jueves, 4 de diciembre de 2025

La terrible levedad del cine europeo

Son tan numerosos y variados los dilemas –no siempre comunes, aunque en parte lo sean, sobre todo los de carácter más económico que artístico– que el cine europeo tiene planteados, en estos momentos desde luego, pero en muchos casos desde tiempo inmemorial, que resultaría agotador tratar de enumerarlos. Supongo que para cualquiera, certifico que para mí. Además, esa relación produciría en la mayor parte de los que hubieran de soportarla una impresión bastante penosa, que temo conduciría, más que nada, al pesimismo y, con él, presumiblemente, a la inacción. Todo seguiría como hasta ahora –todo seguirá, de hecho, probablemente, así, salvo que empeore– y, aunque no todo está mal (o al menos tan mal como se cree o se dice) ni ha de transformarse –y hay aspectos que, por el contrario, deben conservarse y defenderse, y otros que tendrían, si acaso, que ampliarse y reforzarse–, creo que convendría reaccionar con cierta diligencia para que algunas dificultades superables sean efectivamente superadas y, además, para aprovechar mejor las posibles ventajas, cualidades y virtudes que pueda tener la presente circunstancia para lo que yo preferiría denominar “los cines europeos” que el muy heterogéneo, dudosamente existente y hasta definible “cine europeo”, que no estoy nada seguro de que sea deseable.

Lo primero que cabría decir es que lo que pudiera, no sin cierta simplificación generalizadora, calificarse de “cine europeo” goza, dentro de lo que cabe, de bastante buena salud estética, a pesar de lo problemático de su propia existencia física. No quiere eso decir –no se malentienda lo que pretendo dar a entender, o más bien someter a consideración– que un alto nivel de excelencia esté generalizado, menos aún garantizado –¿cómo podría?–, ni siquiera que el promedio del cine que se hace en Europa tenga interés o “se salve”, en su conjunto, dado el peso, la gravedad y la frecuencia de los desastres sin paliativos y de los productos no sólo insignificantes e irrelevantes, sino ni siquiera rentables. Pero creo innegable, salvo que se ponga en el juicio mucha mala voluntad o un desmedido pesimismo, que entre las películas de los últimos tiempos –los diez años siguientes a la celebración del centenario de la primera exhibición pública de una película– una proporción considerable, a veces la más innovadora, desde luego la más variopinta, de la producción mundial es europea. No todos los países gozan de idéntica suerte, que nunca está equitativamente repartida, y algunos tienen una producción tan reducida y un mercado interior tan estrecho que ni siquiera alcanzando un alto nivel medio de calidad parece que puedan abrirse camino en el mundo ni asegurar la continuidad de su esfuerzo. Otros, en cambio, se diría que renacen de sus cenizas, despiertan de un largo sueño (o de una pesadilla) o se sacuden el letargo que siguió al marasmo desconcertante en que se sumieron al derrumbarse el castillo de naipes en el que habían vivido, unos como secretos huéspedes de lujo, otros como prisioneros con ocasionales periodos de libertad vigilada, todos con un cierto sentimiento de clandestinidad que hoy ha terminado.

Desde un punto de vista de poderío industrial y de capacidad comercial, en cambio, el panorama, dentro de la irregularidad antes mencionada, se presenta bastante incierto, por no decir ominoso. Porque el circuito está completamente atascado e interceptado desde fuera: se consigue, al cabo de grandes esfuerzos, hacer cine, a veces valioso, pero no que esas películas se vean en condiciones razonables y circulen lo bastante para asegurar su continuidad. La sensación de tiempo y talento que se desperdician, y la impaciencia, frustración y desánimo de muchos cineastas, son tan palpables como la desorientación de otros creadores o el entreguismo de algunos más, que en ocasiones son mayoría, que, si algún día tuvieron ambiciones artísticas, no tardan en reemplazarlas por las meramente económicas.

Pero hay que examinar las cosas con atención, mirando al menos dos veces cada aspecto de la cuestión, sin dejarnos cegar por su evidencia. Porque algunos riesgos, inconvenientes y aparentes limitaciones, sobre todo desde ópticas interesadas, o ajenas a Europa, son o pueden llegar a ser ventajosas. Por lo menos desde determinados puntos de vista, estos sí quizá más persistentes dentro de Europa.

