miércoles, 28 de febrero de 2024

Gone with the Wind (1939)

Sin duda, una de las películas más amadas por el público de todos los países desde 1939, y, en dinero constante, una de las de mayor éxito de toda la historia del cine, Lo que el viento se llevó no ha perdido con el tiempo ni con las reiteradas visiones un ápice de su carácter mítico ni de su singular atractivo; ya puede uno decidir que no va a volver a verla: como caiga en la tentación de echarle una ojeada, se quedará sentado hasta el final. Y creo que eso les sucede, para su propia irritación, a los muchos que alardean de odiarla, y que declaran públicamente que es la película célebre que más detestan, con tanto fervor como vuelven a contemplarla sus más decididos entusiastas.

Es decir, que se trata de una película que despierta pasiones misteriosas. Cierto que el libro de Margaret Mitchell se convirtió instantáneamente en un gigantesco best-seller, pero conviene no olvidar que la empresa de convertir en película esa larguísima novela río fue rechazada por multitud de productores, algunos de ellos habitualmente dotados de buena vista para el dólar. Fue una empresa acometida finalmente, con pasión de convencido, por un solo hombre, David O. Selznick, al que hay que considerar, creo yo, como su verdadero autor.


Es, por lo menos, lo que parece más justo y a la vez más racional, dada su tendencia - repetida a menudo, aunque sólo en Duelo al sol con un grado que se aproxime al de Lo que el viento se llevó - a emplear, en sucesión o simultáneamente, los contradictorios o complementarios talentos de un gran número de guionistas y directores. La nómina de colaboradores - no todos acreditados - de Gone with the Wind podía ser la de todo un estudio, y dar para seis o siete películas.

Mencionando sólo los más importantes, y sin contar al propio Selznick, que participaba muy activamente en todo el proceso creativo, y no siempre para mal ni sin acierto, cabría citar a George Cukor (que la empezó a dirigir), Victor Fleming (que la firmó), William Cameron Menzies, King Vidor, Sam Wood, F. Scott Fitzgerald, la autora de la novela, y otros muchos. No es, desde luego, la forma ejemplar y modélica de hacer una película, pero hay que reconocer que Selznick acababa por conseguir lo que se proponía, y que los resultados casi siempre fascinaron duraderamente al público de todas las latitudes. Sin duda, el productor tenía una idea muy clara de lo que deseaba tener al final en la pantalla, y aunque no fuese capaz de hacerlo por sí mismo, era un experto en extraer, a regañadientes de sus colaboradores, quizá a costa de enemistarse con ellos para siempre y de dejarles desmoralizados durante una temporada, aquellos rasgos de su talento, de su personalidad artística y de su habilidad artesanal para, combinándolos en una gama sobrecargada de colores, música y sentimiento, obtener productos tan espectaculares como vigorosos, sin importarle demasiado no ser excesivamente sutil y confiando en que, antes de que un bache narrativo se sintiese, la trama se habría puesto nuevamente en marcha, a todo vapor y con las banderas de la ficción desplegadas al viento, camino del triunfo.

Texto inédito, escrito para una edición en dvd de clásicos (22 de octubre de 1998)

lunes, 26 de febrero de 2024

La Sirène du Mississipi (François Truffaut, 1969)

"La carrera jadeante de dos amantes en el

azar de los grandes caminos, se volvía de pronto

una distracción suficiente como para permitir

que el drama se desarrollara, por segunda vez,

a cielo abierto".

René Char (Artine, 1930)

La penúltima película de François Truffaut, La Sirène du Mississipi, es una obra de inspiración romántica, y por eso ha sido un fracaso comercial: como dice Char, "los hombres de hoy quieren el poema a imagen de su vida; hecha de tan pocos miramientos, de tan poco espacio y quemada de intolerancia". Consciente de ello, Truffaut ha decidido ser provocador para mejor expresar sus sentimientos: la novela de William Irish en que se ha basado, transcurre en el s. XIX, cuando el romanticismo era una ideología dominante; pues bien, Truffaut ha trasladado la acción a 1969, de forma que su romanticismo se hace más desesperado y La sirena del Mississipi se convierte en un film románticamente romántico. Como observó Charles Du Bos, "el estado de alma romántico consiste en poner en el punto de partida, como dato previo, lo que sólo es legítimo en el punto de llegada". De esta confianza nace el film de Truffaut y su peculiar estructura narrativa. La historia, de un melodramatismo sólo comparable a La Venus rubia de Sternberg, enlaza a través de numerosas referencias y citas, más o menos explícitas, con Pierrot el loco, numerosos films de Hitchcock (Marnie, Vertigo y Notorious, en especial), algunos Lang (You Only Live Once, Scarlet Street) o Renoir (La Chienne), con ciertas alusiones a Buñuel y a muchos otros directores, escritores (Balzac) y pintores (el aduanero Rousseau). En el fondo, La sirena es un cuento de hadas, y la casita en el bosque (Hansel y Gretel), las alusiones a Blanca Nieves y los siete enanitos y el empleo del color están en ella para recordárnoslo. La sirena del Mississipi sería, pues, un cuento de hadas unido a un film de Nicholas Ray.

Film febril (como The Naked Kiss), lírico y desesperado en la esperanza (como Party Girl o Johnny Guitar), La sirena es un canto de amour fou a través de las aventuras de una pareja culpable y perseguida, radicalmente impura (las dos sublimes confesiones de Catherine Deneuve a Belmondo prueban que el romanticismo de Truffaut no tiene nada de idealista, a la vez que destruyen varios tópicos: ¿cuándo se ha visto a una heroína que, además de ser prostituta y ladrona, no esté arrepentida, y sólo lamente haberse hecho abortar muchas veces porque es desagradable, entre otras varias cosas, que no han dejado de escandalizar a los pusilánimes?). Construida sobre la inverosimilitud, la contradicción y el exceso, La sirena del Mississipi es la culminación de un proceso que, a partir de La novia vestía de negro (1967), ha permitido a Truffaut liberarse de la lógica convencional, del naturalismo y de la verosimilitud psicológica, para construir un mundo de pura ficción que no se rige por otras leyes que las propias; nos encontramos así ante el film más osado, más carnalmente lírico y más hermoso —aunque el mejor es L'Enfant sauvage— de Truffaut y también, en el fondo, ante el más personal, ya que no narra una historia desde un punto de vista propio (La piel suave, Jules et Jim), ni declara sus gustos y aficiones (Tirez sur le pianiste), ni expresa sus ideas (Fahrenheit 451, L'Enfant sauvage), ni cuenta su vida (Los 400 golpes, El amor a los veinte años, Besos robados, Domicile conjugal), sino que revela sus sentimientos más íntimos, auténticos y profundos. Por eso esta película, hecha desde el enamoramiento, en crisis, se convierte en una de las más bellas declaraciones de amor que ha dado el cine (como Une femme est una femme y Bande à part) y es, hoy día, lo más parecido a lo que hacía Godard en los años 60 y Nicholas Ray en los 50.


En La sirena del Mississipi toda acción o propósito se ven anulados o contradichos por su desarrollo; toda dirección es frenada, invertida o desviada; toda expectativa (tanto del espectador como de los personajes) es defraudada, sobrepasada, sorprendida o alterada, unas veces por defecto y otras por exceso, a través de una narración zigzagueante, elíptica, discontinua (y, sin embargo, lineal), que obedece a una sola fuerza motora: el amor absoluto, la confianza que raya en la locura, la voluntaria necesidad de permanecer siempre juntos, a pesar de todo, el doloroso y magnífico descubrimiento de amar y ser amado. Con esta película, por tanto, Truffaut hace suyos estos versos de René Char: "La realidad a veces apaga la sed de la esperanza. Por eso, contra toda espera, la esperanza sobrevive", o "A cada desmoronamiento de las pruebas, el poeta responde con una salva de porvenir", o bien "Yuxtapón a la fatalidad la resistencia a la fatalidad. Conocerás alturas extrañas". En consecuencia, podríamos decirle a Truffaut lo que Char a Rimbaud: "¡Hiciste bien en partir, Arthur Rimbaud! Somos unos cuantos los que, contigo, creemos sin pruebas la felicidad posible".

Al final de La sirena del Mississipi, la incertidumbre y la esperanza se dan la mano.

Publicado en El Noticiero Universal (14 de julio de 1970)

viernes, 23 de febrero de 2024

Bad Lieutenant (Abel Ferrara, 1992)

¡Qué grande es el cine! (26/06/2000)

Conviene, para quien no conozca las películas de Abel Ferrara, hacer una serie de advertencias.

