viernes, 19 de diciembre de 2025

Cartas a desconocidos

No sé exactamente cuánto tiempo llevaría escribiendo lo que convencionalmente se denomina "crítica de cine" cuando empecé a reflexionar acerca de la extraña y paradójica naturaleza de esta función, sin duda secundaria y probablemente prescindible, pero no tan parasitaria como pretenden algunos —sobre todo entre los que ocasionalmente la "sufren" en carne propia, que podrían ser sus mayores beneficiarios, si existiese entre algunos cineastas y algunos críticos una relación fértil y enriquecedora, de mutua confianza y aprendizaje— ni tan utilitaria como piensan otros, incluidos bastantes de los que la practican, obviamente más por interés que por afición. Sí, recuerdo que era muy joven todavía, y que desde entonces no he dejado de preguntarme qué es, qué puede o debe ser la crítica, para qué puede servir, si es que tiene alguna utilidad o la obligación de aspirar a ella.

Su continuado ejercicio y esas preguntas son mis únicos títulos para divagar ahora por escrito y a la vista de todos sobre estas materias, sin hacerme la ilusión de haber encontrado respuestas universalmente válidas, sino sólo algunas que me sirven a mí para orientarme.


QUÉ ENTENDEMOS POR "CRÍTICA DE CINE"

El caso es que la crítica cinematográfica, en su acepción más amplia y elemental —poco más que una crónica de estrenos, reseñas breves y circunstanciales, de caducidad inmediata—, es casi tan antigua como el cine, y que no lleva camino de desaparecer, por mucho que, como la de las restantes artes, parezca estar permanentemente sumida en algún tipo de difusa "crisis" y se vea no menos constantemente puesta en entredicho, cuando no se la pone en la picota. Todo lo cual se me antoja, en última instancia, un síntoma de vida, si no exactamente de buena salud, de lozanía, de vitalidad o de pujanza.

Conviene, sin embargo, que nos pongamos de acuerdo acerca de lo que entendemos por las palabras que usamos, ya que, lejos de ser, como se dice con absurdo tono despectivo, una mera "cuestión semántica", es lo único que puede impedir que nos enzarcemos en un diálogo de sordos, en el que uno habla de una cosa y otro replica refiriéndose a otra que apenas tiene relación con aquélla.

Así que yo quiero aclarar que no voy a perder el tiempo en comentar "la situación de la crítica" como estamento, profesión, cuerpo académico o grupo de presión, ni hoy ni en ningún tiempo pasado o venidero, ni en el mundo "global" ni en España ni, por descontado, en ninguna de sus porciones o parcelas peor o mejor avenidas (y en el fondo, sobre todo en lo malo, tan parecidas). Es una cuestión que se despacharía, por lo demás, en dos palabras, incluso con una bastaría (por ejemplo, para ser muy educado, inexistente).

Voy a referirme meramente a la crítica que podría llamarse "vocacional", esto es, al decir de los que no son parte de ella, la más gratuita y la más "inútil", que es, siento decirlo, la única que me interesa practicar o puede interesarme leer. Y que puede manifestarse por escrito y en formatos muy diversos —de la breve nota apresurada al libro, pasando por el ensayo largo—, pero también oralmente, o combinando elementos verbales y visuales (la televisión sería un medio idóneo, pero no suele aprovecharse), incluso en soporte cinematográfico, o en las charlas de Internet, y puede adentrarse en la teoría o la historiografía, sin por ello aspirar a un "cientifismo" que me parece fuera de lugar, innecesario y quimérico. Un profesor de guión hace este tipo de crítica —o debiera—, como puede hacerla un cineasta —en un artículo, en una entrevista, en una película—, o cualquier espectador que comenta lo que acaba de ver con un grupo de amigos. Mucha crítica, a lo mejor la más interesante, se la lleva el viento en cualquier esquina en la que dos o más cinéfilos han conversado durante horas; sólo nos queda la que de algún modo queda registrada.

VOCACIÓN CRÍTICA

Aunque parezca una paradoja, admitiré abiertamente y sin el menor reparo que no sé de nadie con verdadera vocación de crítico; ni siquiera André Bazin, cuya pasión, sospecho, era más bien enseñar. Conste que no niego tal posibilidad, con carácter excepcional, pero el propio periodo juvenil y —en consecuencia— pasajero durante el que se ejerce por lo general tal actividad tiende a probar que no es un objetivo final frecuente, ni siquiera un vicio extendido y con arraigo duradero, aunque en los últimos años —sobre todo, o al menos, que yo sepa, en España— la "vida activa" de los críticos parece estarse dilatando más allá de toda expectativa —e incluso de las condiciones mentales de los que la ejercen—, en parte por razones que intuyo pero no puedo asegurar (casi siempre relacionables con el deterioro del siempre deficiente sistema educativo, demostración palpable del acierto de la Ley de Murphy: escasa afición a la lectura, y por tanto a la escritura, de los más jóvenes; desinterés y poca curiosidad por el pasado entre las nuevas generaciones, etc.).

