Perdóneme el lector esta leve concesión a la lengua del actual Imperio, y acéptela como un homenaje a la vieja película de Frank Tashlin, con Tony Randall y Jayne Mansfield, cuyo título original podría haberse traducido aproximadamente como: "¿Echará a perder el éxito a Rock Hunter?", pero es que ésta es la gran pregunta que, creo yo, debe plantearse quien sienta, si no admiración plena, cuando menos cierto respeto por el talento de este joven director americano.
Hay, claro, otras cuestiones, quizá previas, que también despiertan mi curiosidad, y a las que sigo sin hallar respuesta, tras mucho cavilar: ¿por qué tanto ruido a propósito de este cineasta, ni más ni menos dotado que otros varios coetáneos suyos, y desde su primera obra?, ¿por qué tanta polémica?, ¿por qué parece imposible la indiferencia o la neutralidad, y se ve uno obligado a tomar partido, a favor o en contra, incluso si uno no comparte el delirante entusiasmo de sus numerosos turiferarios ni se explica tampoco el odio medular que despierta en otros? ¿Qué hay de nuevo, de especial, de extraordinario en su cine para que desencadene tan ardientes pasiones en las aguas hoy plácidamente amodorradas del cine, habituadas a la discordancia no sé si por desinterés o por ausencia de una mínima base común y perdida incluso del "consenso" fundamental que existía entre aficionados, críticos y profesionales de una cierta generación, al menos dentro de los adscritos o asimilados a una cierta corriente de opinión, y poseedores de algo semejante a una "concepción del cine" compartida, aunque pudiesen luego discrepar en el campo más estrecho y personalizado de las predilecciones?
Para tranquilizar a los que, conociéndome y estando normalmente de acuerdo en cierta sintonía conmigo, odien a muerte a Tarantino y se hayan asombrado o alarmado de que, de pasada, haya salido en su defensa, aclararé que tampoco me parece, de momento, ningún genio, y mucho me temo que su éxito instantáneo y desmedido, tanto crítico como comercial, pueda dar al traste con una carrera que se presenta prometedora: no sería la primera vez que algo semejante ocurre. Por lo pronto, y quisiera ver en ello una señal de prudencia y discreción, y hasta de sabiduría por su parte (que no cabría esperar de un hombre tan joven y mimado) y que sus gestos, poses y declaraciones -singularmente petulantes y antipáticas- no permiten considerar posibles, le han obligado a tomarse un respiro y no encadenar una película con otra, como hacen con los cigarrillos los fumadores empedernidos y nerviosos y como tienden a hacer los artistas ambiciosos, tan reacios a desaprovechar la ocasión de encontrarse "en la cresta de la ola", con todas las puertas abiertas de par en par y con tanto poder virtual como cabe imaginar que pueda tener hoy en Hollywood un director.
Si este freno fuera -como quisiera creer aunque no tenga razones suficientes para ello- voluntario y consciente por parte de Tarantino, y no producto de una repentina falta de inspiración o de una prematura fatiga, mi confianza en su futuro se multiplicaría por dos, y empezaría a pensar que, en efecto, puede ser un personaje cuya carrera valdrá la pena seguir con atención y ecuanimidad, dándole margen para que se equivoque -como casi todo el mundo- y esperando con cierta paciencia -es decir, concediéndole más de una oportunidad- que, en tal caso, consiga recuperarse del tropiezo y remontar el vuelo.
He dicho que no comprendo la alergia, el odio, la inquina, la repugnancia y el horror que suscita entre muchos conocidos y amigos míos, y que llega en ocasiones a extremos tan pintorescos y chocantes como el de su colega español Fernando Trueba, que alardea hasta tal punto de despreciarle que pretende -así lo manifiesta en una entrevista- que no le estrecharía la mano si se tropezase con él, después de haber producido algo tan gratuitamente violento y malsano -sin que la torpeza de la realización me parezca una eximente- como Alas de mariposa de Juanma Bajo Ulloa y de haber rodado en Estados Unidos Two Much, película que a ratos parece aspirar a emular Pulp Fiction pero se queda en el nivel de las más sosas comedias de Garry Marshall. Allá nuestro oscarizado director con su mano -que ha dado a gente mucho peor-, pero el rechazo me inquieta cuando procede de personas habitualmente equilibradas y sensatas, que parecen sentirse agredidas por la "Violencia tarantiniana" o, quizá, por su tratamiento ligero y poco dramático, casi humorístico, que les incomoda. Como me preocupa ese desacuerdo, he vuelto a ver varias veces las dos películas de Tarantino, fijándome de un modo especial en ese aspecto -que, a pesar de su fama, apenas me había llamado la atención-, y he de confesar que sigo sin empezar a explicarme por qué escandaliza lo que en Álex de la Iglesia o en ciertos Almodóvar -tipo Kika- encuentran gracioso -y yo no tanto- o no les causa zozobra alguna en Penn, Peckinpah, Scorsese, Coppola, Eastwood, John Woo, Kitano, Kurosawa, Melville, Fuller, Siegel, Phil Karlson, Joseph H. Lewis, Gerd Oswald, Polanski, Bava o Leone, por citar varios ejemplos que podrían servir de referencia o término de comparación, entre otras cosas porque posiblemente algunos de ellos hayan servido de modelos a Tarantino.