Aunque se ha ido "civilizando" y "culturizando" progresivamente, con un aumento de pretensiones y de oscuridades que le ha hecho perder parte de su fuerza primitiva, es uno de los cineastas más violentos y brutales hoy en activo. Todavía por 1992, cuando rodó El teniente corrupto, hacía que a su lado Martin Scorsese sea un buen chico y Quentin Tarantino un afable bromista. Y no se trata de una violencia de "pim-pam-pum", de muertitos anónimos cayendo en "ralenti" ni de pirotécnicas explosiones a lo "Rambo XXV", que no pueden tomarse sino a broma. Aquí las cosas van en serio, son dramáticas, y los hechos más brutales y mortíferos no corren a cargo de superhombres invulnerables, de mutantes clónicos o de robots semihumanizados, casi siempre sin conciencia, responsabilidad o voluntad; ni siquiera son autómatas acondicionados por el entrenamiento militar a obedecer órdenes sin hacerse preguntas. No, aquí los más violentos suelen ser personajes de carne y hueso, que sudan y sangran, dominados por los instintos - lo mismo el sexual que el de supervivencia - y por los recuerdos que quisieran olvidar, que piensan confusamente, casi siempre atormentados por la culpa y el remordimiento, sobrecogidos por sentimientos religiosos inculcados o hereditarios que no comprenden, y no sólo son mortales, sino a menudo impulsados por una clara tendencia suicida o un vago pero intenso deseo de castigo y un afán de expiación que les arrastra muy lejos de cualquier tipo de salvación, tanto física como espiritual. Son seres a la deriva, que no ven claro, y que se ciegan y confunden más todavía entregándose a todo tipo de estimulantes, llegando con relativa facilidad a perder el control.

De estos personajes, ninguno tan torturado como el grosero, antipático, corrupto y brutal, pero patético, teniente de la policía neoyorkina que encarga, con dominio increíble del exceso, ese gran actor que es Harvey Keitel, también cómplice de Ferrara en la que yo considero su mejor película hasta la fecha, Snake Eyes o Dangerous Game. El resultado de esta explosiva combinación de personajes y violencia es un cine aplastante, de apariencia caótica pero de muy claro sentido, quizá lo más parecido que cabe imaginar a la obra de Samuel Fuller, aunque, para los que la conozcan, con algunas diferencias que quizá sea ilustrativo apuntar someramente:

Durante la época de mayor actividad de Fuller no sólo existía una autocensura preventiva, aplicada por la propia industria cinematográfica para no perder ingresos y no tentar a los poderes públicos federales, estatales e incluso locales a implantar la suya. Además, estaban vigentes unas ciertas nociones del "buen gusto" y de lo que el público estaba dispuesto a tolerar que impedían, de hecho, una expresión demasiado gráfica y explícita de la violencia, de la que se tendía a dar más bien una "impresión" indirecta, arte en el que Fuller era un maestro. Ahora, en cambio, los límites de lo permisible se han difuminado, cuando no han desaparecido, y los cineastas se complacen en llegar a las más descarnadas descripciones de la violencia física y sus dolorosos y destructivos efectos, con todo lujo de detalles y tomándose todo el tiempo que se les antoja o que creen conveniente (no tengo claro para qué o quién)... a menos que sea el que requiera su torpeza expresiva.

Por otra parte, la pobreza de medios en el cine de los años 40-50, por ser siempre en blanco y negro, resulta más abstracta y menos "sucia" que en color, da más sensación de austeridad y desnudez que de cochambre y desorden. De ahí que los planos más violentos y sangrientos de Fuller sean discretos y sobrios, además de muy breves, sobre todo si se comparan con los equivalentes de las películas de los 60 y decenios posteriores, en concreto con las de las primeras obras, las más precarias económicamente, de Ferrara. En contrapartida, la violencia interna era por fuerza mucho mayor en las viejas películas de Fuller y sus compañeros de fatiga Joseph H. Lewis, Phil Karlson, Andre de Toth, Budd Boetticher, Edward Ludwig, Allan Dwan o Jacques Tourneur, y vibraba incluso en los planos más estáticos y tranquilos, siempre precariamente suspendidos entre dos estallidos de violencia. Era la retórica del disparo aislado, frente a la estética de la ráfaga de metralleta que domina hoy cualquier película, de la caída a plomo, en seco, de un cuerpo convertido en cadáver frente al arco descrito en "ralenti" por cien "madelman" que, mientras surcan el espacio, manan litros de sangre... o jugo de tomate. Y en el terreno sexual, Fuller y sus coetáneos se contentaba con cargar de sugerente erotismo gestos y miradas, sombras o siluetas al trasluz, dejando el resto a la imaginación del espectador, mientras que hoy no hay detalle que se deje, velado, a una imaginación que ni se le supone ya al espectador, por lo visto, y desde luego no se le pide. Además, no hay tabúes, hasta tal punto que mientras Fuller a veces se acerca, en el terreno de las ideas y las asociaciones de imágenes, a algunos de los planteamientos sobre temas religiosos de Buñuel, cuando Ferrara acomete yuxtaposiciones parecidas acaban pareciendo casi una parodia, por exceso, de los horrores que los censores más pudibundos y malpensados imaginaban alucinatoriamente al ver las películas de Buñuel, y que correspondían más a su propia imaginación calenturienta y a su predisposición a escandalizarse y a rasgarse las vestiduras que a las intenciones del siempre solapado e irónico Buñuel.

Sin ser una película rodada con cámara subjetiva ni con una planificación estrictamente correspondiente al punto de vista del protagonista, Bad Lieutenant sí parece la traducción a imágenes de las novelas de flujo de conciencia o de monólogo interior, como el Ulises de Joyce, en la medida en que aspira a hacernos compartir la visión sonambulesca, de pesadilla, que tiene de la realidad circundante su protagonista, el anónimo teniente encarnado con absoluto impudor por Harvey Keitel, sin recurrir a voz en off o interior alguna y sin darnos prácticamente la menor información o el mínimo dato biográfico-explicativo, ni mediante flashbacks ni a través del diálogo, sino manteniéndose Ferrara siempre deliberadamente fuera del personaje, aunque muy próximo.

En realidad, las referencias más pertinentes para adentrarse en el caos que es esta película no son cinematográficas, sino literarias. Por un lado, su behaviorismo hace pensar en novelas "existencialistas" como El extranjero de Albert Camus y La náusea de Jean-Paul Sartre; por otro, más aún que a Joyce, parecen remitir a las novelas y a los poemas largos de la beat generation. Desde Jack Kerouac hasta, más aún, William S. Burroughs, desde los poemas de Gregory Corso y Lawrence Ferlinghetti al célebre Howl (Aullido) de Allen Ginsberg, al que apostaría que se hace alusión en las múltiples ocasiones en las que el teniente, más que llorar, literalmente aúlla. Sé bien que son referencias un poco anticuadas, y siempre insólitas en el cine americano, pero que sospecho hayan sido de gran influencia en los años formativos de Abel Ferrara.

Ni por un momento se trata de explicar o justificar psicológica o socialmente al teniente. Es su conducta, a la que asistimos al seguirle, la que nos va dando pistas: observamos que su eficacia como detective es casi nula (salvo que reciba un soplo), limitándose a acudir rutinariamente, como un curioso con licencia para acercarse, cada vez que hay un aviso de radio, normalmente cuando es tarde para hacer otra cosa que contemplar con hastiada indiferencia unos cuantos cadáveres más. Vemos que, incluso mientras conduce, no para de esnifar o de beber a morro, y que en general se mete de todo continuamente, sin tasa ni medida, compulsivamente. Vemos que su proceder es delictivo, y más propio de un delincuente que de un agente de la ley, y deducimos que su cargo le sirve como escudo. Se cree con libertad de hacer lo que quiera con impunidad y casi invulnerabilidad; en esto se equivoca, puede estar a salvo de sus colegas, pero a los verdaderos delincuentes, los profesionales, no les asusta su placa. Su familia no existe para él, salvo como un engorro: tiene a veces que dejar en el colegio a los niños, y su griterío natural le produce dolor de cabeza. Tampoco parece representar gran cosa para su familia, ya que no saluda ni habla, duerme a deshoras en un sofá y se dedica a ver partidos de baseball por la televisión, lo único que le interesa, y de hecho más por haber apostado que por el juego en sí. Incluso de su muy teórica condición de católico saca argumentos para creerse intocable, bendito e inmortal, lo que le lleva a ser temerariamente irresponsable y a no guardar las formas ni las apariencias: suele ir sonado, sucio, arrugado, despeinado, nada o mal afeitado, y da la impresión de apestar, sin que nadie parezca demasiado escandalizado por ello, ni saque las oportunas conclusiones acerca de su más que sospechosa actuación. Lo cual, como que no tenga nombre propio, supone una generalización implícita de su caso que asombra, meramente si uno pretende imaginar una película española semejante.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (26 de junio del 2000)

miércoles, 21 de febrero de 2024

Rio Bravo (Howard Hawks, 1958)

Conviene olvidar el propósito tantas veces aireado por el propio Howard Hawks de enmendarle la plana a Solo ante el peligro, que ni está tan mal, después de todo, ni merece que Hawks se acuerde de ella durante seis años. Río Bravo es el primero y más nocturno de los tres westerns finales de Hawks, básicamente urbanos y de interiores, sin indios ni grandes cabalgadas, casi desprovistos de los habituales atractivos del género. Como es frecuente en la obra de este director, la película reúne a un puñado de personajes –algunos viejos camaradas, otros recién conocidos– y los enfrenta y combina, poniendo a prueba a los nuevos miembros, en una situación de peligro, por lo general estática y de corta duración. Es el esquema de Sólo los ángeles tienen alas y Tener y no tener, y también el de Hatari o Peligro, línea 7000. Lo que cambia –dentro de que todo queda en familia– son los personajes, sus edades y actitudes, sus relaciones y la forma de establecerlas. Aquí, como cabría esperar con dos cantantes en el reparto, la canción colectiva es la manera de entablar contacto: obsérvense los sutiles juegos de miradas y sonrisas y se verá en qué consiste la poco llamativa grandeza de Hawks.


