viernes, 19 de diciembre de 2025

Cartas a desconocidos

No sé exactamente cuánto tiempo llevaría escribiendo lo que convencionalmente se denomina "crítica de cine" cuando empecé a reflexionar acerca de la extraña y paradójica naturaleza de esta función, sin duda secundaria y probablemente prescindible, pero no tan parasitaria como pretenden algunos —sobre todo entre los que ocasionalmente la "sufren" en carne propia, que podrían ser sus mayores beneficiarios, si existiese entre algunos cineastas y algunos críticos una relación fértil y enriquecedora, de mutua confianza y aprendizaje— ni tan utilitaria como piensan otros, incluidos bastantes de los que la practican, obviamente más por interés que por afición. Sí, recuerdo que era muy joven todavía, y que desde entonces no he dejado de preguntarme qué es, qué puede o debe ser la crítica, para qué puede servir, si es que tiene alguna utilidad o la obligación de aspirar a ella.

Su continuado ejercicio y esas preguntas son mis únicos títulos para divagar ahora por escrito y a la vista de todos sobre estas materias, sin hacerme la ilusión de haber encontrado respuestas universalmente válidas, sino sólo algunas que me sirven a mí para orientarme.


QUÉ ENTENDEMOS POR "CRÍTICA DE CINE"

El caso es que la crítica cinematográfica, en su acepción más amplia y elemental —poco más que una crónica de estrenos, reseñas breves y circunstanciales, de caducidad inmediata—, es casi tan antigua como el cine, y que no lleva camino de desaparecer, por mucho que, como la de las restantes artes, parezca estar permanentemente sumida en algún tipo de difusa "crisis" y se vea no menos constantemente puesta en entredicho, cuando no se la pone en la picota. Todo lo cual se me antoja, en última instancia, un síntoma de vida, si no exactamente de buena salud, de lozanía, de vitalidad o de pujanza.

Conviene, sin embargo, que nos pongamos de acuerdo acerca de lo que entendemos por las palabras que usamos, ya que, lejos de ser, como se dice con absurdo tono despectivo, una mera "cuestión semántica", es lo único que puede impedir que nos enzarcemos en un diálogo de sordos, en el que uno habla de una cosa y otro replica refiriéndose a otra que apenas tiene relación con aquélla.

Así que yo quiero aclarar que no voy a perder el tiempo en comentar "la situación de la crítica" como estamento, profesión, cuerpo académico o grupo de presión, ni hoy ni en ningún tiempo pasado o venidero, ni en el mundo "global" ni en España ni, por descontado, en ninguna de sus porciones o parcelas peor o mejor avenidas (y en el fondo, sobre todo en lo malo, tan parecidas). Es una cuestión que se despacharía, por lo demás, en dos palabras, incluso con una bastaría (por ejemplo, para ser muy educado, inexistente).

Voy a referirme meramente a la crítica que podría llamarse "vocacional", esto es, al decir de los que no son parte de ella, la más gratuita y la más "inútil", que es, siento decirlo, la única que me interesa practicar o puede interesarme leer. Y que puede manifestarse por escrito y en formatos muy diversos —de la breve nota apresurada al libro, pasando por el ensayo largo—, pero también oralmente, o combinando elementos verbales y visuales (la televisión sería un medio idóneo, pero no suele aprovecharse), incluso en soporte cinematográfico, o en las charlas de Internet, y puede adentrarse en la teoría o la historiografía, sin por ello aspirar a un "cientifismo" que me parece fuera de lugar, innecesario y quimérico. Un profesor de guión hace este tipo de crítica —o debiera—, como puede hacerla un cineasta —en un artículo, en una entrevista, en una película—, o cualquier espectador que comenta lo que acaba de ver con un grupo de amigos. Mucha crítica, a lo mejor la más interesante, se la lleva el viento en cualquier esquina en la que dos o más cinéfilos han conversado durante horas; sólo nos queda la que de algún modo queda registrada.

VOCACIÓN CRÍTICA

Aunque parezca una paradoja, admitiré abiertamente y sin el menor reparo que no sé de nadie con verdadera vocación de crítico; ni siquiera André Bazin, cuya pasión, sospecho, era más bien enseñar. Conste que no niego tal posibilidad, con carácter excepcional, pero el propio periodo juvenil y —en consecuencia— pasajero durante el que se ejerce por lo general tal actividad tiende a probar que no es un objetivo final frecuente, ni siquiera un vicio extendido y con arraigo duradero, aunque en los últimos años —sobre todo, o al menos, que yo sepa, en España— la "vida activa" de los críticos parece estarse dilatando más allá de toda expectativa —e incluso de las condiciones mentales de los que la ejercen—, en parte por razones que intuyo pero no puedo asegurar (casi siempre relacionables con el deterioro del siempre deficiente sistema educativo, demostración palpable del acierto de la Ley de Murphy: escasa afición a la lectura, y por tanto a la escritura, de los más jóvenes; desinterés y poca curiosidad por el pasado entre las nuevas generaciones, etc.).

En lo que a mí respecta —y perdonen que hable de mí mismo, pero es el caso que mejor conozco y el único del que puedo decir algo sin aventurarme demasiado ni herir susceptibilidades—, y eso que podría pasar por un raro ejemplar de crítico "puro" —en el muy banal y nada épico o heroico sentido de que apenas he hecho otra cosa en relación con el cine, al que no me he dedicado profesionalmente—, confieso que de niño soñé con desempeñar "de mayor" múltiples y peregrinas profesiones —de conductor de metro y bombero a pirata, director de orquesta y piloto de avión—, sin que jamás se me ocurriese incluir la de crítico entre ellas, entre otros motivos porque probablemente ignorase hasta bastante tarde su existencia y —de habérseme explicado en qué consistía tal oficio— ni la hubiera comprendido ni la habría encontrado interesante, menos aún atractiva o —aunque esto, la verdad, nunca lo he tenido muy en cuenta para nada— rentable.

Ni siquiera cuando el cine pasó a convertirse en la segunda de mis pasiones y la más imperiosa —que tampoco la primera— de mis aficiones, al menos la que más tiempo ocupaba del que tenía libre —que entonces me parecía ya escaso, aunque pronto descubriría que nunca sería ya tan abundante—, y empecé no sólo a ver muchas películas, y a verlas varias veces, sino a documentarme sobre ellas y sus artífices, a leer revistas especializadas y libros de teoría e historia del cine —es decir, a leer crítica—, a apuntar lo que veía y hacer listas de lo que me faltaba por ver, es decir, ni siquiera cuando me convertí en lo que por entonces (hoy parece ser otra cosa, en la que no me reconozco) se consideraba un cinéfilo, llegó a entrar en mis planes, y menos todavía pude imaginar que llegaría a pasarme al menos treinta y cinco años —ya los llevo— fatigando a los desconocidos e hipotéticos lectores con comentarios cinematográficos de mi propia cosecha. Palabra que nunca se me cruzó por la cabeza la noción de que pudiera resultar divertido pasar de leer sobre cine —lo que no siempre me parecía de provecho— a escribir acerca de él.

Como nunca he confundido mis aficiones con mis habilidades —aunque sea para mí una frustración irreparable no bailar como Fred Astaire, ni tocar el saxofón como Lester Young, Johnny Hodges, John Coltrane o Ben Webster, o el piano como Duke Ellington, Count Basie, Thelonious Monk o Bud Powell, y ser incapaz hasta de canturrear sin riesgo inminente de lluvia—, que me entusiasmase ver películas insaciablemente no me ha hecho creer en ningún momento que a lo mejor se me daría bien hacerlas yo, ni siquiera estar seguro de que me interesara intentarlo, del mismo modo que no me he puesto en serio a escribir novelas —de lo contrario, hubiera acabado al menos una de las tres que he empezado— ni pintar, y que mis poesías son un asunto tan privado que no las lee nadie.

En consecuencia, contra lo que parece ser frecuente y se asume malévolamente que es la norma —para poder acusar a los críticos de creadores frustrados, cuando no de "impotentes" resentidos— en ciertos ambientes, nunca he aspirado a convertirme en director de cine, ni siquiera en guionista. Por tanto, jamás he considerado la crítica como un trampolín, ni como una fase de espera o preparación para otra actividad más ambiciosa, sino como un mero complemento residual, un derivado de mi irremediable condición de espectador activo y curioso, propenso a documentarme y con cierta predisposición a escribir, cosa esta última que he hecho desde que recuerdo, siempre con agrado y sin particular sensación de esfuerzo, sino que, por el contrario, es algo que todavía me divierte, relaja y descansa, y que hago con más facilidad y espontaneidad que hablar, y sin gran aspiración de estilo, aunque no descarto que involuntariamente lo tenga —regular o aceptable— en alguna medida, ya que con el tiempo se adquieren hábitos, y hasta sin querer uno se refleja o se trasparenta en lo que hace.

Confesaré también que, en más de una ocasión, he intentado o me he propuesto dejar la crítica, en el sentido de "colgar los hábitos" los frailes o "cortarse la coleta" los toreros, hastiado no tanto del cine en sí —aunque alguna temporada de desmoralización y hartazgo sufrimos todos, en especial desde finales de los años 60 los que llegamos a vivir (aquí con retraso) el esplendor inmediatamente anterior— ni de escribir sobre cine—que, con perdón, es lo que yo hago, más que "crítica"—, sino de la necesidad de "opinar" (y hasta "juzgar") y del "ambiente" casi siempre mediatizado y enrarecido en que la crítica se desenvuelve —reflejo de las capillas existentes en la industria del cine, en todas las actividades culturales, en la política— y de las posturas que a menudo predominan dentro de ella, sobre todo en cuanto se corporativiza o se agrupa en torno a una publicación: lo siento, pero nunca me han gustado, y nunca he querido saber nada de dogmatismos y banderías, de filias y fobias ideológicas, estéticas o personales, tan caprichosas e intolerantes (o condescendientes, o partidistas) como sectarias y sofistas en sus supuestas "justificaciones".

El caso, como es fácil comprobar, es que no he abandonado la crítica más que por brevísimos periodos de tiempo. Por un lado, parece que me dejo liar con facilidad, o que me animo a arrimar el hombro a proyectos que me resultan simpáticos y atractivos, con "compañeros de viaje" afines o amigos, que comparten, si no exactamente los mismos gustos ni ideas semejantes, sí un parecido entusiasmo por el cine, del que parece que nos sentimos reivindicadores y proselitistas; y todo ello a despecho de lo precarias y frágiles que suelen ser organizativa y financieramente —sobre todo si aspiran a la imprescindible independencia— tales empresas desinteresadas y hasta alocadamente voluntaristas, propias de "aficionados" —tanto en el buen sentido de la palabra como, ay, en el malo—, y de lo tristemente que acaban a menudo, por no decir casi siempre, tras un periodo más o menos largo en que las revistas sobreviven rutinariamente al debilitamiento o la dispersión del impulso entusiasta fundacional y en el que caen en la rutina y la disgregación, entregándose a intereses ajenos a la idea inicial —no siempre clara, para empezar, y pronto enturbiada— y a las más variadas formas de secesionismo, víctimas unas veces de su natural tendencia a la sectarización, otras de enfrentamientos, celos o rivalidades personales, como no puede menos de suceder cuando se sella una alianza temporal de personas sumamente heterogéneas y variopintas, unidas por lazos muy tenues, y entre los que a menudo no se cuenta, curiosamente, el espíritu crítico que creo absolutamente imprescindible para dedicarse duraderamente a estos menesteres.

Por otro, sospecho que escribir sobre cine se haya convertido en una forma benigna de adicción, cuyo arrastre supera cualquier ataque de pereza, y que no hace sino prolongar y justificar con su carácter "público" un hábito personal preexistente, si se quiere una manía privada: mucho antes de publicar mi primera crítica, tenía ya la costumbre de meditar acerca de lo que veía, tomar notas durante la proyección (y conste que jamás he poseído ni usaría aunque me lo regalaran cosa tan llamativa y molesta para los demás como un bolígrafo-linterna, como he visto con asombro que afirma fantasiosamente Vicente Molina Foix en su último libro), redactar observaciones y comentarios, que a veces ordenaba y a los que daba forma para mí mismo o bien, en cartas, para amigos a los que tales noticias pudieran interesar.

EL GÉNERO EPISTOLAR

No creo extraño, pues, sobre todo con tales antecedentes, que al pensar por vez primera acerca de la crítica —que ya ejercía, un tanto a regañadientes y sin la menor ambición de ningún tipo, porque me había dejado convencer para colaborar en un par de publicaciones— llegase casi de inmediato a la conclusión de que se trataba, al menos para mí, de una actividad literaria "menor", de creación y de comunicación a la vez, y decididamente enmarcable en el género epistolar, y cuyo fin último era, muy modestamente, dar "la buena nueva": compartir un descubrimiento, un entusiasmo, una admiración. Por supuesto, justificando y razonando sus causas y procurando hacerlas comprensibles para otros, por subjetivas que fueran o pudieran parecer (y no pueden ni deben ser de otra forma, si son personales y auténticas). También, ocasionalmente, podía ser su objeto advertir de un peligro, denunciar una superchería, restablecer una jerarquía absolutamente necesaria, a mi juicio, para valorar con justicia cualquier obra, o fijar o aclarar los criterios en que tales apreciaciones mías se basaban.


