horas y media que duraba el film tal y como lo montó Rozier se hayan visto reducidas en la versión «standard» que circula —muy irregularmente— por los cine-clubs españoles a 108 minutos, que nos privan de la visión de numerosos instantes, tan importantes como los que quedan, de una de las obras que más, antes y mejor han contribuido a liberar al cine moderno de las férreas y previsibles estructuras dramáticas que le han impuesto sesenta años de rutina.

En El Noticiero Universal (5 de septiembre de 1969)

viernes, 22 de agosto de 2025

Confidencias junto a la moviola

? About Fakes/Question Mark/Fake!/ Vérités et Mensonges/Nothing but the Truth/Fakes (Fraudes, 1973/75) y Filming "Othello" (1978)

Como se sabe, los últimos diez o quince años de la vida de Welles fueron los más difíciles. Promesas incumplidas, financiaciones y rodajes interrumpidos, guiones frustrados, materiales dispersos y sin montar o aparentemente completos pero sin sonido... a lo que tal vez hubiera que añadir una cierta incapacidad para dar por terminadas ciertas obras, si no una manifiesta voluntad de no ponerles punto final, y quizá, en algún caso, quién sabe, un súbito pánico al fracaso, hicieron de esta etapa la menos fértil, la más pobre cuantitativamente de su carrera.

Sin embargo, en ese frustrante periodo, Welles hace dos extrañas películas, más o menos destinadas a la televisión (o finalmente exhibidas en ese medio), que se cuentan, para mí, entre las mejores de toda su filmografía, y a las que se ha regateado la importancia que tan generosamente se ha atribuido a otras.

Son sendas obras reflexivas sobre el cine, que anuncian la serie de trabajos que, inmediatamente después de la primera, emprendería Jean-Luc Godard y que culmina con la melancólica y exaltante Histoire(s) du Cinéma (a la que ha dedicado más de un decenio y que, en cierto sentido, supone la culminación, o al menos la razón de ser, de toda su actividad cinematográfica).

Tanto en Fraudes como en Filming "Othello" vemos a un Welles maduro, lleno de humor y al mismo tiempo muy en serio, sirviéndose -como él mismo dice en la primera- de la moviola como si fuese una máquina del tiempo, en recuerdo de su casi homónimo H.G. Wells, al que tan unido ha estado desde la adaptación radiofónica de La guerra de los mundos, como luego veremos a Godard manipulando un vídeo, en la mayoría de las películas que van de Numéro Deux y Comment ça va a JLG/JLG (Autoportrait de décembre) y las Histoire(s). La materia que tienen a su alcance, por la que viajan aparentemente a capricho (en realidad, con mucho sentido, cada uno a su modo) y con la que ilustran su discurso -son, muy claramente, películas-monólogo, protagonizadas y narradas por los propios cineastas, que se dirigen al espectador en primera persona, desde su propia experiencia- es, sin embargo, distinta: en el caso de Jean-Luc, es toda la historia del cine, prácticamente, la que elige como territorio para hacer las más sorprendentes e iluminadoras asociaciones y comparaciones; en el de Orson, en cambio, y sin descartar, en Fraudes, algunos fragmentos variopintos de documentales, reportajes televisivos y películas de ficción ajenas, es más bien su propia vida y su propia carrera lo que recorre, centrándose exclusivamente en su versión del Otelo de Shakespeare en Filming "Othello".

Ambas presentan, para mi gusto, grandes interpretaciones wellesianas; aunque se encarne a sí mismo, lo hace con gran sentido del humor y del espectáculo, con un tono tan alejado de la disertación o la lección como próximo a la confidencia y, en ocasiones, a la confesión, por un lado, y al número de magia o prestidigitación, por otro, que les da un encanto y una intimidad muy especiales.


Aunque rodadas, sin duda, con escasez de tiempo y de medios materiales, con presupuestos que rozarían lo ridículo, probablemente sin un plan previo muy riguroso, las dos contienen, junto a imágenes convencionales o esquemáticas, algunos de los planos más hermosos e intrigantes de todo su cine. Y las dos nos cuentan sobre Welles y sobre su idea del cine mucho más que la mayoría de las numerosas entrevistas con él que pueden leerse y que los aún más incontables artículos y libros que se han dedicado a glosar o especular acerca de su obra y su persona, por lo que constituyen, creo yo, materia prima indispensable (y llena de pistas y sugerencias, de posibles puntos de partida) para su estudio, claves para su mejor comprensión.

