martes, 30 de diciembre de 2025

Max Ophuls: el placer del melodrama

De todos los más grandes cineastas nacidos y educados en Occidente, que son, sin duda, los que con mayor facilidad, siquiera relativa, podemos conocer e incluso comprender, o al menos intentar esto último con alguna esperanza de aproximarnos ligeramente a la verdad, tal vez sea Max Ophuls hoy no sólo uno de los menos conocidos, peor comprendidos, más a menudo olvidados y hasta menospreciados, sino que puede que sea, en el fondo, uno de los destinados a permanecer en el misterio, y ello por razones múltiples y variadas, que trataré de recordar, aunque sin la menor aspiración ni a la exhaustividad ni, menos aún, de despejarlas, empresa que sería vana en veinte horas y no digamos en dos.

Para empezar, por mucho que uno lea las fechas de nacimiento y defunción de Max Ophuls, y saque la magra cuenta de su existencia temporal, se olvida inconscientemente la tempranísima edad a la que falleció, y la aún más prematura en que filmó la que, sin que nadie (ni él mismo) lo presintiese, había de quedar como su última obra, que, por tanto, no puede haber sido concebida con intención testamentaria, por mucho que a menudo se haya convertido a posteriori en tal cosa Lola Montès (1955). Y es que Ophuls nunca tuvo, por las fotos que conozco, un aspecto demasiado juvenil, pero los años de guerra -y quizá también los pasados en Hollywood- le envejecieron, y así guardamos de él la imagen arrugada de un hombre calvo y bajito, que impide acordarse de su edad verdadera, que era, permítaseme recordarlo, 53 años al terminar Lola Montès y ni siquiera dos más, todavía sólo 54, al morir, en marzo de 1957, mientras preparaba un film sobre Modigliani que realizó finalmente Jacques Becker, Montparnasse 19 o Les Amants de Montparnasse.

Pese a rodar en muchos países y en muy diferentes condiciones, con actores y actrices lo mismo célebres que desconocidos, nos encontramos con que la mayoría de las películas de Max Ophuls pertenecen al género que se suele catalogar como “melodrama”, si bien, y empiezan las paradojas, pocas de ellas asumen una tonalidad verdaderamente melodramática, sin duda evitada por la distancia impuesta por su estilo, y ello tanto en lo que podríamos considerar fase incipiente (desde el comienzo de su carrera hasta la Segunda Guerra Mundial, en Alemania, Francia, Holanda e Italia) como en la de madurez (el periodo 1947-55, en Hollywood y de nuevo en Francia).

No puede ser casualidad, por ejemplo, que las cuatro películas que rodó en Estados Unidos –tras 6 años de espera y paro forzoso- fuesen ¡las cuatro! historias de amores imposibles, frustrados, trágicos, no correspondidos, durasen unos días o casi entera la vida. Tampoco parece probable que quepa atribuir al mero azar la proliferación de tales amores contrariados (que padecen todas las parejas) en su primera película de regreso a Europa, La Ronde (1950), o los múltiples que sufre una sola protagonista, Lola Montes, en el último.

Sin duda, Max Ophuls era un romántico pesimista, o al menos muy escéptico, y no creía mucho que la felicidad fuese posible, menos aún duradera; de hecho, la frase –que quizá sea de Maupassant o de algún guionista– famosa de Le Plaisir (1951/2), le bonheur n’est pas gai, “la felicidad no es alegre”, valdría para calificar la tonalidad de casi todas sus películas, más allá de su fecha o de las peripecias argumentales. No suelen ser trágicas ni desesperadas, ni siquiera muy tristes, y el drama, bien que con acompañamiento musical, no está tratado melodramáticamente, sino con aparente frialdad y distancia, como visto a través del prisma de una estilización extremada y constante, que nada quiebra ni interrumpe, ni siquiera las frecuentes muertes que las cierran, y que a menudo tienen un carácter ritual y ceremonial, incluso un algo de suicidio aceptado y consentido pasivamente.

Es muy posible que una razón de este proceder sea el agudo sentido de la elegancia, casi como un deber, que impedía a Ophuls cargar las tintas en lo lloroso, remachar los efectos o golpes teatrales, o apoyarse en las intervenciones repentinas del destino. Más bien lo que sucede, por tremendo que sea, es presentido, por espectador y personajes, sometidos, por tanto, más a esa tensión o “suspense” que sorprendidos por algo inesperado, y de cuanto ocurre es -siquiera parcialmente- responsable por lo menos uno de los protagonistas. Así era ya en la premonitoria Liebelei (1932), en muchos aspectos matriz de casi toda su obra posterior y tempranísima obra maestra de finura y emoción.

