lunes, 30 de diciembre de 2024

The Hired Hand (Peter Fonda, 1971)

Bajo el tópico e injustificado apodo de Hombre sin fronteras se esconde The Hired Hand, el primer film dirigido por Peter Fonda. Admito que El peón no es un título muy atrayente, pero esta película trata de un hombre sin raíces, en todo caso atrapado por el Destino, cuya sombra planea ya sobre las primeras y borrosas imágenes de este extraño western, escrito —como Fuga sin fin (The Last Run, 1971) de Fleischer y La venganza de Ulzana (Ulzana's Raid, 1972) de Aldrich— por Alan Sharp, sin duda, un buen argumentista, y muy interesado por los géneros tradicionales del cine americano (thriller, western), pero mediocre o inexperto como guionista, pues no consigue estructurar rigurosamente las historias que se le ocurren. La de The Hired Hand, que no contaré, es tan lacónica como clásica, y pudo haber dado lugar a un film admirable —al igual que Fuga sin fin, si hubiese podido hacerla Huston—, pero la mezcla de impericia y pretensión del joven Fonda —sin duda el menos dotado de la familia— lo ha impedido. Cierto que la dirección de actores es, en ocasiones, notable; que paisajes, decorados y tipos son casi irreprochables; que de vez en cuando un plano nos deslumbra por su belleza pastoral... pero el film de Fonda discurre con morosa prolijidad, con una autocomplacencia estetizante que conduce directamente al tedio: hay una escena en que comunican a Fonda que por cada día que tarde en entregarse, su amigo Warren Oates perderá un dedo; mientras aquél ensilla su caballo, tememos ya por los veinte dedos del pobre Oates. Y es que Fonda, además de acogerse al western como «equivalente americano de la tragedia griega», parece haber sido víctima de las tres influencias más siniestras que acechan al actual cine americano: la estética Underground, Lelouch y Leone. Si el guión de Sharp es fiel al espíritu del género, la letra —los palotes caligrafistas— de Fonda lo traicionan en tres de cada cuatro planos: flous, ralentis, virados, fotografía sobreexpuesta, sobreimpresiones múltiples, zooms al tuntún, composiciones forzadas, búsqueda gratuita del contraluz, hieratismo «nipón», son solamente algunos de los muchos ornamentos superfluos que privan al film de espontaneidad, naturalidad y vida. La austera simplicidad de Anthony Mann, la concisión de Hawks o Boetticher, el lirismo de Ray, la emoción contenida de John Ford, dan paso aquí a un barroquismo fotográfico tan poco adecuado al western como el estilo óptico de Vera Chytilova en Las margaritas. Cuando, muy de tarde en tarde, Fonda descansa un poco y se contenta con registrar lo que sucede ante la cámara, sin confundir el objetivo con un caleidoscopio, entrevemos que no dirige mal a los actores, que el paisaje es magnífico, y que Vilmos Zsigmond no es, en el fondo, un mal fotógrafo. Pero tanto ocaso, tantos arroyos que brillan como diamantes, y un cielo tan intensamente azul acaban por empachar, y nos hacen añorar aquella nube que extendía su sombra sobre una tumba en Rio Rojo, y aquellos tiempos en que para el cine americano un árbol era un árbol (como diría King Vidor) y no un conjunto de manchas verdes y ocres a través de las que se filtran los dorados rayos de un sol juguetón y vaporoso; añoramos también los tiroteos secos y limpiamente violentos de Hawks o Raoul Walsh, y la crispación de Ray o Fuller, sentida y expresiva y no meramente gratuita, cerebral y torpe.

Resulta lamentable que el primer film de Fonda sea tan endeble y decepcionante, porque apetece conocer el joven cine americano, casi totalmente inédito en España cuando, paradójicamente, era el cine de este país el que más y mejor conocíamos.


En Nuevo Fotogramas (14 de septiembre de 1973)

jueves, 26 de diciembre de 2024

Max Ophuls : divergencias y convergencias en el cine de Hollywood

Con independencia de la larga espera -llega a Estados Unidos en 1941, pero no consigue dirigir hasta 1947, ya acabadas la persecución de judíos y la guerra de las que huyó- y de las dificultades de todo tipo que encontró Max Ophuls en su etapa hollywoodiense, sobre las cuales existe un libro entero, tan interesante y bien documentado como discutible en su metodología y en algunas de sus conclusiones (1), y a pesar de que durante mucho tiempo se considerasen -sobre todo en Francia- las cuatro películas allí terminadas por el cineasta y firmadas como "Max Opuls" poco menos que como un paréntesis irrelevante en su obra, parece hoy indudable que se trata de una porción en absoluto prescindible o desdeñable de su filmografía, e incluso cabe opinar que varias de ellas, por no decir que todas, se cuentan entre lo mejor y más personal de su carrera itinerante y -conviene recordarlo- con obras apasionantes en cada década y en cada país en que trabajó, además de un nivel medio inusitadamente elevado desde el principio mismo.

La mención de esta larga y frustrante espera americana (tampoco consiguió hacer teatro) se hace particularmente siniestra si se tienen presentes, por un lado, las dificultades económicas por las que hubo de atravesar un refugiado judío en Hollywood -y aún no he logrado leer una explicación medianamente razonable y verosímil ni de tantos años de inactividad frustrante ni de que, acabada la guerra, Ophuls permaneciese en Estados Unidos todavía sin rodar nada en dos años, para luego, en poco más de otros dos años, rodar cuatro películas y, nada más terminar la última, regresar a Europa para siempre (2)- y, por otro, que Ophuls murió cuando solo tenía 54 años, por lo que perder seis enteros supone un desperdicio lamentable. El aspecto, prematuramente calvo, con profundas arrugas en la frente, de las fotos más conocidas de Ophuls nos hace pensar que era mucho más viejo de lo que alcanzó a ser, y nos impulsa a olvidar que se inició como director cinematográfico en 1930, con 28 años.

De sus cuatro películas americanas -no contabilizo Vendetta (1950), empezada por Ophuls, continuada por Preston Sturges, con intrusiones de Howard Hughes y alguna escena de Stuart R. Heisler, y finalmente firmada solamente por Mel Ferrer, porque es un auténtico caos-, dos, La conquista de un reino (The Exile, 1947) y Carta de una desconocida (Letter from an Unknown Woman, 1948), son relativamente "europeizantes", tanto en tema, personajes y escenarios (de la ficción, por supuesto) como por la nutrida presencia de técnicos y actores procedentes del viejo continente, y sobre todo, por su estilo de movimientos de cámara y sus métodos singulares de planificación, rodaje y montaje, nada acordes (y de ahí muchos de sus problemas) con las normas estándar entonces predominantes en casi todas las productoras/distribuidoras de Hollywood, grandes o chicas. Las otras dos, no por casualidad las últimas, Caught (1949) y Almas desnudas (The Reckless Moment, 1949), son, para entendernos, deliberada y esforzadamente mucho más "americanas" en todos los sentidos, aunque a los norteamericanos relacionados con ellas no se lo pareciera en exceso... aunque esa voluntad de integración no supusiese en ningún caso una renuncia a su estilo, hay menos planos ostensiblemente largos, más cortes, menos movimiento continuo de la cámara que en las dos primeras.

Como tales "anomalías" relativas dentro del sistema narrativo y de producción dominante en el Hollywood de los años 40, las cuatro películas americanas de Max Ophuls son un tanto excepcionales, además de notablemente diferentes entre sí. A primera vista, solo guardan una cierta semejanza -casi indefinible, de tonalidades y ritmos- con algunas otras obras de directores europeos circunstancialmente emigrados a Estados Unidos o por entonces ya incorporados desde hacía años al cine americano.

Hay que destacar que, aunque distribuidas y dominadas por Universal International, las dos primeras eran producciones "independientes": de Douglas Fairbanks, Jr., estrella y guionista de La conquista de un reino; y de John Houseman para Rampart Productions (William Dozier y su mujer, Joan Fontaine) en el caso de Carta de una desconocida, y ambas fotografiadas por Franz F. Planer (y en la primera Hal Mohr durante una semana), y con el muy hostil Ted J. Kent de montador. Las otras dos eran también producciones semi-independientes: Caught de Wolfgang Reinhardt para Enterprise, con fotografía de Lee Garmes y montaje de Robert Parrish (aparte de algún plano dirigido por Robert Aldrich, y puede que quede alguno de John Berry, que la empezó), y distribución de MGM; y Almas desnudas de Walter Wanger para Columbia, con Burnett Guffey como director de fotografía y Gene Havlick de montador. En estas dos últimas interviene prominentemente James Mason, entre otros europeos.