Más la primera que la segunda, pero algo hay de ello incluso en Filming "Othello", juegan a borrar o revelar -alternativamente- las dudosas e intrincadas fronteras entre la realidad y la ficción o, en su aspecto estático, la mera apariencia. En ? About Fakes hay varias historias, mientras que su segundo ensayo filmado, más breve además, es de contenido monográfico y de tono algo más manifiestamente serio. Hay, si se quiere, más creación, más imágenes nuevas, más inventiva, más fabulación en la primera, pero no por ello menos reflexión, sino quizá una meditación de ámbito más amplio y carácter más disperso. Por eso, probablemente, y también por su menor egocentrismo, la más antigua de estas dos piezas es también, a la vez, la más atractiva, la que resulta más divertida y emocionante, pero encuentro tanto una como otra absolutamente fascinantes, y modestas demostraciones de que Welles no era un gigante dormido, sino uno de los cineastas más modernos y descolocados de los años 70, época difícil para el cine que pocos sobrevivieron con dignidad.

Aunque alejado de todo aire trascendente, Welles plantea en estas dos breves películas, fragmentarias y heterogéneas, todas las cuestiones fundamentales del cine y del arte en general. La verdad y la falsificación, el concepto de autor, la originalidad y la imitación, la función de la crítica, la ingenuidad y las tragaderas del público, el espectáculo, la fidelidad, la ambición, la soledad del creador y su responsabilidad.

En Nickel Odeon nº 16 (otoño de 1999)

miércoles, 20 de agosto de 2025

Poemas de Ivan Prueitt

La publicación de algunos poemas del norteamericano Ivan Prueitt obedece, por un lado, a su valor intrínseco, bastante notable y, por otro, a su carácter sintomático de una de las actitudes que puede adoptar actualmente la juventud universitaria de los Estados Unidos.

Desde este punto de vista, conviene señalar el parentesco tonal que —casualmente, pues Prueitt no es un estudioso de la poesía ni de la literatura— existe entre los poemas que publicamos y otras expresiones de descontento: por un lado, Season of Fear tiene casi el mismo título que una novela del director de cine Abraham Polonsky, que trata sobre la época de McCarthy, cuya persecución padeció personalmente y a la que nunca se doblegó; por otra parte, dentro de la originalidad de los poemas de Prueitt —que no parecen muy influidos por nadie— se encuentra una gran afinidad con los de algunos de los más cualificados representantes de la beat generation: Gregory Corso, Lawrence Ferlinghett,y Allen Ginsberg, con cuyo famoso Howl enlazan directamente The Battle y To Mourn and to Love. La violencia lingüística, la dureza sonora y la tensión rítmica de One Death One Life, tal vez la mejor de estas poesías de Prueitt, remite directamente a los poetas antes mencionados, aunque tal vez tenga su origen en la alquimia verbal de Shakespeare.

Un aspecto especialmente sintomático de la poesía de Prueitt, todavía demasiado incipiente para constituir una poética propiamente dicha, es su carácter de creación instintiva e indeliberada, suscitada por estímulos exteriores o internos y fruto más bien de sensaciones padecidas que de ejercer una reflexión radical. A consecuencia de ello, las soluciones propuestas por Prueitt, decidido a no caer en el pesimismo y a no darse por derrotado —de ahí el movimiento ascendente y animoso a partir de una situación inicial depresiva que se encuentra en casi todas sus poesías—, adolecen de un cierto idealismo pacifista, no demasiado distante de ciertos movimientos hippies ni de las posturas espiritualistas adoptadas por algunos poetas beat como Ginsberg o Jack Kerouac. Ivan Prueitt ha buscado su religión en Oriente, pero no la ha encontrado en el budismo, sino en la fe de Bahá'u'lláh, y, según él mismo proclama, su poesía está directamente influida por su condición de Bahá'i, que le permite dar un sentido al caos que transcurre ante sus ojos y no perder la esperanza, viendo el lado positivo que tiene para el hombre toda crisis. No es, por tanto, lo más importante de los poemas de Prueitt las consecuencias ni las decisiones que extrae de su visión de los acontecimientos, sino su percepción de éstos, y la expresión espontánea, casi automática y sin reflexión estilística que da a sus impresiones. Prueitt, más que incidir en la realidad o aportar soluciones válidas, la refleja y con una prometedora sensibilidad poética que, con el tiempo, la experiencia y una mayor elaboración puede llegar a ser auténticamente valiosa.

