lunes, 7 de octubre de 2024

Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981)

¡Qué grande es el cine! (10/04/2000)



Además de uno de los más prometedores arranques de carrera que nos ha ofrecido un cineasta americano en las últimas décadas, Body Heat es una verdadera película de género.

De hecho, se instala en él con una asombrosa sensación de normalidad desde el primer plano: antes de contarnos nada, pese a que - por razones de censura - el cine "negro" jamás nos mostrase nada parecido a lo que se ve - estrictamente contemporáneo - en sus imágenes iniciales, y a que absolutamente nada en la primera secuencia remita ni al thriller ni al pasado, Kasdan consigue milagrosamente restablecer la continuidad perdida y saltar como con pértiga sobre decenios de práctica desaparición del género, que de pronto ha resucitado y nos envuelve, sin que lo dudemos por un instante. Hay nocturnidad, desde luego - una noche bien negra, pastosa -, pero esa es la condición normal del encuentro erótico que acaba de terminar; hace un calor bochornoso, pegajoso, palpable, que hace sudar y brillar los cuerpos y ofusca los cerebros y causa irritación, pero ese factor climático es más bien desusado; la música, muy típica de John Barry en su línea jazzística, tampoco supone una pista, pues no es exclusiva del género en cuestión, aunque contribuye a crear esa tensión y esa impresión de que algo extraño sucede que detectamos en la actitud de William Hurst (memorable, como casi siempre), mirando por la ventana cómo arde un hotel, rememorando el pasado, reflexionando.

Salvo algo tan vago como el malestar, realmente nada designa ya Fuego en el cuerpo como cine negro, y sin embargo nos hemos zambullido en él de cabeza, para no salir en toda la película. Y es curioso que sea así, porque no hay una recreación imitativa, manierista, del estilo del cine negro de los 40, ni tampoco del de los 50, y tardará bastante todavía en aflorar una trama, tributaria - como se dice de ciertos ríos - de Double Indemnity, y en general de las novelas de pasión, o más bien de codicia y deseo entremezclados, que han hecho famoso a James M. Cain, sin que Kasdan le copie exactamente detalles, sino más bien tienda a complacerse en desmarcarse un poco de ellos, desviando más que defraudando nuestras expectativas, jugando con nuestras suposiciones genéricas.

Para cuando surge - o, más bien, se expresa en voz alta -, ya avanzada la acción, la tentación de eliminar al molesto marido de la amante, quien, por lo demás, aprovecharía la ocasión para enriquecerse y que, a ser posible, preferiría heredar toda su fortuna y no sólo la mitad que le corresponde de acuerdo con el testamento, estamos tan metidos en la intriga como nuestro protagonista, que es en el fondo bastante ingenuo y no en exceso perspicaz: aunque él se considere muy listo y avispado, es verdaderamente un bebé inocente al lado de Matty Walker, mujer fatal como pocas, y no metafórica ni sentimentalmente, y sin nada que envidiar a las más peligrosas y seductoras (doblemente peligrosas) de la edad de oro del cine negro.

El tipo que encarna Hurt no es ni siquiera un detective privado, sino un abogado mediocre, que ya se ha pasado de listo y se ha pillado los dedos, sin prestigio ni excesivos escrúpulos, y más interesado por el sexo que por los negocios. Ella (Kathleen Turner en su momento de máximo esplendor) es una mujer más disponible (en apariencia) y evasiva que misteriosa, a primera vista (así lo asume Ned, y actúa en consecuencia) una muy convencional esposa rica y ociosa, insatisfecha y poco acompañada por su marido, enriquecido en turbias operaciones financieras. Su marido no llega a ser un capo mafioso ni un magnate todopoderoso; ella no tiene pinta de ser precisamente inaccesible o inalcanzable. Y entre los dos, irritados por el calor, agitados y aburridos como dos tigres enjaulados, brotan chispas. En fin, podríamos tener una versión floridense y más "clase media" de Nueve semanas y media.