Como en Scarface, La fiera de mi niña, El sueño eterno, Me siento rejuvenecer o Su juego favorito, parte del placer que procura la visión de Río Bravo procede de la precisión de sus encuadres, la adecuación de las distancias entre cámara y acción en cada instante y la absoluta lógica de la sucesión de los planos, es decir, del ritmo con que se combinan actores y puntos de vista. Que la película cuente una historia o se limite a analizar una situación viene a ser lo mismo: nunca es el argumento ni la mera peripecia lo que importa, sino cómo son, qué piensan y sienten los personajes, y no es preciso que nadie explique sus motivos, porque siempre se entiende por qué actúan al ver cómo lo hacen. Divertidísima y modesta lección de humor y sabiduría, Río Bravo inaugura feliz y esplendorosamente el periodo de madurez de un cineasta que ya en el año 1930 –adelantándose a casi todos sus contemporáneos– había definido su territorio y dominado por completo su estilo. Estamos ante un western muy atípico, duro y al mismo tiempo alegre, con grandes dosis de comedia y unas gotas de intriga policiaca y otras de historia de amor, y es que Río Bravo no es una película de género –aunque sea una de las cumbres del que superficialmente más se le asemeja–, sino un film de autor.

En “Movie Movie : guía de películas” de Teo Calderón. 1ª edición. Madrid : Alymar, 1997.

lunes, 19 de febrero de 2024

Makavejev y la investigación estructural

"No me gustan las películas cerradas, acabadas

en sí mismas (...) me parece imposible proceder así

si se quieren dar —como quiero yo— los diversos

niveles de la vida que pueden encontrarse en la sociedad

y entre la gente. Al hacer un film, mi aspiración

es la de obtener una estructura compuesta de

varios elementos, dotada del mayor número posible

de elementos abiertos; todo espectador puede así

entrar o salir a placer, puede construir su propio film,

que puede ser distinto que el mío." (1)

Estas palabras de Dusan Makavejev definen ya su obra dentro de las características comunes a todo el nuevo cine yugoslavo que vamos conociendo. Si Pavlovic, Zafranovic, Mihic & Kozomara y Peterlic tienen también una visión del mundo bastante pesimista, han asumido una "estética de la fealdad y la suciedad" y tienen una especial predilección por los personajes marginados (borrachos, pobres, delincuentes) cuyas vidas azarosas les conducen por el mundo en trayectorias imprevisibles y llenas de cruces y reencuentros, Makavejev se separa de ellos en tres aspectos que son fundamentales: a) el cine de Makavejev es un cine estructuralista; b) sus películas son obras abiertas, que necesitan la participación activa de los espectadores; c) cada vez más, su obra se convierte en una reflexión sobre el cine.

Estos tres factores pueden ser analizados, de forma muy precisa, a través de las tres películas largas que ha realizado, de momento, Makavejev.

En Covek nije tica (El hombre no es un pájaro, 1965, exhibida en los cine-clubs) hay un neto predominio de la segunda característica, ya que la estructura, si bien funciona a la perfección, no ha logrado aún el desarrollo suficiente y es de una notable sencillez. La construcción narrativa del film se basa en el montaje alternado, barajando como en un rompecabezas o puzzle —cuya resolución competía al espectador— las historias convergentes de una serie de personajes (Barbulovic, un obrero borracho; su esposa; una joven; un mecánico de Belgrado; un camionero; la orquesta de la fábrica). Durante la primera parte de la película se nos muestran fragmentos de sus trayectorias vitales, que confluirán y se separarán a lo largo de la narración. Veremos así una serie de sucesos cuyo significado no resultará de inmediato comprensible (un poco como en "Los fusiles" de Guerra, o como en "El hombre del cráneo rasurado" de Delvaux), pero que se irán asociando poco a poco, iluminándose por yuxtaposición a través de un juego de permutaciones.

En Ljubavni slucaj ili tragedija sluzbenice P. T. T. (Un asunto amoroso o la tragedia de una empleada de correos y teléfonos, 1967) la investigación estructural de Makavejev alcanza su punto de madurez, y predomina sobre los otros dos aspectos que definen su cine, si bien la estructura determina el carácter abierto de la película de forma aún más radical. Tomando como punto de partida un suceso real, Makavejev ha seguido el mismo recorrido que un investigador: hallazgo fortuito del cadáver de una joven desnuda en un pozo de Belgrado, datos sobre su vida, sobre su amante, sobre el trabajo de uno y otro, sobre el crimen, sobre la sexualidad, autopsia, resolución del crimen. Naturalmente, Makavejev no se limita nunca a remontar temporalmente la distancia que separa el efecto de sus causas y antecedentes, sino que procura que la destrucción del orden lineal —incluso invertido— de los sucesos dé lugar a la intervención activa del espectador, que debe realizar la investigación por cuenta propia: film-dossier absoluto, no nos suministra sino datos dispersos, en desorden aparente, que tenemos que asociar. Esto le permite no sólo abandonar el muy transitado camino de los films de investigación criminal, sino ofrecernos un documental sobre las condiciones de vida en Yugoslavia, a través de escenas tan insólitas y significativas como la de la instalación del calentador eléctrico que la telefonista ha recibido de su amante, o las conferencias sobre los ritos fálicos de la antigüedad y sobre la pornografía (ilustradas con extractos de los primeros films de este género que se rodaron en Yugoslavia), que tienen su precedente en la intervención del hipnotizador de Covek nije tica.

Asumiendo métodos próximos a los del "cine-verdad"', Makavejev nos ofrece entrevistas, conferencias, documentales sobre la desratización, alternados con escenas de amor, una autopsia, etc., cuyo sentido individual se ve trascendido por su colocación dentro de la película y la inexistencia de nexos naturalistas entre una secuencia y otra. Hay elementos, sin embargo, que actúan como vectores y señalan, contaminando toda la película, la dirección que Makavejev da a sus películas (por ejemplo, los discursos de psiquiatras, hipnotizadores, erotólogos, etc.).

Era de esperar que una obra tan preocupada por los problemas de lenguaje y por la fusión de elementos heterogéneos y materiales fílmicos muy diversos acabara tomando por objeto al propio lenguaje cinematográfico. Esto es, ante todo, Nevinost bez zastite (Inocencia sin defensa, 1968), primer ensayo de crítica de cine realizado no con palabras, sino con imágenes. Como algunas novelas de Michel Butor, como fragmentos de ciertas películas de Godard, Nevinost bez zastite, a mi modo de ver la culminación provisional de las investigaciones de Makavejev, es una película con anotaciones críticas en el margen (que no es tal, naturalmente, sino diversos añadidos superpuestos a las imágenes o intercalados con ellas). El "texto" que le sirve como base es la primera película sonora que se hizo en Yugoslavia, Nevinost bez zastite (1942), dirigida e interpretada por el forzudo acróbata Drajoglub Aleksic. Este film es un melodrama en blanco y negro que narra con ingenuidad y encanto las desventuras de Aleksic y su amada, a quien la madrastra quiere casar con un rico odioso.

Makavejev ha remontado, decorado, teñido de colores diversos planos, con cierta ironía, de forma que recuerda ciertas postales coloreadas. Además, entre fragmento y fragmento de la vieja película, Makavejev ha introducido algunas escenas rodadas en 1968, que nos muestran las actividades actuales de aquellos miembros del equipo que rodó el film que todavía viven, y entrevista a algunos de ellos, que explican las vicisitudes del rodaje (paseando por los tejados, por ejemplo) y contribuyen a dar una visión crítica de la película de Aleksic, cuyas proezas atlético-equilibristas cobran gran relieve. Esto, además de constituir un segundo nivel de comentario a la primera versión de Nevinost bez zastite (siendo el primero las manipulaciones a que la ha sometido Makavejev), sitúa su filmación en el contexto histórico adecuado, que tiene cierta importancia, pues tuvo lugar, de forma casi clandestina, durante la ocupación nazi. Como complemento (y puede verse la gran riqueza del film, y la diversidad de elementos puestos en juego por Makavejev), la película nos ofrece un documental sobre dicha época y sobre las diversas nacionalidades que integran Yugoslavia, a veces con un claro matiz humorístico: así la yuxtaposición de un mapa en el que se muestra el avance sobre Europa de las tropas nazis y de los avances del malvado pretendiente, que intenta seducir a la heroína. Este aspecto de parábola sobre la agresión de la indefensa y la final victoria del "bueno" estaba dado ya, de forma indirecta y tal vez no muy consciente, en el film de Aleksic, y su puesta en evidencia —es decir, su lectura, su interpretación, su explicación por Makavejev— demuestra hasta qué punto su cometido coincide con el del crítico: analiza, destaca, subraya, profundiza en el significado de la película. Su gran ventaja, y la que hace especialmente importante "Inocencia sin defensa", estriba en que esta crítica global (pues abarca los aspectos melodramáticos, psicológicos, estéticos, histórico-sociales y económicos de la obra de Aleksic) ha sido realizada desde el mismo cine, con los mismos medios (2).