La presencia -solamente en Almas desnudas- de la actriz Joan Bennett, protagonista antes de El hombre atrapado (Man Hunt, 1941), La mujer del cuadro (The Woman in the Window, 1944), Perversidad (Scarlet Street, 1945) y Secreto tras la puerta (Secret Beyond the Door, 1947), de Fritz Lang, y de la muy "languiana" -para ser de Jean Renoir- The Woman on the Beach (1947), aparte de deberse quizá, más que a una elección coincidente, a la presencia de su marido, Walter Wanger, como productor de varias, se revela, a fin de cuentas, como un espejismo: si es cierto que entre la Joan Bennett de Renoir y alguna de las visiones de ella que nos dio Lang -sobre todo en Perversidad, que es, no lo olvidemos, un remake de La golfa (La chienne, 1931), precisamente de Jean Renoir- hay algunos curiosos puntos de contacto, no los hay de Almas desnudas con ninguna de las otras cinco que no puedan atribuirse a convenciones genéricas, y la Joan Bennett de Ophuls poco tiene que ver con la de Renoir -en la que sale Robert Ryan, como en Caught- y las tres primeras que hizo con Lang.

Desde cierto punto de vista, La conquista de un reino podría emparentarse, más bien inesperadamente y precisamente por su carácter excepcional, con dos películas de Douglas Sirk en cuanto a que quizá sean las más optimistas (o menos pesimistas), las más alegres de tono, de sus carreras respectivas, y también, salvo error, aquellas cuya acción sucede en épocas más remotas y antiguas. Fuera de ello, sin embargo, poco se parece el primer film americano de Ophuls a ninguno de los dos Sirk a que me refiero, Escándalo en París (A Scandal in Paris, 1945) y Orgullo de raza (Captain Lightfoot, 1955), salvo en contar con escenarios europeos (siempre "recreados" en los estudios californianos). También hay en La conquista de un reino momentos o detalles que me hacen pensar en un film atípico y desconocido -pero excelente- de Frank Borzage, The Spanish Main (1945), y en otro, muy diferente de tono aunque con notables paralelismos con el anterior, de Jacques Tourneur, La mujer pirata (Anne of the Indies, 1951).

Caught puede tener influencias o puntos de contacto argumentales con un casi subgénero que recorre los años 40 desde Rebeca (Rebecca, 1940) y Sospecha (Suspicion, 1941) hasta Encadenados (Notorious, 1946) y Atormentada (Under Capricorn, 1949) de Alfred Hitchcock, pasando por Ciudadano Kane (Citizen Kane, 1941), El extraño (The Stranger, 1946) y La dama de Shanghai (The Lady from Shanghai, 1948) de Orson Welles, Keeper of the Flame (1942) y Luz que agoniza (Gaslight, 1944) de George Cukor, Noche en el alma (Experiment Perilous, 1944) de Jacques Tourneur, Undercurrent (1946) y Madame Bovary (1949) de Vincente Minnelli, Ruthless (1948) de Edgar G. Ulmer, My Name Is Julia Ross (1945) de Joseph H. Lewis, The Great Gatsby (1949) de Elliott Nugent (3), Memorias de una doncella (The Diary of a Chambermaid, 1946) de Jean Renoir, El castillo de Dragonwyck (Dragonwyck, 1946) de Joseph L. Mankiewicz, Flamingo Road (1949) de Michael Curtiz, Born To Be Bad (1950) de Nicholas Ray y algunas más de Robert Siodmak, William Dieterle, André de Toth, John Cromwell, Mitchell Leisen, Edmund Goulding, John Brahm, Tay Garnett, Byron Haskin, Bernard Vorhaus y otros; como puede apreciarse, bastantes de ellas dirigidas por inmigrantes. Que una sola película y no muy larga, pueda tener algo en común con más de veinte de la misma década solo prueba hasta qué punto se inscribe dentro de ciertas tendencias más o menos populares o de moda en esas fechas, y dentro, además, de un par de géneros -el thriller o negro y el melodrama- que a menudo tuvieron vasos comunicantes y que por entonces estaban plenamente vivos y en fase fértil.

A escala mucho más reducida, pues es una película, en el fondo, muy poco convencional, algo semejante pasa con Almas desnudas con respecto a Alma en suplicio (Mildred Pierce, 1945), de Curtiz, con la que tiene que ver casi exclusivamente por el factor argumental. También Despacio, forastero (Walk Softly, Stranger, acabada en copyright de 1949/estrenada en 1950), de Robert Stevenson, y House by the River (1950), de Fritz Lang, puede que tengan alguna conexión subterránea que, además de ser tenue, cronológicamente solo podría ser casual.

La más famosa de las películas americanas de Ophuls -y probablemente la mejor, para muchos incluso la cumbre de toda su carrera- ha sido siempre, y lo sigue siendo, Carta de una desconocida, película tan escasamente americana en todos los sentidos que resulta extraño que, pese a obstáculos previos, interferencias durante la producción y retoques posteriores, se mantenga en pie y no haya sido "reconvertida" en algo más convencional y menos inusitado.

No deja de ser curioso (aunque, sin duda, sea producto del azar) que dos directores de cultura y raíces germánicas rodasen el mismo año en Hollywood sendas y muy distintas películas acerca de diferentes etapas de la vida de Carlos II de Inglaterra, y que, para colmo, ambos realizadores fueran precisamente los dos máximos exponentes y defensores dentro del cine americano de las tomas largas móviles: el austríaco Otto Preminger, que había heredado de John M. Stahl Ambiciosa (Forever Amber, 1947), y Ophuls con La conquista de un reino. Lo más sorprendente es que ambas películas nada tienen que ver a simple vista -una en color, otra en blanco y negro; una melodrama, la otra casi comedia; la de Ophuls bastante modesta de presupuesto y de resultados y la de Preminger lujosa y de gran éxito en taquilla-, salvo la afición nada caprichosa y perfectamente esencial y coherente de sus respectivos autores (quizá atribuible "en ambos" a la posible influencia del teatro de Max Reinhardt y del cine mudo de F. W. Murnau) a rodar planos muy largos y fluidos, a menudo planos-secuencia, con movimientos de cámara complejos y prolongados, con frecuencia usando grúas y dollies además de los carriles de travelling.

Semejante método -al que, menos extremada y sistemáticamente, se aproximaban a veces Welles, Hitchcock, Minnelli, Cukor, Fritz Lang, Jacques Tourneur, Renoir, Sirk, Ulmer, Goulding y alguno más muy ocasionalmente- provocaba de modo casi automático alarmadas reacciones defensivas entre los responsables de la producción, y muy en especial -como es lógico, pues reducía su papel- los montadores de cada "casa" y los llamados "supervisores de montaje". Es evidente que el sistema favorecido por Ophuls y -algo menos llamativamente- por Preminger, además de apartarse de lo usual y aceptado comúnmente en Hollywood -lo que ya levantaba suspicacias, pues hacía a los campeones sospechosos tanto de "ambición artística" como de "tratar de evitar controles", aparte de que se consideraba "europeo", cuando no "alemán"-, suponía algunos riesgos para la productora, sobre todo si era desconfiada y ahorrativa: organizar tomas tan largas y complejas exigía decorados practicables, tiempo de iluminación, preparación y ensayos, y hasta un mayor gasto de material si no se conseguían pronto las tomas útiles... aunque, en contrapartida, si se lograban, se avanzaba considerablemente en el plan de rodaje.

Previsiblemente, lo que más fastidiaba -como con los directores tipo John Ford, que rodaban planos fijos y mucho más breves, pero sin cobertura ni varias tomas desde ángulos diferentes de donde elegir, es decir, que, de otro modo, también "montaban con la cámara"- es que no permitían (o lo ponían más difícil y más caro) la deseable (para los productores) manipulación durante el montaje del material rodado. Para colmo, la errónea pero tradicional asociación del ritmo rápido (una "obligación" implícita no solo del cine clásico americano, sino de todo el cine comercial) con la duración de cada plano - a menudo sin tener en cuenta el número de planos empleados para narrar una misma acción- hacía que casi todas las productoras catalogaran los planos de larga duración y de mucho movimiento y cambio de tamaños como "lentos" y "visibles" y por tanto como "no americanos", es decir, como "extranjeros", por lo que los propios equipos técnicos, tan competentes, a veces presionaban para evitarlos, trataban de sabotearlos o exageraban su dificultad.

Se da así la paradoja de que alguna gente encuentra al fin en Hollywood los medios técnicos con los que llevaban a lo mejor quince años soñando -Ophuls desde por lo menos Die verkaufte Braut (1932), sin duda alguna desde La mujer de todos (La signora di tutti, 1934)-, pero no logra utilizarlos a pleno rendimiento y sin cortapisas, o por lo menos tiene que esperarse hasta que se independiza como su propio productor (en el caso de Preminger) o, como sucedió con Ophuls, hasta que culmina su estilo de madurez cuando sigue su carrera fuera de Estados Unidos, ya de vuelta en Europa, en La ronde (1950), Le plaisir (1952), Madame de... (Madame de..., 1953) y Lola Montes (Lola Montes, 1955).