En lo que a mí respecta —y perdonen que hable de mí mismo, pero es el caso que mejor conozco y el único del que puedo decir algo sin aventurarme demasiado ni herir susceptibilidades—, y eso que podría pasar por un raro ejemplar de crítico "puro" —en el muy banal y nada épico o heroico sentido de que apenas he hecho otra cosa en relación con el cine, al que no me he dedicado profesionalmente—, confieso que de niño soñé con desempeñar "de mayor" múltiples y peregrinas profesiones —de conductor de metro y bombero a pirata, director de orquesta y piloto de avión—, sin que jamás se me ocurriese incluir la de crítico entre ellas, entre otros motivos porque probablemente ignorase hasta bastante tarde su existencia y —de habérseme explicado en qué consistía tal oficio— ni la hubiera comprendido ni la habría encontrado interesante, menos aún atractiva o —aunque esto, la verdad, nunca lo he tenido muy en cuenta para nada— rentable.

Ni siquiera cuando el cine pasó a convertirse en la segunda de mis pasiones y la más imperiosa —que tampoco la primera— de mis aficiones, al menos la que más tiempo ocupaba del que tenía libre —que entonces me parecía ya escaso, aunque pronto descubriría que nunca sería ya tan abundante—, y empecé no sólo a ver muchas películas, y a verlas varias veces, sino a documentarme sobre ellas y sus artífices, a leer revistas especializadas y libros de teoría e historia del cine —es decir, a leer crítica—, a apuntar lo que veía y hacer listas de lo que me faltaba por ver, es decir, ni siquiera cuando me convertí en lo que por entonces (hoy parece ser otra cosa, en la que no me reconozco) se consideraba un cinéfilo, llegó a entrar en mis planes, y menos todavía pude imaginar que llegaría a pasarme al menos treinta y cinco años —ya los llevo— fatigando a los desconocidos e hipotéticos lectores con comentarios cinematográficos de mi propia cosecha. Palabra que nunca se me cruzó por la cabeza la noción de que pudiera resultar divertido pasar de leer sobre cine —lo que no siempre me parecía de provecho— a escribir acerca de él.

Como nunca he confundido mis aficiones con mis habilidades —aunque sea para mí una frustración irreparable no bailar como Fred Astaire, ni tocar el saxofón como Lester Young, Johnny Hodges, John Coltrane o Ben Webster, o el piano como Duke Ellington, Count Basie, Thelonious Monk o Bud Powell, y ser incapaz hasta de canturrear sin riesgo inminente de lluvia—, que me entusiasmase ver películas insaciablemente no me ha hecho creer en ningún momento que a lo mejor se me daría bien hacerlas yo, ni siquiera estar seguro de que me interesara intentarlo, del mismo modo que no me he puesto en serio a escribir novelas —de lo contrario, hubiera acabado al menos una de las tres que he empezado— ni pintar, y que mis poesías son un asunto tan privado que no las lee nadie.

En consecuencia, contra lo que parece ser frecuente y se asume malévolamente que es la norma —para poder acusar a los críticos de creadores frustrados, cuando no de "impotentes" resentidos— en ciertos ambientes, nunca he aspirado a convertirme en director de cine, ni siquiera en guionista. Por tanto, jamás he considerado la crítica como un trampolín, ni como una fase de espera o preparación para otra actividad más ambiciosa, sino como un mero complemento residual, un derivado de mi irremediable condición de espectador activo y curioso, propenso a documentarme y con cierta predisposición a escribir, cosa esta última que he hecho desde que recuerdo, siempre con agrado y sin particular sensación de esfuerzo, sino que, por el contrario, es algo que todavía me divierte, relaja y descansa, y que hago con más facilidad y espontaneidad que hablar, y sin gran aspiración de estilo, aunque no descarto que involuntariamente lo tenga —regular o aceptable— en alguna medida, ya que con el tiempo se adquieren hábitos, y hasta sin querer uno se refleja o se trasparenta en lo que hace.

Confesaré también que, en más de una ocasión, he intentado o me he propuesto dejar la crítica, en el sentido de "colgar los hábitos" los frailes o "cortarse la coleta" los toreros, hastiado no tanto del cine en sí —aunque alguna temporada de desmoralización y hartazgo sufrimos todos, en especial desde finales de los años 60 los que llegamos a vivir (aquí con retraso) el esplendor inmediatamente anterior— ni de escribir sobre cine—que, con perdón, es lo que yo hago, más que "crítica"—, sino de la necesidad de "opinar" (y hasta "juzgar") y del "ambiente" casi siempre mediatizado y enrarecido en que la crítica se desenvuelve —reflejo de las capillas existentes en la industria del cine, en todas las actividades culturales, en la política— y de las posturas que a menudo predominan dentro de ella, sobre todo en cuanto se corporativiza o se agrupa en torno a una publicación: lo siento, pero nunca me han gustado, y nunca he querido saber nada de dogmatismos y banderías, de filias y fobias ideológicas, estéticas o personales, tan caprichosas e intolerantes (o condescendientes, o partidistas) como sectarias y sofistas en sus supuestas "justificaciones".