El resultado es un film originalísimo (3), a la vez muy intelectual y sumamente accesible al público, ya que nos cuenta una historia melodramática (y la critica) al mismo tiempo que nos ofrece un documento sobre toda una época y un país, efectuando un comentario de la Historia y una reflexión sobre el cine cuyos resultados se verán probablemente concretados en obras futuras. De esta forma, en "Inocencia sin defensa" confluyen, a un mismo nivel de importancia, los tres aspectos que definen la personalidad creadora de Makavejev: nos encontramos, por eso, ante su película más importante, ante la que más aporta a la creación de un cine verdaderamente moderno e innovador, cuya existencia en un país pobre, pequeño y complejo como Yugoslavia podría servir de ejemplo, porque si — a mi juicio — Makavejev no ha logrado todavía la obra perfecta y redonda que podemos esperar de él, me parece innegable la originalidad de su trayectoria, y la audacia de sus postulados creadores, que se apartan de todas las convenciones, de todos los caminos habituales.

(1) "Cinema e film"', núm. 4; entrevista con Makavejev.

(2) Ver “Nuestro Cine”, núm. 80, pág. 36; crítica de F. Llinás.

(3) Un posible precedente sería el mediometraje de Franju Le Grand Méliès (1952).

Publicado en el nº 93 de Nuestro Cine (enero de 1970)

jueves, 15 de febrero de 2024

The Navigator (Buster Keaton, 1924)

Con el rigor y la claridad que caracterizan a Keaton, The Navigator (1924), nos presenta a Rollo Treadway (Buster), un joven heredero acostumbrado a todo tipo de comodidades e incapaz de hacer nada por sí mismo. Viendo a una feliz pareja de recién casados, decide casarse, y tras enviar a un criado a comprar los pasajes para el viaje de luna de miel a Honolulu, sube a su «Rolls» para cruzar la calle y pedirle a su rica prometida (Kathryn McGuire) que se case con él. Con una concisión expositiva que recuerda el «así era MacTeague» de Avaricia (Greed, 1923-4), Keaton nos caracteriza inmediatamente a su personaje. Ante la tajante negativa de su novia, Rollo decide partir solo en viaje de novios. Poco después, tras una serie de errores que se interfieren con una intriga de espionaje, Rollo y su novia se encuentran, juntos y solos, a bordo de un trasatlántico a la deriva. Nos encontramos, pues, con dos personajes lanzados a una aventura para la que no están preparados, sacados de su contexto y abandonados a sus propios recursos. Por vez primera tendrán que actuar, enfrentándose directamente al mundo y a los objetos.

Como es frecuente en la obra keatoniana, El navegante es la historia de un aprendizaje y, a la vez, de una exploración del mundo y del esfuerzo por dominarlo. Historia paralela, por tanto, a la del hombre primitivo que, dominado por la Naturaleza, aprende a servirse de ella, pasando de sujeto pasivo a sujeto activo, o a la del descubridor de nuevas tierras que lucha por adaptarse a la nueva situación hasta conquistarla y sacar el máximo provecho. Rollo y su novia descubren el mundo, la vida y, finalmente, el amor. Confinados en un espacio único, inmenso y vacío, se ven obligados a convivir y hacer ellos mismos lo que siempre han hecho sus servidores. Incapaces de comprender el funcionamiento de la nave, sin posibilidad de dirigirse a un lugar concreto, se contentan con luchar por su supervivencia: hambrientos y con frío y sueño, tendrán que enfrentarse con un problema de dimensiones, pues no sólo no saben guisar, sino que los cubiertos y las cacerolas, pensados para toda una tripulación, son demasiado grandes. Tras numerosos fracasos (que dan lugar a innumerables «gags»), Rollo ideará un ingenioso y complicado sistema de poleas que les permitirá guisar con el mínimo esfuerzo. Solucionado el problema de la calefacción y el alojamiento, Rollo y su compañera irán aprendiendo a servirse de los objetos, evitando que los obstáculos entorpezcan sus actividades y convirtiéndolos, por el contrario, en medios con que alcanzar sus fines.

Si en El cameraman (The Cameraman, 1928, dirigida por Edward Sedgwick) los sucesos reales y los accidentes servían al incontenible Buster para hacer una película (el derribo de un andamio al que había subido se convertía en un movimiento de grúa; si le rompían el trípode filmaba en contrapicado o llevaba la cámara a mano), en El navegante Buster no deja que nada le detenga, convirtiendo las circunstancias contrarias a sus propósitos en herramientas. Con una lógica implacable, descubriendo con imaginación los múltiples usos de cada cosa —es decir, no sólo aprendiendo a emplear los objetos, sino inventándoles nuevas e insospechadas utilidades, improvisadas en el momento en que se hacen necesarias—, Rollo descubre que la mejor defensa es el ataque, y así, con su característica tendencia al absurdo más surrealista, desciende a arreglar el barco, vestido de buzo. En el fondo del mar, tras colocar un cartel que advierte al posible transeúnte, «Peligro: hombres trabajando», llena de agua un cubo, se limpia las manos, se las seca y vuelca el cubo antes de poner manos a la obra. Amenazado por un cangrejo, utiliza sus pinzas como tenazas. Atacado por dos peces-espada, Rollo abraza a uno y lo utiliza para batirse en duelo con el otro espadachín.

Gracias a una prodigiosa inventiva y a un empleo tan constante como irreflexivo de la imaginación, Rollo logrará, pese a muchos errores y despistes, superar todas las dificultades y hacer frente a las adversas circunstancias que surgen frente a él, tanto por parte de los objetos en rebelión como de algunos elementos externos (el mar, los caníbales de una isla cercana, que secuestran a su novia). La lucidez instantánea y la ciega obstinación del personaje dan a la película su carácter lineal, conciso y matemático. El navegante es un film rectilíneo y sencillo, que encadena sin desfallecimientos un «gag» tras otro, con un rigor formal y una estructuración geométrica y despojada que reencontraremos treinta años más tarde en las obras más elaboradas de un Boetticher.

Tal vez menos hermoso que El maquinista de la General (The General, 1926, codirigida por Clyde A. Bruckman), de menor profundidad que El cameraman, EI navegante posee, en cambio, un rigor y una densidad dentro de la perfección sólo equiparables al genial cortometraje La mudanza (Cops, 1922, codirigido por Eddie Cline), logro muy difícil en un largometraje cómico. Y finalmente, aunque de forma menos explícita que El cameraman, El navegante es un film sobre la creación cinematográfica: la actuación de Rollo-personaje no es otra que la de Keaton-director, que es el hombre que toma posesión de la realidad al tiempo que la explora, sirviéndose del azar como un elemento más de la obra, superando los obstáculos mediante la improvisación e ideando continuamente nuevos métodos con que lograr sus propósitos.

En Nuestro Cine nº 94 (febrero de 1970)

martes, 13 de febrero de 2024

Adieu, plancher des vaches! (Otar Ioseliani, 1999)

Otar Ioseliani, cineasta nacido en la ex-república soviética de Georgia y desde hace mucho basado en Francia aunque de natural itinerante y hasta nómada, no ha recibido la atención que debiera, y temo que es tarde para que logre despertarla el ciclo que le dedica el Festival de San Sebastián, pese a que revelará que su obra, no muy extensa pero ya de cierta entidad, a pesar de las peripecias, la falta de medios, la variedad de géneros (o de tipos de cine) y de productoras, lo mismo en su tierra que en el País Vasco, en África o en París, es de una rara consistencia: la que le dan su sentido del humor y su mirada curiosa e irónica.

Resulta así que su cine, y muy en particular su película más reciente, Adiós, tierra firme, reúne tres cosas importantes que echo crecientemente en falta en el cine español reciente, sobre todo el de los cineastas jóvenes, aunque va contagiándose ya a los veteranos que no tienen las ideas claras o carecen de convicciones cinematográficas.


Uno de ellos, el más elemental, lo he mencionado ya; lo cierto es que el cine español reciente tiende a ser extrañamente CIEGO: se preocupa mucho de llamar la atención, de ser "vistoso" y mirado, de "impactar", con violencia o con gamberradas, con groserías o con supuestamente "tórridas" escenas eróticas u otras pirotecnias, pero no mira. En cambio, Ioseliani tiene una visión y la plasma en la pantalla.

Los otros van estrechamente unidos entre sí, y explican que piense que Adiós, tierra firme debiera ser estudiada en las escuelas de cine. Se trata del arte de narrar, tan viejo él, y su complementario, el de hacer elipsis, saltándose determinados momentos para así, además de economizar tiempo y recursos, enlazar significativamente otros dos. Adiós, tierra firme - como cualquier Ioseliani - es un prodigio narrativo porque está admirablemente construida, sin que se vean sus cimientos: todo fluye con tranquila agilidad, encadenándose con naturalidad pasmosa personajes, aventuras, movimientos y escenarios, en una obra en la que cada componente del coro es alguien, con su intuíble biografía, su reconocible fisonomía y modo de andar y de reaccionar ante los acontecimientos, casi diría con su voz, si no fuese porque ni siquiera les hace falta hablar, ya que se trata de una película ciertamente sonora, pero apenas dialogada, lo que contribuye a hacerla universal y comprensible.