Quizá sea oportuno confesar que yo tenía un prejuicio contra Tarantino, antes de ver una sola de sus películas, por culpa del coro casi unánime de ditirámbicos elogios y de premios que saludó a Reservoir Dogs y, sobre todo, de la jeta achulada y las entrevistas suficientes y deliberadamente provocadoras y desdeñosas que concedía a diestra y siniestra, y que me había molestado en leer. Ni siquiera saber que Monte Hellman y Harvey Keitel se encontraban entre los productores ejecutivos de la película y que el primero había supervisado -aunque no sé hasta qué punto- el guión, me animó a verla, cuando por fin se estrenó. En principio, tendí a otorgar un voto de confianza, frente al festival de Cannes y el alboroto fascinado de los que siempre pretenden estar a la última, a los que trataban a Tarantino de impostor e inmoral, de inculto, efectista e irresponsable, de fatuo recién llegado que se permitía alardes pirotécnicos con una técnica que no dominaba y cuyos elementos más vistosos y superficiales había tomado prestados de aquí y de allá, dedicado a una heterogénea y excesivamente ecléctica labor de copista, cuyo caótico resultado trataba de hacer pasar por originalidad estilística.
Para colmo, el azar combinado con una cola demasiado larga para otra película y la imposibilidad de llegar a otro cine me hizo padecer True Romance, dirigida por el poco hábil y sumamente impersonal Tony Scott, pero llena de detalles que hacían presumir que era, al menos parcialmente, autobiografía del guionista, que no era otro que Quentin Tarantino. Como esta película respondía casi al milímetro a la imagen de Reservoir Dogs, que me había formado basándome en los comentarios de sus detractores, di por supuesto que el verdadero autor de True Romance era el guionista, que, para colmo, se declaraba satisfecho del resultado. Así las cosas, sólo cuando se anunciaba el estreno inminente, precedido de sendas polémicas, de otra película escrita por Tarantino, Natural Born Killers, dirigida por Oliver Stone -discutible e irregular, pero indudablemente más ambicioso y dotado que Tony Scott- de un modo que había desatado la ira del guionista, y de la segunda película como realizador de Tarantino, Pulp Fiction, me decidí a ponerme en antecedentes y, con más pereza y resignación que curiosidad o esperanza, fui a ver por fin Reservoir Dogs, que, como "película de culto", seguía en cartel, aunque en horario de medianoche.
Mi sorpresa fue mayúscula, ya que, a despecho de mi cansancio y de la hora intempestiva, pese a su longitud y a su inusual estructura, me interesó de cabo a rabo, sin un desmayo. El tono, equilibradamente a caballo entre el espanto y la farsa, el ritmo trepidante y variable -hábilmente modulado- de la narración, la singular y encomiable precisión de los encuadres y los movimientos de cámara, la ausencia de efectos grandilocuentes y el dominio de la dirección de actores, realmente incomprensible en quien se enfrentaba por primera vez a ellos -en general más veteranos y de mayor renombre y poderío- y para colmo compartiendo con ellos el plano en muchas ocasiones, junto a un sentido del espacio en formato ancho que no cabía imaginar en un novel que presume de haberse formado viendo películas en la televisión y en vídeo -es decir, sobre todo en Estados Unidos, sin que se respeten las proporciones originales, sistemáticamente flat o full-screen-, me encantaron.
Era una película bastante más clásica de lo que esperaba, sin por ello resultar imitativa, ni de prestar atención a aspectos tradicionalmente desaprovechados: el empleo del espacio off y del sonido, las posibilidades de cambiar de ritmo y de tono y de mezclar géneros. Aunque podían detectarse algunas influencias -y no faltan "homenajes" y alusiones-, tenía un estilo propio: tanto las imágenes -no desprovistas de elegancia y con un empleo del color que evoca el de Tashlin y Jerry Lewis en los años 60- como el punto de vista que trasmitían y que el singular tono del relato corroboraba eran, a mi entender, sumamente personales. Y además, cosa rara, no anunciada por True Romance, los diálogos eran excepcionalmente vivos, ingeniosos y auténticos, y estaban muy bien dichos, como hacía mucho que no oía en una película americana.
