lunes, 14 de octubre de 2024

La venganza de Don Mendo (Fernando Fernán Gómez, 1961)

Quizá la película más teatral y abstracta de Fernán Gómez como director, y por tanto no ya la menos realista sino la más descaradamente irrealista, solo en grado comparable al corto de Demy a partir de Cocteau o a fragmentos de Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966) de Hitchcock, es además de fantasiosa por el decorado y la gama de colores, una de las contadas películas en verso que se han hecho, tanto aquí como en otras partes.

Para colmo, se trata de una versificación que aspira a la comicidad, y esa comicidad es muy arriesgada, porque bordea constantemente el ridículo, al estar basada no ya en la rima, sino más bien, y con franco descaro, en el ripio, que a veces llega al disparate en un tentativa desesperada -pero picaresca- de forzar la consonancia, aún a costa de los giros sintácticos más retorcidos e inverosímiles, tanto que a quien sea sensible a ellos han de provocarle hilaridad.

El mismo exceso reina igualmente en la interpretación, en la que, lejos de reprimir, encauzar, contener o mitigar el histrionismo, aquí se ha potenciado de tal modo que los actores se convierten en cómplices del texto y de los espectadores, que vamos a reírnos no ya de las rimas forzadas ni de los ademanes y las poses de los que los recitan y magnifican, sino de la combinación explosiva y exponencial de trama, texto, rima, voces, tonos, vestuario, decorados, cuerpos, movimientos... todo falso, excesivo, delirante y continuo.

Esta combinación de sobreactuación y entorno irreal resultaría sumamente irreal si se tratase de una obra de pretensiones serias, y puede molestar a quien no se percate de la actitud jocosa e irónica de los pareados de Muñoz Seca y de la "puesta en escena" -que, en este caso, lo es más literalmente que casi nunca- de Fernán Gómez, que no solo no rehúye ni disimula o atempera, sino que acentúa y subraya lo teatral. Es, por tanto, una obra decisivamente "localista" desde el punto de vista lingüístico, ya que quien no conozca suficientemente bien nuestra lengua difícilmente podrá apreciar su caricaturesca ironía, su cariñosa burla de tópicos y convenciones del teatro clásico del Siglo de Oro y de sus variaciones románticas, que en aquella época se sabían de memoria tanto Fernán Gómez y todos sus actores como buena parte del público de cierta edad, conocimiento que se extendía ya, también, a la célebre y perenne pieza de Muñoz Seca.

Es posible que, dentro de la imprevisible y, a mi modo de ver, sumamente irregular trayectoria de Fernán Gómez como director de cine (muy diferente de la que siguió como director de teatro), La venganza de Don Mendo no se corresponda con su porción más personal ni pertenezca tampoco a la más seria, pero me atrevería a atribuirle tentativamente un cierto carácter experimental dentro de la evolución que me parece advertir, intermitentemente y un poco a trompicones, entre los extremos de realismo con que se suele asociar al cine y el irrealismo que, sobre todo desde el punto de vista del propio cine -y de muchos de los que, de un modo u otro, nos dedicamos a él, aunque sea como meros espectadores asiduos-, suele caracterizar al teatro.

Se trata de una dialéctica que, en mayor o menor medida, se puede detectar en otros directores que han ejercido esa función, y simultáneamente además, y no solo sucesivamente, en ambos modos de representación, basta pensar en Ingmar Bergman o Luchino Visconti, aunque los ejemplos posibles son bastante numerosos. Si añadimos que en el caso del perezoso hiperactivo (no creo que ambos rasgos sean incompatibles en absoluto) que era Fernando Fernán Gómez a esa doble profesión añadía las de actor y escritor, por no contar como otra más la de narrador oral, en todas las variantes posibles, desde la improvisación al recitado, en prosa o en verso, parece natural que la elección dentro de ese abanico de posibilidades sea en cada caso, en cada obra, quizá en cada escena, una decisión importante, meditada y a veces difícil o arriesgada, porque caben grados muy distintos y combinaciones de ambas tendencias en muy variadas proporciones.

Si La vida por delante era un poco su variante personal y adaptada a España y a 1957 del neorrealismo y El mundo sigue combina el máximo realismo con el esperpento, parece que La venganza de Don Mendo podría verse, retrospectivamente, como un tanteo intermedio a través de la caricatura del irrealismo. Con esto no pretendo afirmar que Fernán Gómez hiciese consciente y deliberadamente (aunque es una hipótesis que yo no osaría descartar tampoco) ningún tipo de experimentos o ensayos en algunas de sus películas, porque no me consta ni recuerdo habérselo preguntado nunca, pero lo cierto es que no me extrañaría demasiado que le gustase aprovechar cualquier ocasión de dirigir una película, ni siquiera en las que parecen meros encargos y a veces aceptadas con carácter más bien alimenticio, por lo menos para probar alguna idea, ciertos intérpretes o, simplemente, algo que no había hecho anteriormente.

