viernes, 31 de enero de 2025

Der Tiger von Eschnapur-Das Indische Grabmal (Fritz Lang, 1959)

Más aún que el peligro, la trepidación y la intensidad de la aventura —sobre la que es, ante todo, una muy escéptica reflexión—, lo primero que fascina e impresiona duraderamente (para siempre, diría yo) del díptico indio de Fritz Lang es su complejo pero transparente entramado geométrico, en el que, con una lógica implacable, se cruzan y superponen dos espacios —el arquitectónico, tridimensional, y el cinematográfico, bidimensional pero productivamente plano, ya que fuerza a la creación y conduce irremisiblemente a la estilización— y dos miradas, la del maduro maharadjah de Esnapur, Chandra (Walther Reyer), que al final del dilatado e intrincado relato ha llegado a la sabiduría por la renuncia (no desprovista de amargura), y la del anciano cineasta vienés-alemán, que la había alcanzado, al comenzar el rodaje de esta superproducción, por el paso de los años, su peripecia vital y el asiduo y honrado ejercicio de su profesión.

De este entramado subterráneo surge un singular objeto narrativo-visual, que puede antojarse pueril en su planteamiento y desarrollo argumentales, basados en convenciones procedentes de la novela de aventuras exóticas a lo Karl May, y situados en una India de las que suelen calificarse —osada y despectivamente— como de pacotilla o de cartón piedra (aunque se filmó en buena parte en exteriores e interiores naturales) y atemporal, si no anacrónica —la acción sucede hacia principios del siglo que ahora se acerca a su fin, aunque, viéndola, somos poco conscientes de ello—, pero de una complejidad formal y dramática que pulveriza los tópicos de su lisa superficie y revela —con absoluta nitidez y precisión— la esencia moral de los múltiples conflictos que plantea a unos personajes que se caracterizan, a fin de cuentas, por la ingenuidad fundacional de los primeros protagonistas del cine (no olvidemos que se trata de la tercera versión, aunque la primera dirigida por él mismo, de un guión escrito por Lang y su antigua esposa, Thea von Harbou, a comienzos de los años 20).

Si cuando contemplamos por una ventana, un patio o un paisaje, el cielo estrellado o las nubes plomizas del ocaso, normalmente no reparamos en el cristal a través del que miramos, sobre todo si está limpio, algo semejante parece suceder cuando observamos tanto el entorno real, contemporáneo —antaño en Rossellini o Renoir, hoy en Kiarostami o Rohmer— como un mundo ficticio, erigido en el plató, onírico o vagamente pretérito —como en el caso que nos ocupa—, acompañando una mirada tan lúcida, ordenada y rigurosa como la de Fritz Lang, que se condensa, al final de su dilatada carrera, en un estilo único e inconfundible a pesar de haberlo ido despojando de toda tentación retórica, del menor adorno, de cualquier asomo de esteticismo: la comparación de su primer film americano, Fury (Furia, 1936), e incluso del segundo, You Only Live Once (Sólo se vive una vez, 1937) —ya que tiene al menos una escena de la que Lang se acuerda en El tigre de Esnapur—, y las dos últimas realizadas en aquel país, While the City Sleeps (Mientras Nueva York duerme, 1956) y Beyond A Reasonable Doubt (Más allá de la duda, 1956), ilustra lo que digo, y tanto Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal (El tigre de Esnapur-La tumba india, 1959) como Die 1000 Augen des Dr. Mabuse (Los crímenes del doctor Mabuse, 1960) lo corroboran.

Este aparente film de género, que algunos calificaron de impersonal y apátrida, cuando no de regresivo, representaba además, para Lang, tras un largo paréntesis americano, el retorno a la Alemania de su formación, juventud y primeros éxitos —su patria cinematográfica, si no afectiva—, regreso que se salda, curiosamente, no sólo con una fuga en el tiempo —reiterada por su siguiente y última obra, su tercer tratamiento del mito central de su carrera, el Dr. Mabuse— sino, significativamente, con una escapada a tierras tan lejanas y poco germánicas como la India.

No es ocioso aventurar la suposición de que la Alemania del milagro económico, de Adenauer y Erhardt, no decía nada (por lo menos, nada bueno) al vienés tuerto y corpulento, último superviviente de la gran época de la UFA muda y del comienzo del sonoro, justo antes de la llegada de Hitler al poder, y que, tras decepcionarle irremisiblemente su capacidad para engañarse y entregarse en cuerpo y alma a los delirios retóricos de un maníaco peligroso, no atisba a detectar un solo rasgo esperanzador en la ambiciosa y acomodaticia Alemania del milagro, por la que siente, indudablemente, una mezcla de compasión y desprecio, al ver que el enriquecimiento económico y la indiferencia moral se anteponen a cualquier interés cultural, sin permitir a Lang vislumbrar algo positivo o prometedor en lo que depositar su confianza.

Se trata, por tanto, de una película en modo alguno rutinaria o insignificante para su autor, que por fin podía ver cumplida la aspiración reiteradamente frustrada de llevar a la pantalla sus fantasías de juventud, que antes habían plasmado en imágenes Joe May (en 1921) y Richard Eichberg (1938) —cineastas no desprovistos de talento, por cierto, pero que ni pueden soñar con las cumbres alcanzadas por Lang—, es de imaginar que de forma no plenamente satisfactoria para el autor. Es también evidente que todos hemos salido ganando de la postergación de este proyecto, ya que el viejo Lang era capaz de contar en 1958 esta historia de un modo y con una serenidad que difícilmente hubiera podido alcanzar en su primera juventud.

Este carácter permanente y armoniosamente doble —o quizá dual— es el que explica que esta película unitaria pero dividida en dos partes o jornadas, como era frecuente en la época de su concepción, Der Tiger von Eschnapur-Das Indische Grabmal, sea sorprendentemente fiel a sus planteamientos originarios, de cine primitivo y de vocación popular, incluso de cine desprovisto del don de la palabra, y no choque tampoco, sin embargo, en el momento de su tardía realización, es decir, como obra contemporánea de, por ejemplo, À bout de souffle (Godard), La Pyramide humaine (Rouch), Hiroshima mon amour (Resnais), Les Bonnes Femmes (Chabrol), Le Signe du Lion (Rohmer), Lola (Demy) o Les Quatre Cents Coups (Truffaut); ni entonces (hacia 1959-60) ni hoy, cuarenta años después. A fin de cuentas, lo propio del clasicismo —del que es, a mi entender, una de las más perfectas manifestaciones cinematográficas— es que no tiene fecha de caducidad: es clásico, más allá de su pretensión o voluntad de durar, todo lo pasado que sigue años más tarde siendo contemporáneo, que permanece vivo y vigente para quienes lo contemplan —sea por primera o por enésima vez—, y que es, por tanto, sin siquiera proponérselo, siempre moderno, y eso lo mismo si en su momento se consideró pasado de moda que si, por el contrario, supuso entonces una ruptura frente a lo que se tenía por clásico o, cuando menos, por normal.

Lo asombroso de El tigre y La tumba no es tanto, pues —pese a serlo también, a poco que se piense—, la meditada historia que relata, y que encierra una parábola lo suficientemente ambigua como para que su exposición no la anule y el tiempo no la erosione, ni por su simple paso ni por su labor de desgaste de la obra y de nosotros mismos, sus espectadores fieles o potenciales, sino la seriedad y la exactitud con que está narrada. A menudo se tiende a contar de modo poco riguroso, más bien aproximativo, aquello que de partida se considera inverosímil o se desprecia como menor en sí mismo o inferior o indigno de la categoría, la edad, el talento, el prestigio o la ambición del relator.

No hay rastro de ese fatuo e ignorante desdén en la actitud del anciano Lang, tan curioso y atento en 1958 como pudo sentirse de joven, a medida que tejía esta trama con su amorosa cómplice de entonces, Thea von Harbou, ignorando, sin duda, que en parte estaban escribiendo su propia historia, la fase terminal de su relación, que estaba aún por suceder, y tanto en sentido literal como en una clave, si se quiere, más metafórica, incluso, en algún aspecto, con casi todos los atributos de una parábola invertida.

Por eso, el díptico hindú de Lang es un ejemplo idóneo de la tesis de Goethe según la cual toda obra, si es suficientemente perfecta en su género, lo trasciende, pues traspasa sus fronteras, y no debe ser ya juzgada ateniéndose a sus reglas, que, aunque no se lo proponga, habrá ignorado, o sustituido por unas normas propias, mucho más exigentes, pero no extensibles a las demás.