Tengo para mí que una buena parte de la maestría alcanzada desde muy temprano por Ophuls tiene su raíz en el afán de conciliar dos tendencias suyas contradictorias. Por un lado, y puede ser un rasgo de carácter o una personal y pesimista visión del mundo, su innegable propensión a relatar historias melodramáticas; por otra, y cabe que, además de un rasgo más de su compleja personalidad, sea producto de la educación recibida en los años y el lugar donde nació, y por tanto que su elegancia sea en buena parte adquirida, pero aceptada sin reservas y asumida como propia. Es evidente que no es muy elegante ni muy discreto hacer aspavientos, ni ostentación de los propios sentimientos, y eso suponía un freno, más bien bienvenido, a la hora de adaptar historias sumamente melodramáticas y que, por tanto, se prestaban a todos los excesos, excesos que, confesémoslo, contribuyen no poco al éxito, en primer grado, con públicos ingenuos, o en segundo, con espectadores más irónicos y que se consideran más “cultos y sofisticados”, al éxito o al menos la aceptación de muchos melodramas, que en su empuje arrollador arrastran las cuantas reservas lógicas o verosimilistas se le puedan oponer. Por lo menos, mientras la película discurre como un torrente bravío e incontenible, dejando para después los reparos o las dudas.

Cuando sucede, en cambio, como en el cine de Ophuls, que esos excesos se ven deliberadamente contenidos, frenados o recubiertos, desde su misma raíz, por un tratamiento formal muy elaborado y complejo, el cineasta se expone al peligro de que las películas resulten insuficientemente melodramáticas, menos emotivas de lo que hubiera sido posible y quizá conveniente, al menos desde determinados puntos de vista, entre ellos, sin duda, el de los productores, distribuidores, exhibidores y programadores televisivos. El riesgo que corre el trapecista que hace equilibrios sin red es ciertamente mayor, y más aún si sus saltos o piruetas no son ni la mitad de espectaculares que los que ejecuta la competencia.

Pero ahí entra en juego otro factor contradictorio de Ophuls, otra cara de la elegancia, posiblemente más ética que formal, y es su pudor. Es patente, si prestamos atención a su tratamiento de esas peripecias melodramáticas, que le daba reparo o vergüenza mendigar la compasión o la simpatía de los espectadores, que no creía preciso excitar ni reclamar, pues pensaba que habría de surgir espontánea y naturalmente, sin indicación, invitación o insistencia alguna de su parte, ni siquiera indirectamente, a través de la interpretación de sus actores, que ciertamente rehuyeron siempre el histrionismo, hasta tal punto que muchas veces se les ha tachado de inexpresivos, y tenemos una larga hilera, desde la Joan Fontaine de Letter From An Unknown Woman (Carta de una desconocida, 1948) a la Joan Bennett de The Reckless Moment (1949), pasando por la Danielle Darrieux de Madame de... (1953) o la Martine Carol de Lola Montès.

A mediados de los años 60 (y creo recordar que incluso hasta comienzos de los 70), Serge Daney, como de pasada, hablando de otras cosas y de cineastas muy diversos (si no me equivoco o la memoria me engaña, diría que Mizoguchi, D.W. Griffith, John Ford, Mark Donskoí, Leo McCarey, Otto Preminger, Douglas Sirk, Vincente Minnelli, Joseph L. Mankiewicz, Billy Wilder y George Cukor fueron mencionados), planteó una cuestión sumamente espinosa, quizá discutible, pero desde luego con una base ciertamente inquietante. Que me excuse desde el otro mundo si le malinterpreto o deformo, pero no tengo a mi alcance para revisarlo esos materiales dispersos, y he de fiarme, por tanto, de una memoria que siempre fue buena pero de la que la edad va haciendo que desconfíe. Lo que Daney venía a plantear, no siempre en idénticos términos ni de forma igualmente tajante, es lo que había o podía haber de “sadismo” en los realizadores proclives al melodrama. Podría, creo yo, haber agregado bastantes más, como Raffaello Matarazzo, Marcel Pagnol, Nicholas Ray, Frank Borzage, Rainer Werner Fassbinder, Naruse, John M. Stahl, Gregory LaCava, King Vidor, Tod Browning, Josef von Sternberg, Erich von Stroheim y hasta (pese a su reputación de extremada sobriedad) Robert Bresson, etc. Pero eran ya bastantes, y de importancia, los implicados. Y es verdad que a menudo la acumulación de catástrofes en hora y media o dos horas era verdaderamente excesiva y, por experimentarlas tanto los personajes como los espectadores en un plazo temporal tan limitado, más exagerada aún y, por tanto, más inverosímil también. Que el espectador anticipe y casi desee que les caigan encima desgracias y más desgracias lo convierte en cómplice y hasta incitador, un poco como en el cine de Alfred Hitchcock (otro que tiene una base argumental profundamente melodramática, al igual que Chaplin, Frank Capra y a menudo hasta Ernst Lubitsch).

Texto preparatorio para el seminario sobre melodramas de Ophuls en la Universidad de Valladolid. Escrito el 28 de octubre de 2013.

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