En todo caso, se compartan o no mis sospechas acerca de sus experimentos, fueran planeados o momentáneos y puramente instintivos, lo cierto es que si uno es consciente de que la obra de Muñoz Seca es de intención cómica, o lo advierte a poco de arrancar la película (cosa que facilita todo en ella: los dibujos de Enrique Herreros de los títulos de crédito, los versos, el tono declamatorio, los gestos histriónicos, la artificiosidad multicolor del decorado, con llamas de papel), La venganza de Don Mendo, tal como la interpretan Fernán Gómez, Paloma Valdés, Juanjo Menéndez y un amplio reparto, es una película divertidísima, que mueve a reírse a carcajadas no por una réplica o un diálogo ingenioso, ni por un gag aislado, sino por la conjunción perfectamente armonizada y sincronizada de absolutamente todos los elementos, desde el vestuario, los decorados, los forillos, las armas y todo objeto que toman o dejan los actores, y hasta la música, pasando, claro está, por los desternillantes pero competentemente hallados y rimados versos, el ritmo y la amplitud de la gesticulación de cada intérprete. Puede parecer, a la vista del resultado, algo fácil de conseguir, pero yo apostaría, y la ausencia de precedentes lo hace poco arriesgado, que es algo sumamente difícil, porque termina siendo, como a menudo sucede cuando se bordea tanto el exceso como el ridículo, cuestión de medida, de contención, de buen gusto para no caer en lo zafio, lo fácil y lo chabacano, y... de ritmo. Porque con otro que el que tiene, es dudoso que funcionase tan bien.

En “El universo de Fernando Fernán Gómez”. Madrid : Notorious, julio de 2021

viernes, 11 de octubre de 2024

Los dos Juanes

En memoria de Juan M. Bullitta, amigo epistolar a quien nunca llegué a conocer personalmente


Somos varios, a distancias considerables de edad, criterio, geografía o destino, los que consideramos, sin dogmatismo, de modo abierto y nada tajante - lo contrario hubiese resultado contradictorio -, a John Ford y Jean Renoir como nuestros autores cinematográficos preferidos. No se trata de una elección voluntaria, ni justificable con argumentos que no pudieran parecernos a nosotros mismos especiosos o sofistas; más bien parece irremediable, como si hubiésemos sido "escogidos" por ambos directores - hoy muertos, y a los que nunca conocimos - como admiradores suyos. Se trata, además, de una preferencia relativamente tardía - no, desde luego, de primera juventud, ni de la fase inicial de nuestra pasión por el cine -, sino de una afinidad, en cierto modo, conquistada: hay que alcanzar un cierto grado - por relativo que sea - de madurez, de serenidad, de tolerancia para sentirse más identificado con Renoir o Ford que con Jean-Luc Godard, Nicholas Ray, Alfred Hitchcock o Luis Buñuel, por citar ejemplos muy variados entre los grandes cineastas, para verse mejor "representado" por aquellos dos venerables maestros que por estos, más críticos, románticos, desesperados, líricos, intrincados, ácidos o insondables, más intervencionistas también, más claramente egocéntricos y personalizadores de cuanto muestran, cuentan o abordan, para sentirse más en sintonía con el ritmo, la "respiración", la mirada o el "paso" que caracteriza su cine. Es, además - conviene señalarlo - una predilección que no tiene nada de excluyente, que en nada impide que admiremos casi tanto a otros realizadores, por diferentes que sean, un favoritismo tan asumido como subjetivo e irremediable que tampoco va "contra nadie", y que no implica negar méritos a los que más puedan parecerse a ellos (no se trata, pues, de enfrentar a Renoir con Rossellini, ni a Ford con Hawks, como a veces sucede cuando alguien opta entre Keaton y Chaplin). De hecho, es compatible con que prefiramos una o dos películas ajenas a la que más nos entusiasme de ellos; desde hace varios años ya, de tener que elegir una sola película de toda la historia del cine, me inclinaría por Tabu de Murnau - a pesar de que no tenga claro que sea mejor que Sunrise -, y también por Akasen chitai de Mizoguchi - aunque Shin Heike Monogatari, Sanshô Dayû y Chikamatsu Monogatari no sean inferiores -, antes de llegar a The Wings of Eagles - o 7 Women, The Quiet Man, The Searchers, The Man Who Shot Liberty Valance, How Green Was My Valley, The Long Gray Line y unas quince o veinte más - de Ford y a The River - o Partie de campagne, Le Testament du Docteur Cordelier, Toni, La carrozza d'oro, Boudu sauvé des eaux, French Cancan y otras diez o quince - de Renoir.

Esto indica ya una primera afinidad entre ambos grandes directores, John (o Sean) y Jean: ambos son autores de obra, más que de películas sueltas, y en su copiosa producción abundan las obras maestras, complementarias e indisociables, de tal modo que cuesta trabajo decidir cuál de ellas es la mejor, o, ante la imposibilidad de opción objetiva, cuál es nuestra favorita: de hecho, tal predilección, de llegar a concretarse, puede oscilar entre dos o tres, o ir trasladándose con el tiempo de una a otra. Se me puede objetar que otro tanto, en mayor o menor medida, sucede con varios cineastas de larga carrera y alto nivel medio, como Hawks, Hitchcock, Walsh, Borzage, Buñuel, Sternberg, Griffith, Lubitsch, Mizoguchi, Ozu, Naruse; no lo olvido, y añadiría que puede ocurrir incluso con algunos de obra más limitada, como Preminger, Tourneur, Vidor, Ray, Ophuls o McCarey, e incluso poco numerosa, como Bresson y Dreyer. Pero permítaseme sostener que no es lo mismo no saber exactamente en qué orden admiramos o nos afectan tres o cuatro películas, o que ese orden varíe al hilo de las sucesivas revisiones o de la ampliación de nuestro conocimiento de sus filmografías respectivas y sentir, como sucede con Ford y Renoir más que con ningún otro cineasta para los que sentimos hacia ellos un afecto especial, que estamos mutilando su obra cuando elegimos una película, que estamos falseando o limitando artificialmente su alcance y extensión cuando mencionamos, como acabo de hacer, "solamente" siete; entre las que, escandalosamente para mí mismo, he excluido las generalmente admiradas - y efectivamente admirables - Stagecoach, Young Mr. Lincoln, The Grapes of Wrath, My Darling Clementine, de Ford, o La Grande Illusion, La Règle du jeu, The Southerner, La Chienne, de Renoir, y no he citado Two Rode Together, The Last Hurrah, The Horse Soldiers, They Were Expendable, Donovan's Reef, Young Cassidy, 3 Godfathers, Fort Apache, Rio Grande, Wagon Master, She Wore A Yellow Ribbon, Steamboat 'Round the Bend, The Sun Shines Bright, Gideon's Day, Judge Priest, The Prisoner of Shark Island, The Rising of the Moon, Tobacco Road, Mogambo, Cheyenne Autumn, The Long Voyage Home, 3 Bad Men, ni This Land Is Mine, Le Déjeuner sur l'herbe, La Nuit du carrefour, La Marseillaise, Le Crime de Monsieur Lange, La Bête humaine, Elena et les Hommes, Le Petit Théâtre de Jean Renoir, The Woman on the Beach, Swamp Water, Le Caporal épinglé, Madame Bovary...