El caso, como es fácil comprobar, es que no he abandonado la crítica más que por brevísimos periodos de tiempo. Por un lado, parece que me dejo liar con facilidad, o que me animo a arrimar el hombro a proyectos que me resultan simpáticos y atractivos, con "compañeros de viaje" afines o amigos, que comparten, si no exactamente los mismos gustos ni ideas semejantes, sí un parecido entusiasmo por el cine, del que parece que nos sentimos reivindicadores y proselitistas; y todo ello a despecho de lo precarias y frágiles que suelen ser organizativa y financieramente —sobre todo si aspiran a la imprescindible independencia— tales empresas desinteresadas y hasta alocadamente voluntaristas, propias de "aficionados" —tanto en el buen sentido de la palabra como, ay, en el malo—, y de lo tristemente que acaban a menudo, por no decir casi siempre, tras un periodo más o menos largo en que las revistas sobreviven rutinariamente al debilitamiento o la dispersión del impulso entusiasta fundacional y en el que caen en la rutina y la disgregación, entregándose a intereses ajenos a la idea inicial —no siempre clara, para empezar, y pronto enturbiada— y a las más variadas formas de secesionismo, víctimas unas veces de su natural tendencia a la sectarización, otras de enfrentamientos, celos o rivalidades personales, como no puede menos de suceder cuando se sella una alianza temporal de personas sumamente heterogéneas y variopintas, unidas por lazos muy tenues, y entre los que a menudo no se cuenta, curiosamente, el espíritu crítico que creo absolutamente imprescindible para dedicarse duraderamente a estos menesteres.

Por otro, sospecho que escribir sobre cine se haya convertido en una forma benigna de adicción, cuyo arrastre supera cualquier ataque de pereza, y que no hace sino prolongar y justificar con su carácter "público" un hábito personal preexistente, si se quiere una manía privada: mucho antes de publicar mi primera crítica, tenía ya la costumbre de meditar acerca de lo que veía, tomar notas durante la proyección (y conste que jamás he poseído ni usaría aunque me lo regalaran cosa tan llamativa y molesta para los demás como un bolígrafo-linterna, como he visto con asombro que afirma fantasiosamente Vicente Molina Foix en su último libro), redactar observaciones y comentarios, que a veces ordenaba y a los que daba forma para mí mismo o bien, en cartas, para amigos a los que tales noticias pudieran interesar.

EL GÉNERO EPISTOLAR

No creo extraño, pues, sobre todo con tales antecedentes, que al pensar por vez primera acerca de la crítica —que ya ejercía, un tanto a regañadientes y sin la menor ambición de ningún tipo, porque me había dejado convencer para colaborar en un par de publicaciones— llegase casi de inmediato a la conclusión de que se trataba, al menos para mí, de una actividad literaria "menor", de creación y de comunicación a la vez, y decididamente enmarcable en el género epistolar, y cuyo fin último era, muy modestamente, dar "la buena nueva": compartir un descubrimiento, un entusiasmo, una admiración. Por supuesto, justificando y razonando sus causas y procurando hacerlas comprensibles para otros, por subjetivas que fueran o pudieran parecer (y no pueden ni deben ser de otra forma, si son personales y auténticas). También, ocasionalmente, podía ser su objeto advertir de un peligro, denunciar una superchería, restablecer una jerarquía absolutamente necesaria, a mi juicio, para valorar con justicia cualquier obra, o fijar o aclarar los criterios en que tales apreciaciones mías se basaban.


EN PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR

Como nunca ha sido de mi agrado usurpar el nombre ni la representación de los demás, sea un grupo o una generación, y me parece inmoral apuntalar o reforzar las opiniones propias con la simulación de que son respaldadas por otras personas, sobre todo si se ignora lo que piensan realmente los demás o se sospecha que la coincidencia no es muy probable, he escrito siempre en primera persona del singular, como las cartas; es, además, la única forma de no decir nada que no se piense y de decir casi todo lo que uno piensa, y lo he hecho siempre con la máxima corrección: mis padres intentaron educarme bien, y hay expresiones que no es adecuado dar a la imprenta; además, con no ver las películas de los directores que encuentro detestables estoy a resguardo de ellos, sin necesidad de insultarles ni de pedir o reclamar que alguien les impida ejercer su profesión ni desearles la muerte, como tiene a "graciosa" gala hacer un presunto "colega" al que celebran precisamente por su grosera impertinencia, tan arbitraria como oportunista y deliberada, por mucho que los ingenuos la tomen por prueba de sinceridad, cuando por lo general es una mezcla de cálculo, tremendismo y autocomplacencia.

Tener la ocasión de publicar lo que uno opina no es una licencia para matar, ni una excusa para dar rienda suelta al malhumor ni a las bajas pasiones. De pasada, diré que la crítica se hace con la cabeza, no con las vísceras, más aptas para otras actividades menos dependientes del raciocinio, del gusto y de la voluntad. Reconocer que cuanto pensemos y escribamos, si no es plagio, será subjetivo no significa que entremos en el reino de lo arbitrario o lo caprichoso.

Naturalmente, intentar comunicarse con los demás presupone un cierto grado de confianza —quizá disparatada, vanidosa e infundada— en que lo que uno desea decir y es capaz de expresar articuladamente puede interesar a otros, por pocos que sean, o acierte quizá a manifestar coherentemente lo que algunos piensan o sienten de forma vaga, sin llegar a formularlo con precisión, y exige un deseo de ser inteligible que obliga —se quiera o no, y no veo razones para no querer— a respetar el medio que uno emplea, en este caso, la lengua escrita, y ocasionalmente la hablada; aunque en mi caso no precisaba que tales obligaciones me vinieran impuestas, creo que el crítico que no se atiene a ellas —y que maltrata la lengua o prescinde de la sintaxis, o siente predilección por las jergas tecnicistas, incluso las más ajenas al cine, que no es precisamente una ciencia— no puede serlo de verdad, por atinadas que sean sus ideas, que apenas acertaré a vislumbrar, y por mucho que pueda intuir que sus gustos puedan coincidir con los míos.


