miércoles, 30 de octubre de 2024

High Green Wall (Nicholas Ray, 1954)

Sin duda la menos conocida de todas las películas de Nicholas Ray, tras su otra incursión televisiva, que ni siquiera se conserva. Se trata, para colmo, de un film realmente muy breve, y ya se sabe que los cortometrajes son considerados como de poca importancia por los que ponen el acento en la cantidad, sea de lo que sea (estrellas, dólares, minutos, efectos). Es, para colmo, además de una obra menor, un film en blanco y negro, de aspecto más bien pobretón y forzosamente austero.

Cuenta con ejemplar concisión y elocuente sequedad, sin forzar el ritmo, un admirable relato corto de Evelyn Waugh —The Man Who Loved Dickens—, quizá el mejor del escritor inglés, que aborda con inquietante perspicacia la paradoja de un ser tan brutal como ignorante, y por tanto egoísta y cruel, que sin embargo adora a Dickens y quiere que le lean o cuenten historias con la misma avidez y confianza en el relato que los niños.

Es una historia digna de Borges o de Conrad —ejemplarmente adaptada por A.I. Bezzerides, uno de los guionistas de más talento que resultaron damnificados por las listas negras del senador McCarthy—, tan adecuada al formato que hay que agradecer que la existencia de la televisión permitiese a Ray plantearse su traspaso a la pantalla, aunque fuera pequeña, ya que en cualquier otro formato hubiera sido impensable, y que hay que procurar no desvelar en lo más mínimo, porque su argumento es tan insólito, obsesivo y desesperante como algunas pesadillas, como el cuento de la buena pipa con que nos sacaban de quicio, de pequeños, algunos adultos o como el atosigante episodio del horrible viejo del mar que apresó con sus piernas al ingenuo Simbad el marino cuando éste, compasivo, accedió a cargar con él.

Además de revelar en el intérprete wellesiano por excelencia, Joseph Cotten, y en el obseso secundario Thomas Gómez dos imprevistos actores adecuados al cine de Ray, la desnudez —muy clásica, modesta y funcional esta vez— y el grado de abstracción de su planteamiento hacen de High Green Wall un curioso precedente antitético de la obra límite de Ray, Bitter Victory y de algunas escenas del Apocalypse Now coppoliano.

En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999)

lunes, 28 de octubre de 2024

Une belle fille comme moi (François Truffaut, 1972)

Hasta Deux Anglaises et le Continent (1971), todas las películas de Truffaut han tenido un cierto aire de familia, a pesar de lo diferentes que pueden parecer, sobre todo a primera vista, Los 400 golpes, Jules et Jim y La novia vestía de negro, por ejemplo. Sin embargo, y sin tener en cuenta constantes temáticas y estilísticas evidentes, existía un vínculo entre todas ellas. Esta característica común, que además servía para hacer admisible la intensa fragilidad de todas las películas de Truffaut era su particular visión poética, cercana en más de un aspecto a la de Jacques Becker o a la de los films más conmovedores de Jean Renoir (Partie de campagne, 1936). En vista de ello, lo primero que sorprende en Una chica tan decente como yo es el tono agrio, áspero, pretendidamente desenfadado, grosero incluso, y en ocasiones sórdido, de los diálogos (al menos en su V.O.), de las situaciones y de la fotografía en color de Pierre-William Glenn (sin duda el peor trabajo visual de una película de Truffaut, que nos tiene acostumbrados a grandes fotógrafos como Decae, Coutard y Almendros). Se trata de un film más sombrío, más crispado (véase la dirección de actores) y más caricaturesco que ninguno de los anteriormente dirigidos por François Truffaut. Lo único familiar es la presencia de Bernadette Lafont; sin embargo, nos equivocaríamos si pensásemos en un retorno a los orígenes (Les Mistons, 1958), pues su intervención nos hace sumergirnos en el ambiente amargado de la fallida L'Amour c'est gai, l’amour c'est triste de Jean Daniel Pollet. Porque realmente no hay nada en este film —ni siquiera homenajes a Hitchcock, Renoir o Rossellini— que tenga nada que ver con lo que hasta ahora había sido el cine de Truffaut. Ni siquiera con La novia vestía de negro (1967), otro film de sketches camuflado, cuyo carácter grotesco permanecía latente gracias a la creciente y poética melancolía que lo invadía (sobre todo en el episodio del pintor Charles Denner), pues en Una chica tan decente como yo el mundo más o menos idealizado de Truffaut se ha esfumado, dejando paso a la fealdad y a la sordidez de las comedias de boulevard y los entreactos cómicos de cabaret, a la chirriante suciedad de la Porte St. Denis (lo que nos lleva, de nuevo, a Pollet: recuérdese su sketch de Paris vu par...). Tampoco se trata de un «film de autor» malogrado, con posibilidades no explotadas o corrompidas, como ocurría con otro film sorprendente y bastante parecido a éste, el lamentable Dr. Popaul (aquí Doctor Casanova, 1972) de Claude Chabrol; se trata, pura y simplemente, de una obra profundamente impersonal, dirigida con desgana —cuando menos—, y que sirve solamente para revelarnos una faceta poco conocida y menos agradable aún de Truffaut: un cierto cinismo que sólo levemente la excesiva, autocomplaciente y deliberada astucia de Domicile conjugal (1970) permitía sospechar. De hecho, creo que si este film se proyectase sin títulos de crédito, sería más fácil que se atribuyese su dirección a Gérard Oury o Jean Girault que a Truffaut: tal es su vulgaridad, su falta de emoción, su alejamiento del autobiografismo traspuesto o metafórico, lo inesperado que resulta tras una obra maestra como Las dos inglesas y el amor. Tal vez la única explicación de este film sea la misma que tiene la existencia de Dr. Popaul. Tanto Chabrol como Truffaut hicieron en 1971 un film ambicioso (La década prodigiosa, Dos inglesas) que fracasó comercialmente, y en vista de eso, antes de reanudar su carrera con films personales que ahora se pueden esperar con cierta inquietud, (Les Noces rouges, La Nuit américaine), hicieron un alto en el camino para recaudar fondos, rodando en poco tiempo y con muy poco cuidado un film cuyo objetivo era el éxito en la taquilla. Lo que resulta deplorable es que tanto Chabrol como Truffaut se hayan rebajado hasta niveles que implican un desprecio al público que ambos, primero como críticos y luego como directores, siempre habían combatido.

En Nuevo Fotogramas (7 de septiembre de 1973)

viernes, 25 de octubre de 2024

Actualidad de Nicholas Ray

Se ha cumplido hace poco —el 16 de junio— el vigésimo aniversario de la muerte de Nicholas Ray, que llevaba ya entonces casi dieciséis más fluctuando en la región maldita que separa a los vivos de los muertos y en la que yerran los espectros. Llegaban de tarde en tarde noticias contradictorias acerca de sus eternamente cambiantes proyectos, fantásticamente ambiciosos, fragmentaria y pobremente realizados, e inconclusos siempre, en el mejor de los casos. Su despedida del cine industrial había sido ambigua y sumamente frustrante: sin ser una mala película, y hasta con escenas sublimes, 55 días en Pekín distaba de ser plenamente satisfactoria, y los rumores acerca de su filmación turbulenta y kafkiana sembraban todo tipo de dudas acerca de quién sería realmente el responsable, si no de la concepción —indiscutible—, sí, al menos, de la ejecución de esos jirones de belleza y lucidez.

Hace mucho, pues, que no puede decirse que Ray esté entre nosotros. Ni siquiera su último adiós, de la mano y a través de la cámara de Wim Wenders, en la fascinante, desgarradora, discutible, desagradablemente sospechosa y en última instancia patética Lightning over Water o Nick's Movie (Relámpago sobre agua, 1979) consiguió reavivar el interés de los que se habían olvidado de él ni despertar el de los más jóvenes, que habían reducido a Ray a una figura mítica y crepuscular: el autor de la excéntrica Johnny Guitar y de la legendaria pero incomprendida (y datada) Rebelde sin causa, el personaje agonizante de Wenders.

Sin embargo, no creo que pase un solo día sin que piense en sus películas. Dijo Godard en una ocasión que todo escrito sobre cine debía mencionar a Griffith. Yo añadiría que también a Rossellini, a Ray y al propio Godard, porque entre esos cuatro cineastas resumen las etapas de una cierta aventura secreta e interior que recorre el cine, y que podría resumirse, esquemática, en la búsqueda, si no estrictamente de la verdad, sí de una veracidad de la mirada, que, para serlo, había de ser forzosamente directa. Son, si se quiere, cuatro etapas —dos de ellas simultáneas, paralelas y complementarias, a sendos lados del Atlántico— de la evolución del realismo cinematográfico, el paso de un testigo que ha heredado hoy, lo quiera o no, Godard en solitario.