Personalmente, debo admitir que no tengo necesidad alguna del cine como “pasatiempo”; bastante pocas horas tengo libres al día como para desperdiciarlas con cosas quizá no del todo desagradables, pero nada memorables. Como entretenimientos, prefiero otros: los hay más intensos e incluso más baratos. El cine me interesa como arte; posición que será tan minoritaria como se quiera, pero es la mía; no, desde luego, como negocio –en todo caso ajeno–, industria o instrumento publicitario o propagandístico. Desde ese punto de vista que no pretende ser representativo, pues, no veo la menor urgencia en conseguir que el cine se consolide en ningún país como “sector industrial” o “de servicios”, ni siquiera como integrante de las mal llamadas “industrias culturales”; probablemente, si no existiese un elevado número de pequeñas productoras, las posibilidades de hacer un cine que me interesara y pudiera sorprenderme gratamente alguna vez se reducirían drásticamente, cuando ya me parecen insuficientes, y hasta podrían, en determinados países, desaparecer. Quizá no, aún, a corto plazo, en Francia; temo que muy rápidamente en España, Portugal y hasta Italia o el Reino Unido. Y si los cines de cada país de la Unión Europea se integrasen en una sola industria uniformizada y cuantitativamente “poderosa” en principio, temo que sería casi imposible, y desde luego más difícil, la supervivencia del cine personal, de investigación, de ensayo, de descubrimiento de la realidad que me interesa y que ha constituido una parte sustancial de la azarosa identidad tradicional del cine europeo.

Repasemos, para mejor entendernos, algunos de los conceptos clave mencionados en esta breve introducción escéptica.

Identidad: Puede uno debatir durante años el concepto de cine europeo. No me parece muy útil tratar de definir algo de cuya existencia no hay certidumbre, ni desde luego pruebas fehacientes contemporáneas, y que como objetivo puede dudarse que fuera ni siquiera deseable. Al menos, para todo el mundo. Es posible que para un ruso, un polaco, un rumano o un turco lo fuera, y quizá ellos tengan más fe en la idea de un cine europeo que los países que no sienten tal condición como algo novedoso o dependiente de su voluntad, es decir, para los que el europeísmo o la europeidad no son opciones. No hay que olvidar, en todo caso, que –como todas las generalidades, ésta incluida–, cuanto más terreno tratan de cubrir, menos exactas se revelan: cada afirmación globalizadora podría ser formulada en sentido diametralmente opuesto y con parecido grado de credibilidad. Cualquier rasgo que se postule como específica o siquiera típicamente europeo se verá que también existe en otros lugares, y que la característica más contraria imaginable u observable en la realidad presente también se podría considerar como “frecuente” en Europa. Si descendemos a afirmaciones menos categóricas, descubriremos que nada es exclusivo de Europa, que siempre ha existido tráfico de ideas y formas entre unas zonas y otras, a menudo en ambas direcciones, simultánea o sucesivamente, y que lo contemporáneo se ha dado también en el pasado. También se percibirá que esos trazos finalmente dibujan un retrato de contornos borrosos, en el que pocos se reconocerían.

Sólo la caricatura negativa (quién sabe si propuesta y difundida por sus enemigos, es decir, sus rivales o competidores, y los colaboracionistas dentro de cada país de Europa) permite distinguir verdaderamente entre el cine europeo y el americano. En realidad, entre el americano y todos los demás. No nos engañemos, porque de no existir la posición de dominio que impuso en su beneficio el cine americano en Europa al término de la Segunda Guerra Mundial no nos estaríamos preguntando por la supuesta identidad del cine europeo. Y si no nos dejamos llevar por el afán de simplificación, buena parte de las señas de identidad que podamos atribuir al cine mayoritario, industrial, más conocido, más poderoso (pero no quizá a otras porciones del cine que se hace en los Estados Unidos de América), o proceden originariamente de Europa o también pueden encontrarse (siquiera como remedo) en el europeo; las características más emblemáticamente europeas, cuando no se revelan ilusorias, no son tan frecuentes como se pretende en Europa, donde se han convertido hace tiempo en minoritarias o marginales, y no están vedadas a los cineastas americanos, ni por capacidad ni por gusto. La filmografía de los europeos que –como visitantes o como inmigrantes más o menos integrados, y la gama de casos intermedios es muy amplia– han hecho cine en América, incluso de producción exclusivamente norteamericana, y la de los contados americanos que han filmado alguna vez en Europa o han tratado de afincarse en el Viejo Continente proporcionan abundantes muestras, aunque, a poco que el cineasta tenga algo de verdadera personalidad y se proponga introducir su visión, por muy “americano” que sea, se notará algo que delatará su origen (¿más fría, menos emotiva, o al contrario? depende de quién sea el europeo, tal vez de qué país proceda, o de su carácter íntimo, o de que sepa inglés bien, o de que le guste América con más o menos reservas).