Un segundo punto en común es la aparente sencillez del estilo de ambos, que parecen filmar sin esfuerzo, sin empeño alguno de dejar su marca en cada plano, más atentos a la captación de la actuación de los intérpretes que a los brillantes encuadres; lo que no impide, por otra parte, que sus películas sean instantáneamente identificables, e inconfundibles con las de otros cineastas, y es compatible con la evidencia, a poco que se analice, de un alto grado de estilización y elaboración que implica, por supuesto, un prodigioso trabajo subterráneo de puesta en escena, de trasposición y de síntesis, e incluso con una considerable tendencia, por parte de ambos, a la "teatralidad".

Ambos valoraban los planos medios, americanos y generales, y sólo de tarde en tarde, siempre con motivos suficientes, recurrían al primer plano; los dos tendían a filmar en profundidad, con la cámara quieta, y a hacer entrar y salir por los lados del encuadre a los actores. Una vez elegido el marco, dejan que el espacio sea elocuente caja de resonancia de la belleza del gesto.

Tanto uno como otro rechazaron la función expresiva del montaje en sí mismo, y repudiaron siempre cualquier efecto. No deseaban llamar la atención, sino dejar ver y, a lo sumo, guiar la mirada del espectador, pero confiando en su inteligencia lo bastante como para que esas indicaciones no fuesen perceptibles. De ahí que sus imágenes fuesen siempre límpidas y claras, hasta las más complejas.

Las películas de los dos fluyen como ríos: a veces hay rápidos, otras remansos; a punto de estancarse en un meandro, aceleran su curso incesante. Su dramaturgia es reposada, sin golpes de efecto teatrales, sin ansia de sorprender, sin condensaciones artificiales del tiempo narrativo. Los dos desdeñan los clímax, y saben que encadenar uno con otro destruye o diluye el impacto de los tiempos "fuertes", y también que a menudo son los tiempos "débiles", cuando no pasa nada, los más reveladores. Tanto Renoir, más obviamente, como Ford, son artistas de la modulación en el tiempo: en ese sentido, musicales.

Esa manera de mirar y darnos a contemplar, reflexiva y serena, objetiva, emana, sin duda, de su visión del mundo, de su temprana sabiduría, de una tolerancia que, grande desde el comienzo, se acrecentó con el tiempo, la experiencia y las inevitables desilusiones. Por eso saben ambos ser a la vez implacables y generosos, criticando una conducta pública sin por ello negar las virtudes privadas de sus personajes, sin que el cariño o la admiración que algunos le inspiran le ciegue a sus defectos, carencias y limitaciones. Siempre creyeron más en la autenticidad y la veracidad que en la mera realidad y en el naturalismo.

Se revelan así, a final, como cineastas hermanos. No, ciertamente, gemelos o idénticos, pero fraternalmente unidos. Es posible que sean apenas dos miembros de una familia más amplia. No conozco suficientemente la obra de Mark Donskoi, ni sé si las vicisitudes y presiones políticas de su patria se lo permitirían, pero a veces, sobre todo al contemplar La infancia de Gorki, he sospechado que el tercer Juan podría llamarse Marcos.

En La Gran Ilusión nº 4 (primer semestre de 1995).

miércoles, 9 de octubre de 2024

Sleepless in Seattle (Nora Ephron, 1993)

La primera película realizada por Nora Ephron demuestra cierta continuidad con algunos de sus trabajos como guionista, entre los que destaca otra película protagonizada por Meg Ryan, When Harry Met Sally... (1989) de Rob Reiner (que aparece como actor en Algo para recordar).

De gran éxito en Estados Unidos y, en general, entre los espectadores "normales" de todas partes, ha sido generalmente maltratada por los críticos, que no han desaprovechado la ocasión de emplear varios de sus reproches favoritos: para empezar, el más condenatorio, "sentimental"; el resto van en batería, tengan o no alguna base: blanda, convencional, sensiblera, melodramática. Es la suerte que corren ante quienes presumen de "sabérselas todas" y de "estar de vuelta" las películas que osan ser sinceras, sentidas o ingenuas. Hay que advertir que Nora Ephron —ignoro si será hija de los también guionistas Phoebe y Henry— es consciente del riesgo y les da su merecido, reflejándoles en las reacciones de todos los que se asombran o se sienten incómodos ante la emoción que suscita en algunos personajes la visión o el recuerdo de An Affair to Remember (Tú y yo, 1957) de Leo McCarey, película que reivindica explícitamente como ejemplo de sus aspiraciones, citándola pero sin copiarla —ni siquiera en la escena de la cita en el Empire State—, aunque a mí me recuerde más todavía la no mencionada The Courtship of Eddie's Father (El noviazgo del padre de Eddie, 1962) de Vincente Minnelli.