Quiero con esto dar a entender que, desde mi punto de vista, la importancia histórica y vital de Nicholas Ray es decisiva, y que su posición de vanguardia dentro del cine americano, alcanzada ya por el año 1947 y mantenida hasta 1960, sigue sin ser rebasada por ninguno de sus compatriotas, que, para colmo, ni siquiera parecen sospechar o intuir tal circunstancia. Su contribución a la creación de un lenguaje estrictamente cinematográfico, que nada debe a ningún otro y que sólo el cine hace imaginable sigue vigente, y no en el terreno meramente histórico, como si sus películas pudieran abordarse como piezas de museo o restos arqueológicos —a los que les asemeja su aspecto, a menudo fragmentario o ruinoso—, sino en el mucho más práctico e inmediato de las emociones y el entendimiento que puede proporcionar el descubrimiento, por tardío que sea, o la revisión de sus mejores películas, e incluso de los fragmentos más incandescentes y transparentes de las menos logradas.

Ray, lo mismo que Rossellini por esas mismas fechas, o que ocasionalmente Renoir y Buñuel, como luego Godard, demostró que la perfección no suponía un criterio de valoración incontestable, y que era más importante la noción del límite, de la distancia recorrida, del punto más alto o alejado que se había alcanzado, como si hacer cine fuese una escalada. No se trataba, sin embargo, de batir récords, de ostentar plusmarcas o de conquistar las más altas cotas, entre otras cosas porque en el cine no hay, como en la tierra, un número limitado de cimas de más de 8.000 metros que haya que coronar con ánimo de coleccionista, sino un mundo que va poco a poco dibujándose, que van construyendo en el aire, paulatinamente, los propios cineastas, en capítulos de aproximadamente 90 minutos, en un ascenso que, en teoría, no tiene fin, y que ha de comenzar en las conquistas más adelantadas de los demás cineastas, y entre ellas las que cada uno elija como máxima expresión del sentimiento de los seres humanos, aunque puedan pasar años, incluso decenios, sin que se avance un centímetro en territorio desconocido, por mucho que algunos se esfuercen por lograrlo e incluso puedan perder en el intento, si no la vida —como Jean Eustache—, sí al menos la energía, la ambición o la esperanza.

De vez en cuando, el impulso de un individuo desesperado, o circunstancias históricas — por lo general duras y difíciles— hacen avanzar al cine en diversas direcciones: sus límites pueden empujarse, hacerse retroceder en múltiples direcciones, por puntos muy distantes, e incluso opuestos, del cerco —que no tiene por qué ser una circunferencia— que lo constriñe y encierra. Una de esas figuras era americana, se llamaba David Wark Griffith y logró en unos seis años un avance multidireccional que todo el cine no había conseguido en sus primeros catorce años de existencia, y que muchos cineastas posteriores no han llegado a recorrer. Es cierto que tales adelantados son difíciles de atrapar, y que el grueso del pelotón suele conformarse con seguirles sólo un trecho, instalándose cómodamente en retaguardia, y viviendo de las rentas de los hallazgos del precursor. Por eso, cada acelerón suele ser seguido de un estancamiento, cuando no, algo después, de un retroceso a posiciones más confortables y seguras. Hasta que llega otro, años después, y pega otra carrera en campo descubierto. El segundo americano fue Nicholas Ray, nombre artístico de Raymond Nicholas Kienzle, nacido en un pueblecito perdido de Wisconsin el 7 de agosto de 1911.

Tuvo otras vidas, otras peripecias, antes de llegar al cine. Allí, a partir de 1947, sin proponérselo, descubrió territorios desconocidos y, con la osadía de los ignorantes y de los que no presumen de nada, siguió avanzando en terreno inexplorado, de un modo irregular y asistemático, puramente intuitivo y hasta inconsciente. Es posible que nunca se hubiese percatado de lo que estaba haciendo, de no ser porque en Francia, unos años después, varios jóvenes, futuros directores todavía, se dieron cuenta de lo que estaba sucediendo, algo que suponía una suerte de revolución silenciosa, en el fondo bastante parecido a lo que, desde un par de años antes, y casi en paralelo, estaba haciendo, con idéntica despreocupación y una falta de medios todavía más acusada, un italiano llamado Roberto Rossellini.

Uno y otro carecían de programa. No proclamaron que habían descubierto nada, ni anunciaron que llegarían todavía más arriba. Iban a lo suyo, sin fijarse excesivamente en el terreno que pisaban, sin saber si era tierra virgen o explorada. Y lo suyo era, más que contar una historia con la cámara, servirse de ese extraño instrumento de precisión y ampliación para escrutar el rostro de unos intérpretes — profesionales o aficionados, noveles o veteranos, tanto daba— y descubrir lo que sucedía en su interior, y con las imágenes así capturadas al vuelo, expresar sus sentimientos, sus inquietudes, sus dudas, sus temores acerca del mundo cambiante y recién transformado por la guerra que les rodeaba.

Trataban de ver y comprender, de conocer la realidad a través del cine, y estaban dispuestos a compartir esa visión personal, sin darla por buena ni mucho menos por la única válida, es decir, sin tratar de imponerla, con todos aquellos que quisieran ver las películas que hacían. Rossellini aspiraba, en cierta medida, a ser imparcial. Ray, por el contrario, era incapaz de no tomar partido apasionadamente a favor de algunos de sus personajes, quizá porque solían ser más jóvenes y desvalidos, y estaban, por eso mismo, más desorientados y más solos, mientras que los del italiano, más maduros, tenían más asideros y se tomaban las cosas con más calma o menos a pecho, eran menos vulnerables y estaban menos necesitados de cariño que de comprensión.

Rossellini era, en el fondo, mucho más poderoso. Y si revelaba a veces aspectos de su biografía, lo hacía en tercera persona, desde fuera, por medio de personajes interpuestos y sin aislarles nunca de su entorno social. Ray, en cambio, era más propenso a la ficción, trabajaba dentro de los géneros, jugaba más evidente y deslumbrantemente con los elementos plásticos del lenguaje cinematográfico, pero hablaba de sí mismo más directamente; sin llegar a emplear la primera persona del singular, su cine era profundamente subjetivo, y compartía la inmadurez y la inseguridad de sus personajes más queridos, por los que mostraba una singular ternura.

Los dos, cada uno a su modo, a partir de diferentes grados, intervención en la escritura y de preparación, improvisaban sobre la marcha, más que nada porque dudaban, no se decidían hasta el último momento y desconfiaban, por principio, de las fórmulas hechas y experimentadas, de eficacia probada, que empleaban sin reparo alguno la mayor parte de sus contemporáneos. No creían que el cine fuese un negocio, una industria, un espectáculo, sino más bien un instrumento que servía para ver mejor — aumentado, a otra velocidad, con más atención— los fenómenos, y que su manejo implicaba un trabajo artesanal, casi manual, y era un asunto privado, tan íntimo como llevar un diario privado o escribir poesías, e igual de personal y experimental que tomar notas a partir de la observación de un fenómeno, fuese natural o provocado.

Por eso, casi por casualidad, cada uno a partir de sus bases respectivas, los dos recorrieron en muy poco tiempo un camino muy largo, desviándose de las trayectorias que les habían fijado, desde fuera, algunos de los que desde el primer momento reconocieron la originalidad de sus planteamientos. Como una cosa lleva a otra, y cada cambio de perspectiva permite vislumbrar nuevos aspectos de lo ya visto, los dos siguieron avanzando, alejándose cada vez más, aunque no siempre en el mismo sentido ni con la misma velocidad, de sus puntos de partida e incluso de los primeros puntos a los que se habían desplazado.

Hacia 1962 tanto uno como otro se encontraban en una encrucijada. Su primer impulso parecía agotado. Sus relaciones con la industria se habían roto definitivamente, y existía entre ellos y los productores una brecha insuperable. Una nueva generación había tomado el relevo de sus pesquisas, y buscaba por su cuenta. También a partir de entonces su evolución fue distinta. Uno rodó mucho, pero casi siempre para la televisión; el otro apenas rodó nada, en condiciones casi underground, y sin llegar a terminar lo que empezaba. La parte central de sus carreras duró unos 15 años y unas 10 películas ejemplarmente imperfectas, pero de largo alcance e incalculables consecuencias, que todavía constituyen un reto y un estímulo, más que un modelo a seguir —entre otras cosas, porque eran intransferiblemente personales, y producto, en parte, de unas circunstancias excepcionales—, para todos aquellos para los que el cine está por definir y por hacer, por mucho que haya cumplido sus primeros cien años y por grandes que hayan sido sus logros en ese tiempo.

Más allá de la belleza de las imágenes que lograron impresionar, por grande y deslumbrante que sea en ocasiones, más allá de los personajes conmovedores, cotidianos o legendarios, que crearon, más allá de los actores y actrices que descubrieron o reinventaron, más allá de las historias que, fragmentaria o elípticamente, nos contaron, ambos defendieron una actitud moral por parte del cineasta, sin duda alguna responsable tanto de lo que muestra como de lo que oculta u omite, y lo mismo frente a sus personajes que frente a los hipotéticos y desconocidos espectadores a los que ofrecían los hallazgos de sus expediciones.

