viernes, 12 de diciembre de 2025

Presentación de la "Colección Miguel Marías"


Este lunes 15 de diciembre, a las 19:00 h., presentación de la "Colección Miguel Marías" (Editorial Confluencias) en la Librería Antonio Machado de Madrid.

Presenta Rodrigo Dueñas, coordinador del presente blog y editor de la colección. Los dos primeros títulos estarán dedicados a Jean-Luc Godard y Alfred Hitchcock.

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ÍNDICE

PRÓLOGO
Jesús Cortés
15
CARTA SOBRE GODARD
[Alphaville]
Inédito, abril de 1966.
21
JEAN-LUC GODARD EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
[Pierrot le fou]
El Noticiero Universal, 5 y 6 de enero de 1967.
31
LO ATROZ Y LO SUBLIME
[Les Carabiniers]
El Noticiero Universal, 3 de julio de 1967.
39
LOS HIJOS DE MARX Y DE LA COCA-COLA
[Masculin Fémenin]
El Noticiero Universal, 16 de agosto de 1967.
43
EL TESTAMENTO DE JEAN-LUC GODARD
[Le Mépris]
El Noticiero Universal, 7 de septiembre de 1967.
47
UNA SOMBRÍA INTRIGA POLÍTICA
[Made in U.S.A.]
El Noticiero Universal, 2 de enero de 1968.
51
UN FILM «NIVOLESCO»
[2 ou 3 choses que je sais d’elle]
El Noticiero Universal, 2 de febrero de 1968.
55
LEJOS Y CERCA DEL VIET-NAM
Nuestro Cine, nº 74, junio de 1968.
59
WEEK END
Nuestro Cine, nº 80, octubre de 1968.
67
MONTPARNASSE ET LEVALLOISE
Nuestro Cine, nº 91, noviembre de 1969.
71
LOS CARABINEROS
Nuestro Cine, nº 93, enero de 1970.
75
EL ESPÍRITU DEL «MUSICAL»
[Une femme est une femme]
Nuestro Cine, nº 97, mayo de 1970.
79
UNE FEMME EST UNE FEMME
Film Ideal, 1970, nº 222-223, 1970.
81
EL SOLDADITO
Nuestro Cine, nº 102, octubre de 1970.
85
LE SPHINX ET LA LUMIÈRE
[Alphaville]
Inédito, comienzos de los 70.
91
UNE FEMME MARIÉE
Dirigido por, nº 31, marzo de 1976.
95
LE NOUVEAU MONDE/IL NUOVO MONDO
Dirigido por, nº 73, mayo de 1980.
97
SAUVE QUI PEUT (LA VIE)
Casablanca, nº 1, enero de 1981.
99
SEÑALES DE VIDA DE JEAN-LUC GODARD
Alphaville Noticias, nº 1, enero de 1981.
103
A VUELTAS CON GODARD
Casablanca, nº 11, noviembre de 1981.
107
ENTREVISTA A JEAN-LUC GODARD
Casablanca, nº 11, noviembre de 1981.
111
GODARD SUPERVIVIENTE
Jean Luc Godard. JC, Madrid, 1981.
135
PASSION
Casablanca, nº 29, mayo de 1983.
159
TIEMPO DE GODARD
IV Festival Internacional de cine de Sevilla, noviembre de 1983.
165
LA CARMEN DE GODARD
Hoja de presentación de Alphaville, diciembre de 1983.
177
FRENTE A GODARD
[Prénom Carmen]
Casablanca, nº 37, enero de 1984.
183
REVELACIONES
[«Je vous salue, Marie»]
Hoja de presentación de Alphaville, junio de 1985.
189
GODARD A LA INTEMPERIE
«Jean-Luc Godard». Filmoteca Regional, Murcia, 1986.
195
MICHEL POICCARD MURIÓ HACE 32 AÑOS
[À bout de souffle]
Circular de L’Ateneu de Olot, nº 18, febrero de 1992.
211
GODARD FOREVER
Nickel Odeon, nº 12, otoño de 1998.
215
VIVRE SA VIE
Texto preparatorio para la intervención en
¡Qué grande es el cine!, 4 de septiembre de 2000.
221
HERMANOS SECRETOS: CHRIS MARKER
& JEAN-LUC GODARD
Texto preparatorio para una presentación en el Festival de Creación
Audiovisual de Navarra, 24 de noviembre de 2000.
223
JEAN-LUC GODARD & JACQUES RIVETTE
Nickel Odeon, nº 23, verano de 2001.
227
GODARD JUVENIL
En torno a la Nouvelle Vague: rupturas y horizontes de la modernidad.
Institut Valencià de Cinematografia, Valencia, noviembre de 2002.
233
TODAVÍA GODARD
Prólogo al libro JEAN-LUC CINÉMA GODARD de Paulino Viota.
Fundación Marcelino Botín, Santander, 2004.
249
MONTAJE ESTRATIFICADO EN EL CINE
DE JEAN-LUC GODARD: TEXTURAS, COLORES,
SONIDOS, TEXTOS, CALIGRAFÍA
Artecontexto, otoño de 2005.
253
VIVRE SA VIE
Inédito, 13 de marzo de 2006.
263
GODARD Y EL TIEMPO
[Vivre sa vie]
El Cultural, 27 de julio de 2006.
265
SANDALED FEET GOING DOWN A FLIGHT OF STAIRS
[Notre Musique]
Defining Moments in Movies: The Greatest Films, Stars, Scenes
and Events that Made Movie Magic. Cassell, Londres, 2007.
269
GODARD, HUILLET Y STRAUB &
LA VELOCIDAD DEL RAYO
Inédito. Versión más reducida en Miradas de cine, nº 62, mayo de 2007.
273
¿POR QUÉ LA S ENTRE PARÉNTESIS?
[Histoire(s) du Cinéma]
Cahiers de Cinéma España, nº 2, junio de 2007.
287
AL BORDE
[Film Socialisme]
Lumière Internacional Godard, finales de 2010.
289
MADE IN U.S.A.
Programa de la Filmoteca, marzo de 2016.
295
SIN ESPERAR A GODARD
Un blog comme les autres, 18 de septiembre de 2022.
297
AN EARLY GOODBYE
[JLG/JLG (Autoportrait de décembre)]
MUBI, 30 de enero de 2023.
303
INTRODUCCIÓN A «INTRODUCCIÓN A UNA
VERDADERA HISTORIA DEL CINE» Y PRESENTACIÓN
DE VIVRE SA VIE
Texto preparatorio para una presentación en la Filmoteca de
Catalunya, 9 de julio de 2023.
307
NO ES OBLIGATORIO
El cine de Jean-Luc Godard: rupturas y aperturas. Universidad
de Lima, noviembre de 2023.
313
BANDE À PART
Inédito, 25 de julio de 2025.
325
FERDINAND CORRIÓ...
[Pierrot le fou]
Inédito, comienzos de los 70.
327


Los libros se pueden adquirir aquí y aquí.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

El extraño caso del Doctor Fausto (Gonzalo Suárez, 1969)

Fausto (a Mefistófeles): «Ahora conozco las dignas funciones que ejerces:
no puedes destruir el todo y procuras aniquilar la parte».
Fausto (a Elena): «...Vivir, aunque sea por un solo instante, es el deber y
la misión más alta que podemos cumplir».
                                                                                       (Goethe)

Destrozando no ya el naturalismo sino, incluso, la ontología de la imagen cinematográfica, el "ojo de pez" a través del cual Gonzalo Suárez contempla la realidad y la ficción —sin señalar las fronteras entre una y otra— le permite no transmitir con su película la ideología dominante en nuestra sociedad. De esta forma, sin pretender hacer un cine político en primer grado, ni en segundo, que sería cómplice de la situación, ni limitarse a reproducir pasivamente —es decir, sin lucha— las apariencias más externas de la circunstancia española, Suárez ha conseguido crear un film libre y original que, de forma indirecta pero precisa, aborda los problemas que nos preocupan a todos a la vez que nos narra una historia fantástica.

En los últimos años se puede observar en el cine el crecimiento de dos tendencias dispares que están confluyendo cada vez con más frecuencia: el cine político y el cine fantástico, unidos con frecuencia bajo el ropaje de la parábola. El extraño caso del Doctor Fausto, como The Big Mouth o EI profesor chiflado, de Jerry Lewis, como El ángel exterminador o La Voie lactée, de Buñuel, como Partner, de Bertolucci o Las margaritas, de Chytilová, es uno de los más altos exponentes de esta tendencia. En mayor o menor medida, cada uno de estos films se niega a someterse a una realidad contra la que está librando una batalla. A esa postura política le responde una postura estética: la destrucción o deformación de la imagen o de la narración, la caricatura, el borrar la línea que separa —en teoría— lo real de lo imaginario. En suma, se penetra en el campo del cine "fantástico", que engloba, a su vez, al cine de terror, al de ciencia ficción, al de la locura. En España, siempre en retraso y retrasada incluso por los que pretenden avanzar pero que para dar el primer paso esperan la llegada del Mesías y no tener que esforzarse para emprender la marcha, este camino, especialmente adecuado a nuestras dificultades para enfrentarnos directamente con la realidad, ha permanecido intransitado hasta que Gonzalo Suárez y Pere Portabella realizaron sus primeros largometrajes, Ditirambo y Nocturno 29, respectivamente. Y Suárez da ahora, con El extraño caso del Doctor Fausto, primera de las "Diez películas de hierro" que está realizando, un paso adelante de dimensiones gigantescas; tan decisivo es este paso que su primer film, hace unos meses revolucionario en nuestro contexto, queda ahora convertido casi en una obra "academicista", relativamente "tradicional".