Sí, hay una serie de parejas opuestas, más bien malintencionadas, desde luego grotescas de puro sesgadas y caricaturescas. Pero seguro que el 99% de los europeos sabrían qué rasgo correspondería a cada lado. Y muchos, me temo, en silencio compartirían el dictamen negativo hacia el cine europeo que implican.

Veamos algunas, no siempre en el orden coherente, por no facilitar en exceso la identificación:

-Ancho/Estrecho

-Pobre/Rico

-Físico/Teórico

-Soso/Espectacular

-Sentimental/Frío

-Lento/Rápido

-Dinámico/Estático

-Distraído/Aburrido

-Multitudinario/Intimista

-Centrífugo/Centrípeto

-Lleno/Vacío

-Lacónico/Inexpresivo

-Parlanchín/Callado

-Discursivo/Neutro

-Moralista/Relativista

-Acción/Reflexión

-Ensayo/Relato

-Descripción/Drama

-Reacción/Pasividad

-Exaltador/Deprimente

-Claro/Incomprensible

-Con final cerrado/Con final ambiguo

-Inconexo/Continuo

-Azaroso/Causal

-Funcional/Caprichoso

-Pedante/Coloquial

-Con actores famosos/Con actores desconocidos o no profesionales

Etc., etc. Casi se podría prolongar hasta el infinito, sin que variase mucho la imagen final de conjunto de uno y otro contendiente.

También se puede afinar algo más: por ejemplo, en el cine europeo una película barata puede durar tres horas; en el americano, lo hará más fácilmente, pero estará reservada la autorización de sobrepasar las 2 horas aproximadas a las superproducciones espectaculares y muy costosas.

Pero ¿a dónde conducen estas comparaciones?

Babel: Uno de los rasgos que oponen el cine europeo al “americano” (que han sido rivales y permanecen como contrincantes, dado que Hollywood quiere el 100% del mercado) es la multitud de lenguas (sólo en España, no menos de cuatro y una incomprensible para la mayoría; en la Europa de los 15 eran, creo recordar, 26, y no sé a cuántas se llegarán con los 25 socios actuales, y aún quedan otros en puertas) frente a la lengua única (que tiende a ser la que se emplea, aunque no sea la propia de ninguno de los presentes, en las reuniones, oficiales o no, europeas).

Aparte de la riqueza y variedad que supone –y a todos los europeos, además de aprender las que podamos, nos convendría al menos ser capaces de identificarlas, para lo que no hay nada como familiarizarse un poco con ellas al oírlas en su contexto, como sucede en una película–, de nada sirve caer en la tentación de morder el anzuelo del inglés: casi ninguna de las películas europeas hechas (que no rodadas, o muy raramente) en inglés se estrena en Inglaterra, menos aún en Estados Unidos. Sólo sirve para acentuar o propiciar la estandarización o la aparente uniformidad, cuando precisamente Europa, por mucho que se vayan asimilando usos y costumbres, está libre todavía de ese riesgo de monotonía.

Unos europeos sacan partido y se sirven bien de la sonoridad o musicalidad de sus respectivas lenguas (pienso en rusos, irlandeses, italianos) y en la variedad regional y social de acentos (Gran Bretaña, Francia), mientras que los ibéricos desaprovechamos este factor. Es un valor potencial del cine sonoro, que es el actualmente único que se hace, que no deberíamos desperdiciar.