El misterio insondable de este ejemplar edificio fílmico, inagotable por muchas que sean las visitas que le hagamos, por grande que pueda llegar a ser nuestra familiaridad con cada uno de sus rincones, episodios, ramificaciones y vericuetos, reside precisamente en que no se postula o presenta como enigma, de un modo deliberado y planificado, sino que ese carácter es algo que se sospecha o intuye, diría que inevitablemente e incluso a pesar de Lang, y que emana de su propia transparencia, de su ritmo desusadamente reposado, de su ordenada exploración y alternancia de espacios y texturas de naturaleza muy diversa, incluso antagónica, o de la fulgurante recapitulación sintética de El tigre de Esnapur —que se cierra provisionalmente, en suspenso— con que se abre La tumba india, un prodigio de narración esencialista e hiperelíptica, además de objetiva e intrigante, sin parangón en toda la historia del cine.

Parte de este secreto deducido es de naturaleza estrictamente personal, como ya he adelantado, y tiene sus raíces en la relación biográfica de Lang tanto con la historia que por fin consigue contarnos —tras 37 años de espera— como con el depurado estilo que, al cabo de su vida, ha conquistado; otra parte procede, sin embargo, del carácter indiscutiblemente europeo de la forma de contar —a través de su disposición y desglose tanto en el tiempo como en el espacio— esta historia, sin embargo adscribible, sobre el papel, en un género amplia e insistentemente cultivado por el cine americano de todas las épocas. Que esto suceda precisamente cuando Lang acaba de pasar casi un cuarto de siglo esforzadamente convertido en cineasta americano no puede ser casual, sino el resultado de una decisión voluntaria del autor, que obviamente tenía la opción —sólo teóricamente al alcance de la gran mayoría de los directores europeos— de seguir ejerciendo —en Asia o en Europa— el papel que había desempeñado durante un periodo tan dilatado.

Esta elección, si se relaciona con el evidente repudio de la nueva Alemania que se deduce tanto de esta doble película como —aún más palpablemente— de la siguiente, —las únicas que consiguió llevar a término en su fugaz retorno al viejo continente—, aclara el carácter no nacional, sino culturalmente europeo que reivindica Lang, y puede contribuir a aclarar lo que de especial y distintivo ha tenido siempre —quiera o no— el mejor cine realizado en Europa frente al más grande concebido y tolerado al otro lado del Atlántico, a menudo elaborado por europeos de origen o de nacimiento y formación.

Frente a la acción, o además de ella, y con peso preponderante, la reflexión; frente al presente, la memoria, la gravitación y la presencia imborrable del pasado; frente a la pura velocidad expositiva, la relativa calma y el ocasional reposo que constituyen las pausas narrativas; frente al predominio de lo sucesivo e inestable, la aspiración a la estabilidad y la permanencia, a veces simultánea, de varios tiempos dramáticos; frente al movimiento continuo, las situaciones y la caracterización de los personajes; frente a la verosimilitud y la normalidad estadística, la autenticidad esencial; frente a la inexactitud de los estereotipos deterministas, la percepción comprensible de lo singular e incluso lo anómalo; frente a la acumulación y la enumeración de datos fijos e inmutables, la selección y el análisis pormenorizado de seres y relaciones en constante transformación; frente al arrastre mecánico y la imposición de una perspectiva fija al público considerado como un tropel, la invitación al baile, es decir, el disimulado diálogo tácito que entabla el cineasta invisible con cada uno de los espectadores individuales; frente a la identificación con los protagonistas, la contemplación externa e inteligente —pero no indiferente— desde una cierta distancia, variable y mínima pero perceptible y significativa, silenciosamente reveladora.

En lo que tal actitud europea tiene de oposición al cine predominante, los cineastas clásicos europeos se diferencian poco o nada de los renovadores del lenguaje que surgen, en ese mismo momento, principalmente en Francia, y por obra, en general, de admiradores (Rivette, Chabrol, Godard, Rohmer) de El tigre de Esnapur-La tumba india, cuyas peripecias y meandros me cuidaré de divulgar, y no tanto por guardar el secreto de su intriga sino, más bien, para no privar del placer de seguirlas, asombrado, al lector que no haya asistido como espectador a su majestuoso despliegue en la pantalla. De ahí que, sin proponérselo siquiera, Der Tiger von Eschnapur-Das indische Grabmal prefigure el cine posterior de Jean-Marie Straub, del mismo modo que otra obra similarmente menospreciada y de no menor amplitud, riqueza y claridad, Los Diez Mandamientos (1956) de Cecil B. DeMille.

En Nickel Odeon nº 15 (verano de 1999)

miércoles, 29 de enero de 2025

Duel in the Sun (King Vidor, 1946)

¡Qué grande es el cine! (13/03/2000)


Película mítica por excelencia, de esas que a pesar de los conflictos de elaboración y la pésima organización de la producción, como otras de Selznick, se han hecho un hueco en la memoria del público en general de varias generaciones, y ante cuya fuerza y capacidad de seducción nada sirven los reparos, las pegas ni los "peros", porque da igual, con sus defectos (manifiestos) y excesos (bien patentes), lo cierto es que funciona, es una combinación casi perfecta entre ciertos rasgos estructurantes y arquetípicos del western y unos personajes impulsivos, tormentosos y apasionados, a menudo escindidos y dubitativos, en ocasiones irreflexivos e impulsivos, que proceden claramente del melodrama y de la novela romántica. No hay en su encarnación por actores elegidos más por su imagen y sus connotaciones cinematográficos que por su talento histriónico (aunque disten de carecer de tales dotes) la menor aspiración ni al realismo psicológico ni a la verosimilitud, que obviamente se desprecian como muy inferiores en fuerza emocional y poder de convicción que su adecuación meramente plástica e iconográfica a lo que sus papeles tienen de arquetipos desplazados o desviados, de iconos melodramáticos. Es el caso que nos creemos a pies juntillas los momentos menos plausibles, los gestos más inexplicables, las más sorprendentes reacciones, la tremenda confusión de sentimientos y la sensación de desgarramiento íntimo que, cada cual por sus razones, sienten casi todos sus personajes, incluso los más secundarios y episódicos, como el interpretado, con melancolía premonitoria, sin confianza en sí mismo, con fatalismo, por el siempre discreto y eficaz Charles Bickford o, por el contrario, el espectacular ciclón del falso (o cuando menos ambiguo) predicador itinerante al que da vida, en una escena memorable, atravesando la película como una exhalación, un nada frenado Walter Huston. Pero otro tanto podría decirse de todos y cada uno de los personajes importantes o hasta principales, en una película carente de homogeneidad interpretativa tanto como de homogeneidad plástica o narrativa, heterogeneidad no explicable meramente por la intervención de múltiples realizadores cuyos trabajos independientes - aunque supervisados por Selznick - se yuxtaponen brutalmente, sin solución de continuidad y sin que ningún barniz o limado trate de hacer invisibles las costuras, de suavizar las rupturas, las alteraciones rítmicas, los saltos de tono, los sorprendentes giros de la trama. Es como si nada importase ninguna de las unidades clásicas, y sólo el propio brío narrativo fuese capaz de imponer una dirección dominante y hacer pasar por lógica una trama confusa y plagada de rupturas y contradicciones, de fallas y grietas que ni siquiera se disimulan o maquillan, sobre las que se salta olímpicamente, aplicando una suerte de "ley de la ventaja" narrativa, para no interrumpir su avasallador e imponente flujo, sin prestarles atención, haciendo caso omiso de las contradicciones o bien resaltándolas como the point, como si de eso se tratara realmente, a bombo y platillo, con toda la paleta de colores y el estruendo sonoro que se hace preciso en una obra regida por la desmesura y en la que, por tanto, apenas hay lugar para los matices (salvo los sentimentales) o las medias tintas.