Por último, y aunque es muy posible que no tengan "realmente" gran cosa que ver, se me antojan como particularmente afines a las de Ophuls -más allá de concomitancias estilísticas- unas cuantas -mejor, unas pocas- películas americanas de los años 40 y primeros 50: The Clock (1945) de Minnelli, El filo de la navaja (The Razor's Edge, 1946) de Goulding, Daisy Kenyon (1947) y Vorágine (Whirlpool, 1949) de Preminger, Carta a tres esposas (A Letter to Three Wives, 1949) de Mankiewicz, Clash by Night (1951) de Lang y, sobre todo, dos de Dieterle, Cartas a mi amada (Love Letters, 1945) y Jennie (Portrait of Jennie, 1948). Como por casualidad, solo uno de los directores nació en América (y era de orígenes totalmente europeos). No quiero implicar que hubiese la menor influencia en un sentido u otro; simplemente que, aunque ninguna me parezca "mejorable" ni necesitada de otro enfoque, puedo imaginar a Max Ophuls dirigiendo con entusiasmo, emoción, precisión, discreción, elegancia y brillantez todas y cada una de ellas.

1. Lutz Bacher, Max Ophuls in the Hollywood Studios, Rutgers University Press, New Brunswick, 1996.

2. Ni siquiera en Max Ophuls, Souvenirs, Cahiers du Cinéma / Cinémathèque Française, París, 2002.

3. A falta de conocer la muda de Herbert Brenon, al parecer perdida, la mejor versión, y de lejos, de la novela de F. Scott Fitzgerald, con Alan Ladd como Jay Gatsby, seguida por la televisiva de Franklin J. Schaffner (1958), con Robert Ryan, sin duda el mejor Gatsby imaginable.

En “Max Ophüls : Carné de baile”, coordinado por Carlos Losilla. San Sebastián : Donostia Kultura, 4 de noviembre de 2013.

lunes, 23 de diciembre de 2024

La muerte del artista

Les Amants de Montparnasse/Montparnasse 19 (Jacques Becker, 1957)

Circula, con más o menos regularidad, por los cine-clubs la penúltima obra de Jacques Becker (1906-1960). Se llama Montparnasse 19 o Les Amants de Montparnasse, data de 1957 y es, en apariencia, una biografía de Modigliani. Este género (tanto da que se trate de un pintor, de un músico o de un científico) es muy limitado (la autenticidad) y muy estéril: entre sus escasos logros está Lust for Life (1956) de Minnelli, sobre Van Gogh, que en España ha sido estúpidamente llamada El loco del pelo rojo.

Becker, sin embargo, no ha caído en ninguna de las trampas en que el mismo Minnelli caía en ocasiones: ningún didactismo, nada de hagiografía. Voluntariamente, no ha sido fiel a la historia para serlo consigo mismo: Montparnasse 19 es, en cierta medida, la autobiografía espiritual de Jacques Becker, y significa en su obra lo mismo que In a Lonely Place (1950) en la de Nicholas Ray, habiendo un gran parecido entre ambas películas.

Como todas las de Ray, o Noches blancas (Le notti bianche, 1957) de Visconti, Montparnasse 19 es un film imperfecto. La estructura del guión es deshilachada, los diálogos a veces banales, hay fallos de interpretación, está mal rodada. Y sin embargo es uno de los más grandes films de Becker, el más emocionante y entrañable, aquel en que el autor se siente más cercano de su personaje. Es, por tanto, la más personal de sus obras.

Todo gran film inconexo recobra la armonía al nivel de la escena. Así, este film vertiginoso reencuentra la unidad pese a todo, y se nos presenta como una sucesión de escenas admirables: las primeras miradas que entrecruzan Modi (Gérard Philippe) y Jeanne (Anouk Aimée), el profesor de pintura que les sorprende dibujándose mutuamente en vez del modelo, su paseo bajo la lluvia (ella le da su bufanda, él cierra su paraguas: se mojan felices), Modi pintándola mientras ella duerme, Modi golpeando la puerta de la casa de Jeanne (encerrada por sus padres) y cayendo por las escaleras, la carrera de los dos hasta abrazarse, sus escenas de amor en la cama o paseando por la playa de Niza, su desesperación a orillas del Sena tras el fracaso de la exposición, su humillación intentando vender cuadros a un millonario americano (en esta escena Modigliani cita a Van Gogh y, de pronto, el tema del film se generaliza y toma una resonancia inesperada). Por fin, las tres escenas inolvidables que, como tres martillazos emotivos, cierran el film. Modigliani, sin un céntimo, intenta vender unos dibujos en las mesas de un bar: nadie los quiere ni por cinco francos, una mujer le da una limosna sin aceptar el dibujo. El pintor, enfermo, borracho y desilusionado, sale del bar y se hunde en la niebla nocturna, seguido por un marchante (Lino Ventura) que espera su muerte para comprar sus cuadros y venderlos luego a un alto precio, pues sabe que su valor sólo será reconocido tras su muerte. Y entonces asistimos a la escena, al plano que hace de este film uno de los más grandes sobre la muerte: Modi, en primer plano, camina tambaleándose; rápido zoom a plano general, y en ese vacío recién creado por la ampliación del encuadre Modigliani cae, y un nuevo travelling óptico nos acerca a su rostro inerte. Hospital: plano subjetivo de los médicos, cuya imagen y palabras se van apagando poco a poco en un fundido en negro; contraplano del rostro de Modi, muerto, con los ojos abiertos; se los cierran. Siguiente escena: el marchante va a comprar a Jeanne todos los cuadros de Modigliani. Ella, que no sabe nada, está feliz, mientras él, casi sin verlos, va apilando los cuadros que se va a llevar, y así desfila ante nuestros ojos la obra del pintor.

Si se pasa revista a esta serie de escenas sublimes resultará que son prácticamente todas las del film, que nos muestra del artista tan sólo sus fracasos, sus taras, sus tristezas, su soledad y su miedo. Porque como decía Godard en una de sus más memorables críticas (que es ya su primer film, Al final de la escapada, À bout de souffle, 1959), Montparnasse 19 es el film del miedo y se podría subtitular "el misterio del cineasta". "Porque incorporando a su pesar su propio desconcierto en el espíritu descentrado de Modigliani, Jacques Becker nos ha hecho entrar, de forma torpe, desde luego, pero cuán emocionante, en el secreto de la creación artística". Porque este film inseguro, sin dominar, rodado con dolor y con miedo, se convierte en uno de los más bellos que se han hecho sobre el amor y la muerte, sobre el silencio de la creación, sobre la imposibilidad de vivir. Para hablarnos de Modigliani, Becker nos ha hablado, ante todo, de sí mismo: privilegio de los verdaderos autores éste de desvelarse ante el espectador a través de unos personajes, de una tonalidad luminosa, de unas pausas silenciosas, de unos planos temblorosos. Y aquí Becker lo ha hecho con un impudor, con un desgarro sólo comparable al de Godard (À bout de souffle o Pierrot el loco, 1965), al de Ray en cualquiera de sus films, pero en especial In a Lonely Place, Rebelde sin causa (1955), La verdadera historia de Jesse James (1957) y Chicago, año 30 (1958).

Porque si al principio, cuando Becker aceptó dirigir Montparnasse 19, al morir Max Ophuls (que lo había preparado), tenía miedo, después cerró los ojos y, sin pensarlo, se lanzó al aire sin paracaídas. Y, como decía Godard al acabar su crítica, "el que salta al vacío ya no tiene que rendir cuentas a los que le miran".

En El Noticiero Universal (hacia febrero de 1969)

viernes, 20 de diciembre de 2024

Claire Denis: la dama del tiempo

Desde el nacimiento del cine y durante todo el periodo mudo - casi un tercio de su historia, una etapa que no puede borrarse de un plumazo – su silencio constitutivo supuso una frontera clara (aunque quizá no del todo consciente ni para todos los cineastas ni para muchos espectadores) entre el nuevo arte y la realidad física, sensible, exterior: era otro mundo, mudo y sin ruidos, y además sin color, propiamente fantasmagórico, el que se veía en la pantalla, y que nadie confundiría durante más de unos segundos, y si acaso la primera vez que asistía al nuevo espectáculo, con el mundo tangible que usualmente consideramos "real".

El sonido aumentó súbitamente la capacidad mimética e ilusionista del cine, que empezó a tratar de reproducir - casi sin darse cuenta; sorprende lo pronto que se da todo por supuesto, que se instala la rutina - bloques de realidad "entera", como si fueran duplicados o (como se diría hoy) "clonados", cuando menos su reflejo especular, plano y bidimensional, pero cada vez más simulador de la profundidad espacial, más tributario de las leyes de la óptica y de la perspectiva que hasta entonces, más "coloreado" en cuanto fue rentable. Desde la generalización impuesta del sonido, cobró mucho mayor fuerza que en los años silentes la regla aristotélica de las tres unidades - de tiempo, espacio y acción - dominante durante siglos en el teatro, del que - nada casualmente - procedían, cada vez con más frecuencia, en mayor proporción, argumentos, actores y directores, incluso decoradores, mientras la cámara (justamente antes "desencadenada") quedaba casi inmovilizada y callada, supeditada a la laboriosa grabación de los diálogos, que habían sustituido a las imágenes en movimiento como "novedad".