Porque el Fausto de Suárez no transmite su "mensaje" (llamémosle así, a falta de mejor palabra), a través de la narración más o menos lineal y sutil de Ditirambo, sino, además, a través de las formas visuales y de su impacto sensorial sobre el espectador. De esta forma, como Persona o El ángel exterminador, Suárez se coloca en las fronteras del cine moderno, y se revela como uno de los más audaces y rigurosos exploradores con que cuenta hoy día el cine. Destruida la narración "verosímil" en una serie de episodios oníricos, la película nos presenta la transformación de Fausto en Mefistófeles y de éste en un hombre verdadero a través de la aparición de varios personajes misteriosos, como la Esfinge, el Homúnculo, Perceptrón, Euforión, Helena de Troya, y Margarita, con tal poder de fascinación que la película bordea el cine de terror, pero un terror que no sabemos de dónde procede y que, por tanto, resulta aún más terrorífico. La deformación de las imágenes que produce el empleo del gran angular, el admirable empleo del color, el talento de Suárez para crear escenarios alucinantes con medios económicos muy limitados, el uso de la música, la riqueza imaginativa de todo el film, representan tal avance desde Ditirambo que podría creerse que Suárez ha realizado diez o doce films entre uno y otro. El Fausto representa, evidentemente, una nueva etapa de su carrera vertiginosa, y algo nos dice que cada nuevo film de Suárez representará algo totalmente nuevo y original, que abrirá y cerrará una nueva fase de su desarrollo como cineasta. Sin embargo, si reducimos a su esqueleto esta película, nos encontramos con que el tema es el mismo que latía en Ditirambo: un hombre, aquí el narrador, comenta unos sucesos desde el exterior, pero se le encomienda una misión y durante su cumplimiento se da cuenta de que aquello que en apariencia no iba con él, en realidad le afecta, y va en ello su vida. Es entonces cuando el narrador, convertido en Mefistófeles, renuncia a sus poderes mágicos y sobrenaturales y se convierte en un hombre, seducido por Margarita a lo largo de una delirante partida de ping-pong. El que este personaje esté interpretado por el propio Suárez resulta especialmente significativo si se considera el carácter autobiográfico que cobra el film en sus últimas imágenes.

El extraño caso del Doctor Fausto es un film que, por su novedad, necesita ser abordado sin prejuicios, sin esquemas mentales rígidos. Por eso serían los niños, probablemente, quienes mejor lo comprenderían, pues se dejarían maravillar por sus deslumbrante e inéditas imágenes, sin buscar explicaciones elementales ante todo aquello que ocurre en la pantalla. Si Suárez se ha atrevido a hacer esta película, es necesario que el espectador no se quede atrás, y que tenga la suficiente valentía como para atreverse a verla, y de esta forma emprender un fantástico viaje a lo desconocido. Como dijo una vez Godard, "el que salta al vacío no tiene que rendir cuentas a nadie". Esto es lo que ha hecho Suárez, y lo que piensa seguir haciendo en el futuro, porque para él lo importante es vivir, actuar, crear, pese a los peligros que le acechan y de los que es consciente: en la película, Euforión salta y se mata, porque quiere volar. Pero no olvidemos que si la tierra se hace inhabitable, el que no intente volar morirá seguro.

En El Noticiero Universal (8 de diciembre de 1969)

lunes, 8 de diciembre de 2025

La Nueva Ola no ha muerto

Aclararé, ante todo, para el que haya podido pensar que el título de esta conferencia era una provocación o una "boutade" por mi parte, o no tenía otro objeto que "llamar la atención", que, admitiendo que puedan ustedes no estar de acuerdo, tanto "a priori" como después de escucharme, ésa es precisamente, sin embargo, y por extraña que pueda parecerles, mi más serena y meditada opinión al respecto.

Cumpleaños

El mero hecho de que estemos este año conmemorando un aniversario tan raro como la cuarentena, que los que la cumplen suelen no celebrar con excesivo alborozo, creo que, indirectamente, apunta ya a que el título que he escogido no es del todo exagerado, ni está completamente injustificado. Si, como algunos pretenden, con insistencia digna de mejor causa, la Nouvelle Vague hubiese muerto realmente, ya no cumpliría años; quizá se celebrase o llorase -según los gustos- los años transcurridos desde su defunción.

Pero me parece que no es precisamente el caso: entre otras cosas, porque, si cabe tanto discutir acerca de la verdadera fecha de nacimiento de este, llamémoslo así por ahora, "fenómeno cinematográfico" como convenir en que 1959 parece un año más significativo -estrenos de Les Quatre Cents Coups, Hiroshima mon amour, À double tour, premio de la primera en Cannes, realización de À bout de souffle, que se estrenaría en el primer trimestre de 1960- que 1958, pese a que los dos primeros largos de Chabrol (Le Beau Serge y Les Cousins) y el primer film "público" de Jean Rouch (Moi, un Noir) sean de ese año, todavía nadie ha propuesto, que yo sepa, una fecha en la que se le pueda expedir la partida de defunción. No se celebra el año que viene, que yo sepa, y podría hacerse, el quincuagésimo quinto aniversario del Neorrealismo, pese a que el año 2000 esos serán los años que cargue a sus espaldas Roma città aperta.

Esto parece dar a entender, por lo menos, que -por mucho que pueda estar pasada de moda, moribunda y asediada, o no ser la suya la actitud hoy dominante en el cine mundial- la Nouvelle Vague todavía colea, mientras que el Neorrealismo, con todas las ramificaciones que se le quieran atribuir para prolongar su vigencia, y en el sentido más lato que se le pueda dar al término -es decir, despojándolo de las circunstancias históricas que propiciaron su surgimiento, hasta difuminado en un espíritu o en una ética cinematográfica de enfrentamiento con la realidad circundante-, no pasó, como mucho, de los primeros 60. Y eso, con mucha tolerancia; según los avispados críticos que detectaron ya en 1949 (a partir, sí, de Stromboli, no digamos en Francesco giullare di Dio, Europa 1951 o Viaggio in Italia) una cierta perniciosa "involución" en la carrera de Roberto Rossellini, el neorrealismo fue flor de un día, apenas duró un lustro; si se me apura, para los más puritanos de sus partidarios, casi no existió.

Naturalmente, no es raro que algo que empieza aproximadamente catorce años más tarde, y que protagonizan personas que debutan como realizadores a edades sensiblemente más jóvenes, dure bastante más que el Neorrealismo, al que en algún sentido vino a suceder como posición o actitud de "avanzadilla" (me resisto a utilizar el término "vanguardia", que creo inadecuado para ambos movimientos). Pese a las abundantes bajas sufridas por la generación de la Nouvelle Vague -Truffaut, Demy, Kast, Doniol-Valcroze, como, entre sus antecesores, Malle, Melville, Franju, y hasta entre sus continuadores Eustache y muchos de los más jóvenes epígonos, que no cito para no prolongar la relación luctuosa con nombres en este país desconocidos, pues en su mayoría murieron aquí inéditos-, permanecen vivos, en activo y en muy buena forma por lo menos Godard, Rohmer, Chabrol, Resnais y Rivette, además del marginal y siempre olvidado Chris Marker, que me parece una figura fundamental, casi tanto como Rouch, mientras que de los italianos que fueron un poco sus padres espirituales hace tiempo que Rossellini, Visconti, De Sica o Fellini (la mayoría de los cuales hacía tiempo que había abandonado el neorrealismo, algunos hasta cualquier contacto con la realidad) nos dejaron (como después Pasolini), y el pobre Antonioni, aunque sigue al pie del cañón, intentando hacer cine, y parece más próximo a la visión neorrealista que hace treinta años, no goza de muy buena salud.

El último grupo

Si la Nueva Ola -o, si se quiere, sus restos- sigue en el tajo es, más que nada y para empezar, porque ningún movimiento posterior ha venido a tomar el relevo ni ha conseguido jubilarla.

Casi todos los desembarcos colectivos en el cine que se han producido desde 1959, y fueron muchos los que, casi en cada país, lo hicieron en el curso de los años 60, han sido consecuencias de la Nueva Ola francesa, no diré que imitadores, pero sí grupos más o menos variopintos y desorganizados que la tomaron como modelo y, siguiendo su ejemplo, trataron de abrir una brecha en la cerrada y corporativista profesión -en los países que contaban con algo parecido a una industria y una tradición cinematográfica- o de crear o renovar el cine de su nación.

Sus postulados eran, si no los mismos, al menos muy semejantes, parcialmente equivalentes a los que se le pueden atribuir, no sin cierta simplificación abusiva, a los "jóvenes turcos" franceses. Algunos, como los alemanes congregados en el festival de Oberhausen, firmaron manifiestos; otros fueron, como el (mal) llamado "Nuevo Cine Español" surgido hacia 1963, casi creaciones ministeriales promulgadas por Decreto, mediante ayudas a los nuevos realizadores; muchos eran cinéfilos -aunque ninguno contaba con una escuela comparable a la Cinémathèque Française de Henri Langlois- y bastantes ejercieron, como fase de preparación y calentamiento, también para crear el ambiente propicio y para tomar posiciones en el mundillo del cine, la crítica. Pocos, sin embargo, crearon un verdadero movimiento, con unas bases teóricas mínimamente coherentes, con un programa compartido, salvo quizá el "Cinema Nôvo" brasileiro encabezado por Nelson Pereira dos Santos y Gláuber Rocha, carácter excepcional que no es raro si se piensa que, a fin de cuentas, el arranque de esta revolución pacífica no contó con nada ni remotamente parecido y que, de hecho, bajo la etiqueta-paraguas de "Nueva Ola", inventada por la revista L'Express y rápidamente divulgada por los restantes medios y capitalizada por el Ministerio de Cultura, se englobaron, asimilándolos sin la menor base real, un puñado de cineastas que nada tenían, o bien poco, en común, o no más allá que su afición al cine, su deseo de acelerar el "relevo generacional" al que sus mayores, instalados desde el fin de la segunda Guerra Mundial en el poder, se resistían, y una notable ambición.

Ni siquiera entre los que colaboraban entre sí o intercambiaban funciones después de haber sido vecinos en las páginas de Arts o Cahiers du Cinéma, había grandes afinidades; de hecho, de la multitud de nuevos "autores" que brotaron como setas en los bordes del cine francés, por entonces sumamente anquilosado en una gerontocracia academicista, hasta amigos como Godard, Truffaut y Rivette o Chabrol y Rohmer poco tenían en común; no eran los representantes de un tipo uniforme de cine, sino de tantas variantes como directores, que solían ser, eso sí, sus propios guionistas y que aspiraban a ser considerados como los "autores" verdaderos, si no únicos, de las películas.

Texto preparatorio para la conferencia en el ciclo “La Nouvelle Vague” de la Fundación Marcelino Botín en Santander (21 de mayo de 1999).

jueves, 4 de diciembre de 2025

La terrible levedad del cine europeo

Son tan numerosos y variados los dilemas –no siempre comunes, aunque en parte lo sean, sobre todo los de carácter más económico que artístico– que el cine europeo tiene planteados, en estos momentos desde luego, pero en muchos casos desde tiempo inmemorial, que resultaría agotador tratar de enumerarlos. Supongo que para cualquiera, certifico que para mí. Además, esa relación produciría en la mayor parte de los que hubieran de soportarla una impresión bastante penosa, que temo conduciría, más que nada, al pesimismo y, con él, presumiblemente, a la inacción. Todo seguiría como hasta ahora –todo seguirá, de hecho, probablemente, así, salvo que empeore– y, aunque no todo está mal (o al menos tan mal como se cree o se dice) ni ha de transformarse –y hay aspectos que, por el contrario, deben conservarse y defenderse, y otros que tendrían, si acaso, que ampliarse y reforzarse–, creo que convendría reaccionar con cierta diligencia para que algunas dificultades superables sean efectivamente superadas y, además, para aprovechar mejor las posibles ventajas, cualidades y virtudes que pueda tener la presente circunstancia para lo que yo preferiría denominar “los cines europeos” que el muy heterogéneo, dudosamente existente y hasta definible “cine europeo”, que no estoy nada seguro de que sea deseable.