EN PRIMERA PERSONA DEL SINGULAR

Como nunca ha sido de mi agrado usurpar el nombre ni la representación de los demás, sea un grupo o una generación, y me parece inmoral apuntalar o reforzar las opiniones propias con la simulación de que son respaldadas por otras personas, sobre todo si se ignora lo que piensan realmente los demás o se sospecha que la coincidencia no es muy probable, he escrito siempre en primera persona del singular, como las cartas; es, además, la única forma de no decir nada que no se piense y de decir casi todo lo que uno piensa, y lo he hecho siempre con la máxima corrección: mis padres intentaron educarme bien, y hay expresiones que no es adecuado dar a la imprenta; además, con no ver las películas de los directores que encuentro detestables estoy a resguardo de ellos, sin necesidad de insultarles ni de pedir o reclamar que alguien les impida ejercer su profesión ni desearles la muerte, como tiene a "graciosa" gala hacer un presunto "colega" al que celebran precisamente por su grosera impertinencia, tan arbitraria como oportunista y deliberada, por mucho que los ingenuos la tomen por prueba de sinceridad, cuando por lo general es una mezcla de cálculo, tremendismo y autocomplacencia.

Tener la ocasión de publicar lo que uno opina no es una licencia para matar, ni una excusa para dar rienda suelta al malhumor ni a las bajas pasiones. De pasada, diré que la crítica se hace con la cabeza, no con las vísceras, más aptas para otras actividades menos dependientes del raciocinio, del gusto y de la voluntad. Reconocer que cuanto pensemos y escribamos, si no es plagio, será subjetivo no significa que entremos en el reino de lo arbitrario o lo caprichoso.

Naturalmente, intentar comunicarse con los demás presupone un cierto grado de confianza —quizá disparatada, vanidosa e infundada— en que lo que uno desea decir y es capaz de expresar articuladamente puede interesar a otros, por pocos que sean, o acierte quizá a manifestar coherentemente lo que algunos piensan o sienten de forma vaga, sin llegar a formularlo con precisión, y exige un deseo de ser inteligible que obliga —se quiera o no, y no veo razones para no querer— a respetar el medio que uno emplea, en este caso, la lengua escrita, y ocasionalmente la hablada; aunque en mi caso no precisaba que tales obligaciones me vinieran impuestas, creo que el crítico que no se atiene a ellas —y que maltrata la lengua o prescinde de la sintaxis, o siente predilección por las jergas tecnicistas, incluso las más ajenas al cine, que no es precisamente una ciencia— no puede serlo de verdad, por atinadas que sean sus ideas, que apenas acertaré a vislumbrar, y por mucho que pueda intuir que sus gustos puedan coincidir con los míos.


CÓMO SE HACE UN CRÍTICO

Ni que decir tiene que, como todos los oficios, el de crítico se aprende; básicamente, mediante la lectura y la práctica. Es posible —aunque no me consta— que hoy se imparta en alguna academia esta actividad o "materia", que existan escuelas-talleres o hasta cabe que se convierta algún día en una diplomatura o carrera universitaria. No me parece deseable, ni creo que fuesen los resultados muy superiores —y temo que quizá se revelaran muy inferiores, y menos variados— a los que se han conseguido de generaciones mayoritariamente autodidactas, sin más título inicial para ejercerla que su afición al cine y que alguien con poder o influencia en un medio —con o sin razones suficientes— se haya creído que el individuo en cuestión "sabe mucho" y que escribe con alguna soltura, y sin otros créditos al final de su vida "activa" crítica que el más o menos prolongado ejercicio de la actividad, que normalmente enseña mucho y da soltura, aunque también es cierto que desgasta y facilita caer en la tentación de entregarse a la rutina o al consenso (lo que exigen los lectores, lo "políticamente correcto", lo culturalmente admitido).

Siempre he pensado que la mejor manera de aprender a hacer cine es primero verlo, y pensarlo, y luego tratar de pasar a la práctica, en general realizando cortos y escribiendo guiones. Con la crítica tiendo a pensar lo mismo, aunque con mayor razón si cabe, ya que no hay comparación posible entre lo que cuesta escribir un artículo y lo que exige el más económico de los cortometrajes, y además la crítica suele tener una doble referencia —no sólo el cine mismo, sino también cómo es visto, entendido y recibido, por el público y por los demás críticos— que hace ineludible la lectura, aunque sea para hacer lo contrario, o algo que sea completamente diferente. Aunque, naturalmente, la materia prima, el punto de partida, el objetivo último y la razón de ser de la crítica son las películas, que hay que ver una y otra vez, y revisar constantemente, para actualizar las valoraciones, y que es preciso comparar y relacionar con otras.

Se trata, claro, de un aprendizaje personal e intransferible, en el que cada cual escoge el tipo de cine que prefiere, y se hace su propia idea de lo que el cine puede ser; en cuanto al ejercicio de la crítica, sucede más o menos lo mismo, que cada persona elige sus maestros, y toma prestado de ellos lo que más le gusta; no es preciso siquiera que considere "de fiar" —si es que los hay, a mí hoy sólo me interesan las opiniones de Peter von Bagh y João Bénard da Costa, infatigables detectores de maravillas ignoradas— a los "críticos" de los que tengo algo que aprender, y que pueden no escribir o no publicar (incluyo entre ellos directivos de filmotecas o personas que son ahora directores), o con los que puedo mantener un diálogo acerca del cine; a veces, pueden haber muerto, sin que eso modifique esencialmente la situación, ya que puedo "discutir" con sus textos, tener en cuenta las conversaciones recordadas, o imaginar lo que hubiera pensado o dicho de una película que no alcanzó a ver.

Y, naturalmente, los maestros personales pueden ir cambiando con el tiempo; de algunos nos alejamos, o pensamos que caen en la rutina o la pereza, que entran en decadencia o que desvarían; a otros creemos sobrepasarlos, sobre todo si se encastillan en el pasado —es el caso de Jacques Lourcelles, para el que apenas tiene valor nada hecho después de 1960, y que niega el pan y la sal a Godard—, lo mismo que los hay que maduran o se desarrollan en nuevas direcciones, o que de pronto descubrimos o empiezan a resultarnos interesantes, o que se dejan tentar por las corrientes de moda y se meten en terrenos en los que no estamos dispuestos a acompañarles.

Es un proceso, en principio, que nunca termina: siempre podemos aprender algo de alguien, incluso de aquel que creemos conocer bien. Durante una etapa, fueron para mí fundamentales André Bazin, Jacques Rivette, François Truffaut, Jean-Luc Godard, Éric Rohmer, Luc Moullet, Philippe Demonsablon, Jean Douchet, Victor F. Perkins, Ian Cameron, Robin Wood, Paul Mayersberg, Mark Shivas y, entre los que usaban mi propia lengua, José Luis Guarner, Jos Oliver, Pere Gimferrer, Miguel Rubio, Juan Cobos, Jesús Martínez León, José María Carreño, Manolo Marinero, lo mismo que largas charlas —llenas de acuerdos y desacuerdos— con varios de ellos y algún otro, como Antonio Drove o Paco Llinás; después cobraron importancia Serge Daney, Jean-Louis Comolli, Michel Delahaye, Jean Narboni, Jean-Claude Biette, Louis Skorecki, Paul Vecchiali, Claude Ollier, Jacques Aumont, Alain Bergala, Raymond Bellour, Jacques Lourcelles, Bernard Eisenschitz, Jacques Goimard, Gérard Legrand, Andrew Britton, Michael Walker, Joseph McBride, Mike Wilmington, Peter Bogdanovich, Adriano Aprà, Maurizio Ponzi, Enzo Ungari, Jean-François Tarnowsky, Jean-Loup Bourget, Thomas Elsaesser, Leland A. Poague, Janey A. Place, James Naremore, Barry Salt, Stanley Cavell, Edgardo Cozarinsky, y descubrí textos antiguos fundamentales, como los de Jean Epstein o el poeta americano Vachel Lindsay, o recientes, como los de Gilles Deleuze, o desarrollé y puse a prueba mis ideas en largas conversaciones con Víctor Erice, Jos Oliver, Felipe Vega, José Luis Guerín o Catherine Gautier, o en el cruce de cartas con Andrés Caicedo, Juan M. Bullitta, Isaac León Frías. Todavía hoy mis discusiones amistosas con muchos de ellos y con algún interlocutor más reciente (como José Andrés Dulce), a veces por e-mail, me aportan o exigen tanto como algunos libros-sorpresa (como el de Fabio Troncarelli sobre John Ford que cito en otro lugar) o algunos artículos en revistas, aunque cada vez con menos frecuencia.

ENTRE LA NARRACIÓN Y EL ENSAYO

El problema de la crítica, sobre todo si se considera —como yo lo hago— perteneciente, como las cartas privadas, al género epistolar, y no al panfletario, ni al publicitario, ni al teórico, ni al didáctico, ni siquiera al divulgativo-informativo, aunque algo de estos tres últimos pueda incorporarse ocasionalmente a ella, según el lugar y la extensión del escrito, consiste en que uno redacta cartas firmadas y abiertas pero dirigidas a destinatarios desconocidos y puede que incluso inexistentes. Situación algo semejante a la de los cineastas que quieren expresarse y hacer "algo" que les gusta, más que complacer a los demás o hacerse millonarios.

Hace falta, pues, un grado alto de fe, o la sospecha de que —por excéntrico que uno sea— hay por ahí gente tan rara como para que pueda compartir nuestras aficiones y gustos, por minoritarios o extravagantes y discrepantes de la opinión mayoritaria que sean. Y es importante adoptar la forma y el enfoque más adecuado a cada circunstancia, en buena parte predeterminado por el tiempo y el espacio disponibles —más aún que el medio— y en parte dictado, o cuando menos influido, por la propia película, que tiene también sus exigencias, que afectan no sólo a lo que se dice, sino a su tono y hasta al ritmo de la prosa: no creo que se pueda hablar del mismo modo ni con el mismo estilo acerca de Rio Bravo de Hawks y El año pasado en Marienbad de Resnais o Pierrot le fou de Godard, sobre Peckinpah y Rossellini, sobre McCarey y Hitchcock, sobre Naruse y Antonioni, ni —por poner ejemplos algo más recientes— sobre Deseando amar de Wong Kar-wai, Los puentes de Madison de Clint Eastwood, Sicilia! de Huillet & Straub o Histoire(s) du Cinéma de Godard. Lo mismo que cada historia requiere de un director, dentro de su estilo, un enfoque apropiado, cada película pide al crítico, por mucho método que tenga, un modo de aproximación distinto. Si algo no creo que sirva para nada es aplicar la misma rejilla a todas las películas —ni siquiera a las de una época, un país, un género o un cineasta—, uniformándolas artificialmente; entre otras cosas porque se dirá forzosamente lo mismo, si se reduce cada obra a un modelo esquemático fijo.

Es más, una crítica, dentro del género epistolar, subsección "carta abierta", puede optar —y, en la medida en que tal posibilidad se ofrece, debe tomar una decisión al respecto, sea o no acertada— por la narración, el ensayo y hasta —no lo recomiendo a casi nadie— la poesía, o combinar elementos de estas tres formas de expresión literaria, al menos en las distancias cortas: una crítica o un artículo pueden acercarse al cuento, la short story o la fábula, por un lado; al apunte teórico-reflexivo, por otro; y, con osadía al menos igualada por el talento y la inspiración, incluso al poema. Esto último es sumamente raro, pero una de las mejores (y mejor escritas) críticas que he leído en mi vida, la que dedicó Manolo Marinero a Bande à part de Godard en el nº 220-221 de Film Ideal, auténtico prodigio de concisión, precisión y emoción al que me sé incapaz de aproximarme, no es sino un poema en prosa que, pese a su brevedad y abstracción, dice casi cuanto de fundamental hay que decir acerca de esa película, para mí una de las cumbres de Godard (y por tanto del cine).

Es más recomendable, como norma, optar hasta en artículos un poco largos por las dos únicas formas practicables en el vasto territorio de un libro: la narrativa —una monografía puede ser casi la novela— o el ensayo, de la que hay ejemplos numerosos y diversos, entre los que algunos de mis favoritos más o menos largos son dos artículos sobre Otto Preminger (concretamente, sobre Éxodo y Tempestad sobre Washington) de Robin Wood en Movie nº 4, el análisis de Mandingo de Richard Fleischer por Andrew Britton en Movie nº 22, o el de The Wrong Man de Hitchcock por Godard en el nº 72 de Cahiers du Cinéma; en pequeño formato, la presentación de Chronik der Anna Magdalena Bach de Danièle Huillet & Jean-Marie Straub por Adriano Aprà en el nº 22 de Cinema e Film, película dificilísima de comentar que, sin embargo, inspiró a Ángel Fernández-Santos un texto asombroso, en Nuestro Cine nº 93.