Texto preparatorio para la intervención en ¡Qué grande es el cine! (13 de marzo del 2000)

lunes, 27 de enero de 2025

La Nuit américaine (François Truffaut, 1973)

François Truffaut acaba de declarar en Madrid que piensa dejar el cine hasta 1975. No creo que lo cumpla, pues hace tres años, en Barcelona, anunció lo mismo, y desde entonces ha dirigido una película cada año. A mi modo de ver, sin embargo, estas manifestaciones de Truffaut revelan que es consciente de estar atravesando una crisis creativa, cuyo primer síntoma aún no preocupante —en una obra caracterizada por su altísimo nivel—fue precisamente el film que motivó su primer anuncio de retirada, Domicilio conyugal (1970). Con el aburguesamiento de Antoine Doinel y el inicio de la gesticulación ampulosa en Jean-Pierre Léaud se cerraba una serie de películas (Los 400 golpes, Antoine et Colette en El amor a los 20 años, Besos robados) que transponían al personaje de Doinel experiencias personales más o menos autobiográficas. Truffaut, que en su film anterior (El pequeño salvaje) parecía haber cambiado de rumbo, se encontró de pronto desorientado, sin saber qué hacer. Superada la tentación del silencio, optó por volverse hacia el pasado, hacia una de sus primeras y mejores fuentes de inspiración: las novelas de Henri-Pierre Roché, a las que debe sus dos obras más apasionantes (Jules et Jim, 1961, y Las dos inglesas y el amor, 1971). El fracaso comercial de este último film le conduce a Una chica tan decente como yo (1972), sin duda, su peor y más impersonal realización. Y después, ¿qué le queda a un director que no tiene nada que decir y que, por algún motivo, quiere seguir haciendo cine? Evidentemente, el propio cine, y no es por tanto extraño que Truffaut elija el rodaje de una película como tema de su último film, La Nuit américaine (1973).


La noche americana, afortunadamente, no tiene nada que ver con su anterior película. Sin embargo, no me parece satisfactoria ni me hace desear que Truffaut renuncie a su proyectada cura de reposo. Voy a intentar explicar por qué. La noche americana no pertenece a los films irreales y líricos de Truffaut (Tirez sur le pianiste, Fahrenheit 451, La novia vestía de negro, La sirena del Mississippi), pero tampoco plenamente a los realistas (muy escasos en su obra; tal vez el único sea La piel suave, su film más maduro). Recuerda, más bien, a las adaptaciones de Roché y a la serie Doinel, sobre todo a esta última, dada la cantidad de elementos autobiográficos y la mezcla de drama y comedia, de fantasía y realismo que se da en ellos. Podría esperarse que el ex crítico Truffaut se hubiese decidido por fin a hablarnos del cine y de su mundo; sin embargo, nos encontramos muy lejos de las reflexiones que, cada uno a su manera, han llevado a cabo Vertov, Sobrevila (Sexto sentido), Vidor (Show People), Keaton (El cameraman), P. Sturges (Sullivan's Travels), N. Ray (In a Lonely Place), Minnelli (Cautivos del mal, Dos semanas en otra ciudad), Cukor (A Star is Born), Wilder (El crepúsculo de los dioses), Mankiewicz (La condesa descalza), Godard (Le Mépris), Rossellini (lllibatezza) o Hopper (The Last Movie), pues La noche americana no es sino una acumulación dispersa, y poco o mal construida como guión, de anécdotas de rodaje, sin duda auténticas y personales (la del gato hace referencia a La piel suave), pero muy tópicas y convencionales, carentes de relevancia. Esta banalidad convierte la película en algo agradable y con cierta gracia, pero en el fondo insignificante. Todo el que haya estado en un rodaje reconocerá con agrado su verismo; para aquel que desconozca el mundo del cine, su exotismo le resultará curioso e interesante. Sin embargo, el título parecía prometer algo más profundo (las relaciones entre lo real y lo ficticio, entre la apariencia y la vida), ya que la «noche americana» consiste en rodar de día, mediante trucaje, las escenas nocturnas. Nada de ello —o muy poco— se encuentra en esta película, rodada con mucho menos cuidado, entusiasmo e ilusión de lo que la gran grúa roja en que descansa la cámara del director Ferrand (el propio Truffaut) y el feo sueño de éste (robando, de niño, las carteleras de Citizen Kane) intentan hacernos creer; ese espíritu existía en las primeras películas de Truffaut, pero parece haberse esfumado en las dos últimas. Tal vez por eso las mejores escenas de la película sean las más trágicas (la desesperación de Valentina Córtese, la soledad de Jean-Pierre Aumont, la generosidad de Jacqueline Bisset, los amores contrariados de Léaud, la inquietud de David Markham). Tales personajes son los que más arriesgan, los más patéticos, los más profundos y también, a excepción del de Léaud, los mejor interpretados. Yo destacaría especialmente la figura envejecida, de dignidad profesional y alusiones cocteausianas, de Aumont, que tiene a su cargo —con David Markham, en un coche— la mejor escena de toda la película, una escena que por sí sola hace que valga la pena ver La noche americana, que en esos momentos es lo que, para Cocteau era el cine: filmar la muerte trabajando.

En Nuevo Fotogramas (28 de septiembre de 1973)

viernes, 24 de enero de 2025

Bresson y Mouchette

Bresson es, sin lugar a dudas, uno de los más personales y originales creadores cinematográficos y, precisamente por ello, uno de los más discutidos. La crítica de todos los países se ha enfrentado a él desde los más diversos puntos de vista, y ha adoptado las más diversas posturas, en general —como corresponde a un caso límite— extremadas e incluso contradictorias, que se han traducido en aceptación o rechazo global, y que casi nunca se han detenido a analizarle a fondo. Es, pues, mucho más frecuente encontrar una sarta de insultos o, por el contrario, de elogios, que una verdadera exégesis de su obra o un intento de desmontar su sistema de creación y señalar así las causas de la admiración o la repulsa. El hecho de que un director sea discutido y que raramente deje indiferente es ya un signo de que algún interés —sea positivo o negativo— tiene, lo cual hace evidente la necesidad de un estudio a fondo de su personalidad y de la obra a la que ha dado lugar.

Nuestro Cine, por supuesto, no ha permanecido ajena a esta pugna, y se han publicado diversas críticas —en general, desfavorables— de las escasas películas de Bresson que han podido verse en nuestro país o en recientes festivales internacionales. Sin embargo, la postura crítica de muchas revistas —y, entre ellas, por supuesto, Nuestro Cine — se ha hecho más matizada y serena en los últimos años, que han coincidido con la culminación de una estilística que cada vez se ha hecho más dura y austera.

El cine de Robert Bresson se sitúa aparte de las corrientes generales —por diversas que sean— del cine de nuestro tiempo, y de ello es bien consciente —no sin inquietud, pero con cierto orgullo— el propio Bresson, sobre todo cuando insiste en que lo que él hace no es «cine», sino cinematógrafo. Sin llegar a proclamar, como lo ha hecho uno de sus más extremistas partidarios, que el único director que sabe lo que de verdad es el cine, y que lo hace, es el autor de Au hazard, Balthazar... (1966), hay que reconocer que Bresson ha ido, paulatinamente, y sobre todo a partir de Pickpocket (1959), creando una auténtica escritura cinematográfica que poco o nada tiene que ver con las corrientes actuales o pasadas del cine, que le es propia y exclusiva, y por tanto inimitable, aunque su camino tiene ya numerosos admiradores y empiezan a manifestarse sus influencias en directores como Jean-Marie Straub, Jean-Luc Godard y otros.

El estilo bressoniano se define por una serie de rechazos, asentados en unas teorías muy pensadas, concebidas no a priori, sino desarrolladas como reflexión sobre la práctica y que, a cada nueva película, se han ido modificando, corrigiendo o precisando. Las teorías de Bresson, como las de Eisenstein, no pueden aceptarse como dogma, sino como una serie de postulados que solo son válidos para sus autores y que difícilmente pueden ser útiles para otros directores. Por esto se puede estar en desacuerdo con las teorías de Bresson y, sin embargo, admirar sus películas. La idea central que preside la creación bressoniana es la coherencia, sin la cual cada uno de los factores aislados que integran sus películas perdería su fuerza y su eficacia. Esto no es nada nuevo, pero pocos directores han llegado en la práctica tan lejos, en este sentido, como Bresson y Eisenstein, lo que lo convierte en algo bastante original. Dado que Bresson nos presenta un mundo paralelo al nuestro pero que no es el nuestro, cualquier elemento heterogéneo quebrará la armonía interna que estas películas necesitan para existir. Bresson es un perfeccionista, y por eso sus films necesitan ser perfectos y puros en mayor medida que los de casi cualquier otro director.