Lo primero que cabría decir es que lo que pudiera, no sin cierta simplificación generalizadora, calificarse de “cine europeo” goza, dentro de lo que cabe, de bastante buena salud estética, a pesar de lo problemático de su propia existencia física. No quiere eso decir –no se malentienda lo que pretendo dar a entender, o más bien someter a consideración– que un alto nivel de excelencia esté generalizado, menos aún garantizado –¿cómo podría?–, ni siquiera que el promedio del cine que se hace en Europa tenga interés o “se salve”, en su conjunto, dado el peso, la gravedad y la frecuencia de los desastres sin paliativos y de los productos no sólo insignificantes e irrelevantes, sino ni siquiera rentables. Pero creo innegable, salvo que se ponga en el juicio mucha mala voluntad o un desmedido pesimismo, que entre las películas de los últimos tiempos –los diez años siguientes a la celebración del centenario de la primera exhibición pública de una película– una proporción considerable, a veces la más innovadora, desde luego la más variopinta, de la producción mundial es europea. No todos los países gozan de idéntica suerte, que nunca está equitativamente repartida, y algunos tienen una producción tan reducida y un mercado interior tan estrecho que ni siquiera alcanzando un alto nivel medio de calidad parece que puedan abrirse camino en el mundo ni asegurar la continuidad de su esfuerzo. Otros, en cambio, se diría que renacen de sus cenizas, despiertan de un largo sueño (o de una pesadilla) o se sacuden el letargo que siguió al marasmo desconcertante en que se sumieron al derrumbarse el castillo de naipes en el que habían vivido, unos como secretos huéspedes de lujo, otros como prisioneros con ocasionales periodos de libertad vigilada, todos con un cierto sentimiento de clandestinidad que hoy ha terminado.

Desde un punto de vista de poderío industrial y de capacidad comercial, en cambio, el panorama, dentro de la irregularidad antes mencionada, se presenta bastante incierto, por no decir ominoso. Porque el circuito está completamente atascado e interceptado desde fuera: se consigue, al cabo de grandes esfuerzos, hacer cine, a veces valioso, pero no que esas películas se vean en condiciones razonables y circulen lo bastante para asegurar su continuidad. La sensación de tiempo y talento que se desperdician, y la impaciencia, frustración y desánimo de muchos cineastas, son tan palpables como la desorientación de otros creadores o el entreguismo de algunos más, que en ocasiones son mayoría, que, si algún día tuvieron ambiciones artísticas, no tardan en reemplazarlas por las meramente económicas.

Pero hay que examinar las cosas con atención, mirando al menos dos veces cada aspecto de la cuestión, sin dejarnos cegar por su evidencia. Porque algunos riesgos, inconvenientes y aparentes limitaciones, sobre todo desde ópticas interesadas, o ajenas a Europa, son o pueden llegar a ser ventajosas. Por lo menos desde determinados puntos de vista, estos sí quizá más persistentes dentro de Europa.

Personalmente, debo admitir que no tengo necesidad alguna del cine como “pasatiempo”; bastante pocas horas tengo libres al día como para desperdiciarlas con cosas quizá no del todo desagradables, pero nada memorables. Como entretenimientos, prefiero otros: los hay más intensos e incluso más baratos. El cine me interesa como arte; posición que será tan minoritaria como se quiera, pero es la mía; no, desde luego, como negocio –en todo caso ajeno–, industria o instrumento publicitario o propagandístico. Desde ese punto de vista que no pretende ser representativo, pues, no veo la menor urgencia en conseguir que el cine se consolide en ningún país como “sector industrial” o “de servicios”, ni siquiera como integrante de las mal llamadas “industrias culturales”; probablemente, si no existiese un elevado número de pequeñas productoras, las posibilidades de hacer un cine que me interesara y pudiera sorprenderme gratamente alguna vez se reducirían drásticamente, cuando ya me parecen insuficientes, y hasta podrían, en determinados países, desaparecer. Quizá no, aún, a corto plazo, en Francia; temo que muy rápidamente en España, Portugal y hasta Italia o el Reino Unido. Y si los cines de cada país de la Unión Europea se integrasen en una sola industria uniformizada y cuantitativamente “poderosa” en principio, temo que sería casi imposible, y desde luego más difícil, la supervivencia del cine personal, de investigación, de ensayo, de descubrimiento de la realidad que me interesa y que ha constituido una parte sustancial de la azarosa identidad tradicional del cine europeo.

Repasemos, para mejor entendernos, algunos de los conceptos clave mencionados en esta breve introducción escéptica.

Identidad: Puede uno debatir durante años el concepto de cine europeo. No me parece muy útil tratar de definir algo de cuya existencia no hay certidumbre, ni desde luego pruebas fehacientes contemporáneas, y que como objetivo puede dudarse que fuera ni siquiera deseable. Al menos, para todo el mundo. Es posible que para un ruso, un polaco, un rumano o un turco lo fuera, y quizá ellos tengan más fe en la idea de un cine europeo que los países que no sienten tal condición como algo novedoso o dependiente de su voluntad, es decir, para los que el europeísmo o la europeidad no son opciones. No hay que olvidar, en todo caso, que –como todas las generalidades, ésta incluida–, cuanto más terreno tratan de cubrir, menos exactas se revelan: cada afirmación globalizadora podría ser formulada en sentido diametralmente opuesto y con parecido grado de credibilidad. Cualquier rasgo que se postule como específica o siquiera típicamente europeo se verá que también existe en otros lugares, y que la característica más contraria imaginable u observable en la realidad presente también se podría considerar como “frecuente” en Europa. Si descendemos a afirmaciones menos categóricas, descubriremos que nada es exclusivo de Europa, que siempre ha existido tráfico de ideas y formas entre unas zonas y otras, a menudo en ambas direcciones, simultánea o sucesivamente, y que lo contemporáneo se ha dado también en el pasado. También se percibirá que esos trazos finalmente dibujan un retrato de contornos borrosos, en el que pocos se reconocerían.

Sólo la caricatura negativa (quién sabe si propuesta y difundida por sus enemigos, es decir, sus rivales o competidores, y los colaboracionistas dentro de cada país de Europa) permite distinguir verdaderamente entre el cine europeo y el americano. En realidad, entre el americano y todos los demás. No nos engañemos, porque de no existir la posición de dominio que impuso en su beneficio el cine americano en Europa al término de la Segunda Guerra Mundial no nos estaríamos preguntando por la supuesta identidad del cine europeo. Y si no nos dejamos llevar por el afán de simplificación, buena parte de las señas de identidad que podamos atribuir al cine mayoritario, industrial, más conocido, más poderoso (pero no quizá a otras porciones del cine que se hace en los Estados Unidos de América), o proceden originariamente de Europa o también pueden encontrarse (siquiera como remedo) en el europeo; las características más emblemáticamente europeas, cuando no se revelan ilusorias, no son tan frecuentes como se pretende en Europa, donde se han convertido hace tiempo en minoritarias o marginales, y no están vedadas a los cineastas americanos, ni por capacidad ni por gusto. La filmografía de los europeos que –como visitantes o como inmigrantes más o menos integrados, y la gama de casos intermedios es muy amplia– han hecho cine en América, incluso de producción exclusivamente norteamericana, y la de los contados americanos que han filmado alguna vez en Europa o han tratado de afincarse en el Viejo Continente proporcionan abundantes muestras, aunque, a poco que el cineasta tenga algo de verdadera personalidad y se proponga introducir su visión, por muy “americano” que sea, se notará algo que delatará su origen (¿más fría, menos emotiva, o al contrario? depende de quién sea el europeo, tal vez de qué país proceda, o de su carácter íntimo, o de que sepa inglés bien, o de que le guste América con más o menos reservas).

Sí, hay una serie de parejas opuestas, más bien malintencionadas, desde luego grotescas de puro sesgadas y caricaturescas. Pero seguro que el 99% de los europeos sabrían qué rasgo correspondería a cada lado. Y muchos, me temo, en silencio compartirían el dictamen negativo hacia el cine europeo que implican.

Veamos algunas, no siempre en el orden coherente, por no facilitar en exceso la identificación:

-Ancho/Estrecho

-Pobre/Rico

-Físico/Teórico

-Soso/Espectacular

-Sentimental/Frío

-Lento/Rápido

-Dinámico/Estático

-Distraído/Aburrido

-Multitudinario/Intimista

-Centrífugo/Centrípeto

-Lleno/Vacío

-Lacónico/Inexpresivo

-Parlanchín/Callado

-Discursivo/Neutro

-Moralista/Relativista

-Acción/Reflexión

-Ensayo/Relato

-Descripción/Drama

-Reacción/Pasividad

-Exaltador/Deprimente

-Claro/Incomprensible

-Con final cerrado/Con final ambiguo

-Inconexo/Continuo

-Azaroso/Causal

-Funcional/Caprichoso

-Pedante/Coloquial

-Con actores famosos/Con actores desconocidos o no profesionales

Etc., etc. Casi se podría prolongar hasta el infinito, sin que variase mucho la imagen final de conjunto de uno y otro contendiente.

También se puede afinar algo más: por ejemplo, en el cine europeo una película barata puede durar tres horas; en el americano, lo hará más fácilmente, pero estará reservada la autorización de sobrepasar las 2 horas aproximadas a las superproducciones espectaculares y muy costosas.

Pero ¿a dónde conducen estas comparaciones?

Babel: Uno de los rasgos que oponen el cine europeo al “americano” (que han sido rivales y permanecen como contrincantes, dado que Hollywood quiere el 100% del mercado) es la multitud de lenguas (sólo en España, no menos de cuatro y una incomprensible para la mayoría; en la Europa de los 15 eran, creo recordar, 26, y no sé a cuántas se llegarán con los 25 socios actuales, y aún quedan otros en puertas) frente a la lengua única (que tiende a ser la que se emplea, aunque no sea la propia de ninguno de los presentes, en las reuniones, oficiales o no, europeas).

Aparte de la riqueza y variedad que supone –y a todos los europeos, además de aprender las que podamos, nos convendría al menos ser capaces de identificarlas, para lo que no hay nada como familiarizarse un poco con ellas al oírlas en su contexto, como sucede en una película–, de nada sirve caer en la tentación de morder el anzuelo del inglés: casi ninguna de las películas europeas hechas (que no rodadas, o muy raramente) en inglés se estrena en Inglaterra, menos aún en Estados Unidos. Sólo sirve para acentuar o propiciar la estandarización o la aparente uniformidad, cuando precisamente Europa, por mucho que se vayan asimilando usos y costumbres, está libre todavía de ese riesgo de monotonía.