Ni que decir tiene que me resulta simpático que alguien se acuerde en 1993 de McCarey —aunque nos la muestre "cuadrada" y sin Scope en la televisión, y como dolosamente se ha editado en vídeo a impulsos del éxito de Algo para recordar—, pero conviene añadir que se trata de una "elección de precursor" mucho menos superficial y mucho más sincera que la invasión de "caprismo" que ha sufrido el cine americano reciente, de Gremlins a The Hudsucker Proxy. Y que consiga no ser indigna de utilizar la música de la obra maestra de McCarey es ya bastante, pero hay más: Meg Ryan y Tom Hanks —excelentes— llegan a importarnos, porque son vulnerables y corren riesgos sentimentales agudos. Y esto, últimamente, es tan infrecuente como para que merezca señalar el interés de esta película y para seguirle la pista a esta nueva cineasta.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994

lunes, 7 de octubre de 2024

Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981)

¡Qué grande es el cine! (10/04/2000)



Además de uno de los más prometedores arranques de carrera que nos ha ofrecido un cineasta americano en las últimas décadas, Body Heat es una verdadera película de género.

De hecho, se instala en él con una asombrosa sensación de normalidad desde el primer plano: antes de contarnos nada, pese a que - por razones de censura - el cine "negro" jamás nos mostrase nada parecido a lo que se ve - estrictamente contemporáneo - en sus imágenes iniciales, y a que absolutamente nada en la primera secuencia remita ni al thriller ni al pasado, Kasdan consigue milagrosamente restablecer la continuidad perdida y saltar como con pértiga sobre decenios de práctica desaparición del género, que de pronto ha resucitado y nos envuelve, sin que lo dudemos por un instante. Hay nocturnidad, desde luego - una noche bien negra, pastosa -, pero esa es la condición normal del encuentro erótico que acaba de terminar; hace un calor bochornoso, pegajoso, palpable, que hace sudar y brillar los cuerpos y ofusca los cerebros y causa irritación, pero ese factor climático es más bien desusado; la música, muy típica de John Barry en su línea jazzística, tampoco supone una pista, pues no es exclusiva del género en cuestión, aunque contribuye a crear esa tensión y esa impresión de que algo extraño sucede que detectamos en la actitud de William Hurst (memorable, como casi siempre), mirando por la ventana cómo arde un hotel, rememorando el pasado, reflexionando.

Salvo algo tan vago como el malestar, realmente nada designa ya Fuego en el cuerpo como cine negro, y sin embargo nos hemos zambullido en él de cabeza, para no salir en toda la película. Y es curioso que sea así, porque no hay una recreación imitativa, manierista, del estilo del cine negro de los 40, ni tampoco del de los 50, y tardará bastante todavía en aflorar una trama, tributaria - como se dice de ciertos ríos - de Double Indemnity, y en general de las novelas de pasión, o más bien de codicia y deseo entremezclados, que han hecho famoso a James M. Cain, sin que Kasdan le copie exactamente detalles, sino más bien tienda a complacerse en desmarcarse un poco de ellos, desviando más que defraudando nuestras expectativas, jugando con nuestras suposiciones genéricas.

Para cuando surge - o, más bien, se expresa en voz alta -, ya avanzada la acción, la tentación de eliminar al molesto marido de la amante, quien, por lo demás, aprovecharía la ocasión para enriquecerse y que, a ser posible, preferiría heredar toda su fortuna y no sólo la mitad que le corresponde de acuerdo con el testamento, estamos tan metidos en la intriga como nuestro protagonista, que es en el fondo bastante ingenuo y no en exceso perspicaz: aunque él se considere muy listo y avispado, es verdaderamente un bebé inocente al lado de Matty Walker, mujer fatal como pocas, y no metafórica ni sentimentalmente, y sin nada que envidiar a las más peligrosas y seductoras (doblemente peligrosas) de la edad de oro del cine negro.

El tipo que encarna Hurt no es ni siquiera un detective privado, sino un abogado mediocre, que ya se ha pasado de listo y se ha pillado los dedos, sin prestigio ni excesivos escrúpulos, y más interesado por el sexo que por los negocios. Ella (Kathleen Turner en su momento de máximo esplendor) es una mujer más disponible (en apariencia) y evasiva que misteriosa, a primera vista (así lo asume Ned, y actúa en consecuencia) una muy convencional esposa rica y ociosa, insatisfecha y poco acompañada por su marido, enriquecido en turbias operaciones financieras. Su marido no llega a ser un capo mafioso ni un magnate todopoderoso; ella no tiene pinta de ser precisamente inaccesible o inalcanzable. Y entre los dos, irritados por el calor, agitados y aburridos como dos tigres enjaulados, brotan chispas. En fin, podríamos tener una versión floridense y más "clase media" de Nueve semanas y media.

Lo que ocurre es que estamos siendo víctimas, tanto Ned como los espectadores, del efecto telaraña de una doble maquinación; por un lado, la de Kasdan, muy hábil y sutil, que se toma su tiempo; por otro, aunque eso no lo descubriremos de verdad hasta el epílogo, la de la falsa Matty Walker, que no sólo no es lo que aparenta sino tampoco quien dice ser, y que desde el primer momento tiene un plan y está dispuesta a hacer todo lo que haga falta para conseguir salirse con la suya.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (10 de abril del 2000)

jueves, 3 de octubre de 2024

Love Among the Ruins (George Cukor, 1975)

Ignoro —aunque es de suponer que no— si James Costigan escribió este teledrama sabiendo quien iba a ser el director, y no sé si conocería a fondo la obra de Cukor, aunque parece improbable, pero pocas veces se le ha confiado un guión tan adecuado a sus preocupaciones y a su estilo. Porque no se trataba de una elección temáticamente obvia —¿cómo no encargarle My Fair Lady al director de Nacida ayer, A Star is Born y El multimillonario, entre otras?—, sino que para asignar tal guión precisamente a Cukor —mejor que a Mankiewicz, que tenía ya en su haber Mujeres en Venecia, o que a Wilder, que había dirigido Avanti! un par de años antes— hacía falta detectar afinidades más profundas.