ANTE TODO, PENSAR

Contrariamente a quien aspira, sobre todo, a hacer algún tipo de méritos o a labrarse una reputación, a establecer contactos y relaciones o abrirse camino en alguna de las variadas e hiperpobladas ramas del sector cinematográfico, el crítico que no ambiciona sino compartir el placer que ha sentido contemplando una determinada película —porque le daría pena o rabia que alguien capaz de disfrutar con ella pueda perdérsela— y expresar la gratitud que siente hacia los artífices de esa obra que le ha hecho aprender, comprender, viajar, olvidar o divertirse una hora y media, parecerá poco sistemático y resultará imprevisible, simplemente porque se revelará capaz de sorprenderse a sí mismo, elogiando sin prejuicios, de vez en cuando, la creación de alguien que no admira o que no le inspira confianza, a quien por sus antecedentes no aprecia o incluso habitualmente rehúye.

Además, si en algún momento ha bordeado el dogmatismo —como la juventud, el entusiasmo y las posiciones estéticas o ideológicas radicales suelen propiciar—, con el tiempo y la experiencia se apartará cada vez más, quizá incluso totalmente, de manías y maximalismos intransigentes y desmesurados, lo que le hará cada día más seguro de sí mismo y al mismo tiempo menos tajante y más tolerante: en lugar de condenar una película al primer error garrafal o a la tercera falta de gusto —un zoom enfático, un ralenti meloso, un acelerado facilón— que advierte en ella, o desconectar en cuanto siente dudas o desconfianza acerca del rigor, la coherencia, la modestia o la decencia de un cineasta, esperará con paciencia hasta el final —y eso que, cuando se ha visto mucho cine, suelen bastar diez minutos para saber si algo no tiene remedio, y casi siempre, por desgracia, para prever el desenlace—, y tratará de encontrar alguna justificación al proceder del cineasta, por mucho que le desconcierte o parezca absurdo.

De esa tentativa, hasta si no se consigue, quedará como huella una actitud abierta, centrada en la voluntad de comprender y conocer más que en la obsesión de juzgar, emitir certificados de calidad o poner notas. Por eso el crítico de verdad —el que yo considero como auténtico, no el que a menudo pasa por tal— no pierde nunca la curiosidad, ni agota nunca el terreno de sus pesquisas: sabe o intuye que no hay mal cineasta que no pueda un día, en las adecuadas circunstancias, superar sus limitaciones o sentirse afectado por lo que cuenta y darnos una buena película, y que no existe raza ni país negado "a priori" o por principio para la expresión cinematográfica, por mucho que pueda carecer de base industrial y de tradición, lo mismo que acepta de buen grado que hasta sus ídolos más venerados puedan equivocarse o no dar con el tono adecuado, y que además no siempre hacen lo que quieren, o que a veces tiene razón el productor que les impone ciertas limitaciones.

El verdadero crítico es un pensador cinematográfico que escribe, y que temporalmente tampoco pone límites a su interés: no está a merced de la actualidad, menos aún de los caprichos, los negocios o las rutinas de la distribución, y conserva —contra toda evidencia— un resto de confianza en el futuro del cine, con lo que mezclará como espectador obras maestras y rutinarios productos comerciales, saltará de una década a otra, desde hoy mismo al cine más reciente, desde los maestros consagrados hasta los cortometrajistas debutantes, que asociará, comparará y distinguirá entre sí precisamente por la continuidad en las visiones, así como mediante asociaciones que le vienen a la memoria, pienso yo que de forma involuntaria, una vez que ha archivado indeleblemente en su cerebro un buen número de imágenes, gestos, movimientos de cámara, diálogos y argumentos.

Es también alguien que no se conforma con la simple contemplación de las películas: las rememora, las revisa, las piensa, busca información acerca de su gestación y rodaje, o sobre manipulaciones posteriores, si las hubo. Más que verlas simplemente, las lee y relee —o si se prefiere, las mira y las remira, escrutándolas—, las analiza, las imagina de otro modo y compara también esa hipotética versión con la que acaba de desfilar ante sus ojos en la pantalla o en el recuerdo.

Todo esto debería dejar suficientemente claro que no me refiero, al hablar de críticos, a los que normalmente se tiene(n) por tales, que son los que escriben en los periódicos —o semanarios de actualidad— exclusivamente de lo que se estrena o, cuando acuden a festivales, sólo dan cuenta de las películas que compiten por los premios en la "sección oficial". El crítico "aficionado" —por diferenciarlo de lo que los otros consideran "profesional"— prefiere siempre las secciones retrospectivas e informativas, invariablemente más interesantes, y acude a la Filmoteca y viaja cuanto puede —y cuando viaja va al cine— porque no se resigna a la cartelera de su ciudad, a la pobre, sesgada y limitada oferta —tan homogénea y "estandarizada"— de lo que se distribuye comercialmente, que casi siempre margina lo más interesante y original que se está haciendo en el mundo.

Esto excluye de mi idea de lo que debe ser un buen crítico tanto al que desprecia "a priori" a un cineasta senegalés, palestino, boliviano o armenio —y este tipo de "racismo" o "xenofobia" abunda hasta entre los críticos sedicentemente "progresistas"— como al que presume de no interesarse más que por exquisiteces "orientales" —de las que suele conocer muestras selectas y bien escasas— o bien confunde con "el cine" el de Hollywood, como si la actual rutina recocida que allí se produce tuviera algo que ver con la inventiva y audaz "fábrica de sueños" que funcionó entre 1914 y 1964 aproximadamente; y deja fuera también al que no está al corriente de lo que hoy se hace, con la tenue y pesimista —aunque cómoda— excusa de que es improbable que nada actual o futuro sea comparable a las obras máximas de los decenios anteriores, aunque, desgraciadamente, puede que tenga razón —y en todo caso, es probable que no fuésemos capaces de advertirlo y aceptarlo—, lo mismo que al que se niega a ver una película meramente por ser muda o de los años 40 ó 30, o en general por considerarla "antigua", etiqueta esta última que va ampliando su capacidad y llega a abarcar incluso a las estrenadas hace un par de temporadas, puede que dentro de no mucho a las del año anterior, o al que anticuadamente desprecia todo "telefilm", ignorando que hace cincuenta años que se ruedan para ese medio muchas obras interesantes y algunas geniales, por mucho que, como en el cine propiamente dicho, predomine siempre cuantitativamente lo deleznable.

Y excluye también, no por definición, ni por prejuicios, sino por carecer de tiempo para pensar y casi para escribir, y a menudo por no disponer de espacio ni de libertad suficientes, a la gran mayoría de los críticos de estrenos de la prensa diaria, paradójicamente los más influyentes, porque son los que tienen mayor número de lectores y los que publican a tiempo de que su opinión tenga influencia —sobre todo negativa: los rescates o salvamentos "in extremis" se cuentan con los dedos de una mano— en la carrera comercial de las películas frágiles y menos comerciales —contra las poderosas y con fuerte lanzamiento publicitario nada puede hacer ni la más tajante e infrecuente unanimidad negativa, como demostró hasta la saciedad el caso de Airbag—, aunque a veces algunos confundan esa posible repercusión de sus escritos con un "poder" que reside, más que en ellos, en el medio del que son parte integrante y no siempre plenamente autónoma. Pobres de los que se crean poderosos o ansíen serlo; es un tipo de "poderío" que el verdadero crítico desdeña y no desea tener nunca.

LOS DEBERES DEL CRÍTICO

No creo mucho en decálogos ni en reglamentos para el ejercicio de la actividad crítica. Ni externos e impuestos, desde luego, ni supuestamente propios. No tengo la menor fe en esos "códigos de buena conducta" presuntamente aceptados libremente y por consenso por una representación corporativista. Lo que no significa que no existan normas generales de ética que deben ser respetadas, más que nada por sentido común y por vergüenza. A mí me la produce, en su curiosa variante llamada "ajena" —no sé por qué, pues la sentimos como propia, aunque la motiven actos de otros— ver con qué pasmosa tranquilidad, con qué descaro y con cuánta frecuencia se traspasan las fronteras de la decencia, como sucede cuando lee uno una crítica que no es sino un refrito de las frases publicitarias sugeridas por el pressbook, o una paráfrasis apenas velada de las declaraciones del director, errores de traducción incluidos, o un collage —ahora lo llaman "intertextualidad", según parece— de opiniones ajenas, a veces desvirtuadas por la mezcla informe y heterogénea de proposiciones estrictamente incompatibles; o cuando advierto —se nota mucho, y sucede muy a menudo— que quien tanto elogia por escrito y públicamente determinada película de un "intocable" (en cada época los hay, lo mismo que hay "blancos" propiciatorios, porque atacarles resulta gratis, puesto que son personas a las que no es peligroso atacar: carecen de poder o no son rencorosas, o ambas cosas) piensa en realidad que es un horror, y así lo confiesa —o hasta proclama desenfadadamente— en privado; o cuando deduzco que alguien escribe de algo que no ha visto, cosa que ocurre más a menudo de lo que pueda creerse —y es casi la norma en los que "recomiendan" cine en televisión: se nota que no conocen las películas, casi siempre copian a Leonard Maltin o a Carlos Aguilar, y encima nunca azuzan la curiosidad del lector hacia las películas menos vistas y más intrigantes, desde modestas series B a Allan Dwan, pasando por alguna rareza polaca o africana que pueda caer por casualidad en un lote adquirido a ciegas por una cadena—, o que lo que dice lo "pensaba" ya antes de ver la película, y lo seguiría repitiendo como un loro aunque la obra en cuestión fuese completamente distinta de como es, como prueba la discrepancia observable entre lo que dice y la película que comenta.

No hablo ya de los que, por descuido que revela excesiva falta de interés y de respeto a los lectores, llevan varias películas matando a cineastas que —los muy pesados— se empecinan en seguir vivos y en activo, o que confunden al director de una película con el de otra, sea para ensalzarle o para criticarle por ella, pese a que los errores de un crítico casi siempre son copiados por otro, y pueden eternizarse y extenderse como una plaga; o los que usan y abusan del gastado recurso retórico de fingir deplorar que su última entrega no esté al nivel de la anterior, cuando, si tenemos buena memoria o acudimos a una hemeroteca, resulta que la precedente tampoco le gustó, y por la misma razón comparativa, y que así viene sucediendo desde hace años.

Y es tan obvio que no deben hacerse ciertas cosas que ni siquiera el hecho de que se suelan hacer justifica reiterarlo: no es de recibo, por descontado, que un director en activo ponga verde a sus colegas/competidores del mismo país (aunque sí que elogie algo que le llena de admiración, o que apoye al autor de una primera película que le sorprende gratamente, y bien raros son tales extremos de generosidad y modestia), ni que un guionista profesional (aunque sea intermitente o esté en paro) recrimine por sistema a las películas que critica no haber recurrido a un experto para corregir "obvios" errores de guión, ni que relativice a menudo sus elogios "de cumplido" desanimando al público de acudir a la sala con el "regalo envenenado" de deslizar entre epítetos y hasta ditirambos que se trata de una "obra difícil", para minorías, larga, lenta, o que hubiera ganado con una amputación de media hora. Ni que, probablemente sin revisiones que lo pudieran justificar, vaya decreciendo la valoración de una obra según el número de ocasiones en que —por topársela en festivales o en candidaturas a premios— se refiere a ella.

Son prácticas frecuentes e inadmisibles, como lo era que un censor reprochara —y lo hizo, y en muy pío diario— "confusión" o "mal montaje" a una película que había contribuido a dejar en tal estado... Pero cualquier lector medianamente informado y atento a lo que lee y quién lo firma podrá detectarlas y, creo yo, tomará buena nota y sabrá a qué atenerse, sin necesidad de prohibirlas, como no se van a vedar ciertos rasgos de estilo que, aunque le crispen a uno los nervios, tienen la ventaja de ser delatores de la insinceridad: conviene saber qué es un anacoluto, pues tengo comprobado que es la forma canónica del camelo; lo mismo que la cursi concatenación de metáforas mal avenidas —chirriantes hasta provocar náuseas, lo que facilita su frecuente connotación culinaria— suele encubrir la muy diplomática intención de no decir nada o la más malévola y cobarde de apuñalar a traición y sin dejar huellas o de abofetear con guante aparentemente blanco, pilatismo que no es, por cierto, lo mismo que aplicar con ingenio el "arte de injuriar" que explicó y practicó con hilarante brillantez en su juventud Jorge Luis Borges, del que no harán mal en aprender algo de una vez ciertos gañanes patibularios que encima pretenden ser admiradores suyos.

El crítico de cine que a mí me interesa no es un intermediario; menos aún, el último eslabón —el de la promoción indirecta y la publicidad encubierta— entre los que comercian con el cine y los que tienen que pagar por verlo, los espectadores "normales". 