Fogatas: Evito el término “hogueras” porque no quiero dar la impresión de propagar un fuego, ni de invitar a quemar algo en ellas; desde luego, ni libros, ni películas, ni personas. Quizá fogata reúna mejor la idea de un lugar donde se reúne gente al calor de la lumbre, de un foco que irradia luz y de algo que arde y del que cada uno puede coger una tea o antorcha y llevársela para encender en otro sitio otra fogata. Sospecho que en italiano sería un “falò”, si mi recuerdo de Pavese no me engaña, tal vez en catalán sea “llum”, puede que conviniera buscar en cada lengua la más adecuada. Querría evitar cualquier término académico o formativo, que es a lo que se limitan hoy la mayor parte de las escuelas de cine. En la idea que propugno debiera haber algo festivo. Porque no importan tanto las enseñanzas de los profesores –aunque siempre, al empezar, convenga partir del estímulo de maestros a los que emular y con los que echar raíces en la tradición, aunque sea para luego crecer, que siempre se hace en dirección opuesta–, sino lo que, al reunirse, intercambiar ideas, discutir, aprendan mutuamente los alumnos, unos de otros más que todos de un supuesto “sabio”. Y no quiero caer en anglicismos como “clusters” o “viveros”, más propios de una concepción empresarial o científica que, sin desdeñar ninguna de estas facetas, creo que no debiera ser lo primordial, y menos aún lo único. Con suerte, estas “fogatas” pueden convertirse en focos de creación, pero sería pretencioso considerarlos así de antemano, prematuramente, programáticamente; bastaría con que llegasen a ser hervideros, puntos de ebullición de inquietudes e interés por el cine, la narración, la tradición, la realidad, la ficción…

Entiendo (y no quisiera exagerar, no sería más su función, y bastaría, que la de propiciar) que los Masters de Cine Documental de la Universitat Pompeu Fabra algo han tenido de eso, si atiendo a la cantidad de películas recientes hechas en España cuyos directores, y a veces guionistas, productores, montadores y técnicos en general, han pasado por estos cursos, que ignoro si son buenos o regulares, pero al menos parecen estimular a hacer un cine diferente. Nacidos o afincados en rincones muy distantes, o que han hecho sus películas (no siempre, y eso hay que celebrarlo, documentales) en variados escenarios, no directamente ligados a Barcelona ni limitados a las tierras catalanas, creo que han diseminado ideas, ambiciones y concepciones del cine que se escapan de la rutina; seguramente, entre sus compañeros han encontrado otros que pensaban algo parecido, o han descubierto que aspiraban aún –a pesar de todo– a metas que habían deseado y a las que estaban a punto de renunciar; no es improbable que sus profesores les hayan incitado igualmente a apartarse de los senderos trillados, a “hacer camino al andar”, a ver el cine más como una vocación y una pesquisa que como un oficio o un atajo para hacer fortuna y ganarse una cierta reputación, a ocuparse más de otras imágenes que de la suya propia, a mirar con atención antes de hacer películas vistosas.

Una proliferación de puntos semejantes por toda Europa sería, creo yo, saludable. Y que esos puntos de encuentro y difusión de ideas y aspiraciones menos conformes a las reglas del mercado se internacionalizaran, ampliando el intercambio de experiencias y hallazgos no sólo a diferentes regiones, sino a otros países, más distantes y distintos, multiplicando su capacidad de irradiación, me parecería altamente deseable.

Autores y cinéfilos: Sé que hoy (todavía) no están bien vistos, aunque ya es hora de que se pase la moda (cuarentona ya) de despotricar de unos y otros, significativamente ligados. No se equivocaron los que enlazaron ambos términos cuando desencadenaron la ofensiva, tal vez provocada por ciertos excesos (la egolatría y el ombliguismo de algunos cineastas, el desmadre de ciertas generalizaciones del concepto de “autor” y la idolatría de muchos “fans”) y quizá bienintencionada, pero que hoy, como se decía en aquellos tiempos sesentaiochescos (que son los de mis veinte años, por tanto los verdaderamente míos), antes y después del Mayo parisino (Philippe Garrel ha contado muy bien, por fin, el antes y el después, en Les Amants réguliers), son “aliados objetivos de la reacción”, del sistema, de los productores más miserables, del abuso de posición dominante del cine hollywoodense y sus lacayos y secuaces, del rutinario academicismo deshidratado o “light” de los cineastas funcionariales, de lo que Godard llamó “los profesionales de la profesión”. Porque el cine europeo es, y debe seguir siendo, un marco propicio a la creación y la expresión personal, al estilo individual, a la reflexión íntima, a la autobiografía, al ensayo, donde sea posible aspirar a ser autor sin tener que recurrir al disimulo o la inversión solapada, sin que tenga que verse confinado a la serie B, a la marginalidad, al “underground” o a la “resistencia” sorda de un asalariado de los estudios.