En Nickel Odeon nº 14 (primavera de 1999).

miércoles, 23 de octubre de 2024

Cerdo romano

Maculatum era, sí, un cerdo. Pero era, él bien lo sabía, un cerdo romano. Y estaba or­gulloso de serlo. Intuía vagamente, por los rumores que circulaban, susurrados, en la piara, que su vida de holganza, de ordenada y variopinta alimentación no sería larga, pero no tenía una noción precisa del tiempo, ni de lo que se entendía por longi­tud al respecto. Había días que se le antoja­ban vacíos o monótonos, y la espera de la siguiente comida o de la siesta nocturna se le hacía larga, y otros la puesta del sol lle­gaba sin darse cuenta. Pero la fama y el prestigio del Imperio de Octavio César Au­gusto también habían llegado a insinuarse en sus orejas puntiagudas, medio dobladas e inclinadas a colgar, y los sentía como pro­pios.

No sabía en realidad qué era un Imperio ni dónde estaba Roma. Su memoria, escasa y de muy corto alcance, le hacía suponer que hasta podría no haber estado nunca en Roma, aunque veía a veces carros y caba­llos que cruzaban, y pensaba siempre que allí se dirigían; tal vez estuviera la pocilga en las afueras de la capital, o en uno de los muchos caminos que a ella llevaban. El caso es que se sentía romano. Y pensaba, o al­guien le había infundido esa creencia, que era mejor ser un cerdo romano que de cualquier otro lugar, cuyo nombre ignoraba y cuyo número desconocía. No es que tuviese un elevado concepto de sí mismo. Carecía incluso de sentimiento de identidad, o se confundía con la relación tribal que le unía al resto de la piara. Suponía que no era, in­dividualmente considerado, un cerdo ex­traordinario o insigne. Sabía que no descendía de los líderes de la pocilga, que tenían por rasgos distintivos una actitud distante, alternativamente altiva, incluso despectiva, a veces, melancólica otras, y un cierto aire vagamente aristocrático, y eran poco ruidosos.

Pero le habían contado o había deducido que era un cerdo romano, y eso le hacía un cochino ilustre, un marrano de selección, un chancho privilegiado. No por mérito propio, de individuo animal, sino genérico, al al­cance de todos y cada uno de los integrantes del censo porcino de la plaza, y rubricado por esa grata sensación de puerco de pri­mera que él mismo, inexplicablemente, sen­tía, y que le engordaba de pura satisfacción. Pensaba que sus eructos y berridos eran inteligentes, casi musicales, admirables para todo lechón no romano, no imperial, ajeno a su entorno. No era una sensación exclusiva de su camada, aunque otras al parecer la experimentaban menos intensamente. Intuía que quizá nada habría hecho él para acre­centar el renombre y el poderío de Roma, pero se creía partícipe, al mismo título, si no en el mismo grado, que el propio emperador. Sentíase acreedor del respeto y la admira­ción envidiosa de los otros cerdos, los naci­dos y criados lejos de la cuenca del Tíber, ese brazo de agua cuya longitud no concebía, pero que era al parecer considerable. Le ha­bían asegurado que era mayor la del Po, pero ese río parece ser que no baña las ribe­ras romanas.

Como cerdo romano, se sentía llamado a hacer grandes cosas, aunque no acertara a imaginar cuáles, ni cómo podría acometer­las, menos aún cómo medir su grandeza y cotejarla con la de otras empresas, humanas o porcinas, daba lo mismo, ya que no se había planteado la diferencia que podría existir, fuera de rasgos muy superficiales y aparentes.

Había sabido que no todos los súbditos -curiosa palabra- de Roma eran dignos de in­tegrarse entre sus ciudadanos, ni siquiera todos los que moraban entre sus muros (es decir, entendía Maculatum, en la gran pocilga romana), y que Roma tenía enemigos que también serían enemigos suyos una vez que alguien tuviese a bien señalárselos.

Era un cerdo feliz, pues era un cerdo ro­mano, lo más noble que puede conocerse entre la especie porcina de los mamíferos.

En El Alción, nº extraordinario (2015)

lunes, 21 de octubre de 2024

Schindler’s List (Steven Spielberg, 1993)

No le negaré a La lista de Schindler ciertas virtudes, las mínimas que pueden exigirse de una película que ha suscitado tantos comentarios y ha cosechado premios y recaudaciones extraordinarias. Sin embargo, me parecen más interesantes los problemas que plantea como película que su manera de enfocar las cuestiones históricas que aborda. Hay en este último aspecto ciertos puntos moralmente discutibles que me parecen de importancia desde el punto de vista de la ética cinematográfica, ángulo que hoy, sospecho, ha de resultar exótico para la mayor parte de los espectadores, de los críticos y, según toda providencia, de los propios cineastas.

Para empezar, me parece extraño que Steven Spielberg descubra y asuma finalmente su origen judío a los 45 años, y más aún que eso le lleve a hacer un film de tres horas largas, en blanco y negro y centrado en un alemán nacionalsocialista más por conveniencia que por convicción, pero que no es un santo, sino un sinvergüenza, un estraperlista, un explotador laboral, un oportunista, un falsario y un defraudador, por mucho que Spielberg y Liam Neeson nos lo presenten como un cruce de Papá Noel y Robín de los Bosques, algo así como la Pimpinela Escarlata del III Reich. Quizá para contrapesar este desequilibrio, Spielberg crea un maniqueo: un nazi caricaturesco, fanático y frío, sádico e insensible, dementoide y caprichoso, sensiblero e irresponsable, tan satánico y poderoso que —como permitía intuir una vieja regla empírica del cine enunciada hace mucho tiempo por Hitchcock, y que dudo que Spielberg ignore— acaba por resultar más interesante que su antagonista... con el agravante de que nada en la película impide que sus afines y epígonos ideológicos lo encuentren fascinante y sigan su ejemplo. Los judíos, en cambio, pese a la meritoria labor del discreto Ben Kingsley —mucho menos magnético que Neeson o Ralph Fiennes—, se ven reducidos —como por los nazis, curiosamente— a un rebaño anónimo de víctimas pasivas e impotentes.

Pero Spielberg, acostumbrado a ser desde muy joven el Rey Midas del nuevo Hollywood, busca el éxito desesperadamente, y sabe que la clave está en dar gusto a todos. Su obsesión equilibrista le lleva a situar el grueso de la historia (en blanco y negro) entre los paréntesis de un prólogo y un epílogo en color que, además de beatificar a Schindler y conectar con el presente, son una especie de panfleto sionista.

La manipulación del color puede dar alguna pista adicional acerca de la verdadera actitud de Spielberg. ¿Por qué acrecentar el pretendido riesgo comercial que entrañaba —¿por qué?, los antecedentes apuntan lo contrario— el tema, ya agravado por la larga duración —innecesaria, pues cabía contar todo en una hora menos—, con el recurso a la monocromía? Sin duda, porque el blanco y negro confiere "autenticidad documental" a las imágenes de ese período, además de permitir cierta distanciación, difuminar los contornos y abaratar la reconstrucción de época. Este aire "documental" es mera apariencia, ya que no sólo no existen filmaciones del Holocausto —como documenta y arguye Claude Lanzmann para justificar su método en la admirable Shoah (1985)—, sino que ningún reportaje tiene esa iluminación ni esa tonalidad de blanco y negro, ni podría haberse filmado con esa proximidad a los actores y esa movilidad; el uso de la cámara para dar "masaje" a los espectadores y magnificar los números interpretativos de los actores, el empleo anacrónico de la steadycam delatan que no era la autenticidad el objetivo de Spielberg; esa sospecha, para la que hay múltiples razones, se ve ratificada por el sensiblero, efectista y demagógico empleo excepcional del color que se hace para individualizar gratuitamente en dos escenas separadas el abrigo de una niña e introducir de contrabando unas gotas gruesas de patetismo artificial y vacío (ya que esa niña no existe ni en la película: no es un personaje, sino tan sólo una llamativa mancha de color rojo). Por lo menos a ese judío no lo matan los nazis: lo sacrifica Spielberg para que nos dé pena.

Aun olvidando todos los demás "detalles" dudosos, discutibles, sospechosos, inquietantes —tengan su origen en el cálculo o en la inconsciencia, sean astucias o irresponsabilidades—, creo que el cineasta que hace eso —y es un detalle tan elaborado que no puede ser un descuido, ni una tentación casual— es indigno del cine y no merece ningún respeto, por muy hábil que sea, por taquillero que resulte, por muchos Oscares que le den, porque no es más que un chantajista y un manipulador de los buenos sentimientos de los espectadores, de los que se aprovecha descaradamente y sin el menor escrúpulo, aplicando desvergonzadamente la cínica estrategia del mendigo. Los lectores de Serge Daney y Jacques Rivette entenderán que desde La lista de Schindler otorgue a Spielberg tanto crédito como a Gillo Pontecorvo.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.

viernes, 18 de octubre de 2024

Jean-Luc Godard en busca del tiempo perdido

«Caminante, no hay camino,

se hace camino al andar.»