Texto preparatorio para la intervención en El séptimo vicio de Radio 3 (19 de septiembre de 2001)

viernes, 9 de febrero de 2024

La carrera truncada de Michael Cimino

Debo advertir que no comparto en absoluto una muy extendida mitificación del perdedor o loser que durante años (no sé ahora: no estoy en contacto con las nuevas cinefilias, si es que existen y no desdeñan ser así llamadas) hizo estragos entre los aficionados al cine. Ser un “cineasta maldito” – aunque sean tan gloriosos y santificados como Erich von Stroheim, Sergeí M. Eisenstein u Orson Welles; porque Allan Dwan o Edgar G. Ulmer ya eran otro cantar - tiene muy poca gracia, especialmente para el afectado por esa maldición, y sobre todo en vida y si conservaban aún energías y ganas de hacer películas.

Es posible que Michael Cimino ni siquiera tuviera que ganarse la vida rodando una película tras otra, que perteneciese a una familia sobradamente acomodada y hasta que ahorrase por su cuenta como broker financiero, “doctor” anónimo (por lo menos, no acreditado) de guiones ajenos (como Monte Hellman) o decorador de interiores de lujosos super-lofts. No lo sé, me interesa muy poco y no suelo fiarme de rumores y cotilleos, como los que hace unos cuantos años ya corrieron – sospecho que intencionadamente y no precisamente para beneficiarle – a cuento de un llamativo y alarmante cambio en su apariencia física. Desde que padecía lo mismo (aunque no parece que pudiera ser exactamente lo mismo) que su (y mi) tocayo Michael Jackson a que se había cambiado de sexo (cosa no muy clara tampoco, y que, en todo caso, sería asunto exclusivamente suyo y de sus posibles parejas), pasando por cualquier otro tipo de dolencia, extravagancia narcisista o adicción.

A mí Michael Cimino me interesó, desde su primer y ya muy notable largo, Thunderbolt and Lightfoot (1974), como director de cine, y no creo que en esa capacidad pinten nada ni las virtudes o defectos morales, religiosos o familiares ni las inclinaciones u opciones sexuales o políticas, como tampoco cuentan la nacionalidad, la raza (suponiendo que tal cosa exista) o el sexo. Hay muy buenos y muy malos directores y directoras de todos los colores, continentes y países. Sean hetero u homo o bi o polisexuales – si cabe tal cosa - o asexuados, sean reaccionarios o progresistas (verdaderos o falsos). Salvo para los cegados por los prejuicios, que debieran quedar automáticamente inhabilitados tanto para opinar como para ejercer la crítica, y no porque se les impida, sino porque nadie debiera tenerla en cuenta.

Así que no es su condición, relativamente temprana y misteriosamente permanente, de “maldito” lo que me hace apreciar enormemente a Cimino. De hecho, aborrezco que tal cosa le cayese encima y siga (temo que ya para siempre) enturbiando su talento, su figura y su obra, y más aún que tal maldición fuese una vergonzosa exhibición de cobardía, conformismo y corrupción frente al poder del dinero de la gran mayoría de la crítica del mundo, y muy especial y unánimemente de la estadounidense. Nunca me he considerado como parte de “la crítica”, aunque me hayan etiquetado como tal desde que empecé a escribir (y hablar) sobre cine - y de eso hace ya más de medio siglo -, pero nunca he sentido tanta vergüenza de que se me pudiera confundir con semejante grupo como ante la campaña cerrada que se desató contra Michael Cimino desde antes del estreno de la que – en su versión íntegra – creo que es la mejor de sus muy buenas siete películas, Heaven’s Gate (1980), acogida que no puede ser ni casual ni espontánea y que hundió su carrera, cuando acababa de empezar y con un éxito tan resonante (aunque polémico) como The Deer Hunter (1978). De hecho, el éxito de taquilla, de crítica y de premios de esta película – la segunda que dirigía – sembró ya las semillas de su posterior, pero casi inmediata, caída, porque fue la base del poder que le dieron (y que había que retirarle cuanto antes, como sucedió con Welles después de Citizen Kane en 1941) y de la envidia casi general que hizo que la maniobra contase con tan abundantes y entusiastas complicidades y pusiese de acuerdo, excepcionalmente, a los habituados a discrepar. The Rise and Fall of Michael Cimino hubiera sido aún más rápida que la de Legs Diamond en la concisa película de Budd Boetticher de 1960.

Otros cineastas han sido quizá igual de atacados, o incluso más ferozmente todavía y durante decenios. Pero solían ser menos vulnerables, porque dependían menos de la “industria” y necesitaban menos dinero para conseguir hacer una película, y por tanto no precisaban de grandes medios técnicos ni dependían de las grandes masas de espectadores. Godard o Straub, hasta Leos Carax, por poner un ejemplo relativamente cercano, en el fondo, podían seguir adelante. Griffith, Stroheim, Welles, no tanto. Cimino lo consiguió en cierta medida, con grandes dificultades y con hostilidad permanente, pero en mi opinión con un éxito asombroso y aún no reconocido dadas las adversas circunstancias.

Salvo la última y tardía (aunque muy breve) tontada que hizo para el Festival de Cannes – No Translation Needed, en Chacun son cinéma (2007), uno de esos films ómnibus patrocinados o estimulados por ese festival que suelen hacer que casi todo el mundo, de David Cronenberg a Manoel de Oliveira, parezca repentinamente sin ideas durante unos tres minutos, ya que sólo importan las firmas y que sean muchas, sus siete largometrajes comprenden, a mi entender, cinco obras maestras y dos excelentes películas de acción, una de ellas un remake que supera con creces el sólo discreto original (de William Wyler) con creces.

La carrera a trompicones de Cimino, sobre todo a partir del fiasco provocado y programado de Heaven’s Gate en 1980, que en realidad no hundió a la United Artists y que a largo plazo debe de haber resultado una película tan rentable (entre reestrenos y pases televisivos y reediciones en vhs, dvd y bluray) como pareció ruinosa a corto (un tanto como la Cleopatra de Joseph L. Mankiewicz en 1963, otra película que supuestamente “arruinó” a la 20th Century-Fox), hace difícil aseverar tajantemente y con carácter general casi nada acerca de la personalidad cinematográfica de Cimino, tanto estilística como temáticamente, a pesar de que personalmente encuentre que sus siete largos son reconocibles y sostienen, aunque no sea nunca muy explícitamente, una misma visión, curiosa y significativamente no afectada ni por el éxito de The Deer Hunter ni por el fracaso crítico y comercial inicial de Heaven’s Gate.

De su primer film como director – algo debió convencer a Clint Eastwood de que convenía arriesgarse a dejar que el director, aunque primerizo, fuese el guionista – al segundo hay un lapso, relativamente normal en esa época, de cuatro años; sólo dos, gracias al éxito de The Deer Hunter y pese a las largas gestaciones de ambos – separan el segundo del tercero; ya son cinco los que hubo que esperar entre Heaven’s Gate y Year of the Dragon (1985), en el que todavía firma en parte como escritor y productor; sólo dos tarda en hacer The Sicilian (1987), tres más transcurren hasta Desperate Hours (1990), seis hasta The Sunchaser (1996), en la que retorna a figurar como escritor, y ya once hasta el insignificante microepisodio de Chacun son cinéma, y nueve años de vacío hasta su muerte, ciertamente no tan prematura como pudiera pensarse, ya que, al parecer, contaba 77 años.

Pero no vale la pena lamentar que Cimino no hiciese más películas. Podría, sin duda, haber dirigido el doble de las que realizó, y muchos de los proyectos con los que se le ha relacionado suenan – dentro de su imprecisión – muy atractivos, aunque más vale no fiarse demasiado, entre otras cosas porque todo hace pensar que Cimino – como la mayor parte de sus colegas – era bastante mitómano y aficionado a soñar despierto. En el fondo, es más probable que, de haber hecho una “mejor” carrera desde un punto de vista económico y de actividad, hubiese tenido que hacer algunas películas nada interesantes ni adecuadas a los talentos que parecen indicar las que, de hecho, llegó a realizar. Rechazó muchas ofertas, a veces a priori interesantes, pero parece que también estuvo tentado de meterse en proyectos que a mí se me antojan disparatados. De modo que creo más realista y más interesante centrarnos en lo que logró hacer. No muchos minutos, quizá; sólo siete largos (no sé de más cortos que el postrero y olvidable); y no cuento los (no muy numerosos) guiones porque no se sabe bien cuál pudo ser su aportación y porque fueron realizados por otros (tal vez el más interesante sea el de Silent Running, 1971, de Douglas Trumbull).