CÓMO SE HACE UN CRÍTICO

Ni que decir tiene que, como todos los oficios, el de crítico se aprende; básicamente, mediante la lectura y la práctica. Es posible —aunque no me consta— que hoy se imparta en alguna academia esta actividad o "materia", que existan escuelas-talleres o hasta cabe que se convierta algún día en una diplomatura o carrera universitaria. No me parece deseable, ni creo que fuesen los resultados muy superiores —y temo que quizá se revelaran muy inferiores, y menos variados— a los que se han conseguido de generaciones mayoritariamente autodidactas, sin más título inicial para ejercerla que su afición al cine y que alguien con poder o influencia en un medio —con o sin razones suficientes— se haya creído que el individuo en cuestión "sabe mucho" y que escribe con alguna soltura, y sin otros créditos al final de su vida "activa" crítica que el más o menos prolongado ejercicio de la actividad, que normalmente enseña mucho y da soltura, aunque también es cierto que desgasta y facilita caer en la tentación de entregarse a la rutina o al consenso (lo que exigen los lectores, lo "políticamente correcto", lo culturalmente admitido).

Siempre he pensado que la mejor manera de aprender a hacer cine es primero verlo, y pensarlo, y luego tratar de pasar a la práctica, en general realizando cortos y escribiendo guiones. Con la crítica tiendo a pensar lo mismo, aunque con mayor razón si cabe, ya que no hay comparación posible entre lo que cuesta escribir un artículo y lo que exige el más económico de los cortometrajes, y además la crítica suele tener una doble referencia —no sólo el cine mismo, sino también cómo es visto, entendido y recibido, por el público y por los demás críticos— que hace ineludible la lectura, aunque sea para hacer lo contrario, o algo que sea completamente diferente. Aunque, naturalmente, la materia prima, el punto de partida, el objetivo último y la razón de ser de la crítica son las películas, que hay que ver una y otra vez, y revisar constantemente, para actualizar las valoraciones, y que es preciso comparar y relacionar con otras.

Se trata, claro, de un aprendizaje personal e intransferible, en el que cada cual escoge el tipo de cine que prefiere, y se hace su propia idea de lo que el cine puede ser; en cuanto al ejercicio de la crítica, sucede más o menos lo mismo, que cada persona elige sus maestros, y toma prestado de ellos lo que más le gusta; no es preciso siquiera que considere "de fiar" —si es que los hay, a mí hoy sólo me interesan las opiniones de Peter von Bagh y João Bénard da Costa, infatigables detectores de maravillas ignoradas— a los "críticos" de los que tengo algo que aprender, y que pueden no escribir o no publicar (incluyo entre ellos directivos de filmotecas o personas que son ahora directores), o con los que puedo mantener un diálogo acerca del cine; a veces, pueden haber muerto, sin que eso modifique esencialmente la situación, ya que puedo "discutir" con sus textos, tener en cuenta las conversaciones recordadas, o imaginar lo que hubiera pensado o dicho de una película que no alcanzó a ver.

Y, naturalmente, los maestros personales pueden ir cambiando con el tiempo; de algunos nos alejamos, o pensamos que caen en la rutina o la pereza, que entran en decadencia o que desvarían; a otros creemos sobrepasarlos, sobre todo si se encastillan en el pasado —es el caso de Jacques Lourcelles, para el que apenas tiene valor nada hecho después de 1960, y que niega el pan y la sal a Godard—, lo mismo que los hay que maduran o se desarrollan en nuevas direcciones, o que de pronto descubrimos o empiezan a resultarnos interesantes, o que se dejan tentar por las corrientes de moda y se meten en terrenos en los que no estamos dispuestos a acompañarles.

Es un proceso, en principio, que nunca termina: siempre podemos aprender algo de alguien, incluso de aquel que creemos conocer bien. Durante una etapa, fueron para mí fundamentales André Bazin, Jacques Rivette, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Éric Rohmer, Luc Moullet, Philippe Demonsablon, Jean Douchet, Victor F. Perkins, Ian Cameron, Robin Wood, Paul Mayersberg, Mark Shivas y, entre los que usaban mi propia lengua, José Luis Guarner, Jos Oliver, Pere Gimferrer, Miguel Rubio, Juan Cobos, Jesús Martínez León, José María Carreño, Manolo Marinero, lo mismo que largas charlas —llenas de acuerdos y desacuerdos— con varios de ellos y algún otro, como Antonio Drove o Paco Llinás; después cobraron importancia Serge Daney, Jean-Louis Comolli, Michel Delahaye, Jean Narboni, Jean-Claude Biette, Louis Skorecki, Paul Vecchiali, Claude Ollier, Jacques Aumont, Alain Bergala, Raymond Bellour, Jacques Lourcelles, Bernard Eisenschitz, Jacques Goimard, Gérard Legrand, Andrew Britton, Michael Walker, Joseph McBride, Mike Wilmington, Peter Bogdanovich, Adriano Aprà, Maurizio Ponzi, Enzo Ungari, Jean-François Tarnowsky, Jean-Loup Bourget, Thomas Elsaesser, Leland A. Poague, Janey A. Place, James Naremore, Barry Salt, Stanley Cavell, Edgardo Cozarinsky, y descubrí textos antiguos fundamentales, como los de Jean Epstein o el poeta americano Vachel Lindsay, o recientes, como los de Gilles Deleuze, o desarrollé y puse a prueba mis ideas en largas conversaciones con Víctor Erice, Jos Oliver, Felipe Vega, José Luis Guerín o Catherine Gautier, o en el cruce de cartas con Andrés Caicedo, Juan M. Bullitta, Isaac León Frías. Todavía hoy mis discusiones amistosas con muchos de ellos y con algún interlocutor más reciente (como José Andrés Dulce), a veces por e-mail, me aportan o exigen tanto como algunos libros-sorpresa (como el de Fabio Troncarelli sobre John Ford que cito en otro lugar) o algunos artículos en revistas, aunque cada vez con menos frecuencia.