Ni siquiera debe ser considerado como un defensor o consejero del consumidor. Para empezar, porque creo que el cine no se "consume", sino que se digiere y asimila, eliminando sólo los residuos —hasta de la memoria, si fuera lo más higiénico— de lo deleznable, o mejor dicho, de lo que ni siquiera como basura puede ser ejemplar o ilustrativo de algo, aunque su éxito lo convierta en un fenómeno sociológico. No creo que sea recomendable vivir a dieta de "obras maestras" ni una dosis monocorde de "grandes obras", ni circunscrita a un género, o a un país: sin términos de comparación es imposible establecer jerarquías y escalas de valores, y sin ellos no existe criterio —por flexible y adaptable que sea—, ni es posible, por tanto, el ejercicio de una crítica que merezca tal nombre, pues es una función que siempre consiste —irremisiblemente— en seleccionar y descartar, en elegir, en situar, en relacionar y cotejar, en ver conexiones, en descubrir parentescos, influencias y paralelismos y señalar diferencias, precedentes y contrastes. En una palabra, en iluminar y señalar.

Si es posible, y hay espacio, conviene exponer el punto de vista desde el que vemos y hablamos, es decir, revelar un poco quiénes somos, qué conocemos, qué preferencias tenemos y nos definen como espectadores. Eso permite que el lector no tenga que depositar en nosotros más confianza que la que esté dispuesto a concedernos en cada oportunidad, y que le dejemos libertad suficiente para que él mismo saque sus conclusiones y se haga una idea propia de aquello que comentamos.

Ésa es, a mi entender, la utilidad posible de esta pintoresca actividad: la capacidad del crítico para proponer o estimular la reflexión de cada lector, su intuición para darle pistas fructíferas, su habilidad para espolear la curiosidad del espectador o hacerle volver a mirar con más atención o respeto lo que vio con precipitación, descuido, impaciencia o prejuicios. Lo que la justifica, más allá del puro valor literario que pueda tener cada pieza crítica.

Otra cosa es que eso sirva de algo al propio crítico: si utiliza esta actividad como un medio y no como un fin, no le bastará, evidentemente, con tan modestos objetivos, antes al contrario, y le traerá cuenta causar escándalo o ponerse al servicio de un grupo contra otro o frente a un individuo osado y disidente que se permite el desplante de ir por libre y dejar en evidencia al tropel de los academicistas y los rutinarios. Pero si lo que ocurre es que le gusta el cine, le divierte pensar (o no puede evitar esa "funesta manía", ni dejar para otros) y le agrada escribir, que alguien "descubra" gracias a su recomendación un cineasta o una película —o una novela o un pintor o músico que pueda haber citado de pasada— será una espléndida propina por hacer algo grato y que, con un poco de suerte, le permite financiar su doble vicio de ir al cine y leer acerca de él. 

En Nickel Odeon nº 23 (verano de 2001)

martes, 16 de diciembre de 2025

Genio de Preston Sturges

Famoso, olvidado, ignorado —sus films son hoy difíciles de ver en todo el mundo—, descubrimos ahora, casi por casualidad, y gracias a TVE, a Preston Sturges (1898-1959), uno de los más grandes autores del cine americano.

Ya su segundo film, Navidades en Julio (Christmas in July, 1940) nos había permitido conocer a Sturges, que se presentaba como un "pariente" cinematográfico de Lubitsch, McCarey y Capra, más rebelde y lúcido que estos últimos, menos cruel y brillante que el primero, pero de una importancia comparable: Sturges es, con ellos y con Hawks y Cukor, el creador de la gran comedia clásica americana. Rehuyendo el optimismo y el sentimentalismo tan frecuentes en los Estados Unidos de aquella época, las comedias de Sturges se revelan tan perfectas (actores, planificación, diálogos, guión) como las de Capra y McCarey. pero más eficaces, más duras, más amargas, evitando cargar las tintas (tanto en las escenas dramáticas como en las de felicidad) y sin caer ni en el melodrama ni en la comedia loca y pintoresca. El humor de Sturges es afilado como una cuchilla de afeitar, y actúa como un escalpelo para sondear y criticar la realidad social que le circunda. Todas estas virtudes, que hacían ya de Navidades en julio una obra maestra, se manifiestan con mayor fuerza y evidencia todavía en Sullivan's Travels (1941), hasta ahora inédito en nuestro país.

Sullivan's Travels es un film moderno como pocos. Constituye una reflexión sobre la función del artista (explícitamente, del cineasta). Es, pues, un film moral, pero salvado por el humor de cualquier teoricismo. El ejemplar guión (como siempre, original del propio Sturges) narra la historia de Jack L. Sullivan (Joel McCrea), famoso director de comedias que, consciente de la gravedad del momento (guerra, paro, pobreza; decide hacer un film sobre los miserables y los vagabundos. Los productores no quieren ni oír hablar de un cine a lo Capra (Sullivan le defiende), y para disuadirle le hacen ver que no conoce la pobreza y que no podrá hacer un buen film. Entonces Sullivan se viste de pordiosero y se va, sin dinero, a recorrer el país para estudiar la otra cara de los Estados Unidos. Se tropieza entonces con una joven (Veronica Lake), decepcionada, que no ha logrado hacerse actriz, y tienen juntos diversas peripecias humorísticas —durante las cuales se enamoran— que, finalmente, una vez sumergidos en la pobreza, se vuelven cada vez más amargas. De regreso en Hollywood, Sullivan decide partir una vez más, solo, para repartir 1000 dólares entre los vagabundos. Entonces uno le golpea y le roba. Sullivan desaparece, y le dan por muerto al encontrar un cadáver inidentificable que lleva sus botas. Mientras, él despierta casi amnésico en un tren. Un empleado del ferrocarril le golpea por vagabundo, Sullivan reacciona y es condenado a seis años de trabajos forzados. La comedia, el juego, la experiencia segura (con las espaldas guardadas) se ha convertido en drama, en realidad: Sullivan es maltratado hasta que, por fin, logra comunicarse con sus amigos y es puesto en libertad. El caso ha sido muy comentado, y los productores desean que haga su film social, pero Sullivan se niega; aún no conoce la miseria, aún no ha sufrido bastante, y además se ha dado cuenta —en presidio— de que ayudará más a los desgraciados haciéndoles olvidar sus penas con una comedia.

Sturges plantea, pues, el dilema del director de cine consciente, y su duda entre dos actitudes. Y lo más genial es que no sólo lo plantea con lucidez, y lo expone con claridad, sino que, además, lo resuelve, haciendo con Sullivan's Travels los dos films que sucesivamente quiso hacer su protagonista: una comedia, por un lado, y un drama social, un testimonio, sobre todo. Y en Sullivan's Travels predomina la gravedad, la virulencia no esquemática, la amargura de este segundo aspecto, a través de un film verdaderamente dialéctico, que critica a la vez las convenciones de la comedia y del drama social, huyendo de compromisos y autocomplacencias, cambiando de tono y de tema con una habilidad insuperable, analizando a la vez el cine y la sociedad, haciendo un documental sobre la pobreza y sobre Hollywood. Film autobiográfico por tanto, meditación consciente sobre su deber y solución sintética del problema dentro de la misma obra.

Como Navidades en julio, pero de forma más explícita y aún más grandiosa, Sullivan's Travels nos revela la mirada penetrante e irónica, desmitificadora y crítica de un cineasta que, para no perder la independencia y la libertad de la que gozó en los años 40, no dudó en emigrar a Europa en 1953, donde, por desgracia, no pudo continuar, de todas formas, la valerosa trayectoria que inició en Hollywood, en 1940, con su primer film, The Great McGinty, y que ha dado lugar a obras tan modernas y geniales como Sullivan's Travels.

En El Noticiero Universal (31 de marzo de 1969)

viernes, 12 de diciembre de 2025

Presentación de la "Colección Miguel Marías"


Este lunes 15 de diciembre, a las 19:00 h., presentación de la "Colección Miguel Marías" (Editorial Confluencias) en la Librería Antonio Machado de Madrid.

Presenta Rodrigo Dueñas, coordinador del presente blog y editor de la colección. Los dos primeros títulos estarán dedicados a Jean-Luc Godard y Alfred Hitchcock.

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***


ÍNDICE

PRÓLOGO
Jesús Cortés
15
CARTA SOBRE GODARD
[Alphaville]
Inédito, abril de 1966.
21
JEAN-LUC GODARD EN BUSCA DEL TIEMPO PERDIDO
[Pierrot le fou]
El Noticiero Universal, 5 y 6 de enero de 1967.
31
LO ATROZ Y LO SUBLIME
[Les Carabiniers]
El Noticiero Universal, 3 de julio de 1967.
39
LOS HIJOS DE MARX Y DE LA COCA-COLA
[Masculin Fémenin]
El Noticiero Universal, 16 de agosto de 1967.
43
EL TESTAMENTO DE JEAN-LUC GODARD
[Le Mépris]
El Noticiero Universal, 7 de septiembre de 1967.
47
UNA SOMBRÍA INTRIGA POLÍTICA
[Made in U.S.A.]
El Noticiero Universal, 2 de enero de 1968.
51
UN FILM «NIVOLESCO»
[2 ou 3 choses que je sais d’elle]
El Noticiero Universal, 2 de febrero de 1968.
55
LEJOS Y CERCA DEL VIET-NAM
Nuestro Cine, nº 74, junio de 1968.
59
WEEK END
Nuestro Cine, nº 80, octubre de 1968.
67
MONTPARNASSE ET LEVALLOISE
Nuestro Cine, nº 91, noviembre de 1969.
71
LOS CARABINEROS
Nuestro Cine, nº 93, enero de 1970.
75
EL ESPÍRITU DEL «MUSICAL»
[Une femme est une femme]
Nuestro Cine, nº 97, mayo de 1970.
79
UNE FEMME EST UNE FEMME
Film Ideal, 1970, nº 222-223, 1970.
81
EL SOLDADITO
Nuestro Cine, nº 102, octubre de 1970.
85
LE SPHINX ET LA LUMIÈRE
[Alphaville]
Inédito, comienzos de los 70.
91
UNE FEMME MARIÉE
Dirigido por, nº 31, marzo de 1976.
95
LE NOUVEAU MONDE/IL NUOVO MONDO
Dirigido por, nº 73, mayo de 1980.
97
SAUVE QUI PEUT (LA VIE)
Casablanca, nº 1, enero de 1981.
99
SEÑALES DE VIDA DE JEAN-LUC GODARD
Alphaville Noticias, nº 1, enero de 1981.
103
A VUELTAS CON GODARD
Casablanca, nº 11, noviembre de 1981.
107
ENTREVISTA A JEAN-LUC GODARD
Casablanca, nº 11, noviembre de 1981.
111
GODARD SUPERVIVIENTE
Jean Luc Godard. JC, Madrid, 1981.
135
PASSION
Casablanca, nº 29, mayo de 1983.
159
TIEMPO DE GODARD
IV Festival Internacional de cine de Sevilla, noviembre de 1983.
165
LA CARMEN DE GODARD
Hoja de presentación de Alphaville, diciembre de 1983.
177
FRENTE A GODARD
[Prénom Carmen]
Casablanca, nº 37, enero de 1984.
183
REVELACIONES
[«Je vous salue, Marie»]
Hoja de presentación de Alphaville, junio de 1985.
189
GODARD A LA INTEMPERIE
«Jean-Luc Godard». Filmoteca Regional, Murcia, 1986.
195
MICHEL POICCARD MURIÓ HACE 32 AÑOS
[À bout de souffle]
Circular de L’Ateneu de Olot, nº 18, febrero de 1992.
211
GODARD FOREVER
Nickel Odeon, nº 12, otoño de 1998.
215
VIVRE SA VIE
Texto preparatorio para la intervención en
¡Qué grande es el cine!, 4 de septiembre de 2000.
221
HERMANOS SECRETOS: CHRIS MARKER
& JEAN-LUC GODARD
Texto preparatorio para una presentación en el Festival de Creación
Audiovisual de Navarra, 24 de noviembre de 2000.
223
JEAN-LUC GODARD & JACQUES RIVETTE
Nickel Odeon, nº 23, verano de 2001.
227
GODARD JUVENIL
En torno a la Nouvelle Vague: rupturas y horizontes de la modernidad.
Institut Valencià de Cinematografia, Valencia, noviembre de 2002.
233
TODAVÍA GODARD
Prólogo al libro JEAN-LUC CINÉMA GODARD de Paulino Viota.
Fundación Marcelino Botín, Santander, 2004.
249
MONTAJE ESTRATIFICADO EN EL CINE
DE JEAN-LUC GODARD: TEXTURAS, COLORES,
SONIDOS, TEXTOS, CALIGRAFÍA
Artecontexto, otoño de 2005.
253
VIVRE SA VIE
Inédito, 13 de marzo de 2006.
263
GODARD Y EL TIEMPO
[Vivre sa vie]
El Cultural, 27 de julio de 2006.
265
SANDALED FEET GOING DOWN A FLIGHT OF STAIRS
[Notre Musique]
Defining Moments in Movies: The Greatest Films, Stars, Scenes
and Events that Made Movie Magic. Cassell, Londres, 2007.
269
GODARD, HUILLET Y STRAUB &
LA VELOCIDAD DEL RAYO
Inédito. Versión más reducida en Miradas de cine, nº 62, mayo de 2007.
273
¿POR QUÉ LA S ENTRE PARÉNTESIS?
[Histoire(s) du Cinéma]
Cahiers de Cinéma España, nº 2, junio de 2007.
287
AL BORDE
[Film Socialisme]
Lumière Internacional Godard, finales de 2010.
289
MADE IN U.S.A.
Programa de la Filmoteca, marzo de 2016.
295
SIN ESPERAR A GODARD
Un blog comme les autres, 18 de septiembre de 2022.
297
AN EARLY GOODBYE
[JLG/JLG (Autoportrait de décembre)]
MUBI, 30 de enero de 2023.
303
INTRODUCCIÓN A «INTRODUCCIÓN A UNA
VERDADERA HISTORIA DEL CINE» Y PRESENTACIÓN
DE VIVRE SA VIE
Texto preparatorio para una presentación en la Filmoteca de
Catalunya, 9 de julio de 2023.
307
NO ES OBLIGATORIO
El cine de Jean-Luc Godard: rupturas y aperturas. Universidad
de Lima, noviembre de 2023.
313
BANDE À PART
Inédito, 25 de julio de 2025.
325
FERDINAND CORRIÓ...
[Pierrot le fou]
Inédito, comienzos de los 70.
327