Tampoco voy a estudiar estos siete largos en detalle, entre otras razones (que las hay: falta de espacio, de tiempo y hasta de ganas) porque cada vez creo menos en la utilidad de textos largos y de análisis minuciosos (que a veces incluso resultan contraproducentes) y me siento más partidario de limitarme a sugerir algunas de las posibles vías de acceso, a recordar algunos aspectos que pueden escaparse en una primera visión y dar algunas pistas que quien quiera puede seguir o continuar para pensar por su cuenta sobre las películas en cuestión, y al final estar de acuerdo o en radical desacuerdo.

Es más, a riesgo de parecer desdeñoso o resultar injusto con alguna de las películas de Cimino, es posible que ni siquiera hable de todas ellas, que apenas aluda a alguna, hasta que olvide mencionar su título en alguna enumeración en la que también sería pertinente nombrarla si quisiera ser exhaustivo. Confío en que algún día alguien – que no seré yo – dedique un libro serio y atento al cine de Michael Cimino; su carrera tiene, para el que lo escriba, la triste ventaja de tratarse de un cuerpo de obra no muy amplio y hoy fácilmente accesible.

Pero yo voy a ceñirme hoy a algunos rasgos generales, bastante comunes y constantes en sus siete largos, y por tanto, creo, suficientemente definitorios de su personalidad cinematográfica como para que los podamos considerar, si no esenciales, sí al menos reveladores. Uno de los motivos por los que me resisto a emprender un análisis detallado es que tengo la impresión – quizá errónea, ojalá me equivoque – de que muy pocos de los posibles lectores de este texto habrán visto The Sunchaser, y tal vez no muchos Desperate Hours y The Sicilian, o que de esta última guarden, a lo sumo, un recuerdo borroso y erróneo, de película fallida, y quizá uno tan vago y lejano de Thunderbolt and Lightfoot que no pueda decirse que su memoria viva del cine de Cimino sea muy precisa ni completa. Y no quisiera destriparles películas esencialmente narrativas y muy dramáticas, sobre todo a los más jóvenes, que pueden no haber visto ni siquiera The Deer Hunter, Heaven’s Gate y Year of the Dragon y saber tan poco de la guerra de Vietnam como de la que hubo en Corea entre 1950 y 1953. Prefiero, pues, que cada cual las mire por su cuenta, buscando, eso sí, ediciones en DVD o Bluray lo más completas y cercanas a las intenciones de Cimino. Porque, por lo demás, si no están mutiladas ni remontadas, las películas de Cimino, aunque elípticas y no muy lineales en su cronología, tienden a ser fácilmente comprensibles para todo espectador atento y con un poco de paciencia.

Lo primero que puede llamar la atención del espectador que aborda el cine de Cimino, desde su primer film, Thunderbolt and Lightfoot, es que se trata de un gran paisajista, me atrevería a decir que uno de los más grandes del cine americano – en la estela de John Ford, D.W. Griffith, King Vidor, Raoul Walsh o Anthony Mann -, para mí, sin duda, el más grande de los últimos decenios y de los cineastas vivos cuando aún no había muerto. Primera impresión confirmada y corroborada por The Deer Hunter, Heaven’s Gate, The Sicilian (fuera de Estados Unidos), Desperate Hours (pese a ser un film básicamente de interiores) y The Sunchaser; sólo la muy urbana Year of the Dragon escaparía a este rasgo. No olvidemos que Cimino estudió pintura. Apéndice muy revelador: cuando un redactor (no recuerdo cuál ni en qué año) fue a entrevistarle, Cimino lo subió a su coche y se lo llevó durante cientos de kilómetros a mostrarle esos paisajes que conocía y ya no iba a tener ocasión de emplear como escenarios, fondos de plano o metas a las que tratan de llegar sus personajes.

Lo segundo – para seguir con el muy decisivo aspecto visual de sus películas – es explicable por sus estudios de arquitectura, que dejan en su cine huellas tan evidentes como las detectables en la obra de Fritz Lang. Se notan, sobre todo, claro, en las películas con más interiores y en edificios contemporáneos – Year of the Dragon, Desperate Hours –, pero cabe detectarlo en la exploración del espacio y la composición de cada plano en todas ellas, por rústicas y modestas que sean las construcciones o habitáculos que explora su cámara. Este aspecto arquitectónico – con una clara atracción por las líneas horizontales, de ahí que todas sus películas sean en formato Scope 2,35x1 o, como poco, panorámico 1,85x1 en Desperate Hours – emparenta a Cimino con tres cineastas a los que no recuerdo que haya mencionado, pero con los que le encuentro afinidades, si no son propiamente influencias: Nicholas Ray, Vincente Minnelli y Anthony Mann.

Un tercer rasgo es su concepción del espacio cinematográfico, el determinado por los encuadres, la iluminación, la composición interna y la dinámica de cada plano, en función de la interdependencia de los movimientos de los actores y de la cámara, así como del ritmo creado por su sucesión, es decir, lo que se puede considerar como planificación o desglose o tal vez como montaje. Es un rasgo privativo de los verdaderos cineastas, sean célebres como Orson Welles, Buster Keaton, Buñuel o Hitchcock o bien oscuros y casi anónimos como Tod Browning, Allan Dwan, Budd Boetticher o Jacques Tourneur, y creo evidente que Cimino tenía esa capacidad para ver y reconstruir un espacio propio, aunque posiblemente tributario de algunas influencias, John Ford (y yo diría que Griffith también) por un lado, y por otro Luchino Visconti (y me parece que el Minnelli de los melodramas en Scope también).

Un cuarto factor que me parece esencial, muy americano, desde luego, y presente en casi cualquier género y época, pero especialmente importante en la filmografía de John Ford: el viaje, el trayecto, a menudo incluso el largo viaje de retorno al hogar. Cualquiera que haya visto sus tres primeros films ha de tenerlo ya claro, más todavía si se piensa en que que tal vez el propio Cimino pudiera intuir o temer que fuera a ser el último, The Sunchaser, ese loco y sorprendente viaje a un paisaje soñado y añorado (montaña y lago, como otras veces).

Podría seguir enumerando características comunes, desde la manera de ser (y el temperamento a menudo obsesivo) de la mayoría de sus personajes hasta la importancia y la solidez de sus heroínas femeninas (incluso en películas dominadas por los masculinos, como The Sunchaser o The Deer Hunter), que ha permitido a muchas actrices, de Isabelle Huppert en Heaven’s Gate o Meryl Streep en The Deer Hunter a Barbara Sukowa en The Sicilian o Ariane en Year of the Dragon, lograr algunos de sus mejores y más emocionantes y atractivos trabajos. Pero temo resultar ya demasiado pesado y confío, sin embargo, en haber sugerido bastantes enfoques para mirar sin prejuicios y con interés las películas que hizo Michael Cimino.

Texto para los Encontros Cinematográficos de Fundão (27 de mayo de 2017)

miércoles, 7 de febrero de 2024

Cielo negro(1951, Manuel Mur Oti) / Jamón Jamón(1992, José Juan Bigas Luna)

Realmente, nada tan diferente, a primera vista, como las dos películas agrupadas hoy, a las que separa un abismo mucho más amplio que las diferencias generacionales (Bigas podría ser hijo de Mur Oti) y los 41 años que median entre sus fechas respectivas de realización, y pese a estar entre medias una frontera bastante decisiva, en la mente de todos, y que explica, por supuesto, que en la película más reciente haya cosas que jamás hubieran podido tener cabida en una obra de 1951. Lo que sucede es que Mur Oti no las hubiera pensado, puesto o hecho en ningún caso, y que si no están en Cielo negro no es precisamente por culpa de la censura.

Y no es sólo su apariencia - muy patente a simple vista: blanco y negro/color, pantalla normal/panorámica - lo que sitúa Cielo negro en los antípodas de Jamón Jamón. También su tono, su sonido, sus personajes, la mirada que hacia ellos dirige el autor, su manera de expresarse, de moverse, sus aspiraciones mismas, son antitéticas.

Son, de hecho, dos películas tan contrapuestas, tan enfrentadas, tan representativas de dos concepciones no ya del cine, sino de la vida, del ser humano, del mundo, que sólo parece unirlas ese abismo infranqueable que las separa, que - a veces - llega a tales extremos que hace imposible el diálogo: no es el mismo lenguaje, no es la misma concepción de la realidad, no es la misma valoración de nada.

Sin embargo, no creo que quienes tuvieron la idea de emparejarlas - supongo, además, que admirando en alguna medida ambas a la vez - buscaran tan sólo el contraste. Cuando, por mi conocida admiración por Mur Oti, me cayó en suerte ocuparme de esta presentación y participar en este coloquio (y ¿cómo me iba a negar?), la verdad es que me dejó un poco perplejo esta combinación. ¿Me estaría fallando la memoria? Porque, la verdad, nada de lo que a ella me venía de Jamón Jamón, película, si no de carretera, sí de cuneta, gasolinera, puticlub y otros aledaños de autovía, en medio de un paisaje bronco y árido como el de los Monegros, me parecía tener la menor relación con Cielo negro, película urbana, madrileña, de gente vencida, ilusa y modesta, asediada por la mala fortuna. Volví a verla, claro, y me di cuenta sólo entonces, y sin necesidad de buscar mucho, de que en realidad sí que había elementos comunes entre las dos obras. A condición de despojarlas de todo su envoltorio y contemplarlas en abstracto, aparecían de pronto ciertas similitudes, ciertos paralelismos que, naturalmente, no hacían, a fin de cuentas, otra cosa que aumentar la distancia, cimentar el contraste, hacer que pudiera - quizá - tener algún sentido.