Bresson dice que para él el cine —o, mejor dicho, el cinematógrafo— consiste en tomar fragmentos de realidad bruta, aislarlos, y darles luego un nuevo orden (como para Eisenstein, la mayor intervención del autor se sitúa precisamente en el montaje, pero éste a su vez condiciona los encuadres y la selección de aquella parte de espacio y de tiempo que es necesario filmar para luego poder montarla convenientemente). Este nuevo orden crea unas relaciones entre las imágenes que son, para Bresson, la forma de expresión cinematográfica por excelencia («el cine no debe expresarse por imágenes, sino por relaciones entre imágenes»). Para lograr este fin, Bresson tiende cada vez más a la sencillez, por un lado, y a la abstracción, por otro, siendo esto último la inevitable consecuencia de llevar al límite lo primero: si vamos desnudando cada imagen de todo aquello que no le es esencial, forzosamente llegaremos a esquematizar su contenido que, al reducirse a sus líneas de fuerza, perderá en gran medida su contacto con el resto de la realidad y se convertirá en abstracción, aunque el contacto de unas imágenes con otras volverá a crear un mundo, otra realidad, extraída de la primera pero diferente de ella.

Este proceso de despojamiento lo encontramos, si nos detenemos a analizar un film de la última época de Bresson, a todos los niveles, en todos los factores que dan lugar a su existencia. En primer lugar, si comenzamos por lo más externo para luego ir profundizando, nos encontramos con que cada imagen de Bresson es seca, «lineal», sobria, desnuda de todo ornamento, sin brillo, sin atractivo. La composición de cada plano es clara y ordenada, inexpresiva, con pocos elementos, hasta tal punto que no es posible detenerse en ella, sino que nos remite a un «más allá» significante, situado a otro nivel. El sonido —como las imágenes, que siempre son «realistas», nunca fantásticas u oníricas— está registrado directamente, pero luego depurado, simplificado, reconstruido a partir de sus elementos reales, y esto da idea no sólo de la importancia que Bresson confiere al elemento sonoro de sus films, sino de la coherencia de su proceder. Bresson, por otra parte, odia a los actores, y, desde su tercera película, Le Journal d'un curé de campagne (1950) sólo utiliza a no-profesionales, vírgenes de cine, con el fin de que sean más dóciles y maleables y no intenten expresar o interpretar. Para ello, Bresson limita al máximo sus movimientos, sus gestos, sus reacciones. Su dicción es monótona, uniforme, inexpresiva. El montaje rechaza cualquier efectismo y, rompiendo las normas académicas, se apoya en un original sentido del raccord, de las entradas y salidas de campo, que contribuyen a crear la dinámica y el ritmo especiales que caracterizan las películas de Bresson. La narración es elíptica, indirecta en ocasiones, lineal siempre (casi todos sus films recientes se construyen alrededor de un protagonista al que se sigue constantemente: Michel, Jeanne, Balthazar, Mouchette), y de ella han sido eliminadas todas las digresiones que pudieran desviar la atención del espectador. La música, fragmentaria, interviene sólo ocasionalmente, con una función exclusiva de puntuación, sin contribuir nunca a crear artificialmente un ritmo, un clima, un ambiente como suele ocurrir. Los films de Bresson son siempre breves, rectos, sin atractivo: fuera de ellos todo lo bello, lo superfluo («la pintura me ha enseñado que no hay que hacer bellas imágenes, sino imágenes necesarias»).

La rigurosa yuxtaposición de todas estas características da lugar a unos films de rara sobriedad que, más que desprecio al público —como algunos han pretendido— revela una enorme confianza (no poco ingenua, hay que reconocerlo) en la inteligencia, el interés y la capacidad de atención del espectador, sin hacerle la menor concesión ni intentar explicarle todo minuciosamente. Bresson filma con libertad —es decir, no se somete a las convenciones que los malos productores creen que reclama el público—, pero respetando al espectador («debemos tender lo más posible a dejar al espectador en libertad»).

Pese a que todas las características enunciadas son bastante exclusivas, quizá el rasgo más distintivo de Bresson, y el que hace más difícil su aceptación, consista en haber creado una dramaturgia absolutamente nueva, rompiendo así con aquella clásica que estableciera Griffith y que, si bien se ha ido enriqueciendo progresivamente, en esencia ha permanecido la misma hasta la irrupción de la «nueva ola» francesa y los posteriores movimientos equivalentes que han ido surgiendo en Italia, Alemania, Brasil, Bélgica, Canadá, Estados Unidos, Japón, Yugoslavia, Hungría, Checoslovaquia o la U. R. S. S. Ahora bien, si puede considerarse que Pickpocket es el primer film de la «nouvelle vague» —y no sólo por la decisiva influencia que ha tenido en directores tan diferentes entre sí y tan alejados en apariencia de Bresson como Godard, Demy, Truffaut, Resnais o Rohmer, sino por ser un film rodado con medios escasos, en escenarios naturales, y proponer una estética de ruptura—, hay que señalar que la dramaturgia de Bresson —que es, si se quiere, una desdramatización— tampoco tiene mucho que ver con las innovaciones estructurales del nuevo cine. Esta concepción del acontecer cinematográfico que ha ido desarrollando Bresson, y que consiste en despojar sus obras de todo elemento no absolutamente imprescindible a través de las operaciones ya comentadas, tiene su clave en un factor que, de forma quizá pedante, pero precisa, podríamos denominar «coeficiente duración-legibilidad de los planos».

En un buen film «normal», la duración de cada plano coincide con mayor o menor exactitud con la cantidad de tiempo necesaria para recorrer con la vista y asimilar su contenido (encuadre, luz, decorado, movimientos y gestos de los actores). En un film efectista —o en las escenas de acción de casi todos—, o en una película de Eisenstein, este coeficiente ya no es igual a la unidad, sino de un valor inferior: la duración del plano no nos permite llegar a ver y comprender todo lo que ocurre en él, sino que nos da una idea, una impresión de lo que en él acontece. En Pickpocket o Procés de Jeanne d'Arc (1962), por el contrario, el coeficiente es superior a 1, y cada plano dura algo más —o bastante más— de lo estrictamente necesario para captar todo lo que nos muestra, dado que, si bien los planos de Bresson casi nunca son largos, el extremado despojamiento de su composición, su limpidez y orden, su tamaño, la reducción del decorado a sus líneas esenciales, lo reducido de los movimientos de cámara y actores, etcétera, los hacen inmediatamente asimilables. Esto crea un ritmo lento, desacostumbrado (ya que no es una lentitud narrativa o estructural, o debida a rozamientos o falta de claridad, sino interna a cada plano: no es lento el film, ni la secuencia, sino cada plano), que exige una actitud determinada por parte del espectador: hay que concentrarse en la pantalla, recorrer tranquilamente todos los elementos que entran en juego, extraer libre y mentalmente su significado y enlazarlo con el de los planos anteriores y posteriores. Esto implica una activa participación intelectual, una disposición por parte del espectador, ya que el film no le da todo hecho, sino una serie de elementos básicos que hay que integrar. Son, pues, películas distanciadoras, no alienantes, que no sólo permiten la lucidez del que las contempla, sino que la exigen. Una vez conseguido este especial ritmo mental, se podrá apreciar y comprender la obra de uno de los más interesantes creadores actuales.

La atonalidad de los films de Bresson, las pausas que lo puntúan de forma totalmente musical, no pueden menos que evocar algunas experiencias recientes de ciertos compositores, de las cuales algunas obras recientes de Bergman, Chytilová, Delvaux o Tati son claros paralelos cinematográficos, aunque, sin llegar a tanto, es fácil emparentar los films de Bresson —como los últimos de Dreyer— a los últimos cuartetos de cuerda de Beethoven y a las obras más depuradas de Bach.