En efecto, a poco que lo pensemos, lo que ha diferenciado siempre el cine europeo bueno del cine bueno americano es que en el primero el autor era la regla, en el segundo la excepción. Y fueron los cinéfilos tanto los únicos que permitieron la supervivencia del cine europeo más interesante, audaz e innovador –aunque no resultase demasiado comercial– como los que detectaron que un cineasta americano, bajo su aparente sumisión a las reglas y los géneros, a las convenciones y las estrellas, haciendo películas de encargo, podía expresarse precisamente por su manejo de los elementos específicamente cinematográficos, los que podía controlar al menos durante el rodaje (los encuadres y la composición, la dirección de actores, la luz y el color, ciertas elipsis, el grado de estilización, la insinuación), y que, por tanto, pese a los obstáculos, podían ser autores “bajo cuerda”. Descubrieron así una forma de conciliar estilo e ideas propias con la realización de películas de intención puramente comercial, las que tendrían que hacer los que no lograsen financiación para sus proyectos. Lo que hacía Luis Buñuel en México, y otros cineastas europeos hicieron en Hollywood, podrían hacerlo en sus respectivos países los directores que se integrasen en la industria, que siempre han sido la mayoría, sobre todo cuando el cine de verdad tenía algo de “industria”, y no era puro artesanado.

Naturalmente, en épocas radicales o de ardor colectivista e igualitario, el concepto de “autor” –como el de artista– parecía excesivamente individualista, cuando no “elitista”, y hacer cine más o menos personal y disidente dentro del sistema parecía mero “posibilismo”, si no una coartada ilusoria, y los amantes del cine una secta de locos muy poco militantes, despreocupados de la realidad social. Los productores, los Estados, la censura y las fuerzas vivas –entre ellas las cadenas de televisión–, los distribuidores y los exhibidores y su gran jefe, la MPAA, podían frotarse las manos. Un par de reformas legislativas “globalizadoras” y “desregulatorias”, como gustan a los neoliberales de viejo cuño thatcheriano que nutren desde hace décadas –y más aún desde 1989– los equipos de cerebros grises (o los “think tanks”) hasta de los partidos supuestamente socialdemócratas, acabarían poniendo en manos de las productoras-distribuidoras los derechos de autor, la propiedad intelectual se vería desplazada por los bien llamados “derechos de explotación” y por la propiedad de los medios no ya de producción, sino de distribución. Si los cinéfilos no se quejan, sólo una débil minoría de los cineastas, progresivamente reducida a la inactividad o confinada a “ghettos” cada vez más estrechos, podría resistirse. En ese camino estamos todavía, y la lucha se desarrolla en múltiples frentes, que los que hacen cine a menudo desdeñan o ignoran. Creen que no va con ellos… hasta muchos de los que no están dispuestos a entregarse al enemigo que les paga.

No voy a argumentar algo que me parece obvio. Me limitaré a invitar a quien tenga alguna duda al ejercicio siguiente: enumere cada cual las películas que le han interesado en lo que va de año, en los últimos doce meses, en dos años o en cinco. Y analice si son europeas o no, y si son o no obras personales.

A quienes hacen negocio con el cine americano y a su servicio les interesa y beneficia sobremanera, como forma de extender su dominio y hacer rentable su ocupación, que desaparezca esa diferencia, esa ventaja del cine europeo sobre el americano, esos que se resisten a la igualdad de los sepulcros blanqueados, al silencio de los cementerios de las ideas, a la estandarización de las fórmulas narrativas y de las formas. Un estilo propio es una infracción, no digamos hacer –como reza el lema más permanente de Godard– “lo que no hacen los demás”.

La ley del embudo: Como siempre sucede en el terreno de la economía –y para quienes el cine no es un arte, ni una cuestión de estilo ni de ideas, es meramente un asunto económico–, las cosas están interconectadas. Todo produce efectos, tiene consecuencias indirectas, repercute a distancia.

Por eso, mientras no desaparezcan por completo la totalidad de las ayudas europeas a la creación cinematográfica, ya aguadas mediante su origen cada vez más regional y localista y por su generalización indiscriminada (toca a menos cuando es para todos, y beneficia incluso al enemigo infiltrado y al colaboracionista), privadas de justificación al dar más dinero al que más gana (no al que más arriesga ni al que más aporta al fondo común), desviadas hacia aspectos no específicamente cinematográficos, procurarán las fuerzas aliadas de ocupación que el cine “disidente” o “nacional” o “personal” que, con dificultad, llega a hacerse, no se vea.