No es, por cierto, que tal regla escénica sea errónea en sí misma, pero lo cierto es que, si excede la categoría del "buen consejo práctico", puede ser una imposición aprisionadora y restrictiva, y muy limitadora para el cine. En todo caso, ninguna norma tendría que ser la única aplicable, ni excluir variantes o gradaciones, ni siquiera excepciones.

El cine que se llamó durante algún tiempo, después de la Segunda Guerra Mundial y hasta aproximadamente los años 70 - pero sobre todo en los 50 y primeros 60 -, "moderno", y que hoy hace mucho que se ha convertido en más bien "clásico" - o al menos en la rama alternativa, básicamente europea, quizá también asiática, del cine clásico - trataba de zafarse (no siempre deliberadamente, a veces por causas de fuerza mayor) de esta enclaustradora norma, olvidándose - al menos - de una de las tres unidades. Para ciertos cineastas, es la acción lo que sobra, que asocian a las convenciones y habilidades específicas del cine americano, y también a la narración decimonónica y a la dramaturgia del teatro; para otros, es la unidad espacial la que puede resultar, en ocasiones, un estorbo, un freno a su libertad expresiva, o un residuo escénico; para algunos más, por último, es la cronología temporal la que no ha de ser obedecida ni respetada, porque no hay razones suficientes para hacerlo. Los más osados cineastas modernos rechazan Incluso dos de estas unidades (o se toman grandes libertades con ellas), pero instintivamente se suelen aferrar a la tercera, sea cual sea la restante en cada caso, cuyo imperio (y consiguiente predominio) puede resultar casi invisible, entre otras cosas porque no parece notable, sino de lo más normal, que se acaten tácitamente las tres.

Claire Denis pertenece, claramente, a la estirpe de los manipuladores del tiempo; es dudoso o discutible si L'Intrus (2004), por poner el ejemplo que considero la provisional culminación de su trayectoria, "cuenta" realmente algo, y en todo caso es difícil concretar qué exactamente, porque - aparte de no ser lo fundamental, ni la razón de ser de la película - gran parte de lo que sucede, más que contársenos, hemos de adivinarlo o deducirlo a partir de lo que vemos, y casi nunca podríamos demostrar que nuestras hipótesis son ciertas, aunque sólo fuera para cada uno de los espectadores, lo que hace sumamente aventurado y difícil contársela o "resumírsela" a un tercero: no estamos tan seguros de lo que hemos creído entender, más bien lo hemos sentido de una forma patente pero difusa; en todo caso, eso es algo que no quedará del todo claro - porque persistirán zonas de sombra o de incertidumbre o de silencio - ni siquiera al final, una vez concluida la película, y encendidas las luces de la sala... y, mientras tanto, no se sabe a dónde nos va a conducir su imprevisible trayectoria cambiante; sus desplazamientos por el mundo, sus bruscos saltos geográficos, de Suiza a algunas islas de la Polinesia que nos hacen pensar en Murnau, pasando por Corea del Sur, como la descentralidad y asimetría de cada plano, demuestran hasta qué punto lo que en ella pasa es, sobre todo, el tiempo, que es lo que Claire Denis domina, porque espacialmente tendemos a desorientarnos y la acción se caracteriza por sus cambios de rumbo constantes.

En esto, como en otras cosas, Claire Denis se aparta de la mayoría de sus contemporáneos, sobre todo del grueso de sus compatriotas, incluso de las bastante numerosas directoras de mayor talento, como Danièle Dubroux, Noémie Lvovsky, Chantal Akerman, Anne-Marie Miéville, Agnès Varda, Christine Laurent, Marie Vermillard, Claire Devers, Claire Simon, y mezclo deliberadamente (excluyendo las bajas prematuras) las veteranas y las más jóvenes.

Auténtica heredera inconfesa del espíritu libre y contagiosamente liberador de la "Nouvelle Vague", y sobre todo - aunque sólo admita, en declaraciones, el magisterio de Jacques Rivette, del que, curiosamente, encuentro muy pocas huellas en sus películas, salvo, obviamente, Jacques Rivette le veilleur (1990) y Vers Mathilde (2004) - de Jean-Luc Godard, Claire Denis tiene más que ver, inconscientemente quizá, con los revoltosos, reticentes y rebeldes continuadores del autor de À bout de souffle (Jean Eustache y Maurice Pialat, ambos fallecidos) y con su único heredero confeso, Philippe Garrel, que con otros compañeros generacionales, con los que sólo al inicio de sus respectivas carreras se la pudo asociar (y nunca confundir o asimilar, pese a que sus películas carecen de un punto de vista expresa o voluntariosamente "femenino"). Más tiene que ver, puestos a rebuscar algún punto de contacto, con otros creadores individuales aislados, que van cada cual a su aire y casi siempre en solitario además de "por libre", como ella, que comprenden desde el georgiano afincado en Francia Otar loseliani (antes losseliani), iluminado tejedor de cruces y encuentros entre personajes de los que nada se explica y que nada o casi dicen, y que sólo su comportamiento define, hasta el actor y por tres veces director Jean-François Stévenin, también seco, lacónico y misterioso; desde Arnaud Desplechin (que pese a ser una de las figuras más originales y sólidas del actual cine francés permanece bochornosamente inédito en España, como, por lo demás, buena parte de la obra de los demás aquí mencionados) hasta Leos Carax, que pasó con celeridad incomparable de "revelación" a "fiasco" antes de verse empujado a la cuneta por hacer una película muy cara, de muy largo rodaje, muy brutal y muy lírica (Les Amants du Pont-Neuf), que le granjeó reputación de megalómano y ha hecho de él un "maldito" (algo así como el equivalente galo de Michael Cimino en Estados Unidos); desde el mayor y siempre proscrito Paul Vecchiali y su recién desaparecido seguidor (al menos en la admiración por Jean Grémillon) Jean-Claude Guiguet, buceadores los dos de rincones y de relaciones extrañas, hasta el también brusco y brutal Jean-Claude Brisseau, desde el usualmente guionista Pascal Bonitzer - quizá el más humorista del grupo - a Noémie Lvovsky, que con otras colegas a las que se la asocia por edad o meramente por ser mujeres, como Catherine Braillat o incluso la mucho menos activa, pero mucho más profunda Danièle Dubroux.

Lo mismo que en el Extremo Oriente le han salido a Truffaut, Godard, Resnais o Demy inesperados continuadores, desde los japoneses Suwa Nobuhiro y Kawase Naomi hasta el malayo-taiwanés Tsai Ming-liang, el tailandés Apichatpong Weerasethakul o el coreano Hong Sang-soo, en la propia Francia, tras un fuerte rechazo de la herencia de esa "Nueva Ola" que ya de juvenil no tiene nada pero aún no reemplazada por algo que realmente sea más nuevo - y que a veces tuvo algo de ansia liberadora, de afán de "matar al padre", como la sempiterna reacción italiana contra la pesada carga insoportable del Neorrealismo -, lo cierto es que los cineastas más interesantes hoy en activo en Francia se han puesto, con el paso del tiempo, y probablemente sin proponérselo como una tarea consciente, a continuar el impulso de renovación allá donde sus precursores lo dejaron, unas veces por prematura defunción, otras veces por abandono, desánimo o fatiga, o porque habían encontrado una vía individual suficientemente estable en la que instalarse (Rohmer, en cierto sentido Rivette y Resnais, en otro Chabrol), mientras sólo Godard mantenía plenamente en vigor, a través de múltiples avatares, los principios fundacionales del desorganizado (pero colectivo) movimiento de liberación cinematográfica que de inmediato se extendió a medio mundo. Esta condición de continuadores no competitivos, liberados de complejos, de impulsos de emulación, de envidias, de reparos no sentidos o interesados, por cierto, la comparten otros directores no menos interesantes que los mencionados, pero que, en su mayoría, nada tienen que ver con Claire Denis, podrían vivir en otro país y - hasta cuando su edad no es muy distante - en otra época, hasta si a veces comparten actores o técnicos. Benoît Jacquot, Olivier Assayas, Jacques Doillon, Marion Vernoux, Claire Simon, Claire Devers, Marie-Claude Treilhou, el ya desaparecido Jean-Claude Biette (una de las últimas bajas de un par de promociones de extraordinaria fragilidad), el veterano Luc Moullet, el ya también muerto Jean-Daniel Pollet, Raymond Depardon, y otros supervivientes como el muy perezoso Jacques Rozier, la aún muy activa Agnès Varda, Chris Marker, Robert Guédiguian, Cédric Kahn, Xavier Beauvois, Luc Belvaux, Sandrine Veysset, y un montón más, cuyo único denominador común habría de ser muy externo (no ser conocidos en el país vecino, España), y además ajeno a su voluntad, totalmente independiente del tipo de cine que hacen.