Los libros se pueden adquirir aquí y aquí.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

El extraño caso del Doctor Fausto (Gonzalo Suárez, 1969)

Fausto (a Mefistófeles): «Ahora conozco las dignas funciones que ejerces:
no puedes destruir el todo y procuras aniquilar la parte».
Fausto (a Elena): «...Vivir, aunque sea por un solo instante, es el deber y
la misión más alta que podemos cumplir».
                                                                                       (Goethe)

Destrozando no ya el naturalismo sino, incluso, la ontología de la imagen cinematográfica, el "ojo de pez" a través del cual Gonzalo Suárez contempla la realidad y la ficción —sin señalar las fronteras entre una y otra— le permite no transmitir con su película la ideología dominante en nuestra sociedad. De esta forma, sin pretender hacer un cine político en primer grado, ni en segundo, que sería cómplice de la situación, ni limitarse a reproducir pasivamente —es decir, sin lucha— las apariencias más externas de la circunstancia española, Suárez ha conseguido crear un film libre y original que, de forma indirecta pero precisa, aborda los problemas que nos preocupan a todos a la vez que nos narra una historia fantástica.

En los últimos años se puede observar en el cine el crecimiento de dos tendencias dispares que están confluyendo cada vez con más frecuencia: el cine político y el cine fantástico, unidos con frecuencia bajo el ropaje de la parábola. El extraño caso del Doctor Fausto, como The Big Mouth o EI profesor chiflado, de Jerry Lewis, como El ángel exterminador o La Voie lactée, de Buñuel, como Partner, de Bertolucci o Las margaritas, de Chytilová, es uno de los más altos exponentes de esta tendencia. En mayor o menor medida, cada uno de estos films se niega a someterse a una realidad contra la que está librando una batalla. A esa postura política le responde una postura estética: la destrucción o deformación de la imagen o de la narración, la caricatura, el borrar la línea que separa —en teoría— lo real de lo imaginario. En suma, se penetra en el campo del cine "fantástico", que engloba, a su vez, al cine de terror, al de ciencia ficción, al de la locura. En España, siempre en retraso y retrasada incluso por los que pretenden avanzar pero que para dar el primer paso esperan la llegada del Mesías y no tener que esforzarse para emprender la marcha, este camino, especialmente adecuado a nuestras dificultades para enfrentarnos directamente con la realidad, ha permanecido intransitado hasta que Gonzalo Suárez y Pere Portabella realizaron sus primeros largometrajes, Ditirambo y Nocturno 29, respectivamente. Y Suárez da ahora, con El extraño caso del Doctor Fausto, primera de las "Diez películas de hierro" que está realizando, un paso adelante de dimensiones gigantescas; tan decisivo es este paso que su primer film, hace unos meses revolucionario en nuestro contexto, queda ahora convertido casi en una obra "academicista", relativamente "tradicional".


Porque el Fausto de Suárez no transmite su "mensaje" (llamémosle así, a falta de mejor palabra), a través de la narración más o menos lineal y sutil de Ditirambo, sino, además, a través de las formas visuales y de su impacto sensorial sobre el espectador. De esta forma, como Persona o El ángel exterminador, Suárez se coloca en las fronteras del cine moderno, y se revela como uno de los más audaces y rigurosos exploradores con que cuenta hoy día el cine. Destruida la narración "verosímil" en una serie de episodios oníricos, la película nos presenta la transformación de Fausto en Mefistófeles y de éste en un hombre verdadero a través de la aparición de varios personajes misteriosos, como la Esfinge, el Homúnculo, Perceptrón, Euforión, Helena de Troya, y Margarita, con tal poder de fascinación que la película bordea el cine de terror, pero un terror que no sabemos de dónde procede y que, por tanto, resulta aún más terrorífico. La deformación de las imágenes que produce el empleo del gran angular, el admirable empleo del color, el talento de Suárez para crear escenarios alucinantes con medios económicos muy limitados, el uso de la música, la riqueza imaginativa de todo el film, representan tal avance desde Ditirambo que podría creerse que Suárez ha realizado diez o doce films entre uno y otro. El Fausto representa, evidentemente, una nueva etapa de su carrera vertiginosa, y algo nos dice que cada nuevo film de Suárez representará algo totalmente nuevo y original, que abrirá y cerrará una nueva fase de su desarrollo como cineasta. Sin embargo, si reducimos a su esqueleto esta película, nos encontramos con que el tema es el mismo que latía en Ditirambo: un hombre, aquí el narrador, comenta unos sucesos desde el exterior, pero se le encomienda una misión y durante su cumplimiento se da cuenta de que aquello que en apariencia no iba con él, en realidad le afecta, y va en ello su vida. Es entonces cuando el narrador, convertido en Mefistófeles, renuncia a sus poderes mágicos y sobrenaturales y se convierte en un hombre, seducido por Margarita a lo largo de una delirante partida de ping-pong. El que este personaje esté interpretado por el propio Suárez resulta especialmente significativo si se considera el carácter autobiográfico que cobra el film en sus últimas imágenes.

El extraño caso del Doctor Fausto es un film que, por su novedad, necesita ser abordado sin prejuicios, sin esquemas mentales rígidos. Por eso serían los niños, probablemente, quienes mejor lo comprenderían, pues se dejarían maravillar por sus deslumbrante e inéditas imágenes, sin buscar explicaciones elementales ante todo aquello que ocurre en la pantalla. Si Suárez se ha atrevido a hacer esta película, es necesario que el espectador no se quede atrás, y que tenga la suficiente valentía como para atreverse a verla, y de esta forma emprender un fantástico viaje a lo desconocido. Como dijo una vez Godard, "el que salta al vacío no tiene que rendir cuentas a nadie". Esto es lo que ha hecho Suárez, y lo que piensa seguir haciendo en el futuro, porque para él lo importante es vivir, actuar, crear, pese a los peligros que le acechan y de los que es consciente: en la película, Euforión salta y se mata, porque quiere volar. Pero no olvidemos que si la tierra se hace inhabitable, el que no intente volar morirá seguro.

En El Noticiero Universal (8 de diciembre de 1969)

lunes, 8 de diciembre de 2025

La Nueva Ola no ha muerto

Aclararé, ante todo, para el que haya podido pensar que el título de esta conferencia era una provocación o una "boutade" por mi parte, o no tenía otro objeto que "llamar la atención", que, admitiendo que puedan ustedes no estar de acuerdo, tanto "a priori" como después de escucharme, ésa es precisamente, sin embargo, y por extraña que pueda parecerles, mi más serena y meditada opinión al respecto.

Cumpleaños

El mero hecho de que estemos este año conmemorando un aniversario tan raro como la cuarentena, que los que la cumplen suelen no celebrar con excesivo alborozo, creo que, indirectamente, apunta ya a que el título que he escogido no es del todo exagerado, ni está completamente injustificado. Si, como algunos pretenden, con insistencia digna de mejor causa, la Nouvelle Vague hubiese muerto realmente, ya no cumpliría años; quizá se celebrase o llorase -según los gustos- los años transcurridos desde su defunción.

Pero me parece que no es precisamente el caso: entre otras cosas, porque, si cabe tanto discutir acerca de la verdadera fecha de nacimiento de este, llamémoslo así por ahora, "fenómeno cinematográfico" como convenir en que 1959 parece un año más significativo -estrenos de Les Quatre Cents Coups, Hiroshima mon amour, À double tour, premio de la primera en Cannes, realización de À bout de souffle, que se estrenaría en el primer trimestre de 1960- que 1958, pese a que los dos primeros largos de Chabrol (Le Beau Serge y Les Cousins) y el primer film "público" de Jean Rouch (Moi, un Noir) sean de ese año, todavía nadie ha propuesto, que yo sepa, una fecha en la que se le pueda expedir la partida de defunción. No se celebra el año que viene, que yo sepa, y podría hacerse, el quincuagésimo quinto aniversario del Neorrealismo, pese a que el año 2000 esos serán los años que cargue a sus espaldas Roma città aperta.

Esto parece dar a entender, por lo menos, que -por mucho que pueda estar pasada de moda, moribunda y asediada, o no ser la suya la actitud hoy dominante en el cine mundial- la Nouvelle Vague todavía colea, mientras que el Neorrealismo, con todas las ramificaciones que se le quieran atribuir para prolongar su vigencia, y en el sentido más lato que se le pueda dar al término -es decir, despojándolo de las circunstancias históricas que propiciaron su surgimiento, hasta difuminado en un espíritu o en una ética cinematográfica de enfrentamiento con la realidad circundante-, no pasó, como mucho, de los primeros 60. Y eso, con mucha tolerancia; según los avispados críticos que detectaron ya en 1949 (a partir, sí, de Stromboli, no digamos en Francesco giullare di Dio, Europa 1951 o Viaggio in Italia) una cierta perniciosa "involución" en la carrera de Roberto Rossellini, el neorrealismo fue flor de un día, apenas duró un lustro; si se me apura, para los más puritanos de sus partidarios, casi no existió.

Naturalmente, no es raro que algo que empieza aproximadamente catorce años más tarde, y que protagonizan personas que debutan como realizadores a edades sensiblemente más jóvenes, dure bastante más que el Neorrealismo, al que en algún sentido vino a suceder como posición o actitud de "avanzadilla" (me resisto a utilizar el término "vanguardia", que creo inadecuado para ambos movimientos). Pese a las abundantes bajas sufridas por la generación de la Nouvelle Vague -Truffaut, Demy, Kast, Doniol-Valcroze, como, entre sus antecesores, Malle, Melville, Franju, y hasta entre sus continuadores Eustache y muchos de los más jóvenes epígonos, que no cito para no prolongar la relación luctuosa con nombres en este país desconocidos, pues en su mayoría murieron aquí inéditos-, permanecen vivos, en activo y en muy buena forma por lo menos Godard, Rohmer, Chabrol, Resnais y Rivette, además del marginal y siempre olvidado Chris Marker, que me parece una figura fundamental, casi tanto como Rouch, mientras que de los italianos que fueron un poco sus padres espirituales hace tiempo que Rossellini, Visconti, De Sica o Fellini (la mayoría de los cuales hacía tiempo que había abandonado el neorrealismo, algunos hasta cualquier contacto con la realidad) nos dejaron (como después Pasolini), y el pobre Antonioni, aunque sigue al pie del cañón, intentando hacer cine, y parece más próximo a la visión neorrealista que hace treinta años, no goza de muy buena salud.

El último grupo

Si la Nueva Ola -o, si se quiere, sus restos- sigue en el tajo es, más que nada y para empezar, porque ningún movimiento posterior ha venido a tomar el relevo ni ha conseguido jubilarla.

Casi todos los desembarcos colectivos en el cine que se han producido desde 1959, y fueron muchos los que, casi en cada país, lo hicieron en el curso de los años 60, han sido consecuencias de la Nueva Ola francesa, no diré que imitadores, pero sí grupos más o menos variopintos y desorganizados que la tomaron como modelo y, siguiendo su ejemplo, trataron de abrir una brecha en la cerrada y corporativista profesión -en los países que contaban con algo parecido a una industria y una tradición cinematográfica- o de crear o renovar el cine de su nación.