Por un lado, eso permite estrangular económicamente al enemigo. Hacerlo invisible, dificultar las comparaciones, evitar que los colaboracionistas se sientan señalados por esos enojosos “Pepitos Grillos” que demuestran que con poco dinero se puede hacer buen cine, personal y decente. Siempre temen los que tratan de imponer sus reglas que pueda cundir el ejemplo de la disidencia, que los espectadores puedan preferir lo original, lo nuevo, lo sorprendente y lo propio a lo consabido, lo igual, lo esperado y lo uniforme. Hay reducir su cauce: cuanto menos rebeldes haya, mejor. Y si sus películas no dan dinero se deducirá que es que “no gustan”, para así deslegitimizar por completo las ayudas que puedan recibir, contando con que estas, con un poco de campaña en prensa, serán en principio rechazadas por aquellos que no sienten ningún interés por el cine y también por aquellos cuyo único interés es el estrictamente económico (y laboral: una película pobre paga menos y emplea menos gente y durante menos tiempo).

Por otro, con el apoyo generalizado de los medios de comunicación (pertenecientes todos a grupos que son partícipes crecientes en la producción de cine “standard” e interesados por deshacerse de competencia para sus series televisivas y por crear un nuevo “star system” casero, que luego tratarán de imponer en la pantalla grande), establecerán una falsa metáfora democrática, según la cual el público “elige” mayoritariamente ver el cine americano o el que la inversión publicitaria y la promoción del propio grupo multimedia convierte automáticamente en “comercial”. Para ello es esencial que no existan, en la práctica, otras alternativas: al menos en España, la mayor parte de lo más interesante que se hace en Europa y en el resto del mundo (incluso en los Estados Unidos) no se estrena, y las películas más taquilleras son las que el público tiene cerca de casa y copan el 90% de las pantallas (el 100% en los núcleos suburbanos, mientras se destierran las salas de cine de los centros urbanos).

Hasta el raro éxito de una película sin publicidad, que la crítica casi por milagro apoyase unánimemente, se ve reducido por su ausencia de vallas y espacios publicitarios y por su presencia exclusiva en una diminuta sala: aunque aguante en ella un año, la película en cuestión no entrará nunca en el “ranking” de las más taquilleras y sus ingresos totales serán ridiculizados frente a los obtenidos por los grandes éxitos del año. Se ocultará cuidadosamente que quizá amortice su bajo coste, desdeñando por principio todo lo que ha costado poco como “barato”, lo que no sucede con frecuencia con películas aparentemente mucho más comerciales, que han costado tanto y han invertido tanto en publicidad que un éxito espectacular pero efímero no permite amortizarlas por completo.

La exigencia de éxito inmediato (en el primer fin de semana se juegan todo), paradójicamente mucho mayor que cuando los tipos de interés triplicaban o cuadruplicaban los actuales, sirve para expulsar inmediatamente de las salas a las películas estrenadas el viernes sin publicidad alguna, impidiendo que se corra la nueva de su interés a través del “boca a oreja”, el más eficaz y fiable, pero el más lento. Los cinéfilos deberían recurrir al SMS y al correo electrónico para apoyar con la urgencia propia de la situación las películas que les gusten y que quieran que se sigan haciendo. Y debieran evitar, como sugirió hace poco Jordi Balló, por mucho que le intriguen, ver en las primeras tres semanas las películas de éxito garantizado por su precalientamiento y cobertura mediática y por su ocupación masiva de las pantallas.

Este problema, grave en toda Europa, lo es más en España que en otros países, pero no debería oscurecer su versión a escala continental: el espacio único europeo y la libertad de circulación dentro de la Unión Europea no existe más que para el cine americano. Las películas europeas, en general, no circulan apenas en territorio nacional, prácticamente nada en el comunitario. Quizá habría que dotar fondos europeos para constituir una distribuidora de la Unión Europea, con amplia cobertura, y que se ocupara de difundir el cine europeo en otros continentes. Sería más útil que fomentar infraestructuras que sólo pueden utilizar los más poderosos o cuyo objetivo es alquilar platós, material y equipos a superproducciones americanas sedientas de reducir costes.