Cada película de Claire Denis es, a simple vista, muy diferente de todas las demás, incluso si entre algunas parejas - casi siempre no consecutivas - cabría observar algún que otro paralelismo, rasgo común o nexo de unión, casi siempre soterrado (y que va más allá de que acuda repetidamente a la misma directora de fotografía, al mismo coguionista, a varios técnicos y actores; sus películas no se identifican a primera vista, no tiene demasiado "aire de familia"); de hecho, llaman más la atención los contrastes que los parentescos, por ejemplo el salto tonal, anímico y plástico entre Trouble Every Day (2001) y Vendredi soir (2002), que se oponen mucho más de lo que puedan asemejarse Beau travail (2000) y L'Intrus, a pesar de la presencia en ambas de varios actores muy característicos. Incluso la semilla común (visible y remota, respectivamente) del texto de Jean-Luc Nancy (que es un ensayo, no una novela ni un cuento ni un drama) pesa menos que la llamativa ruptura de estilo entre Vers Nancy (episodio denisiano de Ten Minutes Older-The Cello, 2002) y L'lntrus, cuyo auténtico nexo de unión es la compartida referencia a Godard (a La Chinoise, Vivre sa vie y Masculin Féminin en el primer caso; a Pierrot le fou, Le Petit Soldat, Made in U.S.A. y, sospecho, 2 ou 3 choses que je sais d'elle en el segundo). Pero todas, indudablemente, son muy suyas, inevitablemente suyas (como ella a veces lamenta, o dice lamentar; reconoce que no lo puede remediar), se diría que físicamente, sensorialmente.

No es que posean una "marca de fábrica", ni que exhiban su "firma", como tan a menudo sucede entre cineastas de aproximadamente la edad y los antecedentes culturales de Claire Denis, sobre todo cuando se proponían hacer "cine de autor" en lugar de renegar de una categoría artística hoy tan poco valorada, y tan peligrosa para la continuidad de una carrera de director. Su estilo no es nada evidente, ni cabe resumirlo en unos cuantos rasgos unificadores que describan o traduzcan su identidad. Es algo más oculto, más subterráneo, más profundo, más esencial también, que no es fácil percibir a simple vista, pese a que sea fundamentalmente plástico y emocional, rítmico y tonal. Hay que escrutar muy atentamente cada plano - eso siempre conviene si no nos queremos quedar fuera, si deseamos enterarnos de algo; en el cine de Claire Denis es imprescindible, sus películas requieren espectadores en tensión, casi inclinados hacia la pantalla, hostiles a cualquier distracción - para empezar a intuirlo, y siempre en el terreno de la duda, de la impresión fuerte pero difusa, de la intuición. Es algo sensorial, casi táctil, que hace que sus películas casi requieran ser palpadas. No es raro, si se piensa en la importancia que en su cine tiene el sentido del tacto, más importante que la comunicación verbal - lacónica, opaca, misteriosa, sin fluidez - e incluso que la mirada - a menudo eludida, furtiva, disimulada, solapada, o bien exageradamente intensa y penetrante, perturbadora -, que han sido siempre los medios más asiduamente empleados en el cine para abordar las relaciones entre los personajes.

En el cine hecho hasta ahora por Claire Denis nunca tenemos esa sensación, tan corriente y a menudo muy poco estimulante, de que la historia preexista a las imágenes, ni de que los planos sean un desglose en fragmentos de espacio-tiempo, ni en escenas o secuencias, que parecen a la directora los más adecuados u oportunos para narrar esa ficción, sea ilustrándolo (como hacen los malos o falsos cineastas), sea encarnándolo, dándole cuerpo y consistencia física y temporal, literalmente "realizándolo". Al contrario, cada plano parece independiente y autónomo, surgido oscuramente - el through a glass, darkly de la versión inglesa del Evangelio de San Juan, que dio título a la película de Ingmar Bergman Såsom i en spegel (Como en un espejo, 1961) - de no se sabe qué vaga intuición de duermevela, apenas perceptible y velozmente fugitiva, una imagen entrevista pero casi inasible, aunque la cámara logre captarla. Es sólo la sucesión, el enlace a menudo elíptico (y hasta brutal y desconcertante en ocasiones) de esos fragmentos aislados, autónomos, desequilibrados y dislocados, lo que poco a poco - aunque con extremada celeridad, hay que estar permanentemente al acecho - va componiendo una serie de pistas, trazos o huellas que hay que seguir (y a veces empalmar, comparar, asociar) con la curiosidad y la agilidad asociativa de un Sherlock Holmes o, para remitirnos al verdadero origen, de un Godard, y en concreto el Godard montador, presente en forma latente desde sus primeros escritos y madurado en los últimos veinte o 25 años, cuando además se ha hecho compositor y pintor, el que alcanza su plena madurez en Histoire(s) du Cinéma, para tratar de construir (y no reconstituir, puesto que no existía previamente ni cabe la posibilidad de que haya sido fragmentado en mil astillas a partir de una unidad) no un relato en abstracto, absoluto, cerrado en sí mismo, del que los personajes serían meros peones o piezas más o menos funcionales, cuando no soportes, sino la historia, la peripecia, o mejor, la confusa masa formada por los sentimientos, los gestos, los actos, los deseos, las obsesiones, las fobias y los miedos, los cuerpos y los movimientos de los personajes, de los que es ocioso e ilusorio querer saber más de lo que podamos deducir y acaso sospechar a partir de lo (claramente fragmentario, parcial, incompleto) que vemos, de lo que nos es dado a ver pero no para que efectuemos nosotros ese trabajo de "montaje", sino para que nos arreglemos como podamos con lo que acertamos a retener y asimilar, como en esas series de imágenes, de figuras geométricas o de combinaciones numéricas de las que hemos de descifrar - y a contrarreloj - cuál es la razón, el factor multiplicador, la "constante" - a veces variable - que explica el paso o salto de una a otra. De nuevo surge aquí el recuerdo de Godard, citando, a propósito de Pierrot le fou, al pintor Nicolas de Staël: "Pintar en mil vibraciones el golpe recibido" como definición posible de su objetivo pictórico, que parecía corresponder al cinematográfico de Godard por entonces, como, creo yo, al de Claire Denis desde su Chocolat (1988; no confundir con el film homónimo, muy posterior, de Lasse Hellmström) hasta, por lo menos, L'Intrus. Son planos bien curiosos, quizá influidos por los de Godard, también, creo yo, por los de Pialat, presumiblemente por los de John Cassavetes, en los que casi nunca el objetivo enfoca directamente al personaje central, o al protagonista general de esa historia que está siempre en proceso de incoación, inacabada, sino que parecen extrañamente descentrados, no simplemente como si rehuyesen la frontalidad y además la simetría - dos tentaciones, con el plano-secuencia, de buena parte del cine moderno de los últimos años 60 y primeros 70 -, sino como si se adentrasen parcial, tentativamente, en el territorio que en teoría debiera quedar fuera del cuadro, es decir, como si acometiesen tenazmente un intento de adentrarse en el espacio off, "colándose" - por así decirlo - furtivamente en el plano contiguo, ausente, o en el hipotético contracampo que no existirá, que juraría que Claire Denis ni se molesta en filmar. De ahí que apenas exista verdadera continuidad o raccord entre los planos que se siguen, pero que no se responden ni se replican, sino que más bien haya entre ellos el hiato - subconscientemente perceptible, pero sólo si se pone mucha atención o se sigue la película en estado de total sintonía, al unísono, como requieren también las películas de Bresson - de una microelipsis, que es la huella, la fina cicatriz que deja su carácter contiguo en el tiempo, su mera sucesión, que puede ser (o parecer) arbitraria tanto dramática o narrativamente como desde el punto de vista puramente espacial.