No resulta difícil, por otra parte, «destruir» críticamente un film de Bresson. Como toda obra abstracta —ya sea pictórica, musical o cinematográfica—, si se le aplican esquemas de juicio naturalistas, la película resultará increíble o, por lo menos, insuficiente. Nadie se mueve —se dirá— como los personajes de Bresson, nadie habla así, o piensa de esa manera; sus películas no son «bonitas», en ellas no «pasa» casi nada, son lentas, aburridas. Todo esto —dejando aparte lo subjetivo de todo aburrimiento— es, en cierta medida, cierto, pero también insuficiente y, con frecuencia, contradictorio. Por un lado, no me parece lícito acusar a un autor de no cumplir una serie de reglas que él deliberadamente ha violado por considerarlas caducas, innecesarias o simplemente insuficientes para él. Por otra parte, ¿por qué es «falsa» la manera de hablar de los no-actores de Bresson? ¿No será más bien —y esto es válido para los demás aspectos de sus films— que estamos acostumbrados a la forma de hablar del cine de serie, que no es, ni mucho menos, la verdadera, sino su convencionalización? (y no digamos en España, donde el doblaje falsea todo). Bresson declara, explícitamente, que el cinematógrafo «es el arte de no expresar nada, es un asunto de luz y de sombra, hace falta mucha sombra», que en sus películas «no hay ninguna mímica ni puesta en escena», que «todo film es forzosamente abstracto», que busca «que todas las personas hablen casi de la misma forma», que pide a los actores «que digan la frase lo más mecánicamente posible». La explicación fundamental de todo esto nos la da Bresson al decir «el cine copia la vida, la fotografía, mientras que yo recreo la vida a partir de elementos tan naturales, tan brutos como puedo». En efecto, mientras que incluso los mejores metteurs-en-scène filman una acción que acontece en un espacio real, equivalente al escénico, con unos actores que interpretan, la acción de los films de Bresson no existe en el «plató», sino solamente sobre la película. Es ésta, al existir, la que da vida a los personajes, y no al revés.

En cuanto a la abstracción en Bresson se hace necesario insistir una vez más en un hecho fundamental, que con frecuencia se olvida: todo film es abstracto, incluso si se llena de detalles «vivos», incluso si se rueda un documental, y más todavía si se recarga la acción y el decorado. Hay que desterrar de una vez para siempre el igualar el cine a la vida. Toda película es la huella de una visión —forzosamente parcial y por tanto abstracta—, la marcha de una idea. Lo que importa, pues, es su coherencia interna, el funcionamiento del mundo que el autor lleva consigo y pone ante nuestros ojos. Y en este sentido ni sus detractores niegan la cohesión del mundo de Bresson, que llega a un extremo que sólo Hitchcock, Buñuel y algunos otros han podido alcanzar. Tampoco las personas son como Picasso las pinta, y sólo los muy reaccionarios se atreven ya a negarle validez.

Para acabar esta larga pero necesaria presentación, conviene despejar un par de malentendidos que dificultan aún más la comprensión del cine de Bresson, de su postura frente a él y a la vida (en la medida en que aquél expresa su concepción de ésta).

El autor de Procès de Jeanne d'Arc es cristiano (pero no católico, como con frecuencia se lee), y en la medida en que sus films son muy personales, su obra también lo es, aunque de forma tan amplia y vaga («para mí, todo el mundo es cristiano: no veo un tema que me parezca menos cristiano que otro») que resulta a todas luces abusivo y deshonesto (para bien o para mal) pretender que hace «cine religioso» (lo mismo les ocurre a Dreyer y Bergman, sistemáticamente deformados para elogiarles o atacarles, y a veces hasta a Buñuel y Hitchcock). Más aún si se tiene en cuenta lo poco hagiográfica que es su película sobre Santa Juana de Arco, y que Bresson declara no haber intentado dar a Pickpocket ningún significado moral. Como esta afirmación no es suficiente, hay que destacar que si se analiza con honestidad la obra de Bresson no se encuentran sermones, moralejas ni nada parecido. Además, de sus películas está ausente la noción de pecado, de culpa, hasta de fe (el suicidio de Mouchette) y de arrepentimiento (Michel en Pickpocket). Por el contrario, nos encontramos con personajes dostoyevskianos, soberbios, orgullosos, obstinados, rebeldes, sin resignación. El único sentimiento «cristiano» —pero no sólo cristiano, claro— que encontramos es el de la caridad (Mouchette para Arsène, Marie para Michel). Tampoco hay milagros, ni tenemos de las voces que oye Juana de Arco otro testimonio que el que ella da en sus declaraciones al tribunal. Lo que en verdad interesa a Bresson es llegar al interior de sus personajes —¿y a qué director no?—, y ya que llegamos a esta cuestión conviene señalar lo paradójico que resulta el que se haya llamado a Bresson «cineasta del alma», cuando se trata, precisamente, de uno de los directores en que lo físico —si bien descarnado, aplanado— tiene más importancia, hasta el punto de convertir Pickpocket en una sinfonía de manos, andares y miradas, ya que Bresson sabe muy bien que los medios que para llegar al fondo de sus personajes pone a su disposición el cine son única y exclusivamente externos, aparenciales, visuales y auditivos y que, en consecuencia, para conseguir sus fines ha de servirse, ante todo, de sus gestos, de sus miradas y de sus voces («la voz es lo más revelador de una persona») que, precisamente por eso, Bresson reduce a lo esencial.

Otro factor de confusionismo es el pretendido uso que Bresson hace de símbolos. Dejando aparte el que Bresson manifieste: «No me gusta crear símbolos. Los evito cuanto me es posible. Pero el público siempre los descubre a profusión», conviene aclarar que, como ocurre con otros directores que tienen algunos puntos de contacto —y muchos de divergencia— con Bresson, tales como Buñuel, Bergman y Hitchcock, el autor de Un condamné à mort s'est échappé (o Le Vent souffle où il veut, 1956) no emplea símbolos, sino metáforas, lo cual, si se tiene en cuenta que toda película es, a fin de cuentas, una metáfora de la realidad, no tiene nada de extraño ni de censurable. Así tenemos escenas como la que abre Mouchette (1966), que tiene un valor narrativo intrínseco pero que también resume toda la historia del film, si se sustituye la perdiz por la protagonista (escena muy parecida a una que Franju introducía a la mitad de Relato íntimo, Thérèse Desqueyroux, 1962; y equivalente a la de la violación de la niña en el Diario de una camarera, de Buñuel). En cuanto a la película de Bresson que tiene más reputación de simbólica, bastará señalar que el asno Balthazar cumple fundamentalmente un cometido estructural, al ser el hilo conductor que nos lleva a través de una serie de personajes y de los vicios que el burro padece (evitando la dispersión), y que además tiene la ventaja de ser todavía menos expresivo y gesticulante que los demás actores de Bresson.

En resumen, después de las dos obras maestras que son Pickpocket y Procès de Jeanne d'Arc, que se sitúan entre lo más maduro y avanzado que ha dado hasta ahora el cine —como, en otra dirección, finalmente convergente, El ángel exterminador, Persona y Los pájaros—, Bresson dirige Au hasard, Balthazar..., su obra más discutida e impenetrable, que no conozco, y que sus defensores consideran como la culminación y última consecuencia de una trayectoria que, partiendo de Les Anges du péché (1944) y Les Dames du Bois de Boulogne (1945), había llegado a la perfección con los dos films anteriores a Balthazar.

Posiblemente por haber llegado, en cierto modo, a un punto final, es natural que Bresson («cada film plantea problemas nuevos, enteramente diferentes de los que planteaban los films precedentes») se decidiera a tomar una nueva dirección, sin que esto significara una ruptura con todo lo anterior. Esta evolución ha despistado a muchos, que han visto en Mouchette un paso atrás, una regresión, y se han sentido decepcionados. Hay que aclarar que Mouchette es un film extraño, que tiene algunos leves defectos (pero materiales, de ejecución, y no como una consecuencia de la nueva línea de Bresson) y que no es un paso adelante, sino más bien una leve pausa, una plataforma desde la que Bresson reconsidera los fundamentos de su arte, antes de tomar una decisión arriesgada: rodar su primer film en color, La femme douce, que ya está acabado.

Lo primero que sorprende en Mouchette es la precipitación con que Bresson, a los pocos meses de terminar Balthazar, se puso a dirigirla, ya que Bresson suele reflexionar y preparar durante años cada una de sus películas. Esta fiebre de rodar es ya reveladora, aunque quizá se deba a que el relativo éxito comercial de su film anterior le hizo posible rodar otro (siempre se lamenta de no haber hecho más y tiene muchos proyectos, como Lancelot du Lac, que no logra llevar a cabo), y que es quizá la causa de algunos de los pequeños errores de Mouchette.