Para empezar, más que una historia lo que este maravilloso guión propone es una reflexión sobre el paso del tiempo, el amor y el comportamiento social, estructurada en ocho secuencias indivisibles —salvo la última— en escenas. Es decir, que tenemos nueve escenas —algunas muy largas, sobre todo la inicial, de presentación, exposición y «nudo», todo a la vez, que sobrepasa la media hora— y nada en medio, lo cual, dada la tendencia de Cukor a desentenderse de lo que sólo sirve al desarrollo de la trama narrativa, y a concentrar su atención, en cambio, en las escenas claves, en los enfrentamientos entre personajes (o de uno de ellos con sus recuerdos, sus sueños, sus temores o su soledad), se revela ya como una ventaja, pues elimina de antemano los posibles puntos débiles, los baches de ritmo e intensidad, y contribuye decisivamente a hacer de Love Among the Ruins una de las más perfectas y homogéneas películas de este director. Como, además, los intérpretes que tenía a su disposición eran no sólo excelentes, sino los más apropiados para dar vida a sus respectivos personajes, Cukor —se nota— se volcó con entusiasmo en su realización y pudo tratar a fondo ciertos temas que le afectaban de modo muy particular.


Es, creo yo, su única obra de vejez (pues las dos siguientes no son demasiado personales y la última, Rich and Famous, no tiene de la edad sino la sabiduría y el equilibrio que no todos los ancianos conquistan y mantienen), la que —de empeñarse uno en buscárselo— podría considerarse su «testamento» artístico y vital. Trata, por lo demás con humor y ánimo, de la pervivencia del afecto y los recuerdos, a pesar del paso del tiempo; de la necesidad de no vivir añorando la juventud, por feliz que pudiera parecer, sino de relegarla al pasado al que pertenece y aceptar el envejecimiento; y se nota que todo eso está visto desde una edad semejante a la de los personajes, con conocimiento de causa. Si se ve en blanco y negro, la escueta dramaturgia de la película destaca firmemente el realismo de esta actitud, y el final feliz puede hacer pensar que nada añora Cukor, que no es presa de nostalgia alguna; basta, sin embargo, verla tal como es —en color— para comprender enteramente su postura, quizá más melancólica que la del guionista (sin duda, más joven) e incluso que la de los personajes. Las tonalidades doradas y otoñales, el ritmo pausado —que las elipsis y el brillante diálogo compensan—, la emoción que aportan los intérpretes configuran, a través de la puesta en escena, si se quiere mediante recursos exclusivamente formales y de matiz, la visión personal de Cukor, gracias a la cual Love Among the Ruins es verdaderamente —y no sólo en teoría una meditación sobre el tiempo. Cuestión grave y, si se piensa un poco, destinada a llegar a siempre tristes conclusiones, pero que se convierte en comedia gracias al humorismo de la paradoja: ya que Jessica Medlicott (Katharine Hepburn) finge no acordarse del pasado porque se niega a admitir que ya no es la atractiva joven que fue, sir Arthur Granville Jones (Laurence Olivier) no puede olvidar su ya remoto —pero vigente— fracaso si no consigue superarlo ahora y ya para el futuro —por breve que sea el tiempo que les quede—, y para ello ha de lograr que ella recuerde, le recuerde. Curiosa empresa, sin duda, la de hacer que la mujer amada envejezca por fin para hacer así realidad los sueños tanto tiempo acariciados de la juventud perdida.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

martes, 1 de octubre de 2024

La estrategia del centrífuga

Recuerdos de una mañana (José Luis Guerin, 2011)

Todo hace temer que esta película breve (45 minutos) filmada por Guerin para el Jeonju Digital Project 2011 (compartiendo largometraje con los más veteranos e ilustres Jean-Marie Straub y Claire Denis) en los alrededores de su casa, en la calle Casp de Barcelona, no pueda verse, al menos “normalmente” (si es que puede calificarse de normal la forma en que se puede ver, cuando se puede, el cine español reciente que tiene verdadero interés… no pecuniario), debido a las inquisitoriales presiones de la familia de su protagonista ausente, apenas fugazmente entrevisto y nombrado, y en todo momento tratado con simpatía, emoción y respeto tanto por el cineasta como por los restantes vecinos que comentan el drama del que fueron testigos o tuvieron noticia más tarde, y que aportan anécdotas, impresiones o hipótesis acerca de su vida reciente y su incierto final, sin adentrarse en sus causas próximas o remotas: como, en el fondo, toda muerte súbita, permanecerán siempre en el misterio.

Y es una lástima, porque Recuerdos de una mañana es de lo más (y bien poco hay, a mi juicio) interesante producido en los últimos dos o tres años en un cine siempre anémico pero últimamente reducido a un estado casi comatoso (sin pensar demasiado en que lo peor tiene todas las trazas de estar aún por venir, porque bastante extendida está ya la desesperanza). Tras otras deambulaciones, con numerosos momentos extraordinarios pero comprendo que quizá insatisfactorias para buena parte de los espectadores, demasiado acostumbrados a empresas más rutinarias, tanto en Estrasburgo (En la ciudad de Sylvia, 2007) como en medio mundo (Guest, 2010), Guerin vuelve a Barcelona, como en En construcción (2000) y ninguna más, y nos pinta, entre otras cosas, un retrato de (un rincón de) su ciudad natal, por la que parece sentir – como, en general, cada cual por la suya – una curiosa pero enriquecedora mezcla de amor y odio.