Sus postulados eran, si no los mismos, al menos muy semejantes, parcialmente equivalentes a los que se le pueden atribuir, no sin cierta simplificación abusiva, a los "jóvenes turcos" franceses. Algunos, como los alemanes congregados en el festival de Oberhausen, firmaron manifiestos; otros fueron, como el (mal) llamado "Nuevo Cine Español" surgido hacia 1963, casi creaciones ministeriales promulgadas por Decreto, mediante ayudas a los nuevos realizadores; muchos eran cinéfilos -aunque ninguno contaba con una escuela comparable a la Cinémathèque Française de Henri Langlois- y bastantes ejercieron, como fase de preparación y calentamiento, también para crear el ambiente propicio y para tomar posiciones en el mundillo del cine, la crítica. Pocos, sin embargo, crearon un verdadero movimiento, con unas bases teóricas mínimamente coherentes, con un programa compartido, salvo quizá el "Cinema Nôvo" brasileiro encabezado por Nelson Pereira dos Santos y Gláuber Rocha, carácter excepcional que no es raro si se piensa que, a fin de cuentas, el arranque de esta revolución pacífica no contó con nada ni remotamente parecido y que, de hecho, bajo la etiqueta-paraguas de "Nueva Ola", inventada por la revista L'Express y rápidamente divulgada por los restantes medios y capitalizada por el Ministerio de Cultura, se englobaron, asimilándolos sin la menor base real, un puñado de cineastas que nada tenían, o bien poco, en común, o no más allá que su afición al cine, su deseo de acelerar el "relevo generacional" al que sus mayores, instalados desde el fin de la segunda Guerra Mundial en el poder, se resistían, y una notable ambición.

Ni siquiera entre los que colaboraban entre sí o intercambiaban funciones después de haber sido vecinos en las páginas de Arts o Cahiers du Cinéma, había grandes afinidades; de hecho, de la multitud de nuevos "autores" que brotaron como setas en los bordes del cine francés, por entonces sumamente anquilosado en una gerontocracia academicista, hasta amigos como Godard, Truffaut y Rivette o Chabrol y Rohmer poco tenían en común; no eran los representantes de un tipo uniforme de cine, sino de tantas variantes como directores, que solían ser, eso sí, sus propios guionistas y que aspiraban a ser considerados como los "autores" verdaderos, si no únicos, de las películas.

Texto preparatorio para la conferencia en el ciclo “La Nouvelle Vague” de la Fundación Marcelino Botín en Santander (21 de mayo de 1999).

jueves, 4 de diciembre de 2025

La terrible levedad del cine europeo

Son tan numerosos y variados los dilemas –no siempre comunes, aunque en parte lo sean, sobre todo los de carácter más económico que artístico– que el cine europeo tiene planteados, en estos momentos desde luego, pero en muchos casos desde tiempo inmemorial, que resultaría agotador tratar de enumerarlos. Supongo que para cualquiera, certifico que para mí. Además, esa relación produciría en la mayor parte de los que hubieran de soportarla una impresión bastante penosa, que temo conduciría, más que nada, al pesimismo y, con él, presumiblemente, a la inacción. Todo seguiría como hasta ahora –todo seguirá, de hecho, probablemente, así, salvo que empeore– y, aunque no todo está mal (o al menos tan mal como se cree o se dice) ni ha de transformarse –y hay aspectos que, por el contrario, deben conservarse y defenderse, y otros que tendrían, si acaso, que ampliarse y reforzarse–, creo que convendría reaccionar con cierta diligencia para que algunas dificultades superables sean efectivamente superadas y, además, para aprovechar mejor las posibles ventajas, cualidades y virtudes que pueda tener la presente circunstancia para lo que yo preferiría denominar “los cines europeos” que el muy heterogéneo, dudosamente existente y hasta definible “cine europeo”, que no estoy nada seguro de que sea deseable.

Lo primero que cabría decir es que lo que pudiera, no sin cierta simplificación generalizadora, calificarse de “cine europeo” goza, dentro de lo que cabe, de bastante buena salud estética, a pesar de lo problemático de su propia existencia física. No quiere eso decir –no se malentienda lo que pretendo dar a entender, o más bien someter a consideración– que un alto nivel de excelencia esté generalizado, menos aún garantizado –¿cómo podría?–, ni siquiera que el promedio del cine que se hace en Europa tenga interés o “se salve”, en su conjunto, dado el peso, la gravedad y la frecuencia de los desastres sin paliativos y de los productos no sólo insignificantes e irrelevantes, sino ni siquiera rentables. Pero creo innegable, salvo que se ponga en el juicio mucha mala voluntad o un desmedido pesimismo, que entre las películas de los últimos tiempos –los diez años siguientes a la celebración del centenario de la primera exhibición pública de una película– una proporción considerable, a veces la más innovadora, desde luego la más variopinta, de la producción mundial es europea. No todos los países gozan de idéntica suerte, que nunca está equitativamente repartida, y algunos tienen una producción tan reducida y un mercado interior tan estrecho que ni siquiera alcanzando un alto nivel medio de calidad parece que puedan abrirse camino en el mundo ni asegurar la continuidad de su esfuerzo. Otros, en cambio, se diría que renacen de sus cenizas, despiertan de un largo sueño (o de una pesadilla) o se sacuden el letargo que siguió al marasmo desconcertante en que se sumieron al derrumbarse el castillo de naipes en el que habían vivido, unos como secretos huéspedes de lujo, otros como prisioneros con ocasionales periodos de libertad vigilada, todos con un cierto sentimiento de clandestinidad que hoy ha terminado.

Desde un punto de vista de poderío industrial y de capacidad comercial, en cambio, el panorama, dentro de la irregularidad antes mencionada, se presenta bastante incierto, por no decir ominoso. Porque el circuito está completamente atascado e interceptado desde fuera: se consigue, al cabo de grandes esfuerzos, hacer cine, a veces valioso, pero no que esas películas se vean en condiciones razonables y circulen lo bastante para asegurar su continuidad. La sensación de tiempo y talento que se desperdician, y la impaciencia, frustración y desánimo de muchos cineastas, son tan palpables como la desorientación de otros creadores o el entreguismo de algunos más, que en ocasiones son mayoría, que, si algún día tuvieron ambiciones artísticas, no tardan en reemplazarlas por las meramente económicas.

Pero hay que examinar las cosas con atención, mirando al menos dos veces cada aspecto de la cuestión, sin dejarnos cegar por su evidencia. Porque algunos riesgos, inconvenientes y aparentes limitaciones, sobre todo desde ópticas interesadas, o ajenas a Europa, son o pueden llegar a ser ventajosas. Por lo menos desde determinados puntos de vista, estos sí quizá más persistentes dentro de Europa.

Personalmente, debo admitir que no tengo necesidad alguna del cine como “pasatiempo”; bastante pocas horas tengo libres al día como para desperdiciarlas con cosas quizá no del todo desagradables, pero nada memorables. Como entretenimientos, prefiero otros: los hay más intensos e incluso más baratos. El cine me interesa como arte; posición que será tan minoritaria como se quiera, pero es la mía; no, desde luego, como negocio –en todo caso ajeno–, industria o instrumento publicitario o propagandístico. Desde ese punto de vista que no pretende ser representativo, pues, no veo la menor urgencia en conseguir que el cine se consolide en ningún país como “sector industrial” o “de servicios”, ni siquiera como integrante de las mal llamadas “industrias culturales”; probablemente, si no existiese un elevado número de pequeñas productoras, las posibilidades de hacer un cine que me interesara y pudiera sorprenderme gratamente alguna vez se reducirían drásticamente, cuando ya me parecen insuficientes, y hasta podrían, en determinados países, desaparecer. Quizá no, aún, a corto plazo, en Francia; temo que muy rápidamente en España, Portugal y hasta Italia o el Reino Unido. Y si los cines de cada país de la Unión Europea se integrasen en una sola industria uniformizada y cuantitativamente “poderosa” en principio, temo que sería casi imposible, y desde luego más difícil, la supervivencia del cine personal, de investigación, de ensayo, de descubrimiento de la realidad que me interesa y que ha constituido una parte sustancial de la azarosa identidad tradicional del cine europeo.

Repasemos, para mejor entendernos, algunos de los conceptos clave mencionados en esta breve introducción escéptica.

Identidad: Puede uno debatir durante años el concepto de cine europeo. No me parece muy útil tratar de definir algo de cuya existencia no hay certidumbre, ni desde luego pruebas fehacientes contemporáneas, y que como objetivo puede dudarse que fuera ni siquiera deseable. Al menos, para todo el mundo. Es posible que para un ruso, un polaco, un rumano o un turco lo fuera, y quizá ellos tengan más fe en la idea de un cine europeo que los países que no sienten tal condición como algo novedoso o dependiente de su voluntad, es decir, para los que el europeísmo o la europeidad no son opciones. No hay que olvidar, en todo caso, que –como todas las generalidades, ésta incluida–, cuanto más terreno tratan de cubrir, menos exactas se revelan: cada afirmación globalizadora podría ser formulada en sentido diametralmente opuesto y con parecido grado de credibilidad. Cualquier rasgo que se postule como específica o siquiera típicamente europeo se verá que también existe en otros lugares, y que la característica más contraria imaginable u observable en la realidad presente también se podría considerar como “frecuente” en Europa. Si descendemos a afirmaciones menos categóricas, descubriremos que nada es exclusivo de Europa, que siempre ha existido tráfico de ideas y formas entre unas zonas y otras, a menudo en ambas direcciones, simultánea o sucesivamente, y que lo contemporáneo se ha dado también en el pasado. También se percibirá que esos trazos finalmente dibujan un retrato de contornos borrosos, en el que pocos se reconocerían.

Sólo la caricatura negativa (quién sabe si propuesta y difundida por sus enemigos, es decir, sus rivales o competidores, y los colaboracionistas dentro de cada país de Europa) permite distinguir verdaderamente entre el cine europeo y el americano. En realidad, entre el americano y todos los demás. No nos engañemos, porque de no existir la posición de dominio que impuso en su beneficio el cine americano en Europa al término de la Segunda Guerra Mundial no nos estaríamos preguntando por la supuesta identidad del cine europeo. Y si no nos dejamos llevar por el afán de simplificación, buena parte de las señas de identidad que podamos atribuir al cine mayoritario, industrial, más conocido, más poderoso (pero no quizá a otras porciones del cine que se hace en los Estados Unidos de América), o proceden originariamente de Europa o también pueden encontrarse (siquiera como remedo) en el europeo; las características más emblemáticamente europeas, cuando no se revelan ilusorias, no son tan frecuentes como se pretende en Europa, donde se han convertido hace tiempo en minoritarias o marginales, y no están vedadas a los cineastas americanos, ni por capacidad ni por gusto. La filmografía de los europeos que –como visitantes o como inmigrantes más o menos integrados, y la gama de casos intermedios es muy amplia– han hecho cine en América, incluso de producción exclusivamente norteamericana, y la de los contados americanos que han filmado alguna vez en Europa o han tratado de afincarse en el Viejo Continente proporcionan abundantes muestras, aunque, a poco que el cineasta tenga algo de verdadera personalidad y se proponga introducir su visión, por muy “americano” que sea, se notará algo que delatará su origen (¿más fría, menos emotiva, o al contrario? depende de quién sea el europeo, tal vez de qué país proceda, o de su carácter íntimo, o de que sepa inglés bien, o de que le guste América con más o menos reservas).

Sí, hay una serie de parejas opuestas, más bien malintencionadas, desde luego grotescas de puro sesgadas y caricaturescas. Pero seguro que el 99% de los europeos sabrían qué rasgo correspondería a cada lado. Y muchos, me temo, en silencio compartirían el dictamen negativo hacia el cine europeo que implican.

Veamos algunas, no siempre en el orden coherente, por no facilitar en exceso la identificación:

-Ancho/Estrecho

-Pobre/Rico

-Físico/Teórico

-Soso/Espectacular

-Sentimental/Frío

-Lento/Rápido

-Dinámico/Estático

-Distraído/Aburrido

-Multitudinario/Intimista

-Centrífugo/Centrípeto

-Lleno/Vacío

-Lacónico/Inexpresivo

-Parlanchín/Callado

-Discursivo/Neutro

-Moralista/Relativista

-Acción/Reflexión

-Ensayo/Relato

-Descripción/Drama

-Reacción/Pasividad

-Exaltador/Deprimente

-Claro/Incomprensible

-Con final cerrado/Con final ambiguo

-Inconexo/Continuo

-Azaroso/Causal

-Funcional/Caprichoso

-Pedante/Coloquial

-Con actores famosos/Con actores desconocidos o no profesionales

Etc., etc. Casi se podría prolongar hasta el infinito, sin que variase mucho la imagen final de conjunto de uno y otro contendiente.

También se puede afinar algo más: por ejemplo, en el cine europeo una película barata puede durar tres horas; en el americano, lo hará más fácilmente, pero estará reservada la autorización de sobrepasar las 2 horas aproximadas a las superproducciones espectaculares y muy costosas.

Pero ¿a dónde conducen estas comparaciones?