No sé las conclusiones que sacarían, sobre todo si no implicaban una valoración cualitativa drásticamente diferente de una y otra, los que supieron ver que algo se parecían los esqueletos respectivos de ambas películas. Reconociendo que la materia prima de ambas es ese conflicto de sentimientos frustrados, encontrados, desplazados o no correspondidos que se ha solido llamar melodrama, que melodramáticos son muchos de los elementos fundamentales de las dos, que tanto la de Mur Oti como la de Bigas Luna incluyen entre sus personajes centrales una madre y una hija, y un personaje mercenario que actúa como instrumento de una maquinación rencorosa o vengativa, y alguno más que miente sobre sus sentimientos por comodidad y conveniencia, y algún que otro arrebato suicida, yo no puedo evitar detectar actitudes muy divergentes, incluso diametralmente opuestas, con respecto a ese mismo material que podría ser, en abstracto, equivalente, incluso tópico y vulgar.

En el caso de Mur Oti veo solidaridad con los personajes, en algún caso comprensión, en algunos momentos quizá compasión. Lo que ocurre, con independencia de que sea poco o muy dramático, le ocurre a personas. En el caso de Bigas Luna, en cambio, veo casi desprecio hacia la mayoría de ellos, con independencia de lo que hagan. Los seres que pueblan Jamón Jamón son brutales, elementales y egoístas, ninguno parece muy inteligente aunque los resultados que parecen obtener algunos de sus respectivos negocios haría pensar lo contrario. No son muy elocuentes en su expresión, se bloquean, y más que hablar, quizá por esa incapacidad, actúan. Poco constantes, cambian de rumbo continuamente, sin razón aparente. Mientras que los de Mur Oti, más obsesivos quizá, más de ideas fijas, de sueños arraigados y de esperanzas sin fundamento, son más tesoneros, y se empeñan, a riesgo de cegarse a la realidad, en seguir en sus trece, perseguir su meta, no cambiar. Es parte de su drama, lo mismo que lo acrecienta el hecho mismo de que sus esfuerzos y sacrificios se revelen una y otra vez inútiles.

Los seres de Bigas se dejan llevar por sus instintos, son violentos, gritan. Los de Mur Oti, sin ser por ello resignados, son callados, más sobrios, y se arman de paciencia. Más pacíficos, o quizá más derrotados, pertenecen al bando de las víctimas, mientras que los de Jamón Jamón preferirían ser verdugos y no se detienen por temor a hacer daño al prójimo, por próximo que les sea.

Mur Oti se toma el drama en serio. No le importa que sea - él no lo vería así - melodramático lo que cuenta. No desprecia el género. No se avergüenza de compartir las emociones o los sentimientos de sus criaturas. Bigas Luna parece decidido, de antemano, a que no se le pueda acusar de haber hecho un melodrama. No cree - o no creía por entonces - en el género. No parece sentir mucho afecto, ni siquiera apego, por unos personajes que es difícil querer, entre otras cosas porque poco se sabe y menos se entiende de ellos, y no parecen nunca muy consistentes, apenas coherentes ni en su elementalidad.

La película de Mur Oti, sin ser esclava del naturalismo ni proponerse como meta dar un reflejo fiel y preciso de la España de su época, lo hace por añadidura, quizá por mero respeto a la realidad, por fidelidad a lo visible, por no gustarle deformar los rasgos. La de Bigas propende a la caricatura exenta de humor, no llega al esperpento pero juega con el exceso, con el trazo grueso, con la exageración, el griterío, el énfasis. Tal vez el famoso travelling de Cielo negro haya que contraponerse a los incomprensibles "ralentis" que amplifican determinados momentos cuyo sentido no acierto a vislumbrar ni siquiera remotamente.

Texto preparatorio para un coloquio en el ciclo “Las generaciones del cine español” en la sala Doré (marzo del 2000)

lunes, 5 de febrero de 2024

Cary & Gary

Nunca fueron rivales; sólo coincidieron en una película. No salieron juntos ni parece que los encargados del reparto dudasen entre uno y otro para ningún papel. Estrictamente coetáneos, estrellas casi desde el principio, recorrieron tres décadas del cine sonoro americano (Cooper empezó en el mudo) y frecuentaron casi todos los géneros, aunque Grant no hiciese nunca un “western” – cuesta imaginarle a caballo, aunque le hayamos visto practicando la hípica o la caza del zorro –, Cooper no se cruzase con el “musical” y ninguno de los dos interviniese en un film “negro” en sentido estricto. Dramas y comedias eran su terreno, Gary más próximo a los primeros, Cary más en su salsa en las segundas. Los dos fueron lo bastante inteligentes (y poderosos) para hacer buenas carreras, y trabajar – en varios casos, más de una vez – con casi todos los grandes directores. Capra, McCarey, Sternberg y Hawks, por ejemplo, emplearon a ambos. Lang, DeMille, Wyler, Vidor o Wellman solo a Cooper; Hitchcock, Lubitsch o Cukor solo a Grant. Ford a ninguno de los dos.

A primera vista, en nada se parecen. Tímido, de pocas palabras, serio, dubitativo, preocupado, responsable, formal, decente, honrado, rural Gary. Seguro de sí, brillante, divertido, parlanchín, pícaro, ambiguo, urbano, refinado, mujeriego Cary. En última instancia, encarnaban dos estilos muy diferentes de ser fundamentalmente lo mismo: buenas personas. De ahí que ni Hitchcock – con el más escurridizo y menos transparente – consiguiera hacernos dudar de él, y menos todavía Michael Anderson tratando de que creyésemos a Gary Cooper culpable. Eran de fiar. Pero los dos fueron siempre actores comedidos, sobrios; y fueron siempre ellos mismos. Es decir, no eran (pisaran o no las tablas) actores de teatro, sino puramente cinematográficos. Usaban todo el cuerpo, su forma de moverse, sus andares, su complexión, su estatura. Y sobre todo, su rostro, y dentro de él sus ojos. Los dos sabían ser “actores pasivos”: es decir, dejarnos ver cómo escuchan, cómo miran, cómo piensan, cómo reaccionan y cómo se comportan; eso, más que el diálogo y los argumentos define a sus personajes.

Este “duelo” de actores parece, a primera vista, una exhibición de contrastes. En el fondo, son dos reflejos en el espejo de la cámara y la pantalla, entre los que el espectador puede dudar, difícilmente elegir excluyendo al otro: ha de optar por los dos. Son dos enfoques personales de un mismo estilo interpretativo, que consiste en estar ante la cámara – más que actuar – y vestirse con los trajes de los sucesivos personajes sin dejar de ser uno mismo.

En el programa de la Filmoteca Española (febrero de 2004).

viernes, 2 de febrero de 2024

The Godfather Part II (Francis Ford Coppola, 1974)

"¡Qué grande es el cine!" (08/03/1999)


Debo decir que, a pesar de considerar El padrino, 2ª parte la obra maestra de Francis Ford Coppola, y la mejor película de gangsters - sin olvidar ninguno de los clásicos, ni siquiera el Scarface de Hawks -, un factor ajeno a la propia película y a la voluntad de su autor hace que no me resulte nada exaltante: se trata, simplemente, de que tengo la impresión, desde el momento de su estreno, que nada ha desmentido en el cuarto de siglo ya transcurrido desde entonces, de que no sólo Coppola, sino el cine americano en su conjunto - y, por tanto, podríamos decir que el cine a secas - ya no es capaz de volver a hacer una obra tan amplia, rica, compleja y llena de matices, y para colmo, tan increíblemente audaz desde un punto de vista estructural, lo que no puedo evitar que me parezca un poco deprimente.

Es más, y aunque encuentro que los 3 Padrinos son espléndidos, y que forman una trilogía realmente monumental, de altísimo nivel - es decir, a pesar de que no me cuento entre los que se sintieron decepcionados por la 3ª parte -, he de confesar que la segunda me parece una cumbre inigualada, muy superior a las otras dos, y sin duda la más osada película comercial americana de varias décadas y la obra más personal y madura de su autor.

Lo primero que asombra, a posteriori, de este 2º Padrino es que, a pesar de su larga duración (unas 3 horas 20), del dicho absurdo de que "segundas partes nunca fueron buenas" (desmentido desde el Quijote por bastantes otras) y de que su estructura narrativa sea sumamente heterodoxa - en cualquier fecha, y quizá más todavía en 1974 que ahora, aunque de esto último ya no estoy tan seguro, porque pienso que vivimos una etapa de academicismo y falta de audacia que aterran -, fuese casi de inmediato un enorme éxito, si no de crítica - en un primer momento -, sí de público y luego de premios de la Academia, para ser a muy corto plazo casi unánimemente reconocida por la crítica como la obra maestra que es. Es una de las últimas ocasiones en que la evidente grandeza de una película ha logrado, sin tener que esperar varias décadas ni que se produzca una operación de rescate y reivindicación, superar todos los prejuicios y vencer todas las resistencias y escepticismos que suelen despertar las secuelas.