ENTRE LA NARRACIÓN Y EL ENSAYO

El problema de la crítica, sobre todo si se considera —como yo lo hago— perteneciente, como las cartas privadas, al género epistolar, y no al panfletario, ni al publicitario, ni al teórico, ni al didáctico, ni siquiera al divulgativo-informativo, aunque algo de estos tres últimos pueda incorporarse ocasionalmente a ella, según el lugar y la extensión del escrito, consiste en que uno redacta cartas firmadas y abiertas pero dirigidas a destinatarios desconocidos y puede que incluso inexistentes. Situación algo semejante a la de los cineastas que quieren expresarse y hacer "algo" que les gusta, más que complacer a los demás o hacerse millonarios.

Hace falta, pues, un grado alto de fe, o la sospecha de que —por excéntrico que uno sea— hay por ahí gente tan rara como para que pueda compartir nuestras aficiones y gustos, por minoritarios o extravagantes y discrepantes de la opinión mayoritaria que sean. Y es importante adoptar la forma y el enfoque más adecuado a cada circunstancia, en buena parte predeterminado por el tiempo y el espacio disponibles —más aún que el medio— y en parte dictado, o cuando menos influido, por la propia película, que tiene también sus exigencias, que afectan no sólo a lo que se dice, sino a su tono y hasta al ritmo de la prosa: no creo que se pueda hablar del mismo modo ni con el mismo estilo acerca de Rio Bravo de Hawks y El año pasado en Marienbad de Resnais o Pierrot le fou de Godard, sobre Peckinpah y Rossellini, sobre McCarey y Hitchcock, sobre Naruse y Antonioni, ni —por poner ejemplos algo más recientes— sobre Deseando amar de Wong Kar-wai, Los puentes de Madison de Clint Eastwood, Sicilia! de Huillet & Straub o Histoire(s) du Cinéma de Godard. Lo mismo que cada historia requiere de un director, dentro de su estilo, un enfoque apropiado, cada película pide al crítico, por mucho método que tenga, un modo de aproximación distinto. Si algo no creo que sirva para nada es aplicar la misma rejilla a todas las películas —ni siquiera a las de una época, un país, un género o un cineasta—, uniformándolas artificialmente; entre otras cosas porque se dirá forzosamente lo mismo, si se reduce cada obra a un modelo esquemático fijo.

Es más, una crítica, dentro del género epistolar, subsección "carta abierta", puede optar —y, en la medida en que tal posibilidad se ofrece, debe tomar una decisión al respecto, sea o no acertada— por la narración, el ensayo y hasta —no lo recomiendo a casi nadie— la poesía, o combinar elementos de estas tres formas de expresión literaria, al menos en las distancias cortas: una crítica o un artículo pueden acercarse al cuento, la short story o la fábula, por un lado; al apunte teórico-reflexivo, por otro; y, con osadía al menos igualada por el talento y la inspiración, incluso al poema. Esto último es sumamente raro, pero una de las mejores (y mejor escritas) críticas que he leído en mi vida, la que dedicó Manolo Marinero a Bande à part de Godard en el nº 220-221 de Film Ideal, auténtico prodigio de concisión, precisión y emoción al que me sé incapaz de aproximarme, no es sino un poema en prosa que, pese a su brevedad y abstracción, dice casi cuanto de fundamental hay que decir acerca de esa película, para mí una de las cumbres de Godard (y por tanto del cine).

Es más recomendable, como norma, optar hasta en artículos un poco largos por las dos únicas formas practicables en el vasto territorio de un libro: la narrativa —una monografía puede ser casi la novela— o el ensayo, de la que hay ejemplos numerosos y diversos, entre los que algunos de mis favoritos más o menos largos son dos artículos sobre Otto Preminger (concretamente, sobre Éxodo y Tempestad sobre Washington) de Robin Wood en Movie nº 4, el análisis de Mandingo de Richard Fleischer por Andrew Britton en Movie nº 22, o el de The Wrong Man de Hitchcock por Godard en el nº 72 de Cahiers du Cinéma; en pequeño formato, la presentación de Chronik der Anna Magdalena Bach de Danièle Huillet & Jean-Marie Straub por Adriano Aprà en el nº 22 de Cinema e Film, película dificilísima de comentar que, sin embargo, inspiró a Ángel Fernández-Santos un texto asombroso, en Nuestro Cine nº 93.