Miguel Marías


Poemas


La batalla

Nosotros, los soldados del amor dispuestos a luchar,

nos hundimos ante la maltrecha imagen del romance

y condenamos al mundo por su parte en la decadencia del placer.

La creciente fuerza de la ira

agarra cada loco pensamiento y lo clava en nuestras vidas.

El clamor de la batalla es acallado antes del fin ideal,

mientras el sonido de victoria está en el canto fúnebre

que nunca le permite ser parte de la vida.


Todo esto en nosotros y de nuestra libertad esclavos,

hablando en los sones añejos de un dolor de poeta.

Lentamente el fondo de uno mismo y del amor es la verdad de la ignorancia,

y el mundo sin embargo nos ve como felices amantes de toda sensatez

que niegan la posibilidad de la locura.

Pero el clamor resuena aún con fuerza en nuestros oídos

mientras la batalla magulla nuestro instinto de dicha.


Una muerte, una vida

La rabia repentina

cruza la imagen sobre el muro

y luces rojas se encienden.


Un momento único atrapado

por las faltas de los muertos y los vivos

un latido de corazón salta torpemente.


El negror desatado contra la blancura

como ecos retumban los gritos de locura.

Nunca más analítica, la justicia omitida.


La respiración se detiene y los ojos se cierran

ante vanas catástrofes en un reino de voces.

Un gemido da paso a algo más allá del crimen.


El fragmento dentado de vidrio

rasga la piel tan detestada

y la vida del niño se derrama sobre el asfalto.


Una madre grita al mundo de cemento

resaltando como las lápidas sobre los muertos

y el rojo se hace verde, soltando la fatalidad apresurada.


Una pesadilla termina para dar paso a otra

mientras un niño en el dolor del parto saluda al mundo

con sus preguntas de amor, vida, mañana.


Un grito y otro grito aterroriza

los ojos incrédulos de los durmientes,

y los sueños se derriten en la realidad del miedo,

blanco y negro se funden en grises,

de nuevo en inflexibles blancos y negros.


De nuevo, me lanzan a esa batalla

que yo no creé,

llamando desesperadamente a aquellos que me dieron vida

para darle a la vida su ocasión,

pero no oyen lo que suplico,

no escuchan lo que suplican sus hijos y sus hijas.


Meditación, 1

Un susurro de niño perdido en el aliento de los viejos

contemplando la hora de la muerte.

Y sin embargo el universo es pequeño en el momento que piensa

un solo hombre.


Meditación, 2

El propio interior dotado de visión sin ojos.

Eso vive indescubierto en todas las almas.

El poder de ver qué misterio gira en el átomo

o se mueve por oscuras regiones del cosmos.


Lamentar y amar

Te llamo para que escuches

un quejido contenido impaciente

pero dolorosamente en el alma de un joven.


Un dolor profundo de dos siglos

violado en el alma de una edad inocente.

Nosotros, tus hijos y tus hijas

lloramos y no somos inocentes sin embargo,

gritamos y no somos escuchados todavía,

amamos y aún no se nos ama,

sensatos y sin embargo enloquecidos,

para ofrecer a la vida finalmente su sutil canto funerario

muriendo en un país que no puede llorar.

Caigo perplejo ante

tus crímenes sobre mi mente,

rascando polvo que fue una vez de nuestra forma,

preguntándome qué crió la creación para llamar a la tierra su dominio.

Y, desde entonces, ha olvidado su propia nobleza.

En este instante de egoísta agonía

hay aún algo cálido

moviéndose a lo largo de mis venas

al fondo de mi pecho.

Me detengo, de nuevo, para sentir el misterio

que es la vida girando

en un designio a la razón desconocido

y sangre tan roja, tan profunda

se convierte en ríos que llevan a la vida,

acercándose a una respuesta.


En mi pensamiento escucho un ritmo

y viene lentamente palpitando

al tiempo de poemas sentidos de corazón

colocados en un canto con paciencia.

Recuerdo rostros

que pude amar tan ciegamente,

mirando al fondo de canciones que son amor.

Hermanos y hermanas míos, moveos juntos,

y ojos que ven

profundos más profundos se hunden

en ese dormir que es el amor.

Cálidas palmas vivientes fueron estrechadas

dejando a todos los corazones sentir el pulso

del ritmo universal

mientras el cantante nos transportaba al paraíso.


Traducción de Miguel Marías


En El urogallo nº 9 (mayo-junio de 1971)