De ahí la naturaleza fragmentaria, aparentemente dispersa, que quizá se antoje errática, de las películas de Claire Denis, cuya naturaleza conjetural - por emplear un adjetivo caro a Borges que no debiera caer en desuso - es inescapable, y que probablemente las haga poco apetecibles para los perezosos y acomodaticios espectadores que tanto abundan hoy, tan escasamente exigentes como poco curiosos, tan reacios a tratar de descubrir por su cuenta y sobre la marcha cómo funcionan las películas, en qué lenguaje o al menos con qué vocabulario nos están interpelando. He observado, con no poco asombro, que L'Intrus ha tardado casi un año en estrenarse en París (¡incluso allí!) desde su proyección (y premio) en Venecia; que apenas aguantó un mes en cartel, que se le ha prestado muy poca atención y ha tenido una acogida relativamente fría o indiferente (si se compara con los aspavientos y las hipérboles ditirámbicas con que se reciben obras muy menores), que no ha supuesto el acontecimiento que yo esperaba, siquiera en Francia. Pensaba que, de tener la edad que tenía cuando se estrenó en España (en 1966) Pierrot le fou, L'Intrus me hubiera producido tal vez la misma mezcla de conmoción y adhesión, y con la misma intensidad, con la sola salvedad - que ya indica cómo está el ambiente - de que Pierrot le fou se hizo hace 40 años y cuando Godard tenía 35, mientras que Claire Denis tenía ya 56 cuando por fin se estrenó L'Intrus, sin que tan considerable lapso de tiempo parezca - como debiera - haber facilitado su comprensión. No ha sido así, me temo, y por las críticas leídas tanto a los corresponsales o enviados especiales a Venecia como a los cronistas y gacetilleros parisinos – por no hablar de los españoles, unánimemente refractarios a cuanto suponga alguna novedad, algún riesgo, alguna exigencia, y aquejados de una omnicomprensiva xenofobia cinematográfica -, advierto con alarma y preocupación que no sólo no hemos avanzado gran cosa desde entonces, sino que hemos retrocedido, por lo menos, unos 45 años, y que tal "zancada del cangrejo" - como diría otra de sus víctimas, Gonzalo Suárez - la han dado hasta en Francia, auténtica meca del cine y ¿antiguo? paraíso de los cinéfilos. ¿Hasta tal punto ha renunciado el espectador medio a sus aspiraciones y a sus derechos, que se atreve incluso a pedir cuentas a un cineasta acerca de la inteligibilidad de su obra, mientras acepta complacido las verdaderamente incomprensibles, las que nacen condenadas a la inmovilidad más absoluta, las que ni siquiera llegan a existir como películas? Sería verdaderamente penoso que la situación se hubiera degradado hasta ese punto, como a menudo parece, porque tal circunstancia, de confirmarse y generalizarse, amenazaría la mera supervivencia de la mayor parte de los cineastas con valor (en los dos sentidos de la palabra) que todavía se esfuerzan por crear algo con el equivalente de una condena irreversible a la marginalidad, una expulsión total no ya del sistema, del mercado o de la "industria", sino del ámbito de lo comprensible, de la comunicación, de la trasmisión de ideas, visiones y sentimientos.

No se trata simplemente, pues a ello hay que resignarse y seguramente Claire Denis esté acostumbrada, a renunciar a la nombradía, al renombre, a la fama, a la que parecen destinados, en cambio, los impostores que tanto la ansían. Si quien dirigió hace ya más de una década una obra maestra tan impresionante, dura, inquietante y original como J'ai pas sommeil (1994), y previamente nos había dado Chocolat, S'en fout la mort (1990), ese diálogo socrático entre Serge Daney y el protagonista en el que, con Denis por testigo de excepción, se plantean todas las grandes cuestiones cinematográficas, aún pendientes, y de las que la mayor parte de los que hoy hacen cine ni siquiera tienen conciencia, que es Jacques Rivette le veilleur y el admirable telefilm U.S. Go Home (1994), y nos daría después Nénette et Boni (1996), Beau travail, Trouble Every Day y Vendredi soir, no está considerada unánimemente como uno de los grandes cineastas actuales (y la mejor de las muchas valiosas directoras que están surgiendo por doquier, y en especial, como de costumbre, en Francia), es que, evidentemente, nadie es ya capaz de lograr - ni por prestigio ni por persuasión - que se triunfe su criterio, y menos aún una autodenominada "crítica" que ha renunciado por completo a distinguir entre el cine como actividad lucrativa, más o menos industrial o artesanal - según los países-, como negocio e incluso como distracción, y el cine que verdaderamente puede ser considerado como un arte, como un medio de conocimiento y de comunicación - sin que por ello haya de renunciar forzosamente a todo lo anterior -, decretando, con una falsa y demagógica coartada "democrática", que "todas las películas son iguales", y que, en cambio, curiosa pero reveladoramente, vive fascinada por las cifras recaudadas en taquilla (más valdría, puestos a interesarse por la economía, que tratasen de averiguar qué películas, dónde y de qué modo llegan a amortizar su coste total) y muestra más interés por la abundancia de los presupuestos económicos de los realizadores que por la coherencia de los estéticos.

Mucho me temo, y la tibia acogida (cuando ha sido favorable, y no indiferente y hasta hostil) de L'Intrus me lo hace sospechar, que el cine se esté convirtiendo a pasos agigantados, y a despecho de la vigorosa salud que demuestran cada año varios creadores, unos maduros y otros noveles, en los rincones más variados del mundo, en algo parecido a una "lengua muerta", y no ya - como hasta ahora cabía lamentar - en sus formas tradicionales o "clásicas", sino hasta en las que cabría considerar como modernas, en la medida en que unas u otras sean, cada cual a su manera, exigentes; es decir, que cuenten con (y requieran) la participación activa del espectador, que parece haberse dejado domesticar y manipular hasta el punto de reaccionar defensivamente ante cualquier expectativa de que ponga algo de su parte, de que también él camine un trecho hacia la película. No deja de ser reveladora la escasa atención a la pantalla que prestan los contados espectadores perdidos en la última sesión, semidesierta, de un enorme (pero destartalado) cine en el que se proyecta la antaño supertaquillera Dragon Gate Inn (1966) de King Hu en la penúltima obra de Tsai Ming-liang, Goodbye Dragon Inn (Bu san, 2002). El desdén es mucho mayor que el recibido en The Last Picture Show (La última película, 1971) de Peter Bogdanovich por Red River (Río Rojo, 1947) de Hawks. De 1966 a 2002 habían pasado 36 años, de 1947 a 1971 sólo 24.

En “Claire Denis : fusión fría”. Gijón : Festival Internacional de Cine, D.L. 2005.

miércoles, 18 de diciembre de 2024

El ejemplo de Juan Cobos: sensatez y modestia

Al día siguiente de ver por vez primera Vértigo y Con la muerte en los talones, y repetir la primera de esas dos obras maestras, para mí las máximas de Alfred Hitchcock, sin darme cuenta, me convertí en un cinéfilo: compré las dos revistas de cine de aire un poco serio (que hablaban de John Ford y Antonioni, no de Gina Lollobrigida) que encontré en los kioskos de prensa más cercanos. Confieso que su atenta lectura, de cabo a rabo, me dejó más bien perplejo, y que muchas cosas de ambas me hicieron dudar de la conveniencia de leer ambas publicaciones. Me encontré elogios ditirámbicos sobre cosas que no me habían gustado nada o había encontrado insignificantes, o que ni siquiera se me había ocurrido ver, o ataques muy poco fundamentados y con aire de ser meramente partidistas a películas admirables. Dando por buenas las recomendaciones, más bien divergentes, de unos y otros, me dediqué a ver de quiénes, si de algunos, me podría considerar más afín, o a descubrir de cuáles encontraba más fiables, aparte de que escribieran más o menos correcta o hasta brillantemente.

Pronto deduje que, aunque menos lucido que Miguel Rubio o Ramón Gómez Redondo, de cuantos escribían regularmente por entonces en lo sucesivo en Film Ideal (un nombre de revista que no me gustó nunca nada), el que más confianza me inspiraba en sus juicios, y el que encontraba menos exagerado y más comprensible en sus textos, largos o breves, y por fortuna libres tanto de pedantería y sofismo como de pretenciosidad literaria, así como en sus calificaciones numéricas, era, lo habrán adivinado y no creo que a casi nadie que leyera revistas de cine le extrañara entonces, Juan Cobos, a quien no conocía de nada, y al que vi por primera vez, como un año o dos más tarde (1963 o 1964), un día que fui a ver a mi tío Jesús (Franco, alias Jess Frank) en un apartamento del paseo de la Castellana, y allí estaba el ya entonces, para mí, famoso Juan Cobos, que discutía con Jesús sobre un guión.

Nunca traté asiduamente a Juan Cobos, ni puedo presumir de haber sido muy amigo suyo. Seguí leyendo a Juan Cobos, muy pronto en la efímera y esa sí bien llamada Griffith, luego más esporádicamente -cuando veía un texto suyo-, siempre con interés. Sólo muchos años después -unos treinta, si no calculo mal-, conocí personalmente un poco más a Juan, que era el jefe (the Boss) en la revista Nickel Odeón que editaba José Luis Garci, y con el que tuve algunas pacíficas y civilizadas discusiones epistolares, acerca de los números que íbamos preparando y confeccionando, como las que solíamos tener cuando de vez en cuando discrepábamos en algún punto en el programa televisivo de Garci Qué Grande es el Cine, ya en los años 90 del siglo XX o en los primeros del actual.