Antonio Machado


Cuanto más nueva y original es una obra, más difícil es hacer su crítica: no se sabe por dónde empezar. Siempre he pensado que una crítica de cine debía ser, en cierta medida, a imagen y semejanza del film criticado. Así, esta crítica, la más difícil que he emprendido, será hasta cierto punto una crítica-collage como Pierrot le fou (Pierrot el loco, 1965) es, entre otras cosas, un film-collage.

El propio Jean-Luc Godard, en una entrevista, indica la primera puerta por la que puede penetrarse en el film: «El cine tradicional es una manera de seleccionar unas escenas en vez de otras. En Senso, que me gusta mucho, me hubiera gustado ver los momentos que Visconti disimulaba. Pierrot le fou, desde ese punto de vista, es el anti-Senso

En efecto, y desde su primera obra, À bout de souffle (Al final de la escapada, 1959), Jean-Luc Godard emprendió la tarea de devolver al cine el tiempo perdido.

No se piense, sin embargo, que este artículo quiera determinar si el cine de Godard es nostálgico o pretende un «retorno al pasado». Es nostálgico, sin duda (nostalgia de Humphrey Bogart y del film negro en À bout de souffle, del musical en Une femme est une femme, de la serie B en Vivre sa vie, de los «países exteriores» en Alphaville, de la aventura en Pierrot, del cine americano en todas sus películas), pero no es esto lo que ahora importa. Porque el tiempo perdido que Godard intenta recobrar no es el pasado, sino otro, cinematográficamente inédito.

Dado que en cine nunca se suele mostrar todo el tiempo de la acción, cada director elige una serie de escenas que va a mostrar, eliminando otras por medio de una elipsis, fundiéndolas en un «encadenado», borrándolas en un «fundido». Habitualmente, incluso desde Griffith, el director selecciona los llamados «tiempos fuertes», en los que discurre lo principal de la acción y planea sobre los «tiempos débiles», en los que «no pasa nada», y que servirían de enlace entre una escena y otra. Preminger y Lang son los maestros de la elipsis, dado su gran poder de síntesis y sus respectivos estilos narrativos. Sin embargo, fue el mismo Godard quien, en À bout de souffle, llegó al máximo en cuanto a eliminación de escenas intermedias, al tiempo que ya daba principio al proceso seleccionador de tiempos débiles que tiene su sublimación (por ahora) en Pierrot. Así, pues, una de las principales aportaciones que con À bout de souffle Godard hizo al cine fue basar su film sobre tiempos débiles, que el montaje convertía en fuertes. Antonioni también ha construido sus últimas obras a base de tiempos débiles, pero su dirección de actores — tan falta de vida — y su montaje los «vaciaban», convirtiéndolos en tiempos «muertos», en los que la acción se estancaba: a fin de cuentas, en La noche (La notte, 1960) no pasaba «casi nada», mientras que en los films de Godard pasan muchas cosas.

Es una lástima que la censura y la inercia de los distribuidores, cine-clubs y Filmoteca, nos hayan privado de conocer tres cuartos de la obra de Godard, en especial Bande à part (1964), de la que Pierrot es casi una continuación, pues sería fundamental en un autor que, como Hitchcock o Jerry Lewis, es conscientemente evolutivo, y nos permitiría ver el progreso gradual de esta revolución del tiempo cinematográfico.

En efecto, en Pierrot el loco sólo se nos muestran los momentos que habitualmente se nos ocultan. De ahí su profundo carácter innovador; de ahí el desconcierto, la irritación, que produce en una parte del público, que, al verse privado de sus habituales puntos de referencia, se pierde. Porque es desconcertante que no se nos muestre la muerte de «Donovan» (sólo su cadáver, con unas tijeras en el cuello, sobre una cama), ni el plano en que el coche rojo recibe el disparo de Anna Karina y empieza a arder, ni la muerte del enano, ni la paliza de los dos gangsters a Jean-Paul Belmondo (sustituida por un homenaje al documental Guernica, de Alain Resnais: montaje de planos de un cuadro azul de Picasso; y gritos en la banda sonora), ni la muerte del dueño del yate, ni el plano en que los dos gangsters reciben los disparos de A. K. En general, no se muestra directamente la violencia, sino sólo las consecuencias. Por eso, las muertes de A. K. y J.-P. B., que sí se ven, son más impresionantes.

En cambio, Godard nos muestra ciertos instantes que no vemos nunca en cine, y pocas veces en la vida misma: las conversaciones entre Marianne Renoir (A. K.) y Ferdinand-Pierrot (J.-P. B.) en el coche, mientras luces de colores cruzan el parabrisas; cuando paran en medio de la carretera para besarse; cuando, tumbados en la playa, miran la luna; la canción de Anna en su cuarto (él la mira con cara triste, bogartiana; ella se acerca, le quita el cigarrillo, le besa, devuelve el cigarrillo a sus labios); el coche entre las olas (claro homenaje a la obra maestra de King Vidor Ruby Gentry (Pasión bajo la niebla, 1952); cuando caminan, de la mano, el agua hasta las rodillas, a lo largo del Loira; cuando corretean, cantan y bailan por el bosque, cuando Marianne recorre la playa preguntándose «¿Qué puedo hacer?, no sé qué hacer…» (dañado por un espantoso doblaje).

La revolucionaria selección del tiempo filmable que Godard ha llevado a cabo en Pierrot el loco desemboca en una especial estructura, al parecer relacionada con la de Wind Across the Everglades (1958), de Nicholas Ray. Es rara la escena en que intervienen más de dos personajes, pues al ser Pierrot y Marianne dos inadaptados que huyen, la película se centra casi exclusivamente en ellos. Por otra parte, la supresión de tiempos «fuertes» en favor de los «débiles» lleva consigo el que el film esté construido a base de secuencias cortas (de un par de minutos) entre las cuales hay una considerable discontinuidad. Esta estructura fragmentada permitiría cambiar el orden de algunas secuencias sin altercar el significado del film, y además produce la total pérdida de la noción del tiempo. Todo esto se ve acrecentado por la mezcla de géneros que hay en Pierrot: a una escena dramática sigue un gag, a éste un número musical, y luego una entrevista en estilo cinéma-vérité, una escena de comedia, un monólogo o una sátira política; luego, planos de pinturas, de noticiarios, de otra película. Como ha visto muy bien René Richetin, quizás es Pierrot la primera «obra abierta» del cine, en la que bloques de tiempo discontinuos se unen únicamente en la continuidad de la proyección de la obra.

Al ser el film más «abierto» que conozco, es también aquel que requiere la más activa participación del espectador, aquel donde éste debe aportar más, pues se le entregan numerosos signos cuyo significado él mismo, como un detective, debe esclarecer. En Pierrot hay que atender más que nunca a todo lo que se ve y se oye, pues, por ejemplo, un diálogo en off nos explicará un cadáver aparecido hace dos o tres secuencias, y una noticia del periódico que Pierrot lee en el puerto de Toulon nos justificará que al final se suicide de un modo tan original. De hecho, todo está explicado (aunque no lo parezca), pero hay que ir almacenando datos y relacionarlos por uno mismo. Esto y la estructuración del film, junto a su carácter estrictamente no-narrativo, es la causa primordial de que, mientras se ve, Pierrot carezca de argumento, y sólo al final, una vez acabado, nos demos cuenta de lo que ha ocurrido. Creo que todo film con algún interés debe verse más de una vez; con Pierrot le fou esto es más necesario que nunca.

No hay duda de que Pierrot el loco desconcierta. Ya hemos analizado algunas de las causas, pero aún quedan varias. Por un lado, la utilización de técnicas de distanciación (más o menos brechtianas), como el casi constante diálogo, voces en off a dúo, división en capítulos, pantomimas (Belmondo imitando a Michel Simon, la representación sobre la guerra del Vietnam), los actores que hablan al espectador o miran a la cámara, monólogos en primer plano, trozos del diálogo de Pierrot que no pueden leerse (lo que importa en ese momento no es lo que escribe, sino que escribe, y es un modo de indicar el carácter reflexivo e intelectualizado del personaje, además de una manera de reintroducir la dimensión subjetiva de la novela en que se basa vagamente la película, pues está narrada en primera persona), etc., técnicas que no hacen, en el fondo, sino aumentar la adhesión del espectador atento (pese a que un cartel intermitente luminoso nos recuerde que estamos en el cine, o un muerto parpadee). Es digna de mención, por otra parte, la falta de exhibicionismo de los movimientos de cámara y de la planificación, pues el único «efecto» está totalmente justificado: se trata de cuatro o cinco planos «de un solo color» (rojo, verde, amarillo) que hay en la fiesta del principio, y que contrasten con la arbitraria y esteticista coloración de la mayor parte de Un homme et una femme (Un hombre y una mujer, 1966, de Lelouch), pues lo que en Pierrot es un modo de señalar la estupidez de los invitados, que hablan como anuncios de TV, sin tener que exagerar sus gestos, y de separarlos de las inteligentes declaraciones de Fuller (en color normal), en el film de Lelouch no era más que uno de los más gratuitos detalles de seudomoderna «puesta en escena». Hay que señalar, por otra parte, que esta sátira de la influencia de la publicidad en el mundo moderno se encontraba ya en Bande à part y Une femme mariée (1964) y que además Pierrot es anterior a Tant qu'on a la santé (Mientras haya salud, 1965), de Pierre Étaix.