Más aún que un retrato del violinista difunto, al que veía – cuando estaba en Barcelona – desde las ventanas de su casa, ensayando en un balcón, y al que sin duda otros habitantes del barrio conocían mejor, Recuerdos de una mañana (título tomado del subtítulo de la extraña novela Contre Sainte-Beuve de Marcel Proust) acaba por ser el retrato centrífugo del cruce de dos calles y de sus habitantes, procedentes de los más variados lugares y dedicados a muy diversas actividades, entre las que, curiosamente, la más frecuente parece ser la música.

Guerin los interroga, y les hace revivir el recuerdo de esa mañana fatídica y de su vecino Manel, siguiendo para ello un itinerario que puede parecer desordenado – y que hace fascinantemente imprevisible el desarrollo de la película, como sucedía en En construcción o también en Innisfree (1990) – pero que, a mi entender, obedece a una lógica interna, orientada a poner un cierto orden (sin imponerlo) en un relato de varias facetas y tiempos y que, por ello, estaba amenazado de dispersión.

Asombra aquí, de nuevo, la capacidad del cineasta para lograr que los desconocidos (más o menos) se revelen ante su cámara, sin duda consecuencia de esa mezcla peculiar de curiosidad y timidez, de empatía y confianza, que tan fácil parece para él establecer con cualquiera, y que sin duda es lo que le permite sortear tranquilamente las difusas fronteras entre la realidad y la ficción, entre el documento y la narración, y moverse como pez en el agua en ese incierto terreno de nadie en el que ha tendido a desenvolverse el cine desde sus comienzos y hasta que se convirtió en una industria, y muy raramente, en cambio, después. Se une a ello una extraña habilidad para descubrir el actor que (incluso inconscientemente) todos llevamos dentro, y para obtener momentos de veracidad que no son construidos y elaborados de acuerdo con una u otra técnica interpretativa, sino captados al vuelo por una mirada y una cámara singularmente atentas, que son, sin duda, naturales, pero evidentemente provocados y estimulados.

Recuerdo que, hace ya mucho tiempo – debió de ser en torno al estreno de Pierrot le fou (1965) de Godard, es decir, hacia 1966 – el entonces aún ni guionista ni director Manolo Matji, en un bar de la madrileña calle de Galileo en el que a veces charlábamos y bebíamos durante horas algunos inconscientes miembros de la luego denominada “escuela de Argüelles” tras haber coincidido en algún cine de barrio o en el fulleriano decorado del Parque Móvil Ministerial, donde había un curioso cineclub, sentenció un atardecer que la diferencia entre el cine clásico y el moderno (en la terminología de la época) estribaba en que en el primero los planos eran centrípetos y en el segundo tendían a ser centrífugos. Frase o boutade brillante y algo críptica, como las de Godard, a la que nunca he dejado de darle vueltas, pues intuía en ella algo de verdad y nada de azar – en el fondo, venía a significar que en el cine clásico los planos estaban siempre construidos, encuadrados y compuestos, y en el más moderno aparentemente no –; en el fondo, quizá el bueno de Manolo se quedaba corto, y no era sólo el plano el que había pasado del centripetismo de un Fritz Lang, un Hitchcock o un Hawks al centrifuguismo o quizá la centrifuguidad de un Godard, un Rivette o un Skolimowski (todavía no existían ni Garrel ni Akerman).

Recuerdos de una mañana, adecuadamente, me ha hecho rememorar esa frase. He aquí, pues, una película que empieza por el final, sabemos desde muy pronto lo que – en el terreno de los hechos desnudos y esenciales, que suelen ser irreversibles – ha sucedido, y de la que, tras una aparente indagación (nada policiaca, y sin recurrir a flashbacks; no estamos ante un film negro ni un remake de The Barefoot Contessa, 1954, de Joseph L. Mankiewicz o Citizen Kane, 1941, de Welles, que presuponen un difunto célebre), realmente no se llega a esclarecer nada, y que sin embargo es hábilmente narrativa y mantiene un claro suspense, basado – como en Hitchcock, pero de muy otro modo – en las expectativas habituales del espectador. Una película que dura aproximadamente la mitad de lo usual y convenido, y cuya curva dramática, por tanto, apenas llega a establecerse diáfanamente, o desorienta al que la anticipe, como le sucedía al que veía Psycho (1960) por vez primera. Un misterio que no es desvelado, y que por tanto queda eternamente abierto (o suspendido sobre el vacío, como James Stewart al final de Vertigo, 1958). Un “protagonista” aún más ausente y mudo que el de A Letter to Three Wives (1949) de Mankiewicz, reemplazado por una proliferación de personajes (para colmo, “reales”) que ni lo suplantan ni constituyen uno de esos pretenciosos e insignificantes “coros” saineteros tan abundantes en cierto cine español (sobre todo “serio”). Son algunos rasgos distintivos de esta nueva película en la que Guerin sigue explorando – con otros medios, en otros tiempos, y por tanto de otra forma – los misterios que hicieron tan fascinante el cine clásico, demostrando con hechos – y una pequeña cámara digital, sin apenas dinero – que es posible seguir inventando cosas y al mismo tiempo tratar de reencontrar el encanto perdido, sin copiarlo ni remedarlo patéticamente.