Babel: Uno de los rasgos que oponen el cine europeo al “americano” (que han sido rivales y permanecen como contrincantes, dado que Hollywood quiere el 100% del mercado) es la multitud de lenguas (sólo en España, no menos de cuatro y una incomprensible para la mayoría; en la Europa de los 15 eran, creo recordar, 26, y no sé a cuántas se llegarán con los 25 socios actuales, y aún quedan otros en puertas) frente a la lengua única (que tiende a ser la que se emplea, aunque no sea la propia de ninguno de los presentes, en las reuniones, oficiales o no, europeas).

Aparte de la riqueza y variedad que supone –y a todos los europeos, además de aprender las que podamos, nos convendría al menos ser capaces de identificarlas, para lo que no hay nada como familiarizarse un poco con ellas al oírlas en su contexto, como sucede en una película–, de nada sirve caer en la tentación de morder el anzuelo del inglés: casi ninguna de las películas europeas hechas (que no rodadas, o muy raramente) en inglés se estrena en Inglaterra, menos aún en Estados Unidos. Sólo sirve para acentuar o propiciar la estandarización o la aparente uniformidad, cuando precisamente Europa, por mucho que se vayan asimilando usos y costumbres, está libre todavía de ese riesgo de monotonía.

Unos europeos sacan partido y se sirven bien de la sonoridad o musicalidad de sus respectivas lenguas (pienso en rusos, irlandeses, italianos) y en la variedad regional y social de acentos (Gran Bretaña, Francia), mientras que los ibéricos desaprovechamos este factor. Es un valor potencial del cine sonoro, que es el actualmente único que se hace, que no deberíamos desperdiciar.

Fogatas: Evito el término “hogueras” porque no quiero dar la impresión de propagar un fuego, ni de invitar a quemar algo en ellas; desde luego, ni libros, ni películas, ni personas. Quizá fogata reúna mejor la idea de un lugar donde se reúne gente al calor de la lumbre, de un foco que irradia luz y de algo que arde y del que cada uno puede coger una tea o antorcha y llevársela para encender en otro sitio otra fogata. Sospecho que en italiano sería un “falò”, si mi recuerdo de Pavese no me engaña, tal vez en catalán sea “llum”, puede que conviniera buscar en cada lengua la más adecuada. Querría evitar cualquier término académico o formativo, que es a lo que se limitan hoy la mayor parte de las escuelas de cine. En la idea que propugno debiera haber algo festivo. Porque no importan tanto las enseñanzas de los profesores –aunque siempre, al empezar, convenga partir del estímulo de maestros a los que emular y con los que echar raíces en la tradición, aunque sea para luego crecer, que siempre se hace en dirección opuesta–, sino lo que, al reunirse, intercambiar ideas, discutir, aprendan mutuamente los alumnos, unos de otros más que todos de un supuesto “sabio”. Y no quiero caer en anglicismos como “clusters” o “viveros”, más propios de una concepción empresarial o científica que, sin desdeñar ninguna de estas facetas, creo que no debiera ser lo primordial, y menos aún lo único. Con suerte, estas “fogatas” pueden convertirse en focos de creación, pero sería pretencioso considerarlos así de antemano, prematuramente, programáticamente; bastaría con que llegasen a ser hervideros, puntos de ebullición de inquietudes e interés por el cine, la narración, la tradición, la realidad, la ficción…

Entiendo (y no quisiera exagerar, no sería más su función, y bastaría, que la de propiciar) que los Masters de Cine Documental de la Universitat Pompeu Fabra algo han tenido de eso, si atiendo a la cantidad de películas recientes hechas en España cuyos directores, y a veces guionistas, productores, montadores y técnicos en general, han pasado por estos cursos, que ignoro si son buenos o regulares, pero al menos parecen estimular a hacer un cine diferente. Nacidos o afincados en rincones muy distantes, o que han hecho sus películas (no siempre, y eso hay que celebrarlo, documentales) en variados escenarios, no directamente ligados a Barcelona ni limitados a las tierras catalanas, creo que han diseminado ideas, ambiciones y concepciones del cine que se escapan de la rutina; seguramente, entre sus compañeros han encontrado otros que pensaban algo parecido, o han descubierto que aspiraban aún –a pesar de todo– a metas que habían deseado y a las que estaban a punto de renunciar; no es improbable que sus profesores les hayan incitado igualmente a apartarse de los senderos trillados, a “hacer camino al andar”, a ver el cine más como una vocación y una pesquisa que como un oficio o un atajo para hacer fortuna y ganarse una cierta reputación, a ocuparse más de otras imágenes que de la suya propia, a mirar con atención antes de hacer películas vistosas.

Una proliferación de puntos semejantes por toda Europa sería, creo yo, saludable. Y que esos puntos de encuentro y difusión de ideas y aspiraciones menos conformes a las reglas del mercado se internacionalizaran, ampliando el intercambio de experiencias y hallazgos no sólo a diferentes regiones, sino a otros países, más distantes y distintos, multiplicando su capacidad de irradiación, me parecería altamente deseable.

Autores y cinéfilos: Sé que hoy (todavía) no están bien vistos, aunque ya es hora de que se pase la moda (cuarentona ya) de despotricar de unos y otros, significativamente ligados. No se equivocaron los que enlazaron ambos términos cuando desencadenaron la ofensiva, tal vez provocada por ciertos excesos (la egolatría y el ombliguismo de algunos cineastas, el desmadre de ciertas generalizaciones del concepto de “autor” y la idolatría de muchos “fans”) y quizá bienintencionada, pero que hoy, como se decía en aquellos tiempos sesentaiochescos (que son los de mis veinte años, por tanto los verdaderamente míos), antes y después del Mayo parisino (Philippe Garrel ha contado muy bien, por fin, el antes y el después, en Les Amants réguliers), son “aliados objetivos de la reacción”, del sistema, de los productores más miserables, del abuso de posición dominante del cine hollywoodense y sus lacayos y secuaces, del rutinario academicismo deshidratado o “light” de los cineastas funcionariales, de lo que Godard llamó “los profesionales de la profesión”. Porque el cine europeo es, y debe seguir siendo, un marco propicio a la creación y la expresión personal, al estilo individual, a la reflexión íntima, a la autobiografía, al ensayo, donde sea posible aspirar a ser autor sin tener que recurrir al disimulo o la inversión solapada, sin que tenga que verse confinado a la serie B, a la marginalidad, al “underground” o a la “resistencia” sorda de un asalariado de los estudios.

En efecto, a poco que lo pensemos, lo que ha diferenciado siempre el cine europeo bueno del cine bueno americano es que en el primero el autor era la regla, en el segundo la excepción. Y fueron los cinéfilos tanto los únicos que permitieron la supervivencia del cine europeo más interesante, audaz e innovador –aunque no resultase demasiado comercial– como los que detectaron que un cineasta americano, bajo su aparente sumisión a las reglas y los géneros, a las convenciones y las estrellas, haciendo películas de encargo, podía expresarse precisamente por su manejo de los elementos específicamente cinematográficos, los que podía controlar al menos durante el rodaje (los encuadres y la composición, la dirección de actores, la luz y el color, ciertas elipsis, el grado de estilización, la insinuación), y que, por tanto, pese a los obstáculos, podían ser autores “bajo cuerda”. Descubrieron así una forma de conciliar estilo e ideas propias con la realización de películas de intención puramente comercial, las que tendrían que hacer los que no lograsen financiación para sus proyectos. Lo que hacía Luis Buñuel en México, y otros cineastas europeos hicieron en Hollywood, podrían hacerlo en sus respectivos países los directores que se integrasen en la industria, que siempre han sido la mayoría, sobre todo cuando el cine de verdad tenía algo de “industria”, y no era puro artesanado.

Naturalmente, en épocas radicales o de ardor colectivista e igualitario, el concepto de “autor” –como el de artista– parecía excesivamente individualista, cuando no “elitista”, y hacer cine más o menos personal y disidente dentro del sistema parecía mero “posibilismo”, si no una coartada ilusoria, y los amantes del cine una secta de locos muy poco militantes, despreocupados de la realidad social. Los productores, los Estados, la censura y las fuerzas vivas –entre ellas las cadenas de televisión–, los distribuidores y los exhibidores y su gran jefe, la MPAA, podían frotarse las manos. Un par de reformas legislativas “globalizadoras” y “desregulatorias”, como gustan a los neoliberales de viejo cuño thatcheriano que nutren desde hace décadas –y más aún desde 1989– los equipos de cerebros grises (o los “think tanks”) hasta de los partidos supuestamente socialdemócratas, acabarían poniendo en manos de las productoras-distribuidoras los derechos de autor, la propiedad intelectual se vería desplazada por los bien llamados “derechos de explotación” y por la propiedad de los medios no ya de producción, sino de distribución. Si los cinéfilos no se quejan, sólo una débil minoría de los cineastas, progresivamente reducida a la inactividad o confinada a “ghettos” cada vez más estrechos, podría resistirse. En ese camino estamos todavía, y la lucha se desarrolla en múltiples frentes, que los que hacen cine a menudo desdeñan o ignoran. Creen que no va con ellos… hasta muchos de los que no están dispuestos a entregarse al enemigo que les paga.

No voy a argumentar algo que me parece obvio. Me limitaré a invitar a quien tenga alguna duda al ejercicio siguiente: enumere cada cual las películas que le han interesado en lo que va de año, en los últimos doce meses, en dos años o en cinco. Y analice si son europeas o no, y si son o no obras personales.

A quienes hacen negocio con el cine americano y a su servicio les interesa y beneficia sobremanera, como forma de extender su dominio y hacer rentable su ocupación, que desaparezca esa diferencia, esa ventaja del cine europeo sobre el americano, esos que se resisten a la igualdad de los sepulcros blanqueados, al silencio de los cementerios de las ideas, a la estandarización de las fórmulas narrativas y de las formas. Un estilo propio es una infracción, no digamos hacer –como reza el lema más permanente de Godard– “lo que no hacen los demás”.

La ley del embudo: Como siempre sucede en el terreno de la economía –y para quienes el cine no es un arte, ni una cuestión de estilo ni de ideas, es meramente un asunto económico–, las cosas están interconectadas. Todo produce efectos, tiene consecuencias indirectas, repercute a distancia.

Por eso, mientras no desaparezcan por completo la totalidad de las ayudas europeas a la creación cinematográfica, ya aguadas mediante su origen cada vez más regional y localista y por su generalización indiscriminada (toca a menos cuando es para todos, y beneficia incluso al enemigo infiltrado y al colaboracionista), privadas de justificación al dar más dinero al que más gana (no al que más arriesga ni al que más aporta al fondo común), desviadas hacia aspectos no específicamente cinematográficos, procurarán las fuerzas aliadas de ocupación que el cine “disidente” o “nacional” o “personal” que, con dificultad, llega a hacerse, no se vea.

Por un lado, eso permite estrangular económicamente al enemigo. Hacerlo invisible, dificultar las comparaciones, evitar que los colaboracionistas se sientan señalados por esos enojosos “Pepitos Grillos” que demuestran que con poco dinero se puede hacer buen cine, personal y decente. Siempre temen los que tratan de imponer sus reglas que pueda cundir el ejemplo de la disidencia, que los espectadores puedan preferir lo original, lo nuevo, lo sorprendente y lo propio a lo consabido, lo igual, lo esperado y lo uniforme. Hay reducir su cauce: cuanto menos rebeldes haya, mejor. Y si sus películas no dan dinero se deducirá que es que “no gustan”, para así deslegitimizar por completo las ayudas que puedan recibir, contando con que estas, con un poco de campaña en prensa, serán en principio rechazadas por aquellos que no sienten ningún interés por el cine y también por aquellos cuyo único interés es el estrictamente económico (y laboral: una película pobre paga menos y emplea menos gente y durante menos tiempo).

Por otro, con el apoyo generalizado de los medios de comunicación (pertenecientes todos a grupos que son partícipes crecientes en la producción de cine “standard” e interesados por deshacerse de competencia para sus series televisivas y por crear un nuevo “star system” casero, que luego tratarán de imponer en la pantalla grande), establecerán una falsa metáfora democrática, según la cual el público “elige” mayoritariamente ver el cine americano o el que la inversión publicitaria y la promoción del propio grupo multimedia convierte automáticamente en “comercial”. Para ello es esencial que no existan, en la práctica, otras alternativas: al menos en España, la mayor parte de lo más interesante que se hace en Europa y en el resto del mundo (incluso en los Estados Unidos) no se estrena, y las películas más taquilleras son las que el público tiene cerca de casa y copan el 90% de las pantallas (el 100% en los núcleos suburbanos, mientras se destierran las salas de cine de los centros urbanos).

Hasta el raro éxito de una película sin publicidad, que la crítica casi por milagro apoyase unánimemente, se ve reducido por su ausencia de vallas y espacios publicitarios y por su presencia exclusiva en una diminuta sala: aunque aguante en ella un año, la película en cuestión no entrará nunca en el “ranking” de las más taquilleras y sus ingresos totales serán ridiculizados frente a los obtenidos por los grandes éxitos del año. Se ocultará cuidadosamente que quizá amortice su bajo coste, desdeñando por principio todo lo que ha costado poco como “barato”, lo que no sucede con frecuencia con películas aparentemente mucho más comerciales, que han costado tanto y han invertido tanto en publicidad que un éxito espectacular pero efímero no permite amortizarlas por completo.