Aunque quizá prefiera Pierrot a grandes films clásicos, como Éxodo, Con la muerte en los talones, Río Rojo, El hombre tranquilo, Le carrosse d’or, Yokihi, El general de la Rovere, Tabú, Chicago año 30, El hombre de Laramie o Esplendor en la hierba, comprendo que Pierrot no guste, irrite o deje indiferente, mientras no comprendo que puedan desagradar aquellos otros, algunas de las cimas de la puesta en escena. Y puedo comprender que Pierrot desconcierte, porque con Pierrot el cine ya no es la «puesta en escena» tradicional, sino otra cosa, más abierta, más libre, por la que Godard empieza a abrir un camino que directores como Skolimowski ya han empezado a seguir. Pierrot, por lo tanto, va no contra la puesta en escena, sino más allá. Y Pierrot desagrada fácilmente porque, mientras cualquiera de los grandes films antes citados está hecho para ser visto y comprendido, éste, además de verlo y oírlo, hay que sentirlo físicamente. Por eso es muy buena la crítica que ha hecho Louis Aragon, por eso acierta Fuller al decir: «He comprendido todo. Es bello como una pintura abstracta».

Godard, que sigue siendo un crítico lúcido, ha expresado bien el espíritu de improvisación y libertad con que el film ha sido hecho: «No hay nada que comprender en mis films. Es preciso contentarse con escuchar y mirar. Yo mismo no siempre comprendo lo que hago», «todo el final ha sido inventado, al contrario que el principio, que estaba organizado. Es una especie de happening, pero controlado y dominado», «es un film completamente inconsciente, no lo he premeditado», «no es verdaderamente un film, más bien una tentativa de cine», «he querido reconstruir una sensación a partir de los elementos que la componen».

Pasando por el tan debatido asunto de las «citas», que me parece una muestra de honradez intelectual, pues es un modo de reconocer a sus maestros, sus predecesores, sus influencias, y de dársenos a conocer a través de sus gustos, además de delatar una cultura que no tiene nada de superficial (como demuestra el hecho de que, si se conoce la obra citada, cada alusión aporta nuevos datos sobre los personajes o los hechos que se ven en la pantalla), se llega a otro de los motivos de desconcierto: los personajes no se definen claramente, ni se analizan. Dice Godard: «No se sabrá quiénes son, ni lo que piensan», «lo que es interesante es esta especie de fluidez, es llegar a sentir la existencia como una materia; no son las personas lo importante, sino lo que hay entre ellas», pues, como dice Truffaut de Godard: «Nunca le ha gustado entrar en detalles, nunca». Lo cual no quiere decir que no lleguemos a conocerles: Pierrot es un Michel Poiccard cansado, pasivo y reflexivo; Marianne es atractiva, inconsciente, que sólo quiere «vivir». Se quieren, pero ella se aburre de la introspección de Pierrot. Cuando ella le traiciona y le abandona y él es torturado, y se ve envuelto en un nuevo crimen («no quiero ver la sangre») escribe en su diario: «No puedo odiarla, ni confiar en su lealtad», y se sienta en la vía del tren, pero se arrepiente en el último momento. Al final, tras haber matado a Marianne («no sé por qué lo he hecho»), la vida ha perdido todo sentido para él, y aunque también se eche atrás esta vez, ya no podrá apagar la mecha, y volará por los aires. Sobre el mar lleno de sol, las voces de Pierrot y Marianne hablan por última vez: -«Ella ha encontrado el fin...» -«¿Qué?» -«La eternidad» -«Cara al mar... vete» -«Con el sol».

Por último, Pierrot es el diario de Godard, pero en vez de escribirlo lo filma. En unas semanas, ha recorrido la Costa Azul con sus amigos Coutard (cuya fotografía, con el uso que Godard hace del color, merecería un estudio), Anna, Jean-Paul, Devos (es curioso que, aparte Marianne, las dos únicas personas con quien Pierrot se entiende sean dos locos: el de la música y la «reina del Líbano»), filmando una huida de trágico fin, basada en una novela que no recordaba bien («Obsession», de Lione White); ha releído varios libros, se ha acordado de You Only Live Once y La Chienne, ha oído noticias del Vietnam, ha visto cómo Michael Poiccard, en un cine, reencontraba a Patricia Franchini, que filmaba al Gran Estafador (al que así, como a él, delataría). Viendo este film se conoce a Godard mejor que nunca.

Por todo esto, tras El nacimiento de una nación (Griffith, 1915), Amanecer (Murnau, 1927), La Régle du jeu (Renoir, 1939), El cuarto mandamiento (Welles, 1942), Paisà (Rossellini. 1946), Cantando bajo la lluvia (Kelly & Donen, 1951), Candilejas (Chaplin, 1952), Ugetsu monogatari (Mizoguchi, 1953), Ordet (Dreyer, 1965), Centauros del desierto (Ford, 1956), De entre los muertos (Hitchcock, 1958), El tigre de Esnapur-La tumba india (Lang, 1958), Hatari! (Hawks, 1961) y El cardenal (Preminger, 1963), se coloca Pierrot el loco entre los films que prefiero.

En El Noticiero Universal (5 y 6 de enero de 1967)

miércoles, 16 de octubre de 2024

Notas sobre el cine chino reciente

China tiene una superficie de 9,5 millones de kilómetros cuadrados -unas diecinueve veces España- y unos mil millones de habitantes. Es esperable, pues, que su cine -después de unos años en que dejó de hacerse- sea de una gran variedad, sobre todo teniendo en cuenta la gran autonomía de que gozan últimamente los "estudios" existentes en casi todas las regiones o provincias del país y que, desde que se ha vuelto a una producción anual de más de cien largometrajes, los nuevos realizadores que surgen cada temporada son muy numerosos.

Tampoco es particularmente raro, pues es un fenómeno que cabe considerar natural si a esas circunstancias se une la libertad de creación, que en los años 80 esté emergiendo un "nuevo cine", recién premiado en el Festival de Berlín (Sorgo rojo, realizada por el codirector de fotografía y principal intérprete de Viejo pozo), del que ya se han podido ver algunas muestras en la amplia retrospectiva programada entre noviembre de 1987 y enero de 1988 (como Tierra amarilla de Chen Kaige, En las montañas salvajes de Yuan Xueshu, Ladrón de caballos de Tian Zhuangzhuang o Una mujer honesta de Huang Jianzhong), y del que destaca en esta Semana El incidente del cañón negro de Huang Jianxin (que ha proseguido su originalísima trayectoria en Dislocación). Lo más sorprendente del actual cine chino -que quizá esté en su mejor momento, superior incluso a la "edad de oro" que muchos sitúan en los años 30- es que, donde menos se podría esperar, se estén haciendo películas "de las que ya no se hacen" en ningún otro lugar del mundo. Porque, junto a ese cine de la "quinta generación", que pugna por encontrar nuevas formas de expresión, que muestra aspectos inéditos de la sociedad china y que trata de liberarse de viejos esquemas dramáticos y de una cierta primacía del texto- las películas de los jóvenes cineastas son mucho más lacónicas y menos "narrativas"-, se puede encontrar hoy en China el último bastión del clasicismo auténtico que tan alarmantemente ha desaparecido en Estados Unidos y Europa, sustituido o suplantado casi siempre por un academicismo imitativo y mecánico o por un "modernismo" artificial que tienden a mezclarse y confundirse cada vez más, bajo los efectos adormecedores de una preocupante tendencia a la uniformidad, a la "estandardización" sin fronteras.