En Transit (8 de febrero de 2012)

viernes, 27 de septiembre de 2024

Hipótesis y conjeturas de la máscara y el antifaz

Confieso que siempre me he preguntado, al ver esas misteriosas listas de “best-sellers” que se publican en periódicos y suplementos culturales, para colmo basadas en una muestra tan escasa y sesgada de librerías que difícilmente podría dar lugar a resultados estadísticamente significativos ni relevantes, en cuál de sus dos apartados básicos, “Ficción” y “No Ficción”, deberían incluirse, si por ventura alguna vez sucediese el milagro de que estuviesen los libros de poesía entre los más vendidos. Es posible, hasta probable, que se trate de una curiosidad ociosa por mi parte, quizá hasta impertinente, pero nunca he logrado saciarla ni evitarla, y ello me ha obligado a darle vueltas al asunto, enigmático a mi entender, de las relaciones entre la poesía y la realidad, o si se prefiere, entre la poesía y la verdad, que no son lo mismo aunque a menudo se confundan, y que a su vez son con cierta frecuencia contrapuestas – la realidad y la verdad – a ese arte que se supone intrínsecamente “realista” que es el cine.

No siendo en modo alguno experto – ni siquiera un estudioso – en el campo de la poesía (ni siquiera en el del cine, aunque algunos lo crean), pero sí (sobre todo de joven) ávido lector de esta rama tan “anómala” como antigua de la creación literaria, y también – como, sospecho, todo el mundo, casi sin excepciones, por mucho que alguno se resista a admitirlo – ocasional y prematuro (aunque, eso sí, discreta y prudentemente confidencial, por no decir cuidadosamente secreto) practicante o más bien – ay – “perpetrador”, como diría Borges, del género –¿quién no ha cometido, al menos involuntaria e impulsivamente, un poema indigno de tal nombre, duradera causa de vergüenza y frustración? –, me ha chocado siempre que un poema pudiera (o hasta debiera) ser considerado como “no ficción”, al menos en la medida en que, usualmente – y dado que hoy y desde hace tiempo no se prodigan en demasía ni la poesía épica ni la meramente narrativa –, más que a contar una historia tiende la poesía a expresar – de un modo aparentemente indirecto, expresamente y descaradamente “literario”, no sometido a la retórica o la lógica de lo demostrativo, ni siquiera férreamente sujeto a las normas sintácticas que rigen toda prosa que aspire a ser inteligible – un sentimiento íntimo, casi inefable – o muy difícil de exponer ordenadamente, cuando no inexplicable –, en las mejores ocasiones una suerte de saber o sabiduría intuitiva, que se libra, además, por su misma forma, de la necesidad de justificar, razonar y argumentar las (a veces) lapidarias máximas que, un tanto irresponsablemente tal vez, se plasman sin recato, sean falsas, verdaderas o váyase a saber.

De acuerdo con este modo de entender lo poético, un poema pertenecería, más bien, a la “no ficción”, ya que sería, cuando menos, “verdad”, aunque fuese una verdad exclusivamente subjetiva, íntima, personal, indemostrable, y – lógicamente – no aspirase a la generalidad.

Pero, curiosamente, hay que admitir que también puede la poesía adoptar la forma espacialmente estrecha, de renglón irregularmente breve, que le es propia, e incluso buscar la rima (o al menos el ritmo, la asonancia, la eufonía, la musicalidad… procesos todos ellos que, salvo en el genio fresco, tan raro e infrecuente, y tan poco duradero, requieren de la elaboración, depuración y corrección), y ser un poema un relato, una confesión, un recuerdo, que a su vez sean meramente imaginados, soñados, deseados o temidos, sin responder en modo alguno a la realidad desnuda, sino estar hecho del mismo material que nuestros sueños y nuestras ensoñaciones en vela. Es decir, que la poesía podría igualmente ser “ficción”, y no tener nada de veraz ni de sincera, de confesional ni de desnuda, sino ser el resultado de una “puesta en escena” (es decir, en palabras y cadencias) de convenciones, de sentimientos fingidos, de frases hechas, de tópicos incluso, sin perder por todo ello la posibilidad de ser buena.

Tampoco es imposible ni, de hecho, demasiado raro en el curso de la historia que ambas modalidades o posibilidades de la poesía convivan en la obra de un autor, e incluso que aparezcan combinadas, alternándose o inextricablemente unidas, en el decurso de un mismo poema, de una única sucesión de versos.

Por lo demás, a poco que reflexionemos un poco, la poesía, en lugar de despojada, espontánea, natural o directa, puede revelarse – o disimuladamente ser, sin desmerecer en nada – como un tupido entramado simbólico, una jungla de metáforas o imágenes, que insinúe – cierto – interioridades prosaicamente inconfesables o excesivamente explícitas… precisamente gracias a esa posibilidad de enmascaramiento, ambigüedad o irresponsabilidad que confiere a un poema su liberación de la estructura lógica, de las leyes sintácticas, esa “licencia poética” en que parece residir su más patente diferencia de la prosa, incluso cuando la poesía renuncia – dificultosamente, y más como resultado de un ímprobo esfuerzo deliberado de depuración, poda y sacrificio – a valerse de una jerga artificiosa que, cambiante según las épocas, las tradiciones y hasta las modas, los estilos, las escuelas… y, desde luego, según las lenguas y los países, tiende a aceptarse como “poética” – sospecho que meramente por la frecuencia con que se emplea tal vocabulario en los poemas o, peor aún, porque nadie se atrevería a usar tales giros y palabras sin sentir vergüenza ni temor a ser considerado un cursi, un pedante, un panoli o un afectado, en una conversación normal, en un texto en prosa, en una conferencia, es decir, salvo en un poema –.