Unos europeos sacan partido y se sirven bien de la sonoridad o musicalidad de sus respectivas lenguas (pienso en rusos, irlandeses, italianos) y en la variedad regional y social de acentos (Gran Bretaña, Francia), mientras que los ibéricos desaprovechamos este factor. Es un valor potencial del cine sonoro, que es el actualmente único que se hace, que no deberíamos desperdiciar.

Fogatas: Evito el término “hogueras” porque no quiero dar la impresión de propagar un fuego, ni de invitar a quemar algo en ellas; desde luego, ni libros, ni películas, ni personas. Quizá fogata reúna mejor la idea de un lugar donde se reúne gente al calor de la lumbre, de un foco que irradia luz y de algo que arde y del que cada uno puede coger una tea o antorcha y llevársela para encender en otro sitio otra fogata. Sospecho que en italiano sería un “falò”, si mi recuerdo de Pavese no me engaña, tal vez en catalán sea “llum”, puede que conviniera buscar en cada lengua la más adecuada. Querría evitar cualquier término académico o formativo, que es a lo que se limitan hoy la mayor parte de las escuelas de cine. En la idea que propugno debiera haber algo festivo. Porque no importan tanto las enseñanzas de los profesores –aunque siempre, al empezar, convenga partir del estímulo de maestros a los que emular y con los que echar raíces en la tradición, aunque sea para luego crecer, que siempre se hace en dirección opuesta–, sino lo que, al reunirse, intercambiar ideas, discutir, aprendan mutuamente los alumnos, unos de otros más que todos de un supuesto “sabio”. Y no quiero caer en anglicismos como “clusters” o “viveros”, más propios de una concepción empresarial o científica que, sin desdeñar ninguna de estas facetas, creo que no debiera ser lo primordial, y menos aún lo único. Con suerte, estas “fogatas” pueden convertirse en focos de creación, pero sería pretencioso considerarlos así de antemano, prematuramente, programáticamente; bastaría con que llegasen a ser hervideros, puntos de ebullición de inquietudes e interés por el cine, la narración, la tradición, la realidad, la ficción…

Entiendo (y no quisiera exagerar, no sería más su función, y bastaría, que la de propiciar) que los Masters de Cine Documental de la Universitat Pompeu Fabra algo han tenido de eso, si atiendo a la cantidad de películas recientes hechas en España cuyos directores, y a veces guionistas, productores, montadores y técnicos en general, han pasado por estos cursos, que ignoro si son buenos o regulares, pero al menos parecen estimular a hacer un cine diferente. Nacidos o afincados en rincones muy distantes, o que han hecho sus películas (no siempre, y eso hay que celebrarlo, documentales) en variados escenarios, no directamente ligados a Barcelona ni limitados a las tierras catalanas, creo que han diseminado ideas, ambiciones y concepciones del cine que se escapan de la rutina; seguramente, entre sus compañeros han encontrado otros que pensaban algo parecido, o han descubierto que aspiraban aún –a pesar de todo– a metas que habían deseado y a las que estaban a punto de renunciar; no es improbable que sus profesores les hayan incitado igualmente a apartarse de los senderos trillados, a “hacer camino al andar”, a ver el cine más como una vocación y una pesquisa que como un oficio o un atajo para hacer fortuna y ganarse una cierta reputación, a ocuparse más de otras imágenes que de la suya propia, a mirar con atención antes de hacer películas vistosas.

Una proliferación de puntos semejantes por toda Europa sería, creo yo, saludable. Y que esos puntos de encuentro y difusión de ideas y aspiraciones menos conformes a las reglas del mercado se internacionalizaran, ampliando el intercambio de experiencias y hallazgos no sólo a diferentes regiones, sino a otros países, más distantes y distintos, multiplicando su capacidad de irradiación, me parecería altamente deseable.

Autores y cinéfilos: Sé que hoy (todavía) no están bien vistos, aunque ya es hora de que se pase la moda (cuarentona ya) de despotricar de unos y otros, significativamente ligados. No se equivocaron los que enlazaron ambos términos cuando desencadenaron la ofensiva, tal vez provocada por ciertos excesos (la egolatría y el ombliguismo de algunos cineastas, el desmadre de ciertas generalizaciones del concepto de “autor” y la idolatría de muchos “fans”) y quizá bienintencionada, pero que hoy, como se decía en aquellos tiempos sesentaiochescos (que son los de mis veinte años, por tanto los verdaderamente míos), antes y después del Mayo parisino (Philippe Garrel ha contado muy bien, por fin, el antes y el después, en Les Amants réguliers), son “aliados objetivos de la reacción”, del sistema, de los productores más miserables, del abuso de posición dominante del cine hollywoodense y sus lacayos y secuaces, del rutinario academicismo deshidratado o “light” de los cineastas funcionariales, de lo que Godard llamó “los profesionales de la profesión”. Porque el cine europeo es, y debe seguir siendo, un marco propicio a la creación y la expresión personal, al estilo individual, a la reflexión íntima, a la autobiografía, al ensayo, donde sea posible aspirar a ser autor sin tener que recurrir al disimulo o la inversión solapada, sin que tenga que verse confinado a la serie B, a la marginalidad, al “underground” o a la “resistencia” sorda de un asalariado de los estudios.

En efecto, a poco que lo pensemos, lo que ha diferenciado siempre el cine europeo bueno del cine bueno americano es que en el primero el autor era la regla, en el segundo la excepción. Y fueron los cinéfilos tanto los únicos que permitieron la supervivencia del cine europeo más interesante, audaz e innovador –aunque no resultase demasiado comercial– como los que detectaron que un cineasta americano, bajo su aparente sumisión a las reglas y los géneros, a las convenciones y las estrellas, haciendo películas de encargo, podía expresarse precisamente por su manejo de los elementos específicamente cinematográficos, los que podía controlar al menos durante el rodaje (los encuadres y la composición, la dirección de actores, la luz y el color, ciertas elipsis, el grado de estilización, la insinuación), y que, por tanto, pese a los obstáculos, podían ser autores “bajo cuerda”. Descubrieron así una forma de conciliar estilo e ideas propias con la realización de películas de intención puramente comercial, las que tendrían que hacer los que no lograsen financiación para sus proyectos. Lo que hacía Luis Buñuel en México, y otros cineastas europeos hicieron en Hollywood, podrían hacerlo en sus respectivos países los directores que se integrasen en la industria, que siempre han sido la mayoría, sobre todo cuando el cine de verdad tenía algo de “industria”, y no era puro artesanado.

Naturalmente, en épocas radicales o de ardor colectivista e igualitario, el concepto de “autor” –como el de artista– parecía excesivamente individualista, cuando no “elitista”, y hacer cine más o menos personal y disidente dentro del sistema parecía mero “posibilismo”, si no una coartada ilusoria, y los amantes del cine una secta de locos muy poco militantes, despreocupados de la realidad social. Los productores, los Estados, la censura y las fuerzas vivas –entre ellas las cadenas de televisión–, los distribuidores y los exhibidores y su gran jefe, la MPAA, podían frotarse las manos. Un par de reformas legislativas “globalizadoras” y “desregulatorias”, como gustan a los neoliberales de viejo cuño thatcheriano que nutren desde hace décadas –y más aún desde 1989– los equipos de cerebros grises (o los “think tanks”) hasta de los partidos supuestamente socialdemócratas, acabarían poniendo en manos de las productoras-distribuidoras los derechos de autor, la propiedad intelectual se vería desplazada por los bien llamados “derechos de explotación” y por la propiedad de los medios no ya de producción, sino de distribución. Si los cinéfilos no se quejan, sólo una débil minoría de los cineastas, progresivamente reducida a la inactividad o confinada a “ghettos” cada vez más estrechos, podría resistirse. En ese camino estamos todavía, y la lucha se desarrolla en múltiples frentes, que los que hacen cine a menudo desdeñan o ignoran. Creen que no va con ellos… hasta muchos de los que no están dispuestos a entregarse al enemigo que les paga.

No voy a argumentar algo que me parece obvio. Me limitaré a invitar a quien tenga alguna duda al ejercicio siguiente: enumere cada cual las películas que le han interesado en lo que va de año, en los últimos doce meses, en dos años o en cinco. Y analice si son europeas o no, y si son o no obras personales.

A quienes hacen negocio con el cine americano y a su servicio les interesa y beneficia sobremanera, como forma de extender su dominio y hacer rentable su ocupación, que desaparezca esa diferencia, esa ventaja del cine europeo sobre el americano, esos que se resisten a la igualdad de los sepulcros blanqueados, al silencio de los cementerios de las ideas, a la estandarización de las fórmulas narrativas y de las formas. Un estilo propio es una infracción, no digamos hacer –como reza el lema más permanente de Godard– “lo que no hacen los demás”.

La ley del embudo: Como siempre sucede en el terreno de la economía –y para quienes el cine no es un arte, ni una cuestión de estilo ni de ideas, es meramente un asunto económico–, las cosas están interconectadas. Todo produce efectos, tiene consecuencias indirectas, repercute a distancia.

Por eso, mientras no desaparezcan por completo la totalidad de las ayudas europeas a la creación cinematográfica, ya aguadas mediante su origen cada vez más regional y localista y por su generalización indiscriminada (toca a menos cuando es para todos, y beneficia incluso al enemigo infiltrado y al colaboracionista), privadas de justificación al dar más dinero al que más gana (no al que más arriesga ni al que más aporta al fondo común), desviadas hacia aspectos no específicamente cinematográficos, procurarán las fuerzas aliadas de ocupación que el cine “disidente” o “nacional” o “personal” que, con dificultad, llega a hacerse, no se vea.

Por un lado, eso permite estrangular económicamente al enemigo. Hacerlo invisible, dificultar las comparaciones, evitar que los colaboracionistas se sientan señalados por esos enojosos “Pepitos Grillos” que demuestran que con poco dinero se puede hacer buen cine, personal y decente. Siempre temen los que tratan de imponer sus reglas que pueda cundir el ejemplo de la disidencia, que los espectadores puedan preferir lo original, lo nuevo, lo sorprendente y lo propio a lo consabido, lo igual, lo esperado y lo uniforme. Hay reducir su cauce: cuanto menos rebeldes haya, mejor. Y si sus películas no dan dinero se deducirá que es que “no gustan”, para así deslegitimizar por completo las ayudas que puedan recibir, contando con que estas, con un poco de campaña en prensa, serán en principio rechazadas por aquellos que no sienten ningún interés por el cine y también por aquellos cuyo único interés es el estrictamente económico (y laboral: una película pobre paga menos y emplea menos gente y durante menos tiempo).