En el film no hay realmente ninguna escena fallida, pero en algunas hay leves fallos de actores que, si bien no comprometen la armonía y la cohesión general de la película, la sitúan a un nivel ligeramente inferior al de Pickpocket o Procès de Jeanne d'Arc. No obstante, estos errores no son nunca de concepción, no dependen directamente de Bresson más que en muy pequeña medida; al utilizar los actores como herramientas, el uso que hace de ellas es invariablemente adecuado, pero en algunos casos las herramientas no son tan buenas como en otras ocasiones (así, J.-C. Guilbert, que ya usó en Balthazar, y luego Godard en Weekend, es aquí poco sobrio para Bresson, aunque a su lado hasta un John Wayne hace muecas). Sin embargo, hay que reconocer que la actitud de Bresson ha variado un poco, y aunque se mantiene fiel a sus postulados estéticos, los aplica aquí con menos intransigencia, lo que convierte Mouchette en una película más fácil y asequible, más espontánea y tonal, menos severa que las anteriores. Esto explica, por otra parte, que Mouchette sea el film de Bresson que más gusta a sus detractores o a quienes no le dan importancia. La película se aleja un poco del «cinematógrafo» para acercarse al «cine» más de lo que su autor hubiera consentido un año antes. La planificación parece menos calculada, es más amplia. Su desdramatización es menos férrea, y por ello se convierte en un film menos cerebral, más «impuro», más emocionante, incluso desgarrado (aunque, por supuesto, a una gran distancia de la melodramática novela de Bernanos en que se inspira). El fluir del film es menos continuo y uniforme que anteriormente. Los actores gozan de una mayor movilidad, secundada por la cámara, aunque siempre dentro del rigor ascético que caracteriza a Bresson. La recitación es un poco menos monocorde, más modulada. El coeficiente duración-legibilidad del que hablábamos antes se acerca casi al l y, con ello, el ritmo de la película se hace más rápido. Es, además, el film más largo (con Balthazar) de los últimos Bresson (Pickpocket dura 75, Jeanne d'Arc, 60 min.), y el que transcurre en menos días y tiene menos elipsis (aunque abundan, y en ocasiones cada cambio de plano es una).

En este sentido, Mouchette es un remake invertido de Procès de Jeanne d'Arc, si se reducen ambos films a su esquema común: una joven (Mouchette tiene catorce años, Juana de Arco dos o tres más), obstinada y orgullosa, es prisionera de los que la rodean sin comprenderla, y es perseguida, golpeada, insultada, acusada e interrogada por ellos hasta llevarla a una muerte liberadora, tras un momento de rendición al que sigue, inevitablemente, un último gesto de rebeldía, de oposición al medio (Juana rectificando su retractación, Mouchette diciendo merde a todo el mundo). Ahora bien, en el Procès el constante diálogo creaba el ritmo de la película, la inmovilidad de cámara y actores era casi absoluta, los exteriores aparecían muy raramente y el decorado interior era casi único, como la situación, y la planificación se reducía al más sencillo juego de alternancia en plano-contraplano (oposición Juana-jueces) de planos medios fijos de encuadre muy parecido, mientras que en Mouchette, por el contrario, son pocas las escenas que ocurren en interiores, los encuadres, situaciones y escenarios son muy variados, los movimientos de cámara y actores son frecuentes, los diálogos muy escasos, la recitación más «normal» y la fotografía más contrastada, brillante y luminosa (a cargo de Ghislain Cloquet, fotógrafo muy diferente de Léonce-Henri Burel, cuyas sobrias tonalidades gris mate eran mucho más adecuadas al estilo de Bresson). Y precisamente el que, para tratar un tema parecido, Bresson haya adoptado un estilo todo lo diferente posible sin renegar de sus teorías, demuestra que no ha caído, como algunos pretenden, en el academicismo.

Los diversos elementos, circunstancias y personajes que dificultan la vida de Mouchette (admirablemente interpretada por Nadine Nortier) están, por otra parte, presentados con un orden y un rigor admirables, aunque quizá demasiado sistemáticamente, convirtiendo la película en una serie de secuencias aisladas que muestran el enfrentamiento de la protagonista con su padre borracho, con su madre enferma, con su hermano pequeño, con el guarda Mathieu, con el cazador furtivo Arsène, con sus compañeras de colegio, con la maestra, con las mujeres del pueblo, con los niños que intentan provocarla bajándose los pantalones cuando ella pasa, con la violencia, el hambre, la pobreza, la ignorancia, el sexo, la cotillería, la naturaleza y, finalmente, la muerte. Si esta estructura es un poco rígida, no permite ninguna escapatoria, y condiciona de tal modo la libertad de Mouchette que la conduce al suicidio de forma irremediable, tiene la ventaja de ser muy clara y de una linealidad muy bressoniana: Bresson construye con la planificación y la estructura una cárcel invisible, traduciendo así una de las ideas clave del mundo bressoniano, en el que el tema de la prisión y la sensación de enclaustramiento de los personajes aparece siempre («todos somos prisioneros», ha dicho Bresson).

Contrariamente al método de Bresson siguió en su primera incursión en el mundo de Bernanos, Le Journal d'un curé de campagne (1950), y que André Bazin definía brevemente al señalar que Bresson había suprimido todo lo que era visual y cinematográfico ya en la novela (lo que revela cómo Bresson siempre huye de la facilidad e intenta crear por su cuenta) y había respetado, en cambio, todo lo exclusivamente literario y más difícil de traducir en imágenes —es decir, que hizo lo contrario que cualquier otro—, en Mouchette, sin por ello dejar de ser fiel, en rasgos generales, a lo que narra la novela, ha suprimido casi todo el diálogo, no ha puesto ninguna «voz interior», y se ha dedicado a depurar el lacrimoso y moralizante melodramatismo de la novela, sus cantos de esperanza, su sentimentalismo clerical, su diálogo de catecismo y otras lacras que estropean las ideas interesantes que de vez en cuando se le ocurrían a este escritor francés. Este proceder indica, sin duda, que a Bresson la novela no le convencía, aunque el personaje de Mouchette, tan bressoniano, le interesaba enormemente (se parece mucho a Michel y a Jeanne de Pickpocket, a Jeanne del Procès, a Marie y al asno de Balthazar, y quizá a éste sobre todo). Por otra parte, el sentido de la película, —enormemente desesperada— ha cambiado, y además Bresson ha comprimido temporalmente la acción, ha alterado el orden de las secuencias, ha suprimido algunas y ha añadido otras (que se encuentran entre las mejores), ha quitado explicaciones, ha actualizado la época y, sobre todo, ha sustituido el misticismo caritativo y lloroso de la novela por una visión fría, rigurosa y hasta cruel. Si se cuenta cualquier película de Bresson a alguien que no la haya visto, éste creerá que se trata de un melodrama, y, sin embargo, no hay nada tan distante de este género como un film de Bresson: la sobriedad, la disciplina, el tono distante, el rigor, la desdramatización, el esencialismo de Bresson no permiten nunca el melodramatismo (1).

Este film silencioso, rápido, tenso pero sereno, carece, en efecto, de la fulgurante perfección de los films anteriores, pero tiene algunas virtudes inéditas (una amplitud, una concreción que no había antes) y encierra varias de las mejores escenas que ha rodado Bresson en su vida. La principal de éstas es la clave de todo el film, dentro del cual es una excepción, y es creación exclusiva de Bresson (no tiene en la novela ningún equivalente). Un domingo por la mañana, en la feria, Mouchette contempla con envidia a otros niños más afortunados, que se divierten en los cochecitos de choques. Una mano desconocida deposita en la de Mouchette una moneda, y la niña sube a uno de los automóviles, donde empieza a recibir insistentes topetazos de un chico algo mayor, al que Mouchette sonríe y no ataca, sino que se deja golpear con evidente placer. Se crea así entre ellos una cierta complicidad, hecha de choques, sonrisas y miradas, que al acabar el juego Mouchette intenta prolongar siguiendo al muchacho, que parece esperarla.

Pero esta relación sutilmente erótica se corta bruscamente con la violenta intervención del padre de Mouchette, que le da una bofetada. La idea genial consiste en que Mouchette, a quien todo el mundo trata a golpes, establezca su única relación positiva (por vaga que sea) precisamente recibiendo golpes, dejándose golpear (que es casi el único lenguaje que conoce y que comprende), y que ese intento de contacto se vea interrumpido de nuevo por la violencia. En relación con esta idea está la concepción de otra de las mejores secuencias, aquella en que Arsène viola a Mouchette, que es para ella otra forma de comunicación. En principio, Mouchette confía en el cazador furtivo, también un perseguido; luego ella se esconde y él la busca en la oscuridad hasta atraparla y derribarla por tierra; las manos de Mouchette aletean para cerrarse luego en un abrazo de entrega, mientras la hoguera, fuera de campo, crepita, rompiendo el impresionante silencio de la escena («cada vez que puedo sustituir una imagen por un ruido, lo hago»).