No encontré razón alguna para considerar excesiva la violencia de la película, a veces mostrada con realismo, pero más en sus efectos -sangre, dolor- que en su impacto -de hecho, del atraco planeado alusivamente en la primera secuencia se salta elípticamente a la huida de dos de ellos, uno desangrándose y agonizante-, pero casi siempre eficazmente sugerida -con ayuda de la cuidada banda sonora y del diálogo-, e indefectiblemente presentada como algo terrible y desagradable, no con el irrealismo caricaturesco y finalmente aséptico o embotador, según las dosis, de ciertos excesos frecuentes desde mediados de los años 60 en el cine americano, del que fueron pioneros, quizá sin percatarse de las consecuencias, cineastas tan admirados, éticos y responsables como Arthur Penn y Sam Peckinpah, o sus continuadores Francis Ford Coppola, Martin Scorsese y Michael Cimino. No hace falta rebajarse a recordar la estúpida serie de Rambo, ni los caricaturescos mamporros de Van Damme y similares, ni remontarse a los primeros spaghetti-westerns de Sergio Leone -antes de Érase una vez en el Oeste y Érase una vez en América- y sus seguidores. Quizá lo que chocaba en Reservoir Dogs era la naturalidad con que Tarantino filmaba, sin retórica ni sermones, sin adoptar un punto de vista explícitamente condenatorio ni aparentar horror, los actos de violencia, olvidando que Fuller -inactivo desde hace demasiado tiempo- hacía otro tanto ya en los años 50.
Esperé con impaciencia la llegada de Pulp Fiction, aunque pensando que podría resultar que en su primera película le hubieran salvado la inocencia y la experiencia de Hellman; pero que en la segunda, tras la resonancia mundial de Reservoir Dogs, podría haberse dejado llevar por la vanidad y caer en las mismas aberraciones de pretenciosidad y efectismo sangriento con coartada en que incurría Stone en Natural Born Killers, por mucho que Tarantino apenas lograse disimular que sentía ganas de estrangular al director de esta infame película. Pulp Fiction me parece, por encontrar algo peyorativo que decir, "más de lo mismo"; es decir, algo sustancialmente semejante a Reservoir Dogs, con escasas novedades. Sólo que es mejor todavía, aunque me sorprenda en menor medida. La materia prima es básicamente la misma, y el tratamiento parecido, quizá un poco más original todavía, más osado estructuralmente -en realidad, es un truco muy simple, y perfectamente "legible" por el espectador más distraído, pero requiere una buena dosis de osadía y no carece de mérito permitirse tal licencia y cosechar, pese a ello, un éxito comercial espectacular-, más extremista en su combinación del humor y la tensión y en la yuxtaposición de colores, digna de Jerry Lewis y de las películas interpretadas por Elvis Presley. El casting es aún más brillante, y la dirección de actores alcanza cimas insospechadas, con apuestas tan arriesgadas a priori como John Travolta -por fin alguien se daba cuenta de que es un buen actor, y lo era ya en Saturday Night Fever y Grease- y Bruce Willis, tan imprevisibles como Uma Thurman, María de Medeiros y Amanda Plummer... de Samuel L. Jackson o Keitel no hay que decir nada, porque están siempre impecables. Pero la combinación de estilos, escuelas, físicos y edades no deja de ser audaz, y lo cierto es que la química entre unos y otros, contra toda expectativa, funciona. Y eso, que me parece innegable, piénsese lo que se quiera de los temas, la visión del mundo o la manera de mover la cámara de Tarantino, demuestra que, cuando menos en esa área, el autor de Reservoir Dogs tiene un talento fuera de lo común, y del que carecen, en cambio, los restantes realizadores de sus guiones, que no parecen captar el humor que hay siempre en sus diálogos o son incapaces de acertar a "representarlos" con el ritmo y el tono precisos, es decir, de "encarnarlos" mediante la elección y dirección de los actores.