La exigencia de éxito inmediato (en el primer fin de semana se juegan todo), paradójicamente mucho mayor que cuando los tipos de interés triplicaban o cuadruplicaban los actuales, sirve para expulsar inmediatamente de las salas a las películas estrenadas el viernes sin publicidad alguna, impidiendo que se corra la nueva de su interés a través del “boca a oreja”, el más eficaz y fiable, pero el más lento. Los cinéfilos deberían recurrir al SMS y al correo electrónico para apoyar con la urgencia propia de la situación las películas que les gusten y que quieran que se sigan haciendo. Y debieran evitar, como sugirió hace poco Jordi Balló, por mucho que le intriguen, ver en las primeras tres semanas las películas de éxito garantizado por su precalientamiento y cobertura mediática y por su ocupación masiva de las pantallas.

Este problema, grave en toda Europa, lo es más en España que en otros países, pero no debería oscurecer su versión a escala continental: el espacio único europeo y la libertad de circulación dentro de la Unión Europea no existe más que para el cine americano. Las películas europeas, en general, no circulan apenas en territorio nacional, prácticamente nada en el comunitario. Quizá habría que dotar fondos europeos para constituir una distribuidora de la Unión Europea, con amplia cobertura, y que se ocupara de difundir el cine europeo en otros continentes. Sería más útil que fomentar infraestructuras que sólo pueden utilizar los más poderosos o cuyo objetivo es alquilar platós, material y equipos a superproducciones americanas sedientas de reducir costes.

No creo preciso recordar que el carácter crecientemente “doméstico” de los cines europeos impide que haya estrellas verdaderamente europeas, o que lleguen a ser atractivas en el mundo entero. Aparte de la vieja costumbre (desde el mudo) de contratarlas Hollywood en cuanto consiguen tener algún éxito en Estados Unidos. Ni Catherine Deneuve ni Alain Delon, ni Jean-Paul Belmondo ni Isabelle Adjani, ni Gérard Depardieu ni Emmanuelle Béart en sus momentos de mayor popularidad han logrado que se estrenaran ¡en la vecina España! sus películas, incluso si venían cargadas de Césars y de una taquilla espectacular en Francia.

Géneros: Puede ponerse en duda, si se salva el breve reino de la “commedia all’italiana”, clausurado hace ya cuarenta años, que el cine europeo posterior a la Segunda Guerra Mundial haya conseguido crear un solo género propio digno de tal nombre, si se usa el término con un mínimo de rigor, dentro de lo que cabe en materia de fronteras tan difusas y que, por su propia naturaleza, es evolutiva y cambiante: por definición, un género, cuando está vivo, se desarrolla y se modifica paulatinamente.

No es raro que así fuese, pese a que Europa es la cuna de casi todos los géneros cinematográficos (salvo el western y el musical) y tuvo una influencia estética determinante incluso durante los años 40 (gracias a Hitler) en varios otros, ya que la industria europea, donde llegó a existir, fue destruida durante la guerra (salvo en Francia) y el mercado fue colonizado (con menor intensidad en Francia) por las majors estadounidenses al término de la contienda, cuando lanzaron cientos de películas retenidas durante cinco o más años sobre unos países empobrecidos, ávidos de distracciones y sin apenas oferta nacional que oponer.

Los países ocupados o agradecidos apenas opusieron resistencia a lo que sus habitantes acogían con fervor y entusiasmo. A partir de ahí, todo ha sido o sumisión o tentativas de copiar con menos medios los modelos hollywoodenses, cuyo éxito, por lo demás, no sólo se debía a su calidad (que a menudo era grande). Era lo que, de repente, más abundaba, tras un largo periodo de ausencia, de forzada abstinencia, de añoranza incluso. Y algunos países (de nuevo, gracias a Hitler y sus émulos o precursores) le habían regalado al cine americano –parece que para siempre– la lengua mayoritaria de sus pobladores.

Los cineastas de mayor renombre, prestigio intelectual o (a escala nacional o europea) más comerciales son los que han creado un género propio: se va a ver, se ha ido a ver, no una comedia, un drama o un policiaco, sino una película de Carl Th. Dreyer, de Ernst Lubitsch, de Roberto Rossellini, de Ingmar Bergman, de Victor Sjöström, de Mauritz Stiller, de G.W. Pabst, de Lupu Pick, de Karl Grüne, de E.A. Dupont, de Gerd Oswald, de Jakob Protazanov, de Alberto Cavalcanti, de Ievgenií Bauer, de Robert Siodmak, de S.M. Eisenstein, de V.I. Pudovkín, de Mikhail Kersetz, de Alieksandr Dovzhenko, de Dziga Vertov, de Mikhail Romm, de Abram Room, de Boris Barnet, de Louis Feuillade, de Louis Lumière, de Jacques Tati, de Georges Méliès, de Alessandro Blasetti, de Alberto Lattuada, de Georges Rouquier, de Jacques Rozier, de Jean Eustache, de Maurice Pialat, de Luc Moullet, de Sacha Guitry, de Jean Vigo, de Marcel Pagnol, de Jean Epstein, de Luis Buñuel, de Maurice L’Herbier, de Germaine Dulac, de Jacques Feyder, de Johan Van der Keuken, de Joris Ivens, de Paul Verhoeven, de Peter Kubelka, de António Reis & Margarida Cordeiro, de Paolo & Vittorio Taviani, de Francesco Rosi, de Danièle Huillet & Jean-Marie Straub, de André Malraux, de Gianni Amico, de Werner Schroeter, de Louis Malle, de Manoel de Oliveira, de Paulo Rocha, de João Botelho, de Pedro Costa (el portugués), de Franco Piavoli, de Ermanno Olmi, de Iulií Raízman, de Dimitri Kirsanoff, de Guy Debord, de Alan Clarke, de Marcel Ophuls, de José Luis Guerín, de Nanni Moretti, de Raoul Ruiz, de Humphrey Jennings, de Bill Douglas, de Iosif Kheífits, de Marlen Khutsiev, de Frédéric Fonteyne, de Moholy-Nagy László, de Detlef Sierck, de José Luis Garci, de Gonzalo Suárez, de Fernando Fernán-Gómez, de Manuel Mur Oti, de Erik Charell, de Helmut Käutner, de Renato Castellani, de Gustav Molander, de Alf Sjöberg, de Sergio Leone, de Paul Fejös, de Gustav Machatý, de Szabó István, de Mészáros Márta, de Gaál István, de Makk Károli, de Peter Watkins, de Kevin Brownlow, de Emeric Pressburger, de Lev Kuleshov, de Grigori Kozintsev, de Ilya Trauberg, de Andreí Mikhalkhov-Konchalovskií, de Jaromil Jiŕés, de André Antoine, de Yves Mirande, de Claude Autant-Lara, de Henri-Georges Clouzot, de Julien Duvivier, de Pier Paolo Pasolini, de Valerio Zurlini, de Alfred Braun, de Traugott Müller, de Dušan Makavejev, de Slatan Dudow, de Peter Lorre, de Arthur Robison, de José Luis Borau, de Georg af Klercker, de Dario Argento, de Alexandre Astruc, de Roger Leenhardt, de Jacques Rivette, de Paul Vecchiali, de Jean-Claude Brisseau, de Jean-Claude Guiguet, de Fredi M. Murer, de Pablo Llorca, de Hans Jürgen Syberberg, de Bernardo Bertolucci, de Marco Bellocchio, de Federico Fellini, de Luchino Visconti, de Jean-Luc Godard, de François Truffaut, de Vittorio De Sica, de Jean Grémillon, de Jean Renoir, de Jacques Becker, de Jean-Pierre Melville, de Éric Rohmer, de Chris Marker, de Claude Chabrol, de Jacques Demy, de Marcel Carné, de Agnès Varda, de Claire Denis, de Chantal Akerman, de André Delvaux, de Jerzy Skolimowski, de Roman Polanski, de Milos Forman, de Jean Cocteau, de Max Ophuls, de Fritz Lang, de F.W. Murnau, de Noémie Lvovsky, de Yulia Solntseva, de Věra Chytilová, de David Lean, de Carol Reed, de Ivan Passer, de Jancsó Miklós, de Alieksei German, de Mark Donskoi, de Tarr Béla, de Georges Franju, de Jean-Louis Comolli, de Philippe Garrel, de Danièle Dubroux, de Benjamin Christensen, de Abel Gance, de Jean Rouch, de Jacques de Baroncelli, de Alfred Hitchcock, de Charles Chaplin, de Robert Bresson, de Edgar Neville, de Jean-François Stévenin, de Leos Carax, de Gianni Amelio, de Alain Tanner, de João César Monteiro, de Paul Leni, de Léonce Perret, de Marguerite Duras, de Michael Powell, de Patricia Mauzy, de Claire Devers, de Andrzej Munk, de Krzysztof Kieśłowski, de Urban Gad, de Robert Hamer, de Felipe Vega, de Mario Camus, de Montxo Armendáriz, de Benito Perojo, de Maurice Elvey, de Florián Rey, de Mario Soldati, de Mimmo Calopresti, de Gustavo Serena, de Llorenç Llobet-Gràcia, de Jerónimo Mihura, de Marco Ferreri, de Pascal Bonitzer, de André Téchiné, de Jacques Doillon, de Robert Guédiguian, de Xavier Beauvois, de Marie Vermillard, de Manuel Poirier, de Leopold Jessner, de Sergei Paradjanov, de Alieksandr Sokurov, de Grigori Alieksandrov, de Giuseppe De Santis, de Mauro Bolognini, de Pietro Germi, de Otar Ioseliani, de Carmelo Bene, de Ettore Scola, de Alexander Mackendrick, de R.W. Fassbinder, de Werner Herzog, de Alexander Kluge, de Luis García Berlanga, de Alain Resnais, de Fernand Deligny, de Hervé Le Roux, de Michael Haneke, de Axel Corti, de Olivier Assayas, de Benoît Jacquot, de Theo Angelopoulos, de Pierre Schoenderffer, de Barbet Schroeder, de Claude Lanzmann, de Jean-Daniel Pollet, de Alain Cavalier, de René Allio, de Nicolas Klotz, de Arnaud Desplechin, de Nicolas Philibert, de Arnaud Des Pallières, de Teuvo Tulio, de Nyrki Tapiovaara, de Gianfranco De Bosio, de Gian Vittorio Baldi, de Vittorio De Seta, de Pedro Almodóvar, de Víctor Erice, de Wim Wenders, de Andrzej Wajda, de Andreí Tarkovskií, de Michelangelo Antonioni, de Vladimir P. Basov, de Aki Kaurismäki, de Ken Loach… Nos gusten o no personalmente, sean monótonos o permanentemente cambiantes, lo que esperamos de una película europea es la presencia de un autor, de un punto de vista, de un estilo, de unas opiniones personales. Incluso cuando no pretendían serlo, o hasta lo negaban (Mario Bava, Raffaello Matarazzo, Terence Fisher, Vittorio Cottafavi, Riccardo Freda, Luigi Comencini, Mario Monicelli, Dino Risi, Mauricio Ponzi) o, simplemente, no eran “buenos” aunque fueran los autores, los “responsables” de las películas que dirigían (como varios mencionados y muchos más, de René Clair o Gillo Pontecorvo a Jesús Franco o J.A. Bardem). Excúseme la lista, que dista de ser exhaustiva y, aunque no lo parezca, y dentro de mis preferencias personales, es muy selectiva, y en la que faltarán quienes no hayan atravesado mi memoria en unos minutos, así como los muchos que sin duda no conozco y los bastante numerosos que otros apreciarán y yo no, o no especialmente; pero creo que es bueno que los europeos, de vez en cuando, hagamos recuento y recordemos que no han faltado ni nativos de nuestro continente ni personajes que sin salir de él han aportado al cine un buen número de obras maestras o de películas enormemente interesantes (sin contar a los que, nacidos fuera, han recalado algún tiempo por nuestras costas, a veces para no volver a su tierra de origen, y han conseguido hacer gran cine europeo). Si se tiene en cuenta que es mucho más frecuente que en Europa se hagan películas de notable interés, pero que no llegan a sublimes, que resultan un poco frías, que no se diseñan como memorables, además de las muchas que son poco conocidas, porque no circulan o ni siquiera se conservan, estaremos en mejores condiciones para, mirando tanto el pasado siglo como el presente, contemplar el futuro con la falta de complejos de inferioridad precisa para no ser pedantes y actuar con energía. Es muy posible que el cine europeo se venda mal, resulte menos atractivo y prometedor de lo que podría, peque de timidez o de pretenciosidad. Pero hay que pensarlo, ver si es cierto y –si vale la pena– tratar de corregirlo.

Notas preparatorias para la intervención en el II Congreso Internacional de Cine Europeo Contemporáneo en Barcelona en junio de 2006.