Las obras recientes de Xie Jin -y en particular la admirable Hibiscus Town, lamentablemente ausente de esta Muestra, pero que tal vez alguien se anime a estrenar- o la injustamente ignorada Primavera en otoño de Bai Chen, otro cineasta veterano que ha reanudado su carrera al concluir la "revolución cultural", son las cumbres -a mi entender- de ese clasicismo que se remite a Borzage o Sirk, y señalan la pervivencia de un amor al melodrama que caracterizó al cine chino desde sus orígenes, que cobró excepcional fuerza en los años 30, que se resistió a desaparecer en los 40, 50 y primeros 60, y que, desde mediados de los 70, empezó a levantar tímidamente la cabeza, para recuperar su predominio en los 80. Por una compleja combinación de factores políticos, religiosos y culturales, el cine chino ha sido siempre de una asombrosa "pureza" en la presentación de las relaciones sexuales, sin que por ello hayan renunciado sus cineastas a tratarlas, tan "castamente" como se quiera, ni en las épocas en que estaba mal visto prestar atención a los problemas individuales y a los conflictos sentimentales. Ese pudor, unido a la presencia constante de elementos represivos, que constituían insalvables obstáculos para la felicidad de los amantes, ha generado una visión auténtica y sinceramente melodramática, que ha encontrado su mejor vehículo expresivo en las circunstancias climatológicas y en las miradas que intercambian actores y actrices singularmente apasionados y convincentes.

Que buena parte de los argumentos que cuenta el actual cine chino sean historias de amor contrariado o que ha de superar enormes dificultades, que se centre muy a menudo en los personajes femeninos y que abunden las películas dirigidas por mujeres casi tanto como las codirigidas o las de nuevos realizadores indica ya hasta qué punto el cine chino es diferente, incluso el que puede considerarse "de serie".

Esto no significa, por desgracia, que no existan peligros; la amenaza de la uniformización que se cierne sobre el futuro, en la medida en que el comprensible deseo de satisfacer los gustos del público chino y de abrirse camino en el exterior, en dura competencia con las películas procedentes de Hong Kong o Japón, unido al lógico afán de exportar sus productos a Occidente y divulgar a través de las televisiones europeas su cultura, encierran el peligro -ya detectable en una parte del último cine chino- de que se repriman los rasgos que hacen que sea original e interesante, dando paso a una vulgarización estilística y una emulación de los usos narrativos dominantes en todo el mundo que conduzcan a una pérdida de la identidad nacional; obras quizá más comerciales y asimilables en el extranjero, pero de las que cuesta adivinar la procedencia: podrían ser de Hong Kong, de Taiwan, japonesas o coreanas, cuando no simplemente apátridas, en el caso de algunas coproducciones.

Quizá convenga advertir que con sólo seis películas es imposible dar una idea de la variedad del cine chino actual; habría sido preciso, para empezar, incluir una representación de cada uno de los diferentes "estudios", y son demasiados, ya que el sistema de producción vigente en China en estos últimos años se basa en una extraordinaria descentralización; por supuesto, el Estado sigue siendo el único productor, pero existen estudios "autónomos" en cada región o provincia, que programan su oferta libremente, emprendiendo los proyectos que su dirección considere más interesantes. El éxito de público de cada película determina el número de copias que tiran los respectivos laboratorios, y por tanto los ingresos de cada "estudio". Así, si el más prestigioso en los últimos años, el de Xi' an, dirigido por el cineasta Wu Tianming y decidido promotor del "nuevo cine", produce películas demasiado "minoritarias", tendrá que reducir su actividad o compensar esos menores rendimientos haciendo también películas muy populares, como las de "kung fu". Por otra parte, directores, técnicos y actores suelen estar adscritos a un determinado "estudio", y si a otro le interesa contar con sus servicios tiene que pagar una especie de "prima de traspaso temporal" al fijo, que sigue pagando al trabajador "contratado", con un mecanismo que se asemeja bastante al imperante en Hollywood durante la gran época, cuando MGM "cedía" a Selznick durante el rodaje de Lo que el viento se llevó a Clark Gable. Todo ello hace que, a pesar de su variedad, las películas de un mismo "estudio" tengan un cierto aire de familia, un "estilo de la casa", o una mayor o menor afinidad con determinados géneros. En la presente muestra podrán verse películas procedentes de los estudios de Shanghai (Primavera en otoño), Xi' an (El incidente del cañón negro, Viejo pozo), Primero de Agosto (Enfermera militar), Beijing-Juventud (Una muchacha de Hunan) y Mongolia Interior (La estación del amor), pero las hay igualmente interesantes producidas en Río de Perlas, Fujian, E' mei, Guangxi, Changchun o Xioxiang, por ejemplo, si bien hay un claro predominio de Xi' an y Shanghai. Cuatro de las seis son melodramas; una está dirigida por una mujer, y otra está correalizada por una mujer y un hombre; cuatro son primeras películas.

En el programa de la Filmoteca (abril de 1988)

lunes, 14 de octubre de 2024

La venganza de Don Mendo (Fernando Fernán Gómez, 1961)

Quizá la película más teatral y abstracta de Fernán Gómez como director, y por tanto no ya la menos realista sino la más descaradamente irrealista, solo en grado comparable al corto de Demy a partir de Cocteau o a fragmentos de Torn Curtain (Cortina rasgada, 1966) de Hitchcock, es además de fantasiosa por el decorado y la gama de colores, una de las contadas películas en verso que se han hecho, tanto aquí como en otras partes.

Para colmo, se trata de una versificación que aspira a la comicidad, y esa comicidad es muy arriesgada, porque bordea constantemente el ridículo, al estar basada no ya en la rima, sino más bien, y con franco descaro, en el ripio, que a veces llega al disparate en un tentativa desesperada -pero picaresca- de forzar la consonancia, aún a costa de los giros sintácticos más retorcidos e inverosímiles, tanto que a quien sea sensible a ellos han de provocarle hilaridad.

El mismo exceso reina igualmente en la interpretación, en la que, lejos de reprimir, encauzar, contener o mitigar el histrionismo, aquí se ha potenciado de tal modo que los actores se convierten en cómplices del texto y de los espectadores, que vamos a reírnos no ya de las rimas forzadas ni de los ademanes y las poses de los que los recitan y magnifican, sino de la combinación explosiva y exponencial de trama, texto, rima, voces, tonos, vestuario, decorados, cuerpos, movimientos... todo falso, excesivo, delirante y continuo.

Esta combinación de sobreactuación y entorno irreal resultaría sumamente irreal si se tratase de una obra de pretensiones serias, y puede molestar a quien no se percate de la actitud jocosa e irónica de los pareados de Muñoz Seca y de la "puesta en escena" -que, en este caso, lo es más literalmente que casi nunca- de Fernán Gómez, que no solo no rehúye ni disimula o atempera, sino que acentúa y subraya lo teatral. Es, por tanto, una obra decisivamente "localista" desde el punto de vista lingüístico, ya que quien no conozca suficientemente bien nuestra lengua difícilmente podrá apreciar su caricaturesca ironía, su cariñosa burla de tópicos y convenciones del teatro clásico del Siglo de Oro y de sus variaciones románticas, que en aquella época se sabían de memoria tanto Fernán Gómez y todos sus actores como buena parte del público de cierta edad, conocimiento que se extendía ya, también, a la célebre y perenne pieza de Muñoz Seca.

Es posible que, dentro de la imprevisible y, a mi modo de ver, sumamente irregular trayectoria de Fernán Gómez como director de cine (muy diferente de la que siguió como director de teatro), La venganza de Don Mendo no se corresponda con su porción más personal ni pertenezca tampoco a la más seria, pero me atrevería a atribuirle tentativamente un cierto carácter experimental dentro de la evolución que me parece advertir, intermitentemente y un poco a trompicones, entre los extremos de realismo con que se suele asociar al cine y el irrealismo que, sobre todo desde el punto de vista del propio cine -y de muchos de los que, de un modo u otro, nos dedicamos a él, aunque sea como meros espectadores asiduos-, suele caracterizar al teatro.

Se trata de una dialéctica que, en mayor o menor medida, se puede detectar en otros directores que han ejercido esa función, y simultáneamente además, y no solo sucesivamente, en ambos modos de representación, basta pensar en Ingmar Bergman o Luchino Visconti, aunque los ejemplos posibles son bastante numerosos. Si añadimos que en el caso del perezoso hiperactivo (no creo que ambos rasgos sean incompatibles en absoluto) que era Fernando Fernán Gómez a esa doble profesión añadía las de actor y escritor, por no contar como otra más la de narrador oral, en todas las variantes posibles, desde la improvisación al recitado, en prosa o en verso, parece natural que la elección dentro de ese abanico de posibilidades sea en cada caso, en cada obra, quizá en cada escena, una decisión importante, meditada y a veces difícil o arriesgada, porque caben grados muy distintos y combinaciones de ambas tendencias en muy variadas proporciones.