Por otro, con el apoyo generalizado de los medios de comunicación (pertenecientes todos a grupos que son partícipes crecientes en la producción de cine “standard” e interesados por deshacerse de competencia para sus series televisivas y por crear un nuevo “star system” casero, que luego tratarán de imponer en la pantalla grande), establecerán una falsa metáfora democrática, según la cual el público “elige” mayoritariamente ver el cine americano o el que la inversión publicitaria y la promoción del propio grupo multimedia convierte automáticamente en “comercial”. Para ello es esencial que no existan, en la práctica, otras alternativas: al menos en España, la mayor parte de lo más interesante que se hace en Europa y en el resto del mundo (incluso en los Estados Unidos) no se estrena, y las películas más taquilleras son las que el público tiene cerca de casa y copan el 90% de las pantallas (el 100% en los núcleos suburbanos, mientras se destierran las salas de cine de los centros urbanos).

Hasta el raro éxito de una película sin publicidad, que la crítica casi por milagro apoyase unánimemente, se ve reducido por su ausencia de vallas y espacios publicitarios y por su presencia exclusiva en una diminuta sala: aunque aguante en ella un año, la película en cuestión no entrará nunca en el “ranking” de las más taquilleras y sus ingresos totales serán ridiculizados frente a los obtenidos por los grandes éxitos del año. Se ocultará cuidadosamente que quizá amortice su bajo coste, desdeñando por principio todo lo que ha costado poco como “barato”, lo que no sucede con frecuencia con películas aparentemente mucho más comerciales, que han costado tanto y han invertido tanto en publicidad que un éxito espectacular pero efímero no permite amortizarlas por completo.

La exigencia de éxito inmediato (en el primer fin de semana se juegan todo), paradójicamente mucho mayor que cuando los tipos de interés triplicaban o cuadruplicaban los actuales, sirve para expulsar inmediatamente de las salas a las películas estrenadas el viernes sin publicidad alguna, impidiendo que se corra la nueva de su interés a través del “boca a oreja”, el más eficaz y fiable, pero el más lento. Los cinéfilos deberían recurrir al SMS y al correo electrónico para apoyar con la urgencia propia de la situación las películas que les gusten y que quieran que se sigan haciendo. Y debieran evitar, como sugirió hace poco Jordi Balló, por mucho que le intriguen, ver en las primeras tres semanas las películas de éxito garantizado por su precalientamiento y cobertura mediática y por su ocupación masiva de las pantallas.

Este problema, grave en toda Europa, lo es más en España que en otros países, pero no debería oscurecer su versión a escala continental: el espacio único europeo y la libertad de circulación dentro de la Unión Europea no existe más que para el cine americano. Las películas europeas, en general, no circulan apenas en territorio nacional, prácticamente nada en el comunitario. Quizá habría que dotar fondos europeos para constituir una distribuidora de la Unión Europea, con amplia cobertura, y que se ocupara de difundir el cine europeo en otros continentes. Sería más útil que fomentar infraestructuras que sólo pueden utilizar los más poderosos o cuyo objetivo es alquilar platós, material y equipos a superproducciones americanas sedientas de reducir costes.

No creo preciso recordar que el carácter crecientemente “doméstico” de los cines europeos impide que haya estrellas verdaderamente europeas, o que lleguen a ser atractivas en el mundo entero. Aparte de la vieja costumbre (desde el mudo) de contratarlas Hollywood en cuanto consiguen tener algún éxito en Estados Unidos. Ni Catherine Deneuve ni Alain Delon, ni Jean-Paul Belmondo ni Isabelle Adjani, ni Gérard Depardieu ni Emmanuelle Béart en sus momentos de mayor popularidad han logrado que se estrenaran ¡en la vecina España! sus películas, incluso si venían cargadas de Césars y de una taquilla espectacular en Francia.

Géneros: Puede ponerse en duda, si se salva el breve reino de la “commedia all’italiana”, clausurado hace ya cuarenta años, que el cine europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial haya conseguido crear un solo género propio digno de tal nombre, si se usa el término con un mínimo de rigor, dentro de lo que cabe en materia de fronteras tan difusas y que, por su propia naturaleza, es evolutiva y cambiante: por definición, un género, cuando está vivo, se desarrolla y se modifica paulatinamente.

No es raro que así fuese, pese a que Europa es la cuna de casi todos los géneros cinematográficos (salvo el western y el musical) y tuvo una influencia estética determinante incluso durante los años 40 (gracias a Hitler) en varios otros, ya que la industria europea, donde llegó a existir, fue destruida durante la guerra (salvo en Francia) y el mercado fue colonizado (con menor intensidad en Francia) por las majors estadounidenses al término de la contienda, cuando lanzaron cientos de películas retenidas durante cinco o más años sobre unos países empobrecidos, ávidos de distracciones y sin apenas oferta nacional que oponer.

Los países ocupados o agradecidos apenas opusieron resistencia a lo que sus habitantes acogían con fervor y entusiasmo. A partir de ahí, todo ha sido o sumisión o tentativas de copiar con menos medios los modelos hollywoodenses, cuyo éxito, por lo demás, no sólo se debía a su calidad (que a menudo era grande). Era lo que, de repente, más abundaba, tras un largo periodo de ausencia, de forzada abstinencia, de añoranza incluso. Y algunos países (de nuevo, gracias a Hitler y sus émulos o precursores) le habían regalado al cine americano –parece que para siempre– la lengua mayoritaria de sus pobladores.

Los cineastas de mayor renombre, prestigio intelectual o (a escala nacional o europea) más comerciales son los que han creado un género propio: se va a ver, se ha ido a ver, no una comedia, un drama o un policiaco, sino una película de Carl Th. Dreyer, de Ernst Lubitsch, de Roberto Rossellini, de Ingmar Bergman, de Victor Sjöström, de Mauritz Stiller, de G.W. Pabst, de Lupu Pick, de Karl Grüne, de E.A. Dupont, de Gerd Oswald, de Jakob Protazanov, de Alberto Cavalcanti, de Ievgenií Bauer, de Robert Siodmak, de S.M. Eisenstein, de V.I. 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Murer, de Pablo Llorca, de Hans Jürgen Syberberg, de Bernardo Bertolucci, de Marco Bellocchio, de Federico Fellini, de Luchino Visconti, de Jean-Luc Godard, de François Truffaut, de Vittorio De Sica, de Jean Grémillon, de Jean Renoir, de Jacques Becker, de Jean-Pierre Melville, de Éric Rohmer, de Chris Marker, de Claude Chabrol, de Jacques Demy, de Marcel Carné, de Agnès Varda, de Claire Denis, de Chantal Akerman, de André Delvaux, de Jerzy Skolimowski, de Roman Polanski, de Milos Forman, de Jean Cocteau, de Max Ophuls, de Fritz Lang, de F.W. Murnau, de Noémie Lvovsky, de Yulia Solntseva, de Věra Chytilová, de David Lean, de Carol Reed, de Ivan Passer, de Jancsó Miklós, de Alieksei German, de Mark Donskoi, de Tarr Béla, de Georges Franju, de Jean-Louis Comolli, de Philippe Garrel, de Danièle Dubroux, de Benjamin Christensen, de Abel Gance, de Jean Rouch, de Jacques de Baroncelli, de Alfred Hitchcock, de Charles Chaplin, de Robert Bresson, de Edgar Neville, de Jean-François Stévenin, de Leos Carax, de Gianni Amelio, de Alain Tanner, de João César Monteiro, de Paul Leni, de Léonce Perret, de Marguerite Duras, de Michael Powell, de Patricia Mauzy, de Claire Devers, de Andrzej Munk, de Krzysztof Kieśłowski, de Urban Gad, de Robert Hamer, de Felipe Vega, de Mario Camus, de Montxo Armendáriz, de Benito Perojo, de Maurice Elvey, de Florián Rey, de Mario Soldati, de Mimmo Calopresti, de Gustavo Serena, de Llorenç Llobet-Gràcia, de Jerónimo Mihura, de Marco Ferreri, de Pascal Bonitzer, de André Téchiné, de Jacques Doillon, de Robert Guédiguian, de Xavier Beauvois, de Marie Vermillard, de Manuel Poirier, de Leopold Jessner, de Sergei Paradjanov, de Alieksandr Sokurov, de Grigori Alieksandrov, de Giuseppe De Santis, de Mauro Bolognini, de Pietro Germi, de Otar Ioseliani, de Carmelo Bene, de Ettore Scola, de Alexander Mackendrick, de R.W. Fassbinder, de Werner Herzog, de Alexander Kluge, de Luis García Berlanga, de Alain Resnais, de Fernand Deligny, de Hervé Le Roux, de Michael Haneke, de Axel Corti, de Olivier Assayas, de Benoît Jacquot, de Theo Angelopoulos, de Pierre Schoenderffer, de Barbet Schroeder, de Claude Lanzmann, de Jean-Daniel Pollet, de Alain Cavalier, de René Allio, de Nicolas Klotz, de Arnaud Desplechin, de Nicolas Philibert, de Arnaud Des Pallières, de Teuvo Tulio, de Nyrki Tapiovaara, de Gianfranco De Bosio, de Gian Vittorio Baldi, de Vittorio De Seta, de Pedro Almodóvar, de Víctor Erice, de Wim Wenders, de Andrzej Wajda, de Andreí Tarkovskií, de Michelangelo Antonioni, de Vladimir P. Basov, de Aki Kaurismäki, de Ken Loach… Nos gusten o no personalmente, sean monótonos o permanentemente cambiantes, lo que esperamos de una película europea es la presencia de un autor, de un punto de vista, de un estilo, de unas opiniones personales. Incluso cuando no pretendían serlo, o hasta lo negaban (Mario Bava, Raffaello Matarazzo, Terence Fisher, Vittorio Cottafavi, Riccardo Freda, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Dino Risi, Mauricio Ponzi) o, simplemente, no eran “buenos” aunque fueran los autores, los “responsables” de las películas que dirigían (como varios mencionados y muchos más, de René Clair o Gillo Pontecorvo a Jesús Franco o J.A. Bardem). Excúseme la lista, que dista de ser exhaustiva y, aunque no lo parezca, y dentro de mis preferencias personales, es muy selectiva, y en la que faltarán quienes no hayan atravesado mi memoria en unos minutos, así como los muchos que sin duda no conozco y los bastante numerosos que otros apreciarán y yo no, o no especialmente; pero creo que es bueno que los europeos, de vez en cuando, hagamos recuento y recordemos que no han faltado ni nativos de nuestro continente ni personajes que sin salir de él han aportado al cine un buen número de obras maestras o de películas enormemente interesantes (sin contar a los que, nacidos fuera, han recalado algún tiempo por nuestras costas, a veces para no volver a su tierra de origen, y han conseguido hacer gran cine europeo). Si se tiene en cuenta que es mucho más frecuente que en Europa se hagan películas de notable interés, pero que no llegan a sublimes, que resultan un poco frías, que no se diseñan como memorables, además de las muchas que son poco conocidas, porque no circulan o ni siquiera se conservan, estaremos en mejores condiciones para, mirando tanto el pasado siglo como el presente, contemplar el futuro con la falta de complejos de inferioridad precisa para no ser pedantes y actuar con energía. Es muy posible que el cine europeo se venda mal, resulte menos atractivo y prometedor de lo que podría, peque de timidez o de pretenciosidad. Pero hay que pensarlo, ver si es cierto y –si vale la pena– tratar de corregirlo.