Otras escenas magníficas son las que ocurren en la escuela (la maestra obliga a Mouchette, que desafina, a cantar; a la salida, Mouchette tira barro a sus compañeras, mejor vestidas), y los crueles interrogatorios, filmados en planos fríos y grises (cercanos aquí al estilo de Burel), a que Mouchette se ve sometida cuando, tras la muerte de su madre, las mujeres del pueblo, muy caritativas y obsequiosas, empiezan a sospechar que ha pasado la noche con Arsène, y a lo que ella acaba por replicar, con obstinación y altivez, «el señor Arsène es mi amante», tras intentar ocultarlo para no hacerle daño. Tras esto, insulta a las inquisidoras (en especial a la mujer de Mathieu y una vieja que habla de la muerte) y se va al campo, para llegar así a la grandiosa escena final, el suicidio de Mouchette, clímax en sordina que está en la novela pero que Bresson ha enriquecido y depurado. La gran idea consiste esta vez en dar a la escena un tono de «juego» que la hace mucho más terrible: Mouchette se deja deslizar hacia el río, rodando de costado, pero se topa con unas matas que frenan su caída; lo repite, con idéntico resultado. Obstinada y tranquila, lo vuelve a intentar, rueda de nuevo, desaparece por el borde del encuadre, se oye en off su caída al agua. Un largo plano fijo nos muestra entonces las serenas aguas del río, bajo las cuales yace, libre, Mouchette, y suena entonces el «Magnificat», de Monteverdi, mientras el agua, fría y tranquila, sigue largamente su camino, y el film acaba.

Como es frecuente en los personajes bressonianos, Mouchette no piensa; siente y reacciona instintivamente, como un animal (y en este sentido es en el que se puede relacionar con el asno, del que Bresson decía que era igual que Marie, la protagonista de Au hasard Balthazar...), y sigue una línea recta que acabará en la felicidad, como en Pickpocket, o en la muerte, como en Procès de Jeanne d'Arc o en Mouchette, según predomine uno u otro de los dos motores esenciales del universo bressoniano: azar y predestinación jansenista. En medio de su inconsciencia y alienación, Mouchette llega a tomar conciencia (en la forma limitada que le permiten su edad y su inteligencia) y, tras la experiencia sexual y la muerte de su madre, se rebela y recurre a la única salida que encuentra: la muerte.

Si en principio se podía lamentar que el primer Bresson estrenado en España fuese el menos perfecto, finalmente resulta positivo —siempre y cuando se vayan estrenando los otros ocho, verdadero material adecuado a la etiqueta «arte y ensayo»—, ya que no sólo es un gran film, sino que, por ser más normal y accesible, puede servir como una buena introducción al mundo y al estilo (que es lo mismo) de Robert Bresson.

(1) La aplicación de métodos bressonianos —en cierta medida— a teóricos melodramas ha dado resultados interesantes en dos recientes films franceses estrenados en España: La ladrona (La Voleuse, 1966), de Jean Chapot, y Riesgos del oficio (Les Risques du métier, 1967), de André Cayatte.

En Nuestro Cine nº 85 (mayo de 1969)

miércoles, 22 de enero de 2025

Discreta osadía

Aunque precariamente «industrial», Los motivos de Berta es la primera tentativa de José Luis Guerín para tratar de llegar al público. Conviene recordar, por tanto, algunas obvias verdades, tan claras y evidentes como la película misma, tan «sabidas» y elementales que se olvidan o no se tienen en cuenta. John Berger, en Modos de ver, refresca la memoria de todo aquél que quiera ver mejor. Yo me limitaré a transcribir algunas de sus observaciones más pertinentes:

«La visión precede a las palabras. El niño mira y reconoce antes de poder hablar».

«Solo vemos aquello que miramos. Mirar es un acto selectivo».

«Nunca miramos una sola cosa; siempre miramos la relación entre las cosas y nosotros mismos».

«Por mucho que cualquier imagen incorpore una manera de ver, nuestra percepción o valoración de una imagen depende también de nuestra manera de ver».

Los motivos de Berta, transmite, más que un discurso, una historia o una tesis, una sucesión continuada de miradas. Aun no habla Guerín, pero mira: son suyas, más que de los personajes que pueblan la película, las miradas: él es realmente el «mirador». Hasta Berta, cuando mira, es mirada por el director. Estas miradas son ciertamente voluntarias, selectivas, libres y deliberadas. Escogidas, seleccionadas, las imágenes se suceden en un orden que no es arbitrario. Su sucesión es determinada, inspirada más que dictada, precisamente por la relación entre el que mira —el cineasta— y aquello que mira —Berta, el paisaje, el decorado—, relación que trata de comunicarnos sin retórica, sin pretender imponérnosla. No quiere que veamos aquello que ve tal como él lo ve, sino hacernos ver que ve así. Porque la visión de Guerín no es la de un conformista, pero tampoco la de un «visionario». Tiene la osadía de ser poco pretencioso, de proponer a nuestra atención modestas imágenes desnudas. En blanco y negro. Bajo control. Asimilables por cualquiera. Que fluyen en un ritmo pausado y sereno, sin atropellarse buscando efectos, sorpresas y contrastes; ¡cuidado!, aun así, hay que tener la mirada atenta y ágil, porque no sobra tiempo para abarcar cada plano y, si bien no hay una gran profusión de objetos, aquello que abarca tiene, si no «importancia», sí una «función» utilitaria, narrativa y un sentido. Están ahí por un motivo concreto, a diferencia de lo que sucede en la mayoría de objetos de casi todas las películas que se hacen hoy con más medios, más tiempo y más «oficio».

Precisamente, quizá es esta falta de «oficio» —entendido en un sentido que no hace de ello una virtud deseable para un cineasta— aquello que permite que Guerín sea uno de esos «amateurs» con talento en los cuales, con una visión aguda, puso su esperanza Jean Cocteau antes de la llegada de la nouvelle vague. Como Cocteau, Bresson, Tati, Dreyer o Rossellini, los «jóvenes renovadores» —Godard, Rivette, Rohmer, y después Eustache, Pialat, Garrel o Doillon— no han sido sino «aficionados con talento», tanto si han logrado hacer del cine una profesión y una manera de vivir como si —como Jacques Rozier— han tenido después que dedicarse a otro oficio para ganarse la vida. Guerín no hace cine para enriquecerse, ni para ser «director de cine» cuando sea mayor, ni para conquistar la fama. Se limita a plasmar en película monocromática, porque hay mucho terreno que explorar entre el blanco y el negro, su tejido temporal de miradas, sin por eso pretender que haya nada excepcional en su manera de ver, ha querida que sea la suya, no la que se lleva esta temporada, ni la de un género determinado, ni la de ninguno de sus admirados precursores, precisamente porque sabe aquello que realmente fueron por el hecho de ser ellos mismos, y que la manera de aprender de Bresson o Dovzhenko no consiste en imitar meros encuadres, sino en hacer —en otro tiempo y en otro lugar, y siendo uno mismo— aquello que ellos hicieron antes que él.

Traducción del texto publicado en catalán en el nº 2 de Inserts : butlletí de la secció de cinema de la Fundació Pública Municipal Teatre Principal (abril-junio de 1985)

Traducción de Uryen Blánquez

lunes, 20 de enero de 2025

Fake (Orson Welles, 1973) y Filming Othello (Orson Welles, 1978)

Si tengo a Filming Othello como una consecuencia de Fake no es solo porque sea el film de Welles inmediatamente siguiente, sino más bien porque ambas contienen, a mi modesto entender, dos de las máximas interpretaciones wellesianas: aunque se represente o interprete a sí mismo -cosa que, por lo demás, hizo casi siempre-, no creo que nunca lo haya hecho con tan gran sentido del humor y a la vez del espectáculo, por una vez de carácter íntimo y hasta se diría (pero es una ilusión, pura ficción) que confidencial. A diferencia de otros cineastas cuando se encarnan a sí mismos -pero con menos oficio y experiencia que Welles, claro-, Orson no nos habla con tono profesoral o de erudito-conferenciante, sino con el casi más propio de una conversación entre amigos o siquiera viejos conocidos, a los que se puede confiar algún secreto, alguna decepción, algún truco.