Lo que ocurre es que estamos siendo víctimas, tanto Ned como los espectadores, del efecto telaraña de una doble maquinación; por un lado, la de Kasdan, muy hábil y sutil, que se toma su tiempo; por otro, aunque eso no lo descubriremos de verdad hasta el epílogo, la de la falsa Matty Walker, que no sólo no es lo que aparenta sino tampoco quien dice ser, y que desde el primer momento tiene un plan y está dispuesta a hacer todo lo que haga falta para conseguir salirse con la suya.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (10 de abril del 2000)

jueves, 3 de octubre de 2024

Love Among the Ruins (George Cukor, 1975)

Ignoro —aunque es de suponer que no— si James Costigan escribió este teledrama sabiendo quien iba a ser el director, y no sé si conocería a fondo la obra de Cukor, aunque parece improbable, pero pocas veces se le ha confiado un guión tan adecuado a sus preocupaciones y a su estilo. Porque no se trataba de una elección temáticamente obvia —¿cómo no encargarle My Fair Lady al director de Nacida ayer, A Star is Born y El multimillonario, entre otras?—, sino que para asignar tal guión precisamente a Cukor —mejor que a Mankiewicz, que tenía ya en su haber Mujeres en Venecia, o que a Wilder, que había dirigido Avanti! un par de años antes— hacía falta detectar afinidades más profundas.

Para empezar, más que una historia lo que este maravilloso guión propone es una reflexión sobre el paso del tiempo, el amor y el comportamiento social, estructurada en ocho secuencias indivisibles —salvo la última— en escenas. Es decir, que tenemos nueve escenas —algunas muy largas, sobre todo la inicial, de presentación, exposición y «nudo», todo a la vez, que sobrepasa la media hora— y nada en medio, lo cual, dada la tendencia de Cukor a desentenderse de lo que sólo sirve al desarrollo de la trama narrativa, y a concentrar su atención, en cambio, en las escenas claves, en los enfrentamientos entre personajes (o de uno de ellos con sus recuerdos, sus sueños, sus temores o su soledad), se revela ya como una ventaja, pues elimina de antemano los posibles puntos débiles, los baches de ritmo e intensidad, y contribuye decisivamente a hacer de Love Among the Ruins una de las más perfectas y homogéneas películas de este director. Como, además, los intérpretes que tenía a su disposición eran no sólo excelentes, sino los más apropiados para dar vida a sus respectivos personajes, Cukor —se nota— se volcó con entusiasmo en su realización y pudo tratar a fondo ciertos temas que le afectaban de modo muy particular.


Es, creo yo, su única obra de vejez (pues las dos siguientes no son demasiado personales y la última, Rich and Famous, no tiene de la edad sino la sabiduría y el equilibrio que no todos los ancianos conquistan y mantienen), la que —de empeñarse uno en buscárselo— podría considerarse su «testamento» artístico y vital. Trata, por lo demás con humor y ánimo, de la pervivencia del afecto y los recuerdos, a pesar del paso del tiempo; de la necesidad de no vivir añorando la juventud, por feliz que pudiera parecer, sino de relegarla al pasado al que pertenece y aceptar el envejecimiento; y se nota que todo eso está visto desde una edad semejante a la de los personajes, con conocimiento de causa. Si se ve en blanco y negro, la escueta dramaturgia de la película destaca firmemente el realismo de esta actitud, y el final feliz puede hacer pensar que nada añora Cukor, que no es presa de nostalgia alguna; basta, sin embargo, verla tal como es —en color— para comprender enteramente su postura, quizá más melancólica que la del guionista (sin duda, más joven) e incluso que la de los personajes. Las tonalidades doradas y otoñales, el ritmo pausado —que las elipsis y el brillante diálogo compensan—, la emoción que aportan los intérpretes configuran, a través de la puesta en escena, si se quiere mediante recursos exclusivamente formales y de matiz, la visión personal de Cukor, gracias a la cual Love Among the Ruins es verdaderamente —y no sólo en teoría una meditación sobre el tiempo. Cuestión grave y, si se piensa un poco, destinada a llegar a siempre tristes conclusiones, pero que se convierte en comedia gracias al humorismo de la paradoja: ya que Jessica Medlicott (Katharine Hepburn) finge no acordarse del pasado porque se niega a admitir que ya no es la atractiva joven que fue, sir Arthur Granville Jones (Laurence Olivier) no puede olvidar su ya remoto —pero vigente— fracaso si no consigue superarlo ahora y ya para el futuro —por breve que sea el tiempo que les quede—, y para ello ha de lograr que ella recuerde, le recuerde. Curiosa empresa, sin duda, la de hacer que la mujer amada envejezca por fin para hacer así realidad los sueños tanto tiempo acariciados de la juventud perdida.