Son palabras, cuando no frases enteras, que suenan, hasta si se pronuncian sin el menor énfasis, como “entrecomilladas”, como si fuesen (y a menudo, se sepa o no, lo son de hecho y literalmente) “citas”. El caso es que resultan difíciles de leer sin un involuntariamente irónico retintín que supone casi un comentario crítico automático; en ocasiones parece que su lectura en alta voz sería imposible, porque podría causar hilaridad, no emoción ni conmoción.

Aprovechamos que nadie puede demostrar que hemos querido decir lo que (con toda naturalidad y razón) entiende otro lector, y que hasta podríamos negarlo, con la autoridad incontrovertible que sólo tiene al respecto el propio autor del texto, para achacar ese sentido que nos atribuyen o adivinan a un exceso interpretativo del lector, en su visión subjetiva, para osar insinuar – con precauciones y maquillajes – lo que de otro modo – de forma más llana y directa, más elemental y prosaica – no nos atreveríamos a decir.

Esto hace de la poesía, tantas veces verdad confusa pero vívidamente sentida, sea o pueda ser igualmente una máscara barroca tras la que ocultamos y manifestamos a la vez, como quien arroja la piedra y esconde la mano, como quien es deliberadamente críptico, ambiguo o hasta polisémico, lo que realmente queremos decir sin que se nos pidan cuentas por ello, o sin que nos veamos obligados a rendirlas ni a confesar que era esa nuestra intención.

Trasladar al cine toda esta problemática, la verdad, es relativamente difícil. El adjetivo “poético” aplicado a las películas, a una secuencia e incluso a un plano aislado, no tiene por qué ser un elogio – dudoso, sospechoso, para buena parte del público y de la sedicente profesión o industria, incluso a menudo para la crítica, que lo emplea como un “comodín” que puede ser loatorio o demoledor según convenga o lo precise el contexto – y muy bien puede (o suele) disimular u ocultar una oblicua censura por parte de quien emplea tal calificativo. No es, ciertamente, lo más prometedor, atractivo o incitante que pueden decirme de una película. Y si yo las hiciera, pocos supuestos halagos me intranquilizarían tanto como que me considerasen muy “poético”.

La naturaleza “realista” de la parte de la “naturaleza” del cine que procede de la reproducción fotográfica externa, mera huella impresa de una realidad externa, sea natural y preexistente o, por el contrario, meditada, elaborada y creada (inventada, hasta imposible) ex profeso a partir de “la nada”, hace necesario un esfuerzo aún mayor, más costoso y dilatado, para introducirse en los terrenos movedizos y neblinosos de lo que, no siempre con propiedad, se considera “poético”.

El cine que podríamos calificar de poético, curiosamente, en la medida en que se aparta del realismo y pierde aparentemente precisión, cabría calificarlo – para emplear una palabra en desuso que Borges gustaba de airear – de “conjetural”, como sucede – al menos parcialmente – en la filmografía de D.W. Griffith, Victor Sjöström, Louis Feuillade, Mauritz Stiller, F.W. Murnau, Fritz Lang, John Ford, Josef von Sternberg, Carl Th. Dreyer, Alfred Hitchcock, Max Ophuls, Jacques Tourneur, Robert Bresson, Nicholas Ray, Víctor Erice o Raúl Ruiz (meros ejemplos, por supuesto, hay más, precursores unos y sus continuadores – aunque lo ignoren, inocentemente inconscientes de ello, desde luego sin proponérselo – otros), demuestra que no es quimérica la opción de construir un relato hipotético, en el que sea tan difícil como en la poesía llegar a dilucidar si nos encontramos ante una confesión/divagación/elucubración en primera persona (que sería “non-fiction”), a veces desnuda y “real” o al menos “documental” de un estado de ánimo, una pasión, un vértigo, o ante un ejercicio, más o menos “barroco”, de enmascaramiento, y sea la ocultación pudorosa o de intención seductora, y, por tanto, en ese caso, nos hallaríamos sumidos, hundidos hasta el cuello en los pantanos de la ficción.

Si tratásemos de hacer una relación de los cineastas, o al menos de las películas, que nos atreveríamos a caracterizar de poéticas aunque fuese en un sentido laxo y metafórico, sin duda empezaríamos muy pronto a encontrarnos con problemas de ardua solución. ¿Qué es poético? ¿Y qué lo sería, además, en un terreno como el cine, en el que, desde luego, no bastaría con que hablasen en verso los actores, ni con que se leyesen o contemplasen en la pantalla textos de tal naturaleza?

¿Cuáles serían los motivos, dado el riesgo inherente, que impulsarían a un cineasta a tratar de ser “poético”? Creo que fundamentalmente dos me parecen legítimos en grado sumo, y ambos conciben la poesía como una forma de “liberación”. Una corresponde al autor cinematográfico que aspira a esa libertad – a ser posible, total y absoluta, aunque sea con la contrapartida de aceptar desenvolverse dentro de los límites que impone un presupuesto y un rodaje de escaso coste–. La otra, al realizador que acepta encargos de todo tipo – institucionales, industriales, publicitarios, comerciales – y formato – de un spot o videoclip a un largo, pasando por todos los metrajes intermedios –, en los que, de alguna manera, intenta introducirse, que trata de aprovechar para sus propios (y tal vez inconscientes) fines y seguir elaborando una obra, a pesar de todo, personal, que al menos el director pueda reconocer como propia.

Resumen de la intervención en el Seminario “La Poética del Cine”, organizado por el Festival de Cine Europeo de Sevilla y la Universidad Hispalense (octubre de 2007)