Notas preparatorias para la intervención en el II Congreso Internacional de Cine Europeo Contemporáneo en Barcelona en junio de 2006.

martes, 2 de diciembre de 2025

The Grifters (Stephen Frears, 1990)

A los que admiran al director inglés Stephen Frears por Las amistades peligrosas, o por el tríptico Mi hermosa lavandería, Ábrete de orejas y Sammy y Rosie se lo montan quizá les haya sorprendido la incursión en el nuevo "cine negro" que supone su primera película americana, Los timadores. Sin embargo, en ese género empezó su carrera, con la muy notable Detective sin licencia, en 1971, y volvió a él en la inédita The Hit (1984), todavía más ignorada, si cabe, que su excelente obra televisiva, que incluye largometrajes como Going Gently (1980) y Saigon-Year of the Cat (1983), a mi entender mucho más prometedores y convincentes que los que le han catapultado a la fama a partir de 1985.

Parece, además, que la sorpresa ha estado teñida de decepción, y que sus más entusiastas seguidores no reconocen en The Grifters al cineasta "moderno" y provocativo o sutilmente perverso que tan de moda se ha puesto últimamente. A mí me sucede lo contrario, y por fin reencuentro al sobrio y vigoroso retratista, más que narrador, de sus películas inmediatamente anteriores, más atento a la dirección de actores que a los pronunciamientos retóricos, propenso al laconismo más que al enfatismo, y con un estilo modestamente eficaz, sin barroquismos ni subrayados refinamientos. Aunque casi todas las películas exhibidas en sala hayan sido producidas por y para la televisión, lo cierto es que sólo las cuatro penúltimas me parecen contaminadas por el lenguaje y los usos televisivos, de los que se libera de nuevo completamente en The Grifters.


Quizá por no ser un ferviente seguidor de Jim Thompson, tengo la novela que ha adaptado Donald E. Westlake para Frears por la mejor de las suyas que conozco, probablemente porque es la más generosa y menos despectiva para con los personajes, como de costumbre en ese escritor objetivamente miserables y poco o nada simpáticos. Ahora bien, cuando me enteré de que Martin Scorsese había decido producir su versión cinematográfica, me pregunté cómo se las arreglaría, porque narra como mínimo tres complicadas y largas historias, entrelazadas mediante constantes movimientos de retroceso al pasado, procedimiento que en cine conduce a una fatigosa fragmentación, a menudo confusa: no cabe sino elogiar la economía con que Westlake se ha servido de este recurso, reducido a lo imprescindible gracias precisamente a la vocación de retratista, más que narrador, recobrada por Frears, que le permite observar desde fuera, un poco como si fuesen animales, las idas y venidas de sus tres personajes principales y un puñado de secundarios (Henry Jones y Pat Hingle, sobre todo) en un plazo muy breve de tiempo, logrando una película policiaca casi "sin argumento" y en la que, pese a suceder muy pocas cosas, la ominosa sensación de que algo es inminente, de que está a punto de ocurrir algo terrible, es constante, con lo cual la hora y tres cuartos que dura la película, y que en otras manos y con otra construcción se hubiesen estirado agotadoramente, se pasan como un soplo de aire, que nos entrega, como quien no quiere la cosa, el retrato de un ambiente y de los que viven en él, perfectamente encarnados por John Cusack y, sobre todo, por Annette Benning y Anjelica Huston, a los que, realmente, vale la pena ver moverse, porque es un espectáculo: lo dicen todo con sus gestos, con sus manos, con su manera de andar.

En “Todos los estrenos. 1991”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1991.

Colección Miguel Marías

El próximo lunes 15 de diciembre, a las 19:00 h., presentación de la "Colección Miguel Marías" (Editorial Confluencias) en la Librería Antonio Machado de Madrid.

Presenta Rodrigo Dueñas, coordinador el presente blog y editor de la colección. Los dos primeros títulos estarán dedicados a Jean-Luc Godard y Alfred Hitchcock.

¡Os esperamos!

viernes, 28 de noviembre de 2025

El imperio Coppola

Relativamente "exigua" en número de películas —unas 25, aunque varias de duración superior a la normal—, para llevar ya cuarenta años en activo (al menos, si se compara su producción con la de los directores de la época habitualmente considerada hoy como "clásica"), la filmografía de Francis Ford Coppola se cuenta entre las pocas del cine estadounidense que todavía podríamos sin excesivo escándalo denominar "reciente" —el realizado precisamente en estos últimos cuatro decenios: empezó su carrera justo cuando se comenzaba a desmoronar el sistema, todo lo discutible que se quiera, que había hecho y mantenido la grandeza de Hollywood— que admitiría, sin inaceptable hipérbole —de las que tan a menudo suscita o provoca el personaje en cuestión, y no digamos tras su definitiva elevación a los altares en el cincuentenario del Festival de San Sebastián y en las casi sincrónicas votaciones decenales de las mejores películas de la Historia del Cine que organiza la académica revista británica Sight & Sound—, el calificativo de imponente, que con mucho prefiero —pese a su desuso— al de "colosal", a veces retóricamente (o por la creciente contaminación de la crítica por la jerga y hasta la intención publicitaria) aplicado a una obra que, junto a grandes superproducciones, cierto es, cuenta también en sus filas con piezas de normal y hasta relativamente modesto —para lo allí usual— presupuesto, y no por ello menos interesantes, significativas, logradas, importantes, impresionantes o emocionantes (que es lo que importa, más que su coste o su rentabilidad, no digamos su recaudación bruta en taquilla) que las que, por su volumen y amplitud, dominan el edificio —un tanto heteróclito e irregular— que poco a poco, con largos periodos de inactividad o trabajosa preparación y elaboración, ha venido construyendo el cineasta.

Dejando de lado sus otras muchas actividades, más suplementarias que verdaderamente complementarias —desde las iniciales de guionista hasta las hoy casi predominantes de empresario vinícola o promotor de revistas literarias o de información general, ahora Story, antes City; ¿será significativo el salto desde el espacio urbano a la narración?— que se disputan con la dirección su tiempo, su energía y su imaginación, e incluso dejando a otros colaboradores hipotéticos de este número de Nickel Odeon las iniciativas colaterales —como la producción de películas, propias o ajenas, o el "rescate del retiro", más bien tentativo (o quimérico e ilusorio) que real, quizá sólo lograra desempolvarlos de una triste capa de olvido, de cineastas admirados como Michael Powell y su puesta en contacto con otros, tanto ya igualmente veteranos como Michelangelo Antonioni o Kurosawa como (entonces) jóvenes europeos tipo Wim Wenders, Werner Herzog, Hans Jürgen Syberberg o Ivan Passer—, y no porque carezcan en si de interés (desde luego, para el propio Coppola a veces parecen tener más atractivo que su carrera como director), sino con el fin de tratar de despejar el abigarrado campo de visión que se nos ofrece, a primera vista, cuando contemplamos los trabajos (titánicos pero, desde fuera, de apariencia un tanto perezosa) de Coppola en su totalidad o en conjunto: bastante problemática resulta ya la unidad de su obra "personal" como para entretenerse en sus otras múltiples labores, que más bien añaden confusión, dispersión, desconcierto y hasta contradicciones difíciles de conciliar o de abarcar que orden y claridad.

Por mi parte, prefiero no tomar tampoco en consideración los impersonales subproductos que hizo más como meritorio o aprendiz que como autor, estos sí exageradamente carentes de los mínimos medios indispensables para llevar a divertido, si no buen fin, tan disparatados proyectos, evidentemente más ajenos que propios y, en todo caso, de muy leve interés (incluso como precedentes de algo por venir) y, por suerte, sin continuidad. Y no, conste, porque haya de avergonzarse de ellos ni deba el espectador procurar sortearlos, sino porque creo que a los artistas hay que valorarlos por lo mejor que hacen —sin excluir lo fallido, mientras sea también interesante o personal—, no por cuán bajo hayan sido capaces de caer, y menos todavía si esas insuficiencias o esos desfallecimientos lamentables se sitúan al arranque o al final de su carrera. Dejo a otros la colección y exhibición de "antecedentes penales", a menudo pistas falsas en cuanto al carácter de sus casuales perpetradores aprovechadas como arma arrojadiza por los envidiosos (conscientes o no de ello).

Lo primero que puede decirse es que, al repasar la obra cinematográfica en sentido estricto de Coppola, sea en el recuerdo, sea —mucho mejor— exponiéndose (uno y su memoria) de nuevo al impacto de las propias películas, la sensación predominante es, junto a la de riqueza, de confusión, desorden y hasta cierto agobio.

Parece difícil restablecer un mínimo principio de unidad, de identidad, hasta de orden, con las películas variopintas y multicolores que tienden a etiquetarse bajo el triple nombre de su "autor", Francis Ford Coppola, acto hoy ya reflejo en la mayoría de crítica, hasta cuando nada invita a semejante atribución en una filmografía, y para el que en este caso, de todos modos, suele haber base sobrada: normalmente (aunque hay excepciones), la iniciativa es de Coppola y el control también, por lo menos durante el rodaje; firme o no (y tiende a hacerlo, como guionista sindicado que fue antes de verse "promovido" a realizador), suele escribir los guiones o participar activamente (y, desde luego, casi siempre con derecho a la última palabra) en su elaboración o trasformación, incluso con anterioridad al rodaje (y no digamos en él, ni, para colmo, en el montaje, la sonorización, etc.); las decisiones últimas las toma él también, y suele ser su propio productor, con lo que rara es la ocasión en que ha logrado imponerle sus términos el poderoso estudio que financia o distribuye (o ambas cosas) sus caprichos, obsesiones y tablas de salvación (que de todo hay en su filmografía), aunque también pueden encontrarse encargos ocasionales (como el primer Padrino, el de 1972) de productores (en aquel momento, hoy casi ninguno lo sigue siendo) muy poderosos; a menudo emplea a parientes varios en los equipos técnicos y artísticos, incluso cuando no parece evidente (la actriz Talia Shire se apellida realmente como Francis Ford, y es su hermana), y en varias ocasiones su padre, Carmine, fue el autor o el arreglista o el director de la música, o (cuando Coppola logró fichar a Nino Rota) parte de ella; de lo contrario, tiende a utilizar una y otra vez a los mismos, los que se han ganado su confianza.