Si La vida por delante era un poco su variante personal y adaptada a España y a 1957 del neorrealismo y El mundo sigue combina el máximo realismo con el esperpento, parece que La venganza de Don Mendo podría verse, retrospectivamente, como un tanteo intermedio a través de la caricatura del irrealismo. Con esto no pretendo afirmar que Fernán Gómez hiciese consciente y deliberadamente (aunque es una hipótesis que yo no osaría descartar tampoco) ningún tipo de experimentos o ensayos en algunas de sus películas, porque no me consta ni recuerdo habérselo preguntado nunca, pero lo cierto es que no me extrañaría demasiado que le gustase aprovechar cualquier ocasión de dirigir una película, ni siquiera en las que parecen meros encargos y a veces aceptadas con carácter más bien alimenticio, por lo menos para probar alguna idea, ciertos intérpretes o, simplemente, algo que no había hecho anteriormente.

En todo caso, se compartan o no mis sospechas acerca de sus experimentos, fueran planeados o momentáneos y puramente instintivos, lo cierto es que si uno es consciente de que la obra de Muñoz Seca es de intención cómica, o lo advierte a poco de arrancar la película (cosa que facilita todo en ella: los dibujos de Enrique Herreros de los títulos de crédito, los versos, el tono declamatorio, los gestos histriónicos, la artificiosidad multicolor del decorado, con llamas de papel), La venganza de Don Mendo, tal como la interpretan Fernán Gómez, Paloma Valdés, Juanjo Menéndez y un amplio reparto, es una película divertidísima, que mueve a reírse a carcajadas no por una réplica o un diálogo ingenioso, ni por un gag aislado, sino por la conjunción perfectamente armonizada y sincronizada de absolutamente todos los elementos, desde el vestuario, los decorados, los forillos, las armas y todo objeto que toman o dejan los actores, y hasta la música, pasando, claro está, por los desternillantes pero competentemente hallados y rimados versos, el ritmo y la amplitud de la gesticulación de cada intérprete. Puede parecer, a la vista del resultado, algo fácil de conseguir, pero yo apostaría, y la ausencia de precedentes lo hace poco arriesgado, que es algo sumamente difícil, porque termina siendo, como a menudo sucede cuando se bordea tanto el exceso como el ridículo, cuestión de medida, de contención, de buen gusto para no caer en lo zafio, lo fácil y lo chabacano, y... de ritmo. Porque con otro que el que tiene, es dudoso que funcionase tan bien.

En “El universo de Fernando Fernán Gómez”. Madrid : Notorious, julio de 2021

viernes, 11 de octubre de 2024

Los dos Juanes

En memoria de Juan M. Bullitta, amigo epistolar a quien nunca llegué a conocer personalmente


Somos varios, a distancias considerables de edad, criterio, geografía o destino, los que consideramos, sin dogmatismo, de modo abierto y nada tajante - lo contrario hubiese resultado contradictorio -, a John Ford y Jean Renoir como nuestros autores cinematográficos preferidos. No se trata de una elección voluntaria, ni justificable con argumentos que no pudieran parecernos a nosotros mismos especiosos o sofistas; más bien parece irremediable, como si hubiésemos sido "escogidos" por ambos directores - hoy muertos, y a los que nunca conocimos - como admiradores suyos. Se trata, además, de una preferencia relativamente tardía - no, desde luego, de primera juventud, ni de la fase inicial de nuestra pasión por el cine -, sino de una afinidad, en cierto modo, conquistada: hay que alcanzar un cierto grado - por relativo que sea - de madurez, de serenidad, de tolerancia para sentirse más identificado con Renoir o Ford que con Jean-Luc Godard, Nicholas Ray, Alfred Hitchcock o Luis Buñuel, por citar ejemplos muy variados entre los grandes cineastas, para verse mejor "representado" por aquellos dos venerables maestros que por estos, más críticos, románticos, desesperados, líricos, intrincados, ácidos o insondables, más intervencionistas también, más claramente egocéntricos y personalizadores de cuanto muestran, cuentan o abordan, para sentirse más en sintonía con el ritmo, la "respiración", la mirada o el "paso" que caracteriza su cine. Es, además - conviene señalarlo - una predilección que no tiene nada de excluyente, que en nada impide que admiremos casi tanto a otros realizadores, por diferentes que sean, un favoritismo tan asumido como subjetivo e irremediable que tampoco va "contra nadie", y que no implica negar méritos a los que más puedan parecerse a ellos (no se trata, pues, de enfrentar a Renoir con Rossellini, ni a Ford con Hawks, como a veces sucede cuando alguien opta entre Keaton y Chaplin). De hecho, es compatible con que prefiramos una o dos películas ajenas a la que más nos entusiasme de ellos; desde hace varios años ya, de tener que elegir una sola película de toda la historia del cine, me inclinaría por Tabu de Murnau - a pesar de que no tenga claro que sea mejor que Sunrise -, y también por Akasen chitai de Mizoguchi - aunque Shin Heike Monogatari, Sanshô Dayû y Chikamatsu Monogatari no sean inferiores -, antes de llegar a The Wings of Eagles - o 7 Women, The Quiet Man, The Searchers, The Man Who Shot Liberty Valance, How Green Was My Valley, The Long Gray Line y unas quince o veinte más - de Ford y a The River - o Partie de campagne, Le Testament du Docteur Cordelier, Toni, La carrozza d'oro, Boudu sauvé des eaux, French Cancan y otras diez o quince - de Renoir.

Esto indica ya una primera afinidad entre ambos grandes directores, John (o Sean) y Jean: ambos son autores de obra, más que de películas sueltas, y en su copiosa producción abundan las obras maestras, complementarias e indisociables, de tal modo que cuesta trabajo decidir cuál de ellas es la mejor, o, ante la imposibilidad de opción objetiva, cuál es nuestra favorita: de hecho, tal predilección, de llegar a concretarse, puede oscilar entre dos o tres, o ir trasladándose con el tiempo de una a otra. Se me puede objetar que otro tanto, en mayor o menor medida, sucede con varios cineastas de larga carrera y alto nivel medio, como Hawks, Hitchcock, Walsh, Borzage, Buñuel, Sternberg, Griffith, Lubitsch, Mizoguchi, Ozu, Naruse; no lo olvido, y añadiría que puede ocurrir incluso con algunos de obra más limitada, como Preminger, Tourneur, Vidor, Ray, Ophuls o McCarey, e incluso poco numerosa, como Bresson y Dreyer. Pero permítaseme sostener que no es lo mismo no saber exactamente en qué orden admiramos o nos afectan tres o cuatro películas, o que ese orden varíe al hilo de las sucesivas revisiones o de la ampliación de nuestro conocimiento de sus filmografías respectivas y sentir, como sucede con Ford y Renoir más que con ningún otro cineasta para los que sentimos hacia ellos un afecto especial, que estamos mutilando su obra cuando elegimos una película, que estamos falseando o limitando artificialmente su alcance y extensión cuando mencionamos, como acabo de hacer, "solamente" siete; entre las que, escandalosamente para mí mismo, he excluido las generalmente admiradas - y efectivamente admirables - Stagecoach, Young Mr. Lincoln, The Grapes of Wrath, My Darling Clementine, de Ford, o La Grande Illusion, La Règle du jeu, The Southerner, La Chienne, de Renoir, y no he citado Two Rode Together, The Last Hurrah, The Horse Soldiers, They Were Expendable, Donovan's Reef, Young Cassidy, 3 Godfathers, Fort Apache, Rio Grande, Wagon Master, She Wore A Yellow Ribbon, Steamboat 'Round the Bend, The Sun Shines Bright, Gideon's Day, Judge Priest, The Prisoner of Shark Island, The Rising of the Moon, Tobacco Road, Mogambo, Cheyenne Autumn, The Long Voyage Home, 3 Bad Men, ni This Land Is Mine, Le Déjeuner sur l'herbe, La Nuit du carrefour, La Marseillaise, Le Crime de Monsieur Lange, La Bête humaine, Elena et les Hommes, Le Petit Théâtre de Jean Renoir, The Woman on the Beach, Swamp Water, Le Caporal épinglé, Madame Bovary...

Un segundo punto en común es la aparente sencillez del estilo de ambos, que parecen filmar sin esfuerzo, sin empeño alguno de dejar su marca en cada plano, más atentos a la captación de la actuación de los intérpretes que a los brillantes encuadres; lo que no impide, por otra parte, que sus películas sean instantáneamente identificables, e inconfundibles con las de otros cineastas, y es compatible con la evidencia, a poco que se analice, de un alto grado de estilización y elaboración que implica, por supuesto, un prodigioso trabajo subterráneo de puesta en escena, de trasposición y de síntesis, e incluso con una considerable tendencia, por parte de ambos, a la "teatralidad".

Ambos valoraban los planos medios, americanos y generales, y sólo de tarde en tarde, siempre con motivos suficientes, recurrían al primer plano; los dos tendían a filmar en profundidad, con la cámara quieta, y a hacer entrar y salir por los lados del encuadre a los actores. Una vez elegido el marco, dejan que el espacio sea elocuente caja de resonancia de la belleza del gesto.