ANTE TODO, PENSAR

Contrariamente a quien aspira, sobre todo, a hacer algún tipo de méritos o a labrarse una reputación, a establecer contactos y relaciones o abrirse camino en alguna de las variadas e hiperpobladas ramas del sector cinematográfico, el crítico que no ambiciona sino compartir el placer que ha sentido contemplando una determinada película —porque le daría pena o rabia que alguien capaz de disfrutar con ella pueda perdérsela— y expresar la gratitud que siente hacia los artífices de esa obra que le ha hecho aprender, comprender, viajar, olvidar o divertirse una hora y media, parecerá poco sistemático y resultará imprevisible, simplemente porque se revelará capaz de sorprenderse a sí mismo, elogiando sin prejuicios, de vez en cuando, la creación de alguien que no admira o que no le inspira confianza, a quien por sus antecedentes no aprecia o incluso habitualmente rehúye.

Además, si en algún momento ha bordeado el dogmatismo —como la juventud, el entusiasmo y las posiciones estéticas o ideológicas radicales suelen propiciar—, con el tiempo y la experiencia se apartará cada vez más, quizá incluso totalmente, de manías y maximalismos intransigentes y desmesurados, lo que le hará cada día más seguro de sí mismo y al mismo tiempo menos tajante y más tolerante: en lugar de condenar una película al primer error garrafal o a la tercera falta de gusto —un zoom enfático, un ralenti meloso, un acelerado facilón— que advierte en ella, o desconectar en cuanto siente dudas o desconfianza acerca del rigor, la coherencia, la modestia o la decencia de un cineasta, esperará con paciencia hasta el final —y eso que, cuando se ha visto mucho cine, suelen bastar diez minutos para saber si algo no tiene remedio, y casi siempre, por desgracia, para prever el desenlace—, y tratará de encontrar alguna justificación al proceder del cineasta, por mucho que le desconcierte o parezca absurdo.

De esa tentativa, hasta si no se consigue, quedará como huella una actitud abierta, centrada en la voluntad de comprender y conocer más que en la obsesión de juzgar, emitir certificados de calidad o poner notas. Por eso el crítico de verdad —el que yo considero como auténtico, no el que a menudo pasa por tal— no pierde nunca la curiosidad, ni agota nunca el terreno de sus pesquisas: sabe o intuye que no hay mal cineasta que no pueda un día, en las adecuadas circunstancias, superar sus limitaciones o sentirse afectado por lo que cuenta y darnos una buena película, y que no existe raza ni país negado "a priori" o por principio para la expresión cinematográfica, por mucho que pueda carecer de base industrial y de tradición, lo mismo que acepta de buen grado que hasta sus ídolos más venerados puedan equivocarse o no dar con el tono adecuado, y que además no siempre hacen lo que quieren, o que a veces tiene razón el productor que les impone ciertas limitaciones.

El verdadero crítico es un pensador cinematográfico que escribe, y que temporalmente tampoco pone límites a su interés: no está a merced de la actualidad, menos aún de los caprichos, los negocios o las rutinas de la distribución, y conserva —contra toda evidencia— un resto de confianza en el futuro del cine, con lo que mezclará como espectador obras maestras y rutinarios productos comerciales, saltará de una década a otra, desde hoy mismo al cine más reciente, desde los maestros consagrados hasta los cortometrajistas debutantes, que asociará, comparará y distinguirá entre sí precisamente por la continuidad en las visiones, así como mediante asociaciones que le vienen a la memoria, pienso yo que de forma involuntaria, una vez que ha archivado indeleblemente en su cerebro un buen número de imágenes, gestos, movimientos de cámara, diálogos y argumentos.

Es también alguien que no se conforma con la simple contemplación de las películas: las rememora, las revisa, las piensa, busca información acerca de su gestación y rodaje, o sobre manipulaciones posteriores, si las hubo. Más que verlas simplemente, las lee y relee —o si se prefiere, las mira y las remira, escrutándolas—, las analiza, las imagina de otro modo y compara también esa hipotética versión con la que acaba de desfilar ante sus ojos en la pantalla o en el recuerdo.

Todo esto debería dejar suficientemente claro que no me refiero, al hablar de críticos, a los que normalmente se tiene(n) por tales, que son los que escriben en los periódicos —o semanarios de actualidad— exclusivamente de lo que se estrena o, cuando acuden a festivales, sólo dan cuenta de las películas que compiten por los premios en la "sección oficial". El crítico "aficionado" —por diferenciarlo de lo que los otros consideran "profesional"— prefiere siempre las secciones retrospectivas e informativas, invariablemente más interesantes, y acude a la Filmoteca y viaja cuanto puede —y cuando viaja va al cine— porque no se resigna a la cartelera de su ciudad, a la pobre, sesgada y limitada oferta —tan homogénea y "estandarizada"— de lo que se distribuye comercialmente, que casi siempre margina lo más interesante y original que se está haciendo en el mundo.