En Casablanca nº 27 (marzo de 1983)

martes, 1 de octubre de 2024

La estrategia del centrífuga

Recuerdos de una mañana (José Luis Guerin, 2011)

Todo hace temer que esta película breve (45 minutos) filmada por Guerin para el Jeonju Digital Project 2011 (compartiendo largometraje con los más veteranos e ilustres Jean-Marie Straub y Claire Denis) en los alrededores de su casa, en la calle Casp de Barcelona, no pueda verse, al menos “normalmente” (si es que puede calificarse de normal la forma en que se puede ver, cuando se puede, el cine español reciente que tiene verdadero interés… no pecuniario), debido a las inquisitoriales presiones de la familia de su protagonista ausente, apenas fugazmente entrevisto y nombrado, y en todo momento tratado con simpatía, emoción y respeto tanto por el cineasta como por los restantes vecinos que comentan el drama del que fueron testigos o tuvieron noticia más tarde, y que aportan anécdotas, impresiones o hipótesis acerca de su vida reciente y su incierto final, sin adentrarse en sus causas próximas o remotas: como, en el fondo, toda muerte súbita, permanecerán siempre en el misterio.

Y es una lástima, porque Recuerdos de una mañana es de lo más (y bien poco hay, a mi juicio) interesante producido en los últimos dos o tres años en un cine siempre anémico pero últimamente reducido a un estado casi comatoso (sin pensar demasiado en que lo peor tiene todas las trazas de estar aún por venir, porque bastante extendida está ya la desesperanza). Tras otras deambulaciones, con numerosos momentos extraordinarios pero comprendo que quizá insatisfactorias para buena parte de los espectadores, demasiado acostumbrados a empresas más rutinarias, tanto en Estrasburgo (En la ciudad de Sylvia, 2007) como en medio mundo (Guest, 2010), Guerin vuelve a Barcelona, como en En construcción (2000) y ninguna más, y nos pinta, entre otras cosas, un retrato de (un rincón de) su ciudad natal, por la que parece sentir – como, en general, cada cual por la suya – una curiosa pero enriquecedora mezcla de amor y odio.

Más aún que un retrato del violinista difunto, al que veía – cuando estaba en Barcelona – desde las ventanas de su casa, ensayando en un balcón, y al que sin duda otros habitantes del barrio conocían mejor, Recuerdos de una mañana (título tomado del subtítulo de la extraña novela Contre Sainte-Beuve de Marcel Proust) acaba por ser el retrato centrífugo del cruce de dos calles y de sus habitantes, procedentes de los más variados lugares y dedicados a muy diversas actividades, entre las que, curiosamente, la más frecuente parece ser la música.

Guerin los interroga, y les hace revivir el recuerdo de esa mañana fatídica y de su vecino Manel, siguiendo para ello un itinerario que puede parecer desordenado – y que hace fascinantemente imprevisible el desarrollo de la película, como sucedía en En construcción o también en Innisfree (1990) – pero que, a mi entender, obedece a una lógica interna, orientada a poner un cierto orden (sin imponerlo) en un relato de varias facetas y tiempos y que, por ello, estaba amenazado de dispersión.