Conviene aclarar, por si alguno de los espectadores no la ha visto, que no hay motivos para alarmarse: uno de los secretos del éxito sorprendente de Coppola consiste en haber conseguido que se entienda todo perfectamente, y sin impacientarse, a pesar de que la cronología de la película pueda parecer arbitraria y sea, sin duda, contraria a todas las normas lógicas, sean "convencionales" o no.

Y es que, en el fondo, no está contada de modo que sea preciso recomponer con precisión el rompecabezas, ni hace falta saber exactamente cuánto tiempo antes y en qué preciso momento sucede cada escena con respecto a la precedente, porque no se nos relata ni la mera biografía de un individuo ni, menos aún, una intriga de misterio o policiaca: se nos ofrece, más bien, un fresco histórico de carácter anímico e impresionista, que cubre - o más bien sobrevuela, y no en una sola dirección - varias décadas y se refiere a las actividades y peripecias vitales de varios de los integrantes de la familia Corleone en su sentido más amplio; aunque se presupone que el espectador de la 2ª parte habrá visto la primera, El padrino de 1972, se entiende todo sin necesidad de conocer o recordar - y menos aun en detalle - la entrega inicial, de la que esta segunda no es en modo alguno una continuación, sino un curioso apéndice, todavía más largo, más ramificado, más profundo y más analítico, y, en consecuencia, más esclarecedor, puesto que al mismo tiempo nos da algunos antecedentes y varias derivaciones y consecuencias ulteriores, que dinamizan la imagen, en cierto modo estática, ofrecida por el primer episodio.

Ignoro cómo pudo llegar Coppola a concebir semejante estructura, ni qué le hizo decidir atreverse a ir adelante con ella, a pesar de que cualquier productor - y seguramente también Mario Puzo, el autor del libro y coautor del guión, lo haría - le hubiese desaconsejado (o prohibido, de haber estado a su alcance) tamaña osadía. Quizá incluso pensó que nadie iba a darse cuenta, o confió - acertadamente - en que personajes y sucesos tendrían fuerza suficiente para acallar las preguntas que pudiera plantearse el público, o tal vez, simplemente, no se le ocurrió otra forma de seguir exprimiendo la novela sin que la duración de la película - ya enorme - superase la capacidad de resistencia física del espectador normal, y optara por usar sistemáticamente la elipsis narrativa. El caso es que no creo que haya sido interrogado a fondo al respecto, o en todo caso, que yo sepa, él nunca se ha explicado con detalle, cosa muy típica, por cierto, de Coppola: como la gran mayoría de los cineastas clásicos americanos, no suele ser muy articulado ni brillante verbalmente, y finge no ver nada insólito en las cosas que hace, por raras que puedan ser; a veces se puede sospechar que actúa por puro instinto, sin ser capaz de dar una explicación coherente y racional de sus decisiones.

Parte de la fuerza del 2º Padrino radica precisamente en que su estructura la hace totalmente imprevisible y sumamente variada. Son pocas las aportaciones realmente novedosas: casi todo lo que se nos muestra, relata o insinúa acerca del nacimiento, funcionamiento y evolución cronológica del gangsterismo es, si lo pensamos un poco, conocido ya, con independencia de nuestra información documental al respecto, por otras muestras cinematográficas; sin embargo, el orden en que suceden esas cosas nos mantiene alertas y permanentemente intrigados, y el fuerte carácter individual de cada uno de los personajes - compatible con su posible condición de arquetipos, ya que en cumplir ciertas características que se esperan de ellos consiste parte del poder y la influencia de los "padrinos" o "dons" de la Mafia - hace que consideremos como una historia privada y particular, realmente única, lo que podría ser una visión generalizadora y un tanto esquemática del funcionamiento de una organización criminal con raíces sicilianas, extendida por toda Italia y trasplantada con particular éxito y arraigo a los Estados Unidos, donde florece, se adapta al curso de los tiempos y resiste a todos los envites.

Quizá parte de la clave del acierto sin precedentes de Coppola consista en haber sabido elegir la distancia más adecuada para que todo sea a la vez realista y verosímil, por un lado, y sin embargo adquiera, a pesar de ello, unas dimensiones míticas que le confieren una aureola legendaria. Eso es algo que estimo imposible de predeterminar, sobre todo en la fase de escritura, y que, en todo caso, se consigue por sensibilidad, equilibrio y olfato, por la objetividad acerca de la propia obra precisa para prescindir de momentos muy hermosos - escritos o incluso rodados - y contar con un cierto talento poético para pasar de una escena a otra, de un momento a otro, de un escenario a otro, simplemente porque se encuentra una especie de rima misteriosa, una afinidad entre dos imágenes, una correspondencia o contraste entre dos ideas, un eco entre dos personajes, dos gestos, dos decisiones, dos acciones simultáneas o lejanas en el tiempo y el espacio, pero que pueden ser enlazadas y montadas, quizá porque se produce una pausa, porque la acción se detiene un instante: tal vez el de la reflexión, al menos el de la evocación y el recuerdo, lo que no es de extrañar en personas tan cargadas de memoria, tan predeterminadas por la familia y por la tradición secular, tan pendiente de las lejanas raíces, tan apegada a lo italiano, tan llena de nostalgia por la tierra de nacimiento o de origen.

Debo aclarar que quizá yo no esté hablando de la copia que Uds. van a ver, ya que existen varios montajes sucesivos, realizados por el propio Coppola en diferentes momentos, y de las siete veces que he visto este episodio segundo las últimas me he atenido a la reconstruida hace dos o tres años, en la que se respeta el formato panorámico del encuadre y se han rescatado algunos fragmentos descartados en el primer montaje que se distribuyó.

Los primeros 7 minutos suceden en Sicilia, mucho más impresionante que la famosa matanza del Salvatore Giuliano de Francesco Rosi. Poco después, el niño para el que la viuda pide clemencia a Don Ciccio llega a Ellis Island: "Vito Corleone Ellis Island 1901".

De ahí pasamos a "His Grandson Vito Corleone, Lake Tahoe, Nevada 1958" y una fabulosa fiesta que coincide con la Primera Comunión del hijo de Michael Corleone, su heredero, encarnado por Al Pacino.

Mientras Michael y su abogado Tom Hagen (Robert Duvall) negocian con el despectivo/corrupto gobernador Geary, y planean asociarse con el gangster judío de Miami Hyman Roth (Lee Strasberg), la hermana de Michael, Connie (Talia Shire), le pide permiso para casarse con Troy Donahue.

Súbitamente, y pese al ejército de guardaespaldas que protegen la casa, ametrallan el dormitorio de Michael y su mujer, Kay (Diane Keaton), que está embarazada. Es evidente que hay un traidor.

"Vito Corleone, NYC 1917": Vito (Robert De Niro) con su mujer y un bebé. Calles de Nueva York, travellings que parecen sumergirnos en el pasado, que se dirían sacadas de Griffith de la época (The Musketeers of Pig Alley, 1912).

Don Fanucci (Gastone Moschin) de la Mano Negra da el ejemplo a imitar, lo que hace Vito al ser despedido para hacer sitio a su "nipote"; Vito decide demostrar de lo que es capaz, matándole y sustituyéndole y creándose una reputación, que luego le evita - persuasión por el miedo - tener que ejercer la violencia, y multiplicar su poder mediante favores, convirtiéndose así en el acreedor de su comunidad. Ayuda a una viuda, atemorizando a Don Roberto (Leopoldo Trieste).

Fantástico episodio en La Habana, Cuba, en vísperas del triunfo de la revolución castrista. Johnny Ola, el mensajero/ matón de Roth (Dominic Chianese) y Fredo (John Cazale), el débil hermano mayor de Michael, dicen no conocerse, pero el primogénito de los Corleone se va de la lengua y se delata, "old Johnny knows" explica acerca de un club sado-masoquista.

Tremendo "beso de la muerte" de Michael a Fredo ("You broke my heart") en plena fiesta de fin de año, en cuyo caos vertiginoso Batista se despide, los visitantes huyen y estalla el tumulto de la revolución victoriosa.

Estupenda escena en que Connie pide a Michael que perdone a Fredo.

Tras traerse de Italia a un pariente, cuya presencia junto a Michael induce al arrepentido a renegar de sus declaraciones, Hagen habla de los antiguos romanos a Frankie Pentangeli (Michael V. Gazzo), el miembro de la familia que, en desacuerdo con el jefe, se ha convertido en testigo ante una comisión del Senado, para sugerirle que debe suicidarse en el baño.

Kay se despide de los niños, para irse sola; llega Michael y cierra la puerta tras ella, sin una palabra.

Magnífico y ejemplar, quizá el mejor momento: Michael solo, en su salón, mirando por el ventanal, cielo plomizo; matan a Roth (y a su ejecutor silencioso e impasible, con pinta de payaso de luto); descubren que Frankie se ha cortado las venas; Fredo ejecutado en off. Y esto empalma con el recuerdo de su hermano muerto, Sonny (James Caan). Primer Plano de Michael solo, en el jardín, y funde.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (8 de marzo de 1999)