Ni siquiera ayuda a poner un poco de orden el no muy riguroso juego al que Coppola se dedicara durante algún tiempo —no queda claro desde qué momento ni anunció cuándo había renunciado a dar esa clave, quizá por no estar muy seguro o haber cambiado de opinión—, consistente en firmar con su nombre íntegro las películas que consideraba más personales, y eliminar su middle name y firmar solo "Francis Coppola" en las que eran más artesanales o respondían a un encargo (o tal vez no le dejaban plenamente satisfecho), es decir, a las que no reconocía —guiño a sus discípulos, exégetas y otros "iniciados"— como completamente "suyas".

Con todo, creo que, sin pecar de injusticia, cabe atribuirle sin remilgos la responsabilidad de todas sus películas, para bien o para mal. El aparente o efectivo (siempre dudoso y discutible, al menos relativo) grado de libertad del artista tampoco es un criterio que lleve muy lejos en esta tentativa de poner orden y claridad donde ni lo uno ni lo otro abundan en demasía, como puede comprobarse al observar que las películas más apasionantes, logradas o sonadas de Coppola se reparten más o menos equitativamente entre las que pusieron en marcha otros y luego le encomendaron su realización y las promovidas desde su mismísima concepción por FFC, sea en solitario o acompañado de algún socio, acólito o cómplice, y sean éstos ocasionales o amigos de toda la vida.

La confusión reinante es, pues, notable, como lo son los contrastes de tamaño, tono, estilo, ritmo o enfoque. Visto negativamente, podría hablarse incluso de caos, de un magma confuso e informe, aunque no sé que pueda exigírsele otra cosa a un artista: bastante tiene con hacer su obra como para ponerle orden y garantizar su coherencia; sería añadirle cargas y problemas para exclusiva comodidad y conveniencia de críticos, historiadores y estudiosos, con el agravante de hacer al autor más consciente de su propio "ego" de lo que suelen serlo.

En todo caso, sería difícil negarle a Coppola personalidad; pero no sería fácil, en cambio, definir su estilo como algo coherente y evolutivo, como ese "algo" indefinible —pero más o menos descriptible— que, a pesar de sus adaptaciones a las reglas y convenciones de cada género, de las limitaciones o los excesos que permite cada presupuesto y de las tendencias o modas que son de "curso legal" en cada época, conserva siempre un cierto "aire de familia". Sus intereses y preocupaciones son de lo más amplio y variable, y si su temperamento puede considerarse como "obsesivo", lo cierto es que no tiene una obsesión excluyente, sino varias a menudo simultáneas, y por ello no puede describírsele como monomaníaco ni monotemático, y mucho menos tacharle de monótono. Podría tomarse esta diversidad de enfoques como una demostración de su espíritu independiente y experimentador, o indicio de un cierto afán por explorar nuevos territorios y rehuir la repetición (y con ella la tentación del perfeccionismo y de la autocorrección permanente), pero temo que a costa de incurrir en hipérboles o meras exageraciones, y no conviene sumar las del observador a las ya patentes en el objeto de nuestro estudio, si de veras tratamos de introducir un poco de orden y sistema, de arrojar luz sobre una carrera que parece presidida al alimón por el capricho y la pereza, el entusiasmo y la duda, la ambición y la modestia, la publicidad y cierta huraña vocación eremita, la autoafirmación y la inseguridad, la megalomanía y los complejos de inferioridad cultural frente a Europa, la fobia a verse encasillado y la tentación de regresar al lugar del "crimen", según una pauta esquizoide nada infrecuente entre los cineastas de su generación, y agudizada en los americanos.

Sin duda, es Coppola un personaje complejo, contradictorio y... poderoso. Esto último le permite cambiar de opinión con relativa facilidad, cancelar un proyecto en marcha —pese a lo mucho ya invertido—, rehacer parte de lo rodado o eliminarlo en el montaje, ocultar lo que hace o permanecer alejado del plató durante años, renacer de sus cenizas y recomponer su imperio después de haberse endeudado y arruinado —ha quebrado varias veces—, triunfar sin que el éxito le suponga un estímulo o un acicate o perder sin por ello desanimarse apenas ni, menos todavía, rendirse o hundirse definitivamente. En resumen, ha conquistado la infrecuente opción de contradecirse.

Y en la medida —dudosa en cuanto a la fidelidad, precisión y proporción, pero innegable— en que sus películas, casi inevitablemente, reflejan al menos una parte (o parte de una faceta) de su manera de ser, no es raro que parezcan, sobre todo a primera vista, como heterogéneas y hasta incompatibles no sólo al comparar unas con otras, sino hasta algunas de sus secuencias entre ellas, dentro de una misma obra, como sucede, con mayor o menor intensidad, en creo que todas, con la excepción de, quizá, el primer (y por entonces único) Padrino.

Quizá no sea fácil, a partir de esas pistas, hacer un retrato-robot del personaje —lo cual tampoco es imprescindible—, y alguna de sus películas, de carecer de títulos de crédito, dudaríamos en atribuírsela de inmediato y sin la menor duda (como sucede, en cambio, casi sin excepción, en el caso de Hitchcock, o igualmente, aunque de forma algo menos patente e instantánea, en los de Hawks o Ford), pero eso no equivale tampoco, ni mucho menos, a insinuar que sean anónimas; gusten o no, adocenadas y convencionales sí que no son, y ni sus trabajos más "alimenticios" o "recaudatorios", que normalmente ha hecho suyos a partir de 1972, podrían en justicia tildarse de impersonales.

Quizá la descomposición del propio sistema de Hollywood, a la que asistió, y no como mero espectador o crítico distanciado —regocijado o agorero, tanto da—, sino desde dentro, desempeñando —como otros muchos cineastas de su generación, que entonces eran, en mayoría, jóvenes aprendices y debutantes, dedicados a olvidar mediante el ejercicio práctico las generalidades teóricas que habían estudiado en la Universidad— los más variados cometidos en la "factoría" de Roger Corman, marginal y paupérrima pero totalmente mainstream y tributaria del estado general de la industria, sea el origen de esta cacofonía, que es posible que hasta cierto punto sea voluntaria, o al menos asumida, como parte de una táctica para sobrevivir: abrirse camino, primero, y luego mantener las posiciones conquistadas, en un entorno ferozmente competitivo y en el que la publicidad, el culto a la personalidad —y, por tanto, el autobombo— estaban a la orden del día, por lo que la situación aconsejaba ser astuto y camaleónico, jugar con la ventaja añadida de la sorpresa, del ataque relámpago en el punto más inesperado e incluso, si se terciaba, más distante de la zona de operaciones en la que se había detectado su presencia por última vez.

Esto hace que no pueda ni deba disociarse la actitud variable de Coppola de unas circunstancias muy determinantes y que no cesan de cambiar, con creciente rapidez y de la forma más drástica, ni de la desorientación —al menos temporal— que tales mutaciones súbitas y radicales producen. Si su trayectoria parece errática y despistante no es solo por afán de borrar las huellas y de quitarse de encima a los competidores, o de obtener una difícil primicia en algún nicho inexplorado o provisionalmente no ocupado. Quizá no consiga imponer sus reglas improvisadas o particulares a la industria del espectáculo ni siempre logre negociar con éxito y en beneficio propio (o mutuo) con las grandes compañías financieras y distribuidoras, pero desde luego obliga a que los que le seguimos con interés, curiosidad y atención tengamos que movernos, en lugar de permanecer quietos y utilizar una misma vara de medir, el mismo rasero que para sus otros colegas (ni siquiera Martin Scorsese, Steven Spielberg, Brian De Palma, George Lucas o Terrence Malick, no digamos John Milius, Robert Duvall o Carroll Ballard, mucho menos asiduos).

Y parece claro que no se puede analizar El Padrino (y me refiero ahora a la trilogía, no a su primera entrega) del mismo modo que Apocalypse Now —la de verdad o la reciente versión Redux, más bien Redundante y Reconducida, en todo caso, hacia el gusto corralero del día—, mucho menos que Jardines de piedra o La conversación, o Peggy Sue se casó y no digamos The Rain People; ni siquiera películas que aparecen emparejadas entre sí, como Rumble Fish y The Outsiders, obedecen al mismo planteamiento ni permiten la misma clase de lectura durante la proyección o de análisis tras ella.

Las primeras películas algo personales de Coppola, excesivamente permeables a los gustos del día como para que puedan defenderse (o incluso disfrutarse) en su integridad —y menos aún hoy que entonces, pues su comunión con las modas de los últimos años 60 las hace irremediablemente anticuadas, aunque también las convierta en documentos históricos y explique sus defectos principales—, pese a que You're a Big Boy Now! y Finian's Rainbow tengan ciertos valores y The Rain People sea, en algún sentido, admirable, no son base suficiente para que nadie hubiera podido anticipar que Coppola fuera capaz de hacer algo ni remotamente comparable, en ningún sentido, con The Godfather.

Porque es otro el cineasta que surge con esa película, del mismo modo que Otto Preminger no se manifiesta plenamente hasta Laura. Incluso sorprende el (a la postre, indudable) acierto de la Paramount al encomendar tal superproducción a un director casi novato que, para colmo, no había dado la menor muestra de aptitud o siquiera afinidad con el género, corriendo un riesgo que hoy probablemente ninguna compañía estaría dispuesta a asumir ni sus propietarios finales a dejar que llevara a la práctica, incluso si el director tuviera a su favor algún éxito de taquilla que hasta entonces Coppola no había cosechado todavía.

Porque El Padrino supuso en 1972 —y hoy se ve con mayor claridad— un insospechado rebrote del más perfecto y aparentemente natural y espontáneo clasicismo, de una solidez que ya por entonces parecía perdida hasta como posibilidad para el cine americano, y que se producía, para colmo, en el terreno más insospechado y menos propicio, el de la gran superproducción basada en un bestseller que, para colmo, tocaba temas espinosos y aún latentes (y hasta presentes) y que exigían, para que la película resultase convincente, un alto grado de violencia. No era cuestión de darle un enfoque mítico y abstracto; daba igual que la acción se centrase en 1946, porque lo que Coppola —siguiendo a Mario Puzo— cuenta era todavía entonces —como hoy, treinta años más tarde— de actualidad, no solo historia o leyenda.