Esto excluye de mi idea de lo que debe ser un buen crítico tanto al que desprecia "a priori" a un cineasta senegalés, palestino, boliviano o armenio —y este tipo de "racismo" o "xenofobia" abunda hasta entre los críticos sedicentemente "progresistas"— como al que presume de no interesarse más que por exquisiteces "orientales" —de las que suele conocer muestras selectas y bien escasas— o bien confunde con "el cine" el de Hollywood, como si la actual rutina recocida que allí se produce tuviera algo que ver con la inventiva y audaz "fábrica de sueños" que funcionó entre 1914 y 1964 aproximadamente; y deja fuera también al que no está al corriente de lo que hoy se hace, con la tenue y pesimista —aunque cómoda— excusa de que es improbable que nada actual o futuro sea comparable a las obras máximas de los decenios anteriores, aunque, desgraciadamente, puede que tenga razón —y en todo caso, es probable que no fuésemos capaces de advertirlo y aceptarlo—, lo mismo que al que se niega a ver una película meramente por ser muda o de los años 40 ó 30, o en general por considerarla "antigua", etiqueta esta última que va ampliando su capacidad y llega a abarcar incluso a las estrenadas hace un par de temporadas, puede que dentro de no mucho a las del año anterior, o al que anticuadamente desprecia todo "telefilm", ignorando que hace cincuenta años que se ruedan para ese medio muchas obras interesantes y algunas geniales, por mucho que, como en el cine propiamente dicho, predomine siempre cuantitativamente lo deleznable.

Y excluye también, no por definición, ni por prejuicios, sino por carecer de tiempo para pensar y casi para escribir, y a menudo por no disponer de espacio ni de libertad suficientes, a la gran mayoría de los críticos de estrenos de la prensa diaria, paradójicamente los más influyentes, porque son los que tienen mayor número de lectores y los que publican a tiempo de que su opinión tenga influencia —sobre todo negativa: los rescates o salvamentos "in extremis" se cuentan con los dedos de una mano— en la carrera comercial de las películas frágiles y menos comerciales —contra las poderosas y con fuerte lanzamiento publicitario nada puede hacer ni la más tajante e infrecuente unanimidad negativa, como demostró hasta la saciedad el caso de Airbag—, aunque a veces algunos confundan esa posible repercusión de sus escritos con un "poder" que reside, más que en ellos, en el medio del que son parte integrante y no siempre plenamente autónoma. Pobres de los que se crean poderosos o ansíen serlo; es un tipo de "poderío" que el verdadero crítico desdeña y no desea tener nunca.

LOS DEBERES DEL CRÍTICO

No creo mucho en decálogos ni en reglamentos para el ejercicio de la actividad crítica. Ni externos e impuestos, desde luego, ni supuestamente propios. No tengo la menor fe en esos "códigos de buena conducta" presuntamente aceptados libremente y por consenso por una representación corporativista. Lo que no significa que no existan normas generales de ética que deben ser respetadas, más que nada por sentido común y por vergüenza. A mí me la produce, en su curiosa variante llamada "ajena" —no sé por qué, pues la sentimos como propia, aunque la motiven actos de otros— ver con qué pasmosa tranquilidad, con qué descaro y con cuánta frecuencia se traspasan las fronteras de la decencia, como sucede cuando lee uno una crítica que no es sino un refrito de las frases publicitarias sugeridas por el pressbook, o una paráfrasis apenas velada de las declaraciones del director, errores de traducción incluidos, o un collage —ahora lo llaman "intertextualidad", según parece— de opiniones ajenas, a veces desvirtuadas por la mezcla informe y heterogénea de proposiciones estrictamente incompatibles; o cuando advierto —se nota mucho, y sucede muy a menudo— que quien tanto elogia por escrito y públicamente determinada película de un "intocable" (en cada época los hay, lo mismo que hay "blancos" propiciatorios, porque atacarles resulta gratis, puesto que son personas a las que no es peligroso atacar: carecen de poder o no son rencorosas, o ambas cosas) piensa en realidad que es un horror, y así lo confiesa —o hasta proclama desenfadadamente— en privado; o cuando deduzco que alguien escribe de algo que no ha visto, cosa que ocurre más a menudo de lo que pueda creerse —y es casi la norma en los que "recomiendan" cine en televisión: se nota que no conocen las películas, casi siempre copian a Leonard Maltin o a Carlos Aguilar, y encima nunca azuzan la curiosidad del lector hacia las películas menos vistas y más intrigantes, desde modestas series B a Allan Dwan, pasando por alguna rareza polaca o africana que pueda caer por casualidad en un lote adquirido a ciegas por una cadena—, o que lo que dice lo "pensaba" ya antes de ver la película, y lo seguiría repitiendo como un loro aunque la obra en cuestión fuese completamente distinta de como es, como prueba la discrepancia observable entre lo que dice y la película que comenta.

No hablo ya de los que, por descuido que revela excesiva falta de interés y de respeto a los lectores, llevan varias películas matando a cineastas que —los muy pesados— se empecinan en seguir vivos y en activo, o que confunden al director de una película con el de otra, sea para ensalzarle o para criticarle por ella, pese a que los errores de un crítico casi siempre son copiados por otro, y pueden eternizarse y extenderse como una plaga; o los que usan y abusan del gastado recurso retórico de fingir deplorar que su última entrega no esté al nivel de la anterior, cuando, si tenemos buena memoria o acudimos a una hemeroteca, resulta que la precedente tampoco le gustó, y por la misma razón comparativa, y que así viene sucediendo desde hace años.