Este apartado del trabajo propio de un cineasta digno de tal nombre es, por lo demás, en el que más descuella Tarantino, y al que sospecho dedica más atención y energía. No es, como otros compañeros de promoción, un hombre obsesionado por los efectos especiales y los avances tecnológicos, ni centrado en la obtención de planos espectaculares gracias a la "cabeza caliente" o entregándose al uso y abuso de la steadycam. De hecho, su puesta en escena me parece más sencilla, lógica, rigurosa y precisa que la de casi todos los directores americanos hoy en activo, y si comparte la vitalidad y la energía del primer Scorsese lo hace sin angustia ni desorden, sino con soltura y control, con el placer evidente que le proporciona proponerse hacer algo y conseguirlo, como sucedía con Brian De Palma en los primeros 80, y algunas veces en John Carpenter o Wes Craven. Entre los de su edad o algo mayores, se me ocurren pocos -quizá David Fincher en Seven, James Cameron en True Lies- los que emplean con tanto talento el ancho formato de Panavisión, y ninguno que lo haga, al mismo tiempo, con tanta naturalidad, sin forzar encuadres, ángulos, óptica ni composiciones. Sobre todo, creo preciso aclarar que en modo alguno puede asimilarse la forma de hacer cine de Tarantino con el estilo "epatante" y fatigosamente insistente, mareante y agobiador, que practican por sistema muchos cineastas actuales, y no sólo americanos, lo que antes o después acaba por contaminar incluso a los que parecían ajenos a esa tendencia standard a imponerse al espectador y manipular sus reacciones en base a movimientos vertiginosos y gratuitos de cámara, bruscos saltos de montaje, parpadeos luminosos dignos de discoteca, un apabullante y absurdo ping-pong sonoro en dolby stereo, el uso continuo de música invasora y a altísimo volumen, como le ha sucedido a la interesante Kathryn Bigelow en Strange Days.
De hecho, y aunque no sea una referencia que Tarantino mencione, todo su cine me parece inspirado por una película celebérrima y absolutamente clásica, si bien anómala y hasta relativamente marginal, a mi entender, dentro de la obra de su autor: me refiero nada menos que a Scarface de Howard Hawks, rodada en 1930, acabada de montar en 1931 y estrenada finalmente en 1932, tras conflictos con la censura y el añadido de un pegote moralizante. Este paradigma del cine de gángsters, que todo el mundo ha visto, ha sido acertadamente analizado por Robin Wood como comedia centrada en el comportamiento animal de las personas. Es una contradicción sólo aparente, que refleja bastante adecuadamente el punto de vista adoptado hasta la fecha por Tarantino en sus dos películas, y que puede contribuir a explicar por qué veo en ese filme de Hawks un claro precedente de la combinación de violencia y humor, de simpatía y distancia frente a los personajes -condenables por sus actos, pero a la vez humanos y comprensibles, hasta ingenuos, inocentes, afectuosos y tiernos en su vida privada-, así como de la agilidad narrativa -obtenida mediante una hábil combinación de movimiento y elipsis- que caracteriza las dos primeras obras de Tarantino. Incluso las escenas más "mágicas" y sorprendentes -las únicas que aceptan sus detractores menos extremistas- de Pulp Fiction, como el maravilloso y demasiado breve twist que bailan Travolta y Uma Thurman tienen algún antecedente en Scarface: recuérdese la no menos maravillosa -e igualmente más corta de lo que desearíamos- danza de cortejo entre Ann Dvorak y George Raft.
En cualquier caso, me parece evidente que Tarantino no es un expendedor de fast food fílmico, que no comercia con las tripas y la sangre como el "gore" que tanto le gusta, que no es un chapucero vistoso ni un charcutero del videoclip como su amigo Robert Rodríguez. Cierto que se mueve en un ambiente dudoso, y tiene gustos y amistades poco recomendables, pero las dos películas que ha firmado como director, sin ser tampoco revelaciones tipo Citizen Kane, me inspiran respeto e interés. Y a quien es capaz, aunque no hubiera hecho otra cosa, aunque el resto de ambas películas fuera efectivamente una carnicería abominable e insensata, de concebir y rodar escenas como el mencionado baile -en realidad, toda la escena del restaurante, incluso toda la secuencia de Travolta como escolta-acompañante de Uma Thurman-, o como la angustiosa y al mismo tiempo hilarante búsqueda de un medio para reanimar a Uma de los efectos de una sobredosis, ambas en Pulp Fiction, hay que darle un margen de confianza. Además, como encuentro sus películas mucho más simpáticas e inteligentes que Tarantino, prefiero olvidarme de su autor y de lo que dice, de sus intervenciones como actor en películas ajenas y, sobre todo, de la obra en paralelo de sus amigos, colaboradores y presuntos "ilustradores" y permanecer a la espera de que nos presente su tercer trabajo como director.
En La Gran Ilusión nº 6 (Edición especial 1996)