Asombra aquí, de nuevo, la capacidad del cineasta para lograr que los desconocidos (más o menos) se revelen ante su cámara, sin duda consecuencia de esa mezcla peculiar de curiosidad y timidez, de empatía y confianza, que tan fácil parece para él establecer con cualquiera, y que sin duda es lo que le permite sortear tranquilamente las difusas fronteras entre la realidad y la ficción, entre el documento y la narración, y moverse como pez en el agua en ese incierto terreno de nadie en el que ha tendido a desenvolverse el cine desde sus comienzos y hasta que se convirtió en una industria, y muy raramente, en cambio, después. Se une a ello una extraña habilidad para descubrir el actor que (incluso inconscientemente) todos llevamos dentro, y para obtener momentos de veracidad que no son construidos y elaborados de acuerdo con una u otra técnica interpretativa, sino captados al vuelo por una mirada y una cámara singularmente atentas, que son, sin duda, naturales, pero evidentemente provocados y estimulados.

Recuerdo que, hace ya mucho tiempo – debió de ser en torno al estreno de Pierrot le fou (1965) de Godard, es decir, hacia 1966 – el entonces aún ni guionista ni director Manolo Matji, en un bar de la madrileña calle de Galileo en el que a veces charlábamos y bebíamos durante horas algunos inconscientes miembros de la luego denominada “escuela de Argüelles” tras haber coincidido en algún cine de barrio o en el fulleriano decorado del Parque Móvil Ministerial, donde había un curioso cineclub, sentenció un atardecer que la diferencia entre el cine clásico y el moderno (en la terminología de la época) estribaba en que en el primero los planos eran centrípetos y en el segundo tendían a ser centrífugos. Frase o boutade brillante y algo críptica, como las de Godard, a la que nunca he dejado de darle vueltas, pues intuía en ella algo de verdad y nada de azar – en el fondo, venía a significar que en el cine clásico los planos estaban siempre construidos, encuadrados y compuestos, y en el más moderno aparentemente no –; en el fondo, quizá el bueno de Manolo se quedaba corto, y no era sólo el plano el que había pasado del centripetismo de un Fritz Lang, un Hitchcock o un Hawks al centrifuguismo o quizá la centrifuguidad de un Godard, un Rivette o un Skolimowski (todavía no existían ni Garrel ni Akerman).

Recuerdos de una mañana, adecuadamente, me ha hecho rememorar esa frase. He aquí, pues, una película que empieza por el final, sabemos desde muy pronto lo que – en el terreno de los hechos desnudos y esenciales, que suelen ser irreversibles – ha sucedido, y de la que, tras una aparente indagación (nada policiaca, y sin recurrir a flashbacks; no estamos ante un film negro ni un remake de The Barefoot Contessa, 1954, de Joseph L. Mankiewicz o Citizen Kane, 1941, de Welles, que presuponen un difunto célebre), realmente no se llega a esclarecer nada, y que sin embargo es hábilmente narrativa y mantiene un claro suspense, basado – como en Hitchcock, pero de muy otro modo – en las expectativas habituales del espectador. Una película que dura aproximadamente la mitad de lo usual y convenido, y cuya curva dramática, por tanto, apenas llega a establecerse diáfanamente, o desorienta al que la anticipe, como le sucedía al que veía Psycho (1960) por vez primera. Un misterio que no es desvelado, y que por tanto queda eternamente abierto (o suspendido sobre el vacío, como James Stewart al final de Vertigo, 1958). Un “protagonista” aún más ausente y mudo que el de A Letter to Three Wives (1949) de Mankiewicz, reemplazado por una proliferación de personajes (para colmo, “reales”) que ni lo suplantan ni constituyen uno de esos pretenciosos e insignificantes “coros” saineteros tan abundantes en cierto cine español (sobre todo “serio”). Son algunos rasgos distintivos de esta nueva película en la que Guerin sigue explorando – con otros medios, en otros tiempos, y por tanto de otra forma – los misterios que hicieron tan fascinante el cine clásico, demostrando con hechos – y una pequeña cámara digital, sin apenas dinero – que es posible seguir inventando cosas y al mismo tiempo tratar de reencontrar el encanto perdido, sin copiarlo ni remedarlo patéticamente.

En Transit (8 de febrero de 2012)