No creo preciso recordar que el carácter crecientemente “doméstico” de los cines europeos impide que haya estrellas verdaderamente europeas, o que lleguen a ser atractivas en el mundo entero. Aparte de la vieja costumbre (desde el mudo) de contratarlas Hollywood en cuanto consiguen tener algún éxito en Estados Unidos. Ni Catherine Deneuve ni Alain Delon, ni Jean-Paul Belmondo ni Isabelle Adjani, ni Gérard Depardieu ni Emmanuelle Béart en sus momentos de mayor popularidad han logrado que se estrenaran ¡en la vecina España! sus películas, incluso si venían cargadas de Césars y de una taquilla espectacular en Francia.

Géneros: Puede ponerse en duda, si se salva el breve reino de la “commedia all’italiana”, clausurado hace ya cuarenta años, que el cine europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial haya conseguido crear un solo género propio digno de tal nombre, si se usa el término con un mínimo de rigor, dentro de lo que cabe en materia de fronteras tan difusas y que, por su propia naturaleza, es evolutiva y cambiante: por definición, un género, cuando está vivo, se desarrolla y se modifica paulatinamente.

No es raro que así fuese, pese a que Europa es la cuna de casi todos los géneros cinematográficos (salvo el western y el musical) y tuvo una influencia estética determinante incluso durante los años 40 (gracias a Hitler) en varios otros, ya que la industria europea, donde llegó a existir, fue destruida durante la guerra (salvo en Francia) y el mercado fue colonizado (con menor intensidad en Francia) por las majors estadounidenses al término de la contienda, cuando lanzaron cientos de películas retenidas durante cinco o más años sobre unos países empobrecidos, ávidos de distracciones y sin apenas oferta nacional que oponer.

Los países ocupados o agradecidos apenas opusieron resistencia a lo que sus habitantes acogían con fervor y entusiasmo. A partir de ahí, todo ha sido o sumisión o tentativas de copiar con menos medios los modelos hollywoodenses, cuyo éxito, por lo demás, no sólo se debía a su calidad (que a menudo era grande). Era lo que, de repente, más abundaba, tras un largo periodo de ausencia, de forzada abstinencia, de añoranza incluso. Y algunos países (de nuevo, gracias a Hitler y sus émulos o precursores) le habían regalado al cine americano –parece que para siempre– la lengua mayoritaria de sus pobladores.