Y es tan obvio que no deben hacerse ciertas cosas que ni siquiera el hecho de que se suelan hacer justifica reiterarlo: no es de recibo, por descontado, que un director en activo ponga verde a sus colegas/competidores del mismo país (aunque sí que elogie algo que le llena de admiración, o que apoye al autor de una primera película que le sorprende gratamente, y bien raros son tales extremos de generosidad y modestia), ni que un guionista profesional (aunque sea intermitente o esté en paro) recrimine por sistema a las películas que critica no haber recurrido a un experto para corregir "obvios" errores de guión, ni que relativice a menudo sus elogios "de cumplido" desanimando al público de acudir a la sala con el "regalo envenenado" de deslizar entre epítetos y hasta ditirambos que se trata de una "obra difícil", para minorías, larga, lenta, o que hubiera ganado con una amputación de media hora. Ni que, probablemente sin revisiones que lo pudieran justificar, vaya decreciendo la valoración de una obra según el número de ocasiones en que —por topársela en festivales o en candidaturas a premios— se refiere a ella.

Son prácticas frecuentes e inadmisibles, como lo era que un censor reprochara —y lo hizo, y en muy pío diario— "confusión" o "mal montaje" a una película que había contribuido a dejar en tal estado... Pero cualquier lector medianamente informado y atento a lo que lee y quién lo firma podrá detectarlas y, creo yo, tomará buena nota y sabrá a qué atenerse, sin necesidad de prohibirlas, como no se van a vedar ciertos rasgos de estilo que, aunque le crispen a uno los nervios, tienen la ventaja de ser delatores de la insinceridad: conviene saber qué es un anacoluto, pues tengo comprobado que es la forma canónica del camelo; lo mismo que la cursi concatenación de metáforas mal avenidas —chirriantes hasta provocar náuseas, lo que facilita su frecuente connotación culinaria— suele encubrir la muy diplomática intención de no decir nada o la más malévola y cobarde de apuñalar a traición y sin dejar huellas o de abofetear con guante aparentemente blanco, pilatismo que no es, por cierto, lo mismo que aplicar con ingenio el "arte de injuriar" que explicó y practicó con hilarante brillantez en su juventud Jorge Luis Borges, del que no harán mal en aprender algo de una vez ciertos gañanes patibularios que encima pretenden ser admiradores suyos.

El crítico de cine que a mí me interesa no es un intermediario; menos aún, el último eslabón —el de la promoción indirecta y la publicidad encubierta— entre los que comercian con el cine y los que tienen que pagar por verlo, los espectadores "normales". 

Ni siquiera debe ser considerado como un defensor o consejero del consumidor. Para empezar, porque creo que el cine no se "consume", sino que se digiere y asimila, eliminando sólo los residuos —hasta de la memoria, si fuera lo más higiénico— de lo deleznable, o mejor dicho, de lo que ni siquiera como basura puede ser ejemplar o ilustrativo de algo, aunque su éxito lo convierta en un fenómeno sociológico. No creo que sea recomendable vivir a dieta de "obras maestras" ni una dosis monocorde de "grandes obras", ni circunscrita a un género, o a un país: sin términos de comparación es imposible establecer jerarquías y escalas de valores, y sin ellos no existe criterio —por flexible y adaptable que sea—, ni es posible, por tanto, el ejercicio de una crítica que merezca tal nombre, pues es una función que siempre consiste —irremisiblemente— en seleccionar y descartar, en elegir, en situar, en relacionar y cotejar, en ver conexiones, en descubrir parentescos, influencias y paralelismos y señalar diferencias, precedentes y contrastes. En una palabra, en iluminar y señalar.

Si es posible, y hay espacio, conviene exponer el punto de vista desde el que vemos y hablamos, es decir, revelar un poco quiénes somos, qué conocemos, qué preferencias tenemos y nos definen como espectadores. Eso permite que el lector no tenga que depositar en nosotros más confianza que la que esté dispuesto a concedernos en cada oportunidad, y que le dejemos libertad suficiente para que él mismo saque sus conclusiones y se haga una idea propia de aquello que comentamos.

Ésa es, a mi entender, la utilidad posible de esta pintoresca actividad: la capacidad del crítico para proponer o estimular la reflexión de cada lector, su intuición para darle pistas fructíferas, su habilidad para espolear la curiosidad del espectador o hacerle volver a mirar con más atención o respeto lo que vio con precipitación, descuido, impaciencia o prejuicios. Lo que la justifica, más allá del puro valor literario que pueda tener cada pieza crítica.

Otra cosa es que eso sirva de algo al propio crítico: si utiliza esta actividad como un medio y no como un fin, no le bastará, evidentemente, con tan modestos objetivos, antes al contrario, y le traerá cuenta causar escándalo o ponerse al servicio de un grupo contra otro o frente a un individuo osado y disidente que se permite el desplante de ir por libre y dejar en evidencia al tropel de los academicistas y los rutinarios. Pero si lo que ocurre es que le gusta el cine, le divierte pensar (o no puede evitar esa "funesta manía", ni dejar para otros) y le agrada escribir, que alguien "descubra" gracias a su recomendación un cineasta o una película —o una novela o un pintor o músico que pueda haber citado de pasada— será una espléndida propina por hacer algo grato y que, con un poco de suerte, le permite financiar su doble vicio de ir al cine y leer acerca de él. 

En Nickel Odeon nº 23 (verano de 2001)

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