Había aún entonces -en un amplio, pero ya lejano “entonces”- una especie de infranqueable distancia -creada por el respeto, hasta en el desacuerdo- por parte de los discípulos y aprendices respecto de los maestros, profesores y veteranos, que luego no sé si se ha proscrito, perdido o abortado. Eso hace que, en mi caso, no sé si también en el de otros algo más jóvenes -tampoco mucho-, no pueda hablarse de “amistad” propiamente dicha -como puedo haberla tenido con Manolo Marinero, José María Carreño o Antonio Drove-, sino más bien de “consideración amistosa” hacia los maestros críticos, como yo la he tenido -a mayor distancia- con Jean Douchet y con Victor Perkins (sólo por correo electrónico) o Robin Wood y Serge Daney (meramente de leídas). De los modelos españoles, como todos los que en una época u otra, han actuado como “trasmisores” de algunas ideas fundamentales sobre el cine y sobre ciertos principios sobre el ejercicio de la crítica, y por tanto de una cierta ética, lo sepan ellos o no, algunos quedamos siempre en deuda, y por tanto agradecidos por lo que nos enseñaron o nos hicieron reflexionar. Ellos fueron para nosotros, en tiempo de penuria, mensajeros quincenales (¡eso era una revista viva!) de las ideas válidas o al menos estimulantes que procedían de André Bazin, Henri Langlois, Jacques Rivette, Jean-Luc Godard y François Truffaut, entre otros. Es, me temo, una tradición hoy olvidada o ignorada… hasta por los que le deben en parte ser lo que son. Hoy parece que las virtudes que podría encarnar Juan Cobos no están precisamente de moda, y que se aprecia, en cambio, justamente lo contrario. Yo creo que más vale que recordemos lo que en los años sesenta escribían José Luis Guarner, Pedro Gimferrer (más tarde Pere), Ramón Moix (más conocido como Terenci), Javier Sagastizábal, Juan José Oliver (o simplemente Jos), Ramón Font, Segismundo Molist, Miguel Sáenz, José María Palá, Marcelino Villegas, José Antonio Pruneda, Jesús Martínez León, Javier León y unos cuantos más, muy variados, muy diferentes. Y a los que ni los conocieron ni se les ha ocurrido buscarlos y sorprenderse tal vez les conviniera ponerse al día, ya que hoy se ha olvidado casi todo lo que por entonces -por fin- íbamos aprendiendo.

Prólogo de “Juan Cobos : una prodigiosa memoria del cine” de David Cobos. Almería : Confluencias, octubre de 2024.

lunes, 16 de diciembre de 2024

True Lies (James Cameron, 1994)

No sé por qué han lastrado con un título tan convencional que se presta a confusión (Mentiras arriesgadas) una película que se llama True Lies, quizá por las mismas razones que Hal Hartley ha bautizado su productora True Fiction, y que podría traducirse como Trolas de veras; puestos a cambiar, más le hubiera pegado Vamos a contar mentiras a la divertidísima y ágil película de James Cameron, meritorio artífice, entre otras, de Aliens —muy superior al reputado Alien de Ridley Scott—, de la excelente The Abbys y de las dos entregas de Terminator, y al que los simplistas han etiquetado como "esbirro de Schwarzenegger", lo mismo que sus precursores tildaron de "lacayos de Errol Flynn" a Michael Curtiz y Raoul Walsh. El tiempo dirá si Arnold llegará a ser tan buen actor, en su estilo, como Errol, pero de momento le tratan con el mismo desprecio, pese a que cada día demuestra más fehacientemente no ser un saco de músculos con ínfulas de Hércules, de autor ni de ideólogo, y va consolidándose como notable actor de comedia, gracias a que parece modesto y provisto de sentido del humor.

Como Cameron es un obseso por los conflictos de la pareja, True Lies deja pronto de ser un vehículo de Schwarzenegger y se convierte en una puesta al día de la enloquecida comedia conyugal que tanto brilló en los años 30-40, por ejemplo en La pícara puritana, Vivir para gozar, La fiera de mi niña, Luna nueva o Historias de Filadelfia. Ese es su espíritu y su fondo, aunque superficialmente parezca menos cerca de McCarey, Cukor o Hawks que de los más locos y divertidos James Bond de John Glen con Roger Moore (como For Your Eyes Only, por ejemplo) o de Terence Young con Sean Connery, y su principal "gancho" para el público sea la combinación de Schwarzenegger y los excelentes —y nada molestos, pues son espectaculares pero funcionales— efectos especiales, y un ritmo trepidante que no decae un momento: hay que agradecerle que sus 140 minutos pasen sin que nos demos cuenta de que es larga, cuando últimamente lo normal es que estemos hartos a la hora y comprobemos con agobio que aún quedan dos horas de tedio.

Y para quien no se conforme con eso, hay elementos de parodia sumamente inteligentes, chistes políticos con víctimas en todos los bandos, una fascinante villana oriental con la que Schwarzenegger se marca un tango admirablemente rodado, y la estupenda y divertidísima Jamie Lee Curtis, digna hija de Tony Curtis y Janet Leigh. Que Schwarzenegger esté a su nivel demuestra que no es un macaco culturista y que bate como actor a Stallone, con el que tiende a asociársele para deplorar que películas como True Lies tengan éxito, cuando a mí me parece sanísimo que lo tengan cualquier Cameron, o El último gran héroe de John McTiernan, por citar otra gran película seria pero divertida de los últimos años, también con Schwarzenegger, o Ladyhawke, o La princesa prometida; lo que me preocupa es que la gente haga colas para aplicarse cilicios como El piano y flagelarse con la trilogía tricolor del siniestro predicador Kieslowski.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

viernes, 13 de diciembre de 2024

Del jardín a las ruinas : reflexiones tardías sobre El hombre que mató a Liberty Valance, el ocaso del western y el retorno del género como cadáver viviente

Cuando se estrenó The Man Who Shot Liberty Valance en 1962, hace ya más de 30 años, fue recibida - en su país, en el nuestro y en muchos otros - con reacciones encontradas. Para la mayoría, se trataba de una muestra más - como todas sus películas desde 1953 - de la decadencia senil de John Ford, antaño gran cineasta mundialmente reconocido; para unos pocos, en cambio, supuso la confirmación de la lucidez, sabiduría y madurez que enriquecía y ensanchaba su obra desde aproximadamente 1956 (luego se vio que este periodo de "revisión crítica" tenía múltiples precedentes en 1950, en 1948, en 1946, en 1945 y hasta en 1941, dentro y fuera del género con el que abusivamente se identifica a John Ford). Para los primeros, era una película pobre, fea, y oscura, de concepción teatral y aspecto de telefilm, cuyo confinamiento en decorados interiores y algún exterior obviamente "de estudio" probaba la "fatiga" y desgana rutinaria del autor; para los segundos, que no valoraban negativamente lo que hay de objetivo en esos datos, la desnudez, el despojamiento, la sencillez y hasta la abstracción eran signos de un clasicismo esencialista y depurado. Para la "vieja crítica", se trataba de un guión al mismo tiempo convencional y raro, artificioso y vulgar, confuso y excesivamente verboso; para sus más jóvenes oponentes, se trataba de un apólogo sutil y profundo acerca del conflicto entre el espíritu fronterizo del Salvaje Oeste, en el que imperaba "la ley del más fuerte", y el progreso de la legalidad y la democracia, hábilmente relacionado con la transformación del territorio de Arizona en Estado de la Unión y con requisitos de la democracia tan fundamentales como la libertad de expresión y la educación.

Hoy parece evidente que teníamos más razón los defensores de la película que sus detractores, y desde hace ya bastantes años - 20 ó 25 -, por un misterioso proceso, El hombre que mató a Liberty Valance es considerada, casi unánimemente, como una de las obras maestras de Ford, del género y hasta del cine clásico en general. Lo que no podíamos adivinar ni unos ni otros por entonces es que habría de ser el penúltimo western de Ford - lo que redobla su carácter testamentario y algo "fúnebre" - y que su maestría y esplendor llevaban dentro las semillas de la decadencia del género, hasta el punto de convertirse en su "canto del cisne", y en el preludio de la corrupción, descomposición y desaparición del más típicamente americano de los géneros, que había acompañado al cine en su evolución desde 1903 y The Great Train Robbery de Edwin S. Porter.

Es evidente que entre los admiradores - no sé si desde el primer momento, aunque no es improbable - de esta película estaban una serie de jóvenes americanos y europeos que muy pronto iban a cambiar radicalmente el género, a diseccionarlo y a enterrarlo. Desde Sam Peckinpah a Sergio Leone, desde Stan Dragoti a Robert Benton, desde Sergio Sollima a Bernardo Bertolucci, desde Philip Kaufman a Clint Eastwood, desde Lawrence Kasdan a Arthur Penn, todos ellos pudieron encontrar en esa especie de "albergue español" (según expresión francesa) que es The Man Who Shot Liberty Valance lo que quisieran; es el sino de las películas que lo tienen todo, como Vertigo de Hitchcock o Moonfleet de Fritz Lang.