Los cineastas de mayor renombre, prestigio intelectual o (a escala nacional o europea) más comerciales son los que han creado un género propio: se va a ver, se ha ido a ver, no una comedia, un drama o un policiaco, sino una película de Carl Th. Dreyer, de Ernst Lubitsch, de Roberto Rossellini, de Ingmar Bergman, de Victor Sjöström, de Mauritz Stiller, de G.W. Pabst, de Lupu Pick, de Karl Grüne, de E.A. Dupont, de Gerd Oswald, de Jakob Protazanov, de Alberto Cavalcanti, de Ievgenií Bauer, de Robert Siodmak, de S.M. Eisenstein, de V.I. 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Murer, de Pablo Llorca, de Hans Jürgen Syberberg, de Bernardo Bertolucci, de Marco Bellocchio, de Federico Fellini, de Luchino Visconti, de Jean-Luc Godard, de François Truffaut, de Vittorio De Sica, de Jean Grémillon, de Jean Renoir, de Jacques Becker, de Jean-Pierre Melville, de Éric Rohmer, de Chris Marker, de Claude Chabrol, de Jacques Demy, de Marcel Carné, de Agnès Varda, de Claire Denis, de Chantal Akerman, de André Delvaux, de Jerzy Skolimowski, de Roman Polanski, de Milos Forman, de Jean Cocteau, de Max Ophuls, de Fritz Lang, de F.W. Murnau, de Noémie Lvovsky, de Yulia Solntseva, de Věra Chytilová, de David Lean, de Carol Reed, de Ivan Passer, de Jancsó Miklós, de Alieksei German, de Mark Donskoi, de Tarr Béla, de Georges Franju, de Jean-Louis Comolli, de Philippe Garrel, de Danièle Dubroux, de Benjamin Christensen, de Abel Gance, de Jean Rouch, de Jacques de Baroncelli, de Alfred Hitchcock, de Charles Chaplin, de Robert Bresson, de Edgar Neville, de Jean-François Stévenin, de Leos Carax, de Gianni Amelio, de Alain Tanner, de João César Monteiro, de Paul Leni, de Léonce Perret, de Marguerite Duras, de Michael Powell, de Patricia Mauzy, de Claire Devers, de Andrzej Munk, de Krzysztof Kieśłowski, de Urban Gad, de Robert Hamer, de Felipe Vega, de Mario Camus, de Montxo Armendáriz, de Benito Perojo, de Maurice Elvey, de Florián Rey, de Mario Soldati, de Mimmo Calopresti, de Gustavo Serena, de Llorenç Llobet-Gràcia, de Jerónimo Mihura, de Marco Ferreri, de Pascal Bonitzer, de André Téchiné, de Jacques Doillon, de Robert Guédiguian, de Xavier Beauvois, de Marie Vermillard, de Manuel Poirier, de Leopold Jessner, de Sergei Paradjanov, de Alieksandr Sokurov, de Grigori Alieksandrov, de Giuseppe De Santis, de Mauro Bolognini, de Pietro Germi, de Otar Ioseliani, de Carmelo Bene, de Ettore Scola, de Alexander Mackendrick, de R.W. Fassbinder, de Werner Herzog, de Alexander Kluge, de Luis García Berlanga, de Alain Resnais, de Fernand Deligny, de Hervé Le Roux, de Michael Haneke, de Axel Corti, de Olivier Assayas, de Benoît Jacquot, de Theo Angelopoulos, de Pierre Schoenderffer, de Barbet Schroeder, de Claude Lanzmann, de Jean-Daniel Pollet, de Alain Cavalier, de René Allio, de Nicolas Klotz, de Arnaud Desplechin, de Nicolas Philibert, de Arnaud Des Pallières, de Teuvo Tulio, de Nyrki Tapiovaara, de Gianfranco De Bosio, de Gian Vittorio Baldi, de Vittorio De Seta, de Pedro Almodóvar, de Víctor Erice, de Wim Wenders, de Andrzej Wajda, de Andreí Tarkovskií, de Michelangelo Antonioni, de Vladimir P. Basov, de Aki Kaurismäki, de Ken Loach… Nos gusten o no personalmente, sean monótonos o permanentemente cambiantes, lo que esperamos de una película europea es la presencia de un autor, de un punto de vista, de un estilo, de unas opiniones personales. Incluso cuando no pretendían serlo, o hasta lo negaban (Mario Bava, Raffaello Matarazzo, Terence Fisher, Vittorio Cottafavi, Riccardo Freda, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Dino Risi, Mauricio Ponzi) o, simplemente, no eran “buenos” aunque fueran los autores, los “responsables” de las películas que dirigían (como varios mencionados y muchos más, de René Clair o Gillo Pontecorvo a Jesús Franco o J.A. Bardem). Excúseme la lista, que dista de ser exhaustiva y, aunque no lo parezca, y dentro de mis preferencias personales, es muy selectiva, y en la que faltarán quienes no hayan atravesado mi memoria en unos minutos, así como los muchos que sin duda no conozco y los bastante numerosos que otros apreciarán y yo no, o no especialmente; pero creo que es bueno que los europeos, de vez en cuando, hagamos recuento y recordemos que no han faltado ni nativos de nuestro continente ni personajes que sin salir de él han aportado al cine un buen número de obras maestras o de películas enormemente interesantes (sin contar a los que, nacidos fuera, han recalado algún tiempo por nuestras costas, a veces para no volver a su tierra de origen, y han conseguido hacer gran cine europeo). Si se tiene en cuenta que es mucho más frecuente que en Europa se hagan películas de notable interés, pero que no llegan a sublimes, que resultan un poco frías, que no se diseñan como memorables, además de las muchas que son poco conocidas, porque no circulan o ni siquiera se conservan, estaremos en mejores condiciones para, mirando tanto el pasado siglo como el presente, contemplar el futuro con la falta de complejos de inferioridad precisa para no ser pedantes y actuar con energía. Es muy posible que el cine europeo se venda mal, resulte menos atractivo y prometedor de lo que podría, peque de timidez o de pretenciosidad. Pero hay que pensarlo, ver si es cierto y –si vale la pena– tratar de corregirlo.

Notas preparatorias para la intervención en el II Congreso Internacional de Cine Europeo Contemporáneo en Barcelona en junio de 2006.

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