En efecto, ¿quién podría imaginar siquiera, no digamos creer si lo pretendiese alguien sin que nosotros mismos pudiéramos verificarlo, que un joven y algo blando cineasta, sin experiencia suficiente, y en su primera confrontación con tal tema, con una época en la que apenas había nacido y con una cantidad de medios y de fondos que superaba a la suma de los de todas las películas anteriores en las que se había visto implicado, iba a ser capaz de superar a todos sus precursores, por muy ilustres y clásicos que fueran, y darnos a esas alturas de la historia la que es la mejor y más profunda de las películas de gángsters, mejor incluso que la precursora y definitiva Scarface?

Cabe preguntarse cómo es tal fenómeno posible —en ningún otro género ha sucedido nada ni remotamente semejante, y hay mejores directores (o al menos tan buenos como Coppola) que no han tenido tal fortuna en sus incursiones en otros territorios archibatidos por el cine de la gran época—, y cómo ha sido capaz Coppola no ya de superar la prueba con honores sino de lograr una obra tan admirable y que tan asombrosamente resiste los asaltos y la marea erosiva de los años: no hay que olvidar que el primer Padrino tiene hoy más a sus espaldas que Stagecoach (La diligencia, 1939) de Ford cuando la vi por primera vez en 1964.

La primera deducción es que algo de lo que contaba Puzo lo llevaba dentro también Coppola, quizá rechazado o ignorado, tal vez olvidado, y que la novela que tenía que adaptar se lo hizo revivir, asumir y reimaginar artísticamente por un doble motivo: para no ser injusto con los suyos y para no resultar completamente inverosímil. Se produce, pues, un encuentro de Coppola con sus raíces italianas (probablemente dormidas, si no denegadas), que tendría consecuencias para el resto de su carrera, reintroduciendo poco a poco la familia tradicional, la lengua de sus padres y hasta referencias cinematográficas insólitas en el cine americano.

Lo segundo que llama la atención es que no se trata de una película basada a su vez en otras películas, como hasta cierto punto cabía esperar. No creo que Coppola se dedicara a revisar la historia del cine de gángsters; y si lo hizo fue, creo yo, para rectificar algunas deformaciones y para evitar repeticiones o copias inconscientes, mimetismos automáticos y atajos fáciles. Nada debe The Godfather a sus precursoras, aunque sean —hoy tras ella, hasta entonces incontestadas— las obras maestras del género, o más bien "subgénero" (ya que se trata, en realidad, de una provincia del más vasto y difuso imperio del cine negro).

No quiero decir que sea imposible detectar alguna huella de otros realizadores en el primer Padrino; se pueden y deben ver, por ejemplo, las de Griffith —ignoro si Coppola había visto The Musketeers of Pig Alley (1912) de D.W. Griffith, pero es la película en la que más me hace pensar, mientras la veo, la trilogía de El Padrino— y John Ford, y hasta ciertos procedimientos —refinados y mejorados— se dirían tomados de David Lean... o de William Wyler.

Ocasionalmente, cabe detectar la sombra de Frank Capra (no en vano ¡Qué bello es vivir! tiene elementos de cine negro y hasta denuncia el caciquismo y el dominio del crimen organizado que se daría en un mundo sin personas como el protagonista, George Bailey, y también los había en otras obras suyas de 1931 a 1948). Pero no las hay del cine "negro" ni de los semidocumentales sobre el gangsterismo y su represión de los años 30, 40, 50 o 60. Desde Sternberg, Hawks, Wellman, Curtiz, Lloyd Bacon, Mamoulian, Walsh, Keighley, LeRoy a Dassin, Kazan, Anthony Mann, Fritz Lang, André de Toth, Allan Dwan, Frank Tuttle, Wise, Robson, Dmytryk, John Berry, Litvak, Robert Aldrich, Siodmak, Fuller, Jacques Tourneur, Lewis Allen, Preminger, Don Siegel, Nicholas Ray, John V. Farrow, John Cromwell, Lewis Milestone, Lewis B. Seiler, Ulmer, Orson Welles, Stanley Kubrick, Phil Karlson o Joseph H. Lewis, todos parecen deliberadamente evitados como referencias plásticas y hasta estructurales. El enfoque es nuevo, y no solo por el color; y se aparta no sólo de los modelos clásicos, anónimos o famosos, sino también del aspecto decorativista del "subgénero retro", tan de moda por esas fechas y representado por El Gran Gatsby, adaptado de F. Scott Fitzgerald por FFC que dirigió Jack Clayton, el remake de Farewell My Lovely (Adiós, muñeca) de Raymond Chandler que realizó Dick Richards en 1975, The Way We Were (Tal como éramos, 1973) de Sydney Pollack o la visión kazaniana de El último magnate de Fitzgerald.

Lo que Coppola consigue, sin que nadie pareciese advertirlo, quizá por producirse en el centro mismo del sistema hollywoodense, en una obra de gran presupuesto y destinada a ser un espectacular éxito de taquilla coronado por los premios de la Academia, es el ejemplo perfecto de lo que, restringido a la exigua parroquia de los previamente convencidos, se consideraba y predicaba unos años antes —muy pocos—, y todavía por entonces, como el ideal de un cine "social" y "político" o al menos "comprometido" y "responsable", es decir, una representación distanciada, reflexiva, brechtiana, que analizase el funcionamiento y las implicaciones de los intereses, grupos y mecanismos en juego o en conflicto en el proceso de evolución histórico-económica de una sociedad concreta, corroída por una corrupción multiforme y en incesante mutación de formas, rostros y métodos, de la que, nada casualmente, el gangsterismo ha sido reiterada metáfora, con antecedentes ilustres que se remontarían, como poco, a La resistible ascensión de Arturo Ui de Bertolt Brecht y El testamento del Doctor Mabuse (1932) de Fritz Lang.

Uno de los rasgos destacados de los Padrinos estriba en que Coppola elude la mitificación o poetización de los gángsters, incluso su justificación sociológica y victimista, pero también su caricatura meramente negativa y esquematizadora, despersonalizada; desde los más poderosos a los más insignificantes y adocenados, casi todos son presentados inequívocamente como delincuentes sin escrúpulos ni freno, sumamente peligrosos y despiadados, capaces de matar a quien pueda ser un obstáculo, un desafío o un peligro, un mal ejemplo, un precedente indeseable. Lo que no impide que tengan, al mismo tiempo, una cierta dignidad —a veces, incluso grandeza—, o que sean tan leales como exigentes o implacables con los suyos. Sin identificarnos verdaderamente con ninguno, Coppola trata —diría yo que con éxito patente— que estemos en condiciones de entenderlos, de apreciar que sus decisiones suelen ser, desde su peculiar punto de vista, razonables y hasta las más convenientes, a la vista de las circunstancias y de las "reglas del juego" que han importado del Viejo Continente. Entiendo que la perspectiva de Coppola haya hecho que algunos consideren fría la primera parte de The Godfather. La peculiar trayectoria de Michael Corleone (Al Pacino) ilustraría por sí sola —y está siempre bien acompañada— la enriquecedora ambigüedad de la postura de Coppola, que consigue individualizar a cada uno de los personajes y liberarlos de cualquier determinismo social, étnico o familiar: asistimos con meridiana claridad al momento de prodigiosa penetración en el que Michael decide asumir la jefatura de la familia, con todo lo que ello implica, y de ese modo acepta un destino que hasta entonces había rechazado y que, de haber querido, hubiera podido evitar, y con él todas las consecuencias que, a corto y a largo plazo, supone para él mismo y para muchas otras personas.

The Godfather. Part II, rodada dos años más tarde y ya con control absoluto del propio Coppola, que se beneficiaba de la independencia conquistada gracias al éxito de la primera, es una película de otro tipo, completamente diferente, a la vez una revisión crítica, en profundidad, de la primera, y una tentativa de explicación que se remonta una y otra vez al pasado, y una visión mucho más subjetiva, libre, personal y estilizada de lo que representa la Mafia. Por estricta necesidad —secundada por una audacia excepcional—, la estructura narrativa y cronológica rompe con todos los patrones admitidos en el cine comercial, y se permite una libertad de movimientos a la que solo Bird de Clint Eastwood —también por necesidad más que por conveniencia— ha osado desde entonces aproximarse.

En esa segunda parte, consecuentemente, son menos los hechos que la visión de Coppola lo que cuenta, y por ello es comprensible que el propio lenguaje cinematográfico pase a un primer piano, por lo que reaparecen las alusiones al cine del pasado, y con unas referencias inusuales en Hollywood —hasta esa generación de cineastas; véase Brian De Palma—, tan minuciosamente ignoradas y marginadas como puedan ser los autores soviéticos (y muy especialmente, S.M. Eisenstein). Frente a una mostración frontal que se sucede casi linealmente, secuencia tras secuencia, como mucho recurriendo al montaje paralelo de Griffith, The Godfather. Part II tiende, como ninguna otra película americana, a lo que cabría describir como una posible actualización del "montaje de atracciones", naturalmente adaptado al cine sonoro y a la muy diversa "textura" del cine americano. Pese a esas influencias, desarrolladas con toda libertad por el propio Coppola, es sin duda la película más personal del cineasta.

The Godfather. Part III es, si se quiere, un apéndice; rodado muchos años más tarde, puede aducirse en su contra que no era estrictamente imprescindible, aunque a mí me parezca un complemento muy interesante, y como tal oportuno y bienvenido. Nada hubiera sucedido, desde luego, si Coppola no hubiera vuelto a ocuparse de los variados destinos de los Corleone, pero, si él lo encontró interesante, no veo razón alguna para llevarle la contraria. Faltaba quizá esa visión operística de una fase ulterior de corrupción y decadencia, que reitera —poniéndola al día— la validez y vigencia de las dos primeras partes, y que no desmerece con respecto a ninguna de ellas, aunque carezca de la capacidad de sorprendernos de que supieron hacer gala, cada una a su manera.

Los tres Padrinos constituyen un territorio aparte, cerrado en sí mismo, dentro de la filmografía de Coppola, que puede analizarse sin tener en cuenta sus restantes películas. Ni las anteriores ni las posteriores; ni siquiera Apocalypse Now, que comparte con ellas la ambición de constituirse en fresco colectivo de un momento crucial de la historia americana, ni las más modestas La conversación y Jardines de piedra son necesarias para comprender la trilogía, aunque, a la recíproca, es posible que ninguna de las obras de Coppola posteriores a The Godfather sean plenamente inteligibles ni calibrables sin tener en cuenta esa reflexión lúcida e implacable sobre la integración de los inmigrantes sicilianos y sus descendientes en América.

En Nickel Odeon nº 29, dedicado a “El padrino” (invierno de 2002)