Tanto uno como otro rechazaron la función expresiva del montaje en sí mismo, y repudiaron siempre cualquier efecto. No deseaban llamar la atención, sino dejar ver y, a lo sumo, guiar la mirada del espectador, pero confiando en su inteligencia lo bastante como para que esas indicaciones no fuesen perceptibles. De ahí que sus imágenes fuesen siempre límpidas y claras, hasta las más complejas.

Las películas de los dos fluyen como ríos: a veces hay rápidos, otras remansos; a punto de estancarse en un meandro, aceleran su curso incesante. Su dramaturgia es reposada, sin golpes de efecto teatrales, sin ansia de sorprender, sin condensaciones artificiales del tiempo narrativo. Los dos desdeñan los clímax, y saben que encadenar uno con otro destruye o diluye el impacto de los tiempos "fuertes", y también que a menudo son los tiempos "débiles", cuando no pasa nada, los más reveladores. Tanto Renoir, más obviamente, como Ford, son artistas de la modulación en el tiempo: en ese sentido, musicales.

Esa manera de mirar y darnos a contemplar, reflexiva y serena, objetiva, emana, sin duda, de su visión del mundo, de su temprana sabiduría, de una tolerancia que, grande desde el comienzo, se acrecentó con el tiempo, la experiencia y las inevitables desilusiones. Por eso saben ambos ser a la vez implacables y generosos, criticando una conducta pública sin por ello negar las virtudes privadas de sus personajes, sin que el cariño o la admiración que algunos le inspiran le ciegue a sus defectos, carencias y limitaciones. Siempre creyeron más en la autenticidad y la veracidad que en la mera realidad y en el naturalismo.

Se revelan así, a final, como cineastas hermanos. No, ciertamente, gemelos o idénticos, pero fraternalmente unidos. Es posible que sean apenas dos miembros de una familia más amplia. No conozco suficientemente la obra de Mark Donskoi, ni sé si las vicisitudes y presiones políticas de su patria se lo permitirían, pero a veces, sobre todo al contemplar La infancia de Gorki, he sospechado que el tercer Juan podría llamarse Marcos.

En La Gran Ilusión nº 4 (primer semestre de 1995).

miércoles, 9 de octubre de 2024

Sleepless in Seattle (Nora Ephron, 1993)

La primera película realizada por Nora Ephron demuestra cierta continuidad con algunos de sus trabajos como guionista, entre los que destaca otra película protagonizada por Meg Ryan, When Harry Met Sally... (1989) de Rob Reiner (que aparece como actor en Algo para recordar).

De gran éxito en Estados Unidos y, en general, entre los espectadores "normales" de todas partes, ha sido generalmente maltratada por los críticos, que no han desaprovechado la ocasión de emplear varios de sus reproches favoritos: para empezar, el más condenatorio, "sentimental"; el resto van en batería, tengan o no alguna base: blanda, convencional, sensiblera, melodramática. Es la suerte que corren ante quienes presumen de "sabérselas todas" y de "estar de vuelta" las películas que osan ser sinceras, sentidas o ingenuas. Hay que advertir que Nora Ephron —ignoro si será hija de los también guionistas Phoebe y Henry— es consciente del riesgo y les da su merecido, reflejándoles en las reacciones de todos los que se asombran o se sienten incómodos ante la emoción que suscita en algunos personajes la visión o el recuerdo de An Affair to Remember (Tú y yo, 1957) de Leo McCarey, película que reivindica explícitamente como ejemplo de sus aspiraciones, citándola pero sin copiarla —ni siquiera en la escena de la cita en el Empire State—, aunque a mí me recuerde más todavía la no mencionada The Courtship of Eddie's Father (El noviazgo del padre de Eddie, 1962) de Vincente Minnelli.


Ni que decir tiene que me resulta simpático que alguien se acuerde en 1993 de McCarey —aunque nos la muestre "cuadrada" y sin Scope en la televisión, y como dolosamente se ha editado en vídeo a impulsos del éxito de Algo para recordar—, pero conviene añadir que se trata de una "elección de precursor" mucho menos superficial y mucho más sincera que la invasión de "caprismo" que ha sufrido el cine americano reciente, de Gremlins a The Hudsucker Proxy. Y que consiga no ser indigna de utilizar la música de la obra maestra de McCarey es ya bastante, pero hay más: Meg Ryan y Tom Hanks —excelentes— llegan a importarnos, porque son vulnerables y corren riesgos sentimentales agudos. Y esto, últimamente, es tan infrecuente como para que merezca señalar el interés de esta película y para seguirle la pista a esta nueva cineasta.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994

lunes, 7 de octubre de 2024

Body Heat (Lawrence Kasdan, 1981)

¡Qué grande es el cine! (10/04/2000)



Además de uno de los más prometedores arranques de carrera que nos ha ofrecido un cineasta americano en las últimas décadas, Body Heat es una verdadera película de género.

De hecho, se instala en él con una asombrosa sensación de normalidad desde el primer plano: antes de contarnos nada, pese a que - por razones de censura - el cine "negro" jamás nos mostrase nada parecido a lo que se ve - estrictamente contemporáneo - en sus imágenes iniciales, y a que absolutamente nada en la primera secuencia remita ni al thriller ni al pasado, Kasdan consigue milagrosamente restablecer la continuidad perdida y saltar como con pértiga sobre decenios de práctica desaparición del género, que de pronto ha resucitado y nos envuelve, sin que lo dudemos por un instante. Hay nocturnidad, desde luego - una noche bien negra, pastosa -, pero esa es la condición normal del encuentro erótico que acaba de terminar; hace un calor bochornoso, pegajoso, palpable, que hace sudar y brillar los cuerpos y ofusca los cerebros y causa irritación, pero ese factor climático es más bien desusado; la música, muy típica de John Barry en su línea jazzística, tampoco supone una pista, pues no es exclusiva del género en cuestión, aunque contribuye a crear esa tensión y esa impresión de que algo extraño sucede que detectamos en la actitud de William Hurst (memorable, como casi siempre), mirando por la ventana cómo arde un hotel, rememorando el pasado, reflexionando.

Salvo algo tan vago como el malestar, realmente nada designa ya Fuego en el cuerpo como cine negro, y sin embargo nos hemos zambullido en él de cabeza, para no salir en toda la película. Y es curioso que sea así, porque no hay una recreación imitativa, manierista, del estilo del cine negro de los 40, ni tampoco del de los 50, y tardará bastante todavía en aflorar una trama, tributaria - como se dice de ciertos ríos - de Double Indemnity, y en general de las novelas de pasión, o más bien de codicia y deseo entremezclados, que han hecho famoso a James M. Cain, sin que Kasdan le copie exactamente detalles, sino más bien tienda a complacerse en desmarcarse un poco de ellos, desviando más que defraudando nuestras expectativas, jugando con nuestras suposiciones genéricas.

Para cuando surge - o, más bien, se expresa en voz alta -, ya avanzada la acción, la tentación de eliminar al molesto marido de la amante, quien, por lo demás, aprovecharía la ocasión para enriquecerse y que, a ser posible, preferiría heredar toda su fortuna y no sólo la mitad que le corresponde de acuerdo con el testamento, estamos tan metidos en la intriga como nuestro protagonista, que es en el fondo bastante ingenuo y no en exceso perspicaz: aunque él se considere muy listo y avispado, es verdaderamente un bebé inocente al lado de Matty Walker, mujer fatal como pocas, y no metafórica ni sentimentalmente, y sin nada que envidiar a las más peligrosas y seductoras (doblemente peligrosas) de la edad de oro del cine negro.

El tipo que encarna Hurt no es ni siquiera un detective privado, sino un abogado mediocre, que ya se ha pasado de listo y se ha pillado los dedos, sin prestigio ni excesivos escrúpulos, y más interesado por el sexo que por los negocios. Ella (Kathleen Turner en su momento de máximo esplendor) es una mujer más disponible (en apariencia) y evasiva que misteriosa, a primera vista (así lo asume Ned, y actúa en consecuencia) una muy convencional esposa rica y ociosa, insatisfecha y poco acompañada por su marido, enriquecido en turbias operaciones financieras. Su marido no llega a ser un capo mafioso ni un magnate todopoderoso; ella no tiene pinta de ser precisamente inaccesible o inalcanzable. Y entre los dos, irritados por el calor, agitados y aburridos como dos tigres enjaulados, brotan chispas. En fin, podríamos tener una versión floridense y más "clase media" de Nueve semanas y media.

Lo que ocurre es que estamos siendo víctimas, tanto Ned como los espectadores, del efecto telaraña de una doble maquinación; por un lado, la de Kasdan, muy hábil y sutil, que se toma su tiempo; por otro, aunque eso no lo descubriremos de verdad hasta el epílogo, la de la falsa Matty Walker, que no sólo no es lo que aparenta sino tampoco quien dice ser, y que desde el primer momento tiene un plan y está dispuesta a hacer todo lo que haga falta para conseguir salirse con la suya.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (10 de abril del 2000)