Se ha calificado de sucios, sangrientos y desmitificadores estos westerns del periodo agónico 1964-1973, entre Per un pugno di dollari y Pat Garrett & Billy the Kid; ninguno de estos adjetivos cuadra con The Man Who Shot Liberty Valance, que, en su modestia, no llega ni a presentarse como "crepuscular"; es, si acaso, un western meramente vespertino, de atardecer, que tampoco recurre - gracias a la sobriedad del blanco y negro y a su nocturnidad - a las tonalidades otoñales de las que se llegó a abusar unos años más tarde. Podría decirse, quizá, que el western post-Liberty Valance se sintió atraído no tanto por su equilibrio, su dialéctica y su melancólica síntesis - la pérdida de un mundo a cambio de otro -, sino tan solo por algunas de sus facetas, variables según los casos: a unos les fascinó el sadismo irracional y salvaje de Liberty (Lee Marvin), funcionalizado como esbirro de los intereses de los grandes ganaderos, que invocaban el lema "no poner puertas al campo" porque les convenía conservar la "independencia" del poder federal que para ellos suponía la condición de territorio; a otros les interesó sólo una vertiente - nunca, como a Ford, las dos - del conflicto, ya planteado - más a fondo, pero menos explícitamente - en Fort Apache (1948), entre los hechos y la leyenda, entre la historia y el mito -; a algunos les atrajo el carácter casi simbólico, de morality play, que recuperaba Ford para el género, y que se les antojó novedoso, aunque tenga ilustres y famosos - y también oscuros - precedentes, desde The Ox-Bow Incident (1942) y Yellow Sky (Cielo amarillo, 1948) de William A. Wellman hasta Johnny Guitar y Run For Cover (Busca tu refugio, 1954) de Nicholas Ray, pasando por Angel and the Badman (1946) de James Edward Grant, Red River (Río Rojo, 1947) de Howard Hawks, I Shot Jesse James (1949), Run Of The Arrow (Yuma) y 40 Guns (1957) de Samuel Fuller, Devil's Doorway (La Puerta del Diablo, 1949) y Man Of The West (Hombre del Oeste, 1958) de Anthony Mann, Broken Arrow (Flecha rota, 1950) de Delmer Daves, Rancho Notorious (Encubridora, 1952) de Fritz Lang, High Noon (Solo ante el peligro, 1952) de Fred Zinnemann o Silver Lode (Filón de plata, 1954) de Allan Dwan.

Se trata, en todo caso, de aspectos que, llevados en ocasiones a extremos caricaturescos, o cargando las tintas sin el menor sentido de la ambigüedad enriquecedora, a menudo trocando la complejidad por el esquematismo, se encuentran - con otros que también están en El hombre que mató a Liberty Valance - en los westerns de los diez años siguientes, el decenio final del género - salvo alguna muestra esporádica -, hasta su pretendida resurrección, en el punto mismo en que se había desvanecido, con Unforgiven (Sin perdón, 1992) de Eastwood.

Debo advertir que, a pesar de mi admiración por este cineasta-intérprete - pues no es la única ni la primera de sus películas como director que encuentro magistral, ni me parece la mejor -, veo hoy dudoso, transcurridos varios meses desde su consagración por crítica, público y Oscares, que Sin perdón suponga una renovación o revitalización del género. A mi entender, se trata de una muestra - muy lograda - de expresión estrictamente individual, clara descendiente de la línea que arranca del tronco sano aunque viejo de Liberty Valance y en la que pueden inscribirse todos los westerns posteriores, Unforgiven incluido, que de hecho se remonta a The Ox-Bow Incident y Yellow Sky, y se inscribe también en la fértil tradición de los westerns de venganza.

Un cierto pesimismo - que se acentúa en Sin perdón -, visualmente trasmitido por una llamativa - e inusual en el género, aunque habitual en el cine de Eastwood - tendencia a la penumbra y a la nocturnidad; una clara atención a las consecuencias - y no sólo las causas - de la violencia, unida al reconocimiento implícito de que el recurso a ésta puede resultar inevitable ante la injusticia y su empleo por los más fuertes o poderosos; el carácter "terminal" de sus protagonistas, ya reliquias del pasado o condenados a convertirse pronto en anacronismos, pero obligados a intervenir nuevamente, una vez más, cuando ya se daban por retirados a la cuneta de la historia, son algunos de los rasgos esenciales que permiten asociar Unforgiven con The Man Who Shot Liberty Valance, con independencia del distinto significado de una y otra película en la evolución del western.

Al referirme a la amenaza de inminente extinción que pesa sobre los protagonistas de ambas películas he dado por supuesto que el personaje principal de The Man Who Shot Liberty Valance es el vaquero Thomas Doniphon (John Wayne), y no el abogado venido del Este, luego periodista y finalmente senador Ransom Stoddard (James Stewart), factor que considero clave para la debida comprensión de la obra de Ford, precisamente porque cabe elegir cuál de los dos - que, hasta cierto punto, son amigos, y colaboran entre sí o se ayudan mutuamente, pero al mismo tiempo son antagonistas y rivales - es el protagonista. Es una ambigüedad que pierde, en parte, el título español, una vez que Tom revela la verdad a Ranse - puesto que éste podrá seguir siendo celebrado como "el hombre que mató a Liberty Valance", pero sabemos que fue Doniphon el que lo mató -, pero que mantiene el original inglés, pues significa tanto "El hombre que disparó a Liberty Valance" - ostensiblemente Stoddard, de hecho ambos - como "El hombre que mató a Liberty Valance" - en apariencia Ranse, en realidad Tom -, y que indica cuál es el meollo de la película de Ford, su centro de gravedad.

No sólo es la cuestión crucial que se trata en ella - porque, históricamente, los días de lo que Tom encarna están contados, y le toca sucederle a lo que Ranse representa; y además, para que éste venza sus escrúpulos morales y acepte el cargo para el que ha sido elegido, Tom ha de desvelarle la verdad, a sabiendas de que salvarle, primero, y decírselo después, supone perder a Hallie (Vera Miles) y su razón de vivir -, sino que constituye el punto de intersección de las diferentes tramas - histórica, filosófica, jurídica, política, sentimental - que se entretejen, en el que se articula la confluencia del pasado y el presente y el contraste entre ambos periodos.

Esto, lógicamente, determina la peculiar estructura narrativa, temporal y de puntos de vista de The Man Who Shot Liberty Valance, mucho más compleja de lo que puede parecer y de lo que es habitual en el cine comercial: el grueso de la película es un elíptico flashback - dentro del cual hay otro -, enmarcado entre un prólogo y un epílogo "en presente" (aunque no, claro, para nosotros ni para los autores). La lógica de este planteamiento dramático, la sencillez con que está plasmado y la fluidez e inteligibilidad del relato son parte esencial de la perenne riqueza de The Man Who Shot Liberty Valance y fuente de su inagotable fascinación: John Wayne sería el protagonista del flashback narrado por James Stewart y rememorado simultáneamente por Vera Miles, mientras que Stewart, como testigo, narrador y superviviente, sería el personaje principal de la parte "en presente".

Circular de L’Ateneu de Olot nº 47 (noviembre de 1993)

miércoles, 11 de diciembre de 2024

M. Butterfly (David Cronenberg, 1993)

Aunque menos lograda que las tres películas precedentes de David Cronenberg —entre ellas Naked Lunch (1991), escandalosamente inédita en este país—, M. Butterfly trae buenas noticias: el inclasificable canadiense sigue sin venderse a las Majors americanas y sin claudicar de su aliento vanguardista, convertido en el más rentable y comprensible de los cineastas experimentales.

Tan elegante como discreta, no tiene más que un defecto; lo que cuenta no es creíble, pese a haber suavizado y condensado la historia real en que se basa para tratar de darle un poco de verosimilitud. Para la mayoría de los espectadores, sin embargo, no hay modo de olvidar que se nos pide que aceptemos algo inconcebible; este rechazo previsible, en el que cualquiera pondrá a prueba su propia credulidad para corroborar que no es posible, tiene la curiosa virtud de no alejar al público del personaje de Jeremy Irons, sino de hacer que cada espectador "se ponga en su lugar", y vaya aceptando como admisible, improbable pero quizá no del todo imposible, etc., cada nueva fase de su trayectoria, hasta un punto —antes o después— en el que casi todo el mundo parece decir "hasta aquí podíamos llegar" y se interrumpe el juego identificatorio.

Yo sospecho que Cronenberg, que no va de hitchcockiano por el mundo pero no tiene un pelo de tonto ni de irreflexivo, ha tenido en cuenta esta incredulidad inicial, la posterior asunción del punto de vista del protagonista y hasta la ruptura final para implicar al espectador, por lo cual la película, mientras dura la proyección, funciona, y sólo después brotan las preguntas. Lo que convierte a Cronenberg en uno de los pocos cineastas actuales que se proponen que el público piense y que, además, lo consiguen, aún con grave riesgo para el éxito crítico de sus películas.


En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.