Como siempre que se veía obligado a apañarse con lo disponible -y casi siempre le faltaron medios o tiempo, si no ambos elementos-, y cabe suponer que sin contar con un plan previo muy preciso ni una idea clara de a dónde iría a parar ni de lo que cada película podría durar, encuentro a Welles especialmente inspirado también como director: es cierto que las dos contienen algunos materiales ajenos y no muy reelaborados, algunos planos vulgares o rutinarios o excesivamente secos, pero a su lado, fulgurantemente, aparecen también algunos de los más hermosos y sencillos de su filmografía, también algunos de los más misteriosos.

Otro paralelo que refuerza el aire casi de díptico de estos dos films breves y tardíos es que explican sobre Welles y sobre su concepción del cine más que muchas de las muy numerosas entrevistas con él que pueden leerse y no digamos que los aún más innumerables libros y artículos que se han dedicado, desde 1941 hasta hoy, a elogiar, comentar o interpretar y valorar no solo su obra, o sus múltiples actividades, sino también su personalidad. Esto hace de ambas películas materia prima nada desdeñable, sino estrictamente imprescindible para cualquier acercamiento serio a su figura.

Aunque Filming Othello carezca de la magia y el encanto, y quizá del humor burlón y fanfarrón de Fake, es también una película finamente humorística, pues no por tener un alcance más concreto y limitado -su versión del Otelo de Shakespeare, terminada en 1952- deja de jugar con el espectador-oyente (no se puede imaginar ninguna de estas dos películas sin la voz de Welles) al ratón y al gato, ocultando o enseñando una carta, borrando o relativizando las siempre borrosas e inestables fronteras que separan el documento de la ficción, la historia del mito y la realidad del cuento.

Si en Fake (o ? About Fakes, y tiene muchos otros nombres y apodos) había entrelazadas varias historias y otros tantos temas de debate, este segundo ensayo fílmico filmado, más breve además, es de contenido estrictamente monográfico y de aire, si no mucho más serio (pues Fake lo es, en el fondo), de tonalidad menos bromista. No me extrañaría nada que este par de modestos Welles sirviesen de estímulo e inspiración a la muy abundante trayectoria ensayística de Jean-Luc Godard, que culmina en su serie televisiva Histoire(s) du Cinéma.

Hay quizá, si se quiere, más invención, más elaboración de imágenes nuevas en la primera, pero no por ello menor reflexión, sino simplemente de ámbito más amplio y, por ello, con un carácter más juguetón y disperso. Por eso, probablemente, y también por estar menos centrada en el propio Welles, Fake es también, a la vez, la más divertida y la más emocionante, pero encuentro tanto una como otra absolutamente fascinantes, y sorprendentemente discretas (a la vez que exuberantes) pruebas de que Welles no era por esos años ni un cineasta acabado ni un gran perezoso, sino uno de los muy contados directores que, en esos años 70 tan difíciles tanto para los clásicos como para los modernos ya veteranos (Antonioni, Rossellini, Bergman), muy pocos lograron superar con integridad y -como diría el Gene Kelly de Cantando bajo la lluvia- dignidad, siempre dignidad.

En “El universo de Orson Welles”. Madrid : Notorious, mayo de 2015.

viernes, 17 de enero de 2025

Biotaxia (José María Nunes, 1967)

Prescindiendo, por el momento, de todo juicio de valor, parece evidente que en las tres últimas películas de Nunes, Noche de vino tinto (1966), Biotaxia (1967) y Sexperiencias (1968), hay elementos que merecen cierta atención, por lo insólito que resulta su existencia dentro del cine español. Por lo pronto, nos encontramos con que Nunes es uno de los pocos directores españoles que busca nuevas formas de expresión; lo cual, por otra parte, revela ya una de sus limitaciones, por cuanto sus experimentos se reducen a factores estéticos o, a lo sumo, rítmico-estructurales, con la excepción de Sexperiencias, obra más ambiciosa que las anteriores, pero, a mi juicio, mucho menos lograda. Es también digno de consideración el hecho —rarísimo en nuestro enfermizo panorama cinematográfico— de que José María Nunes lleve a cabo estas experiencias formales —por otra parte, no desprovistas de interés y de originalidad, y necesarias al cine de un país en el que no se ha hecho casi nada en ningún terreno, si se deja aparte a Berlanga y Saura, y no se tiene en cuenta la excepción que es Gonzalo Suárez—, con una obstinación y una libertad encomiables. Además, esta independencia no se manifiesta tan solo a nivel de producción, sino en la postura de Nunes, consistente en no hacer cine para la taquilla —ni para el público siquiera—, sino que lo concibe únicamente como un medio de expresión. Nos encontramos así ante una serie de películas llenas de defectos, pero muy personales, sin duda con elementos autobiográficos (explícitos en Biotaxia, pero presentes también en las otras dos). Esto y el que posea un estilo fácilmente identificable, convierten a Nunes en uno de nuestros escasísimos "autores" cinematográficos. Naturalmente, lo interesante no es que surjan autores, sino buenos autores, y Nunes, por el momento, no lo es. Pero como, si se autocritica y se contiene un poco, puede llegar a serlo, merece que se le preste una cierta atención y que se le considere muy por encima de Summers o un Lazaga, funcionarios impersonales que fabrican películas en serie.

Como observaba acertadamente José Monleón en su crónica de Molins de Rey (Nuestro Cine, número 60), el principal de los muchos y graves defectos de Noche de vino tinto, película mediocre, pero no exenta de interés, estribaba en el desnivel que hay siempre entre las imágenes y el texto. Este factor, que se da en sus dos films posteriores tanto como en Noche de vino tinto, desequilibra las películas, ya que, si bien visualmente están bastante logradas —en especial Biotaxia—, y no carecen de originalidad, en el aspecto verbal, siempre muy abundante y adoptando formas muy diversas (diálogos, monólogos, voces interiores y en off, cartelitos, etc.), hay errores gravísimos: el texto suele ser muy literario, falsamente poético, con un tono pedante y trascendentalista que acaba por irritar y, en resumen, falso e inverosímil. Para colmo, los actores —o quienes se hayan encargado de doblarles— recitan este texto de forma declamatoria o susurrante, reforzando pretenciosamente esta mala literatura, esta poesía trasnochada, que resulta especialmente ridícula en las explosiones de lirismo y en el uso de metáforas prosaicas y ramplonas. Porque Nunes, a fin de cuentas, es un existencialista sentimental, muy ingenuo y romántico, por mucho que intelectualice sus películas, cuyo aspecto literario parece obra de un pobre poeta borracho.

Todo esto resulta, en ocasiones, hasta simpático, y sin duda forma parte del modo de ser de Nunes, que nos habla en primera persona e intenta comunicamos sus problemas, sus preocupaciones y sus ideas (así, cuando en Noche de vino tinto Irazoqui exclama "¡Vete, lágrima!", resulta sublime de puro ridículo). Además, siendo tanto Noche de vino tinto como Biotaxia estudios de crisis sentimentales, el asunto no tiene demasiada importancia, aunque debía ser corregido. Pero donde sí resulta gravísima esta tendencia nunesiana es en Sexperiencias, donde se ha desarrollado hasta dominar toda la película, que es, además, la menos atractiva visualmente, y donde, al plantear la película un problema político, llega a convertirla en un demagógico y confuso batiburrillo de divagaciones ideológicas, en el que se mezclan las ideas y los nombres más "de moda" sin llegar a ningún resultado preciso. Esto revela, probablemente, que Nunes no tiene ideas claras, pero se puede aventurar que, aunque las tuviera, el resultado sería prácticamente el mismo, dado su estilo literario.

Lo más interesante de Nunes es, en consecuencia, el haber intentado crear unas estructuras narrativas (o no-narrativas, mejor dicho), más abiertas y originales que las vigentes en el cine español, y que no tienen equivalente más que en No contéis con los dedos (1967), de Portabella, Dante no es únicamente severo (1967), de Joaquín Jordá y Jacinto Esteva Grewe, y Después del diluvio (1968), de este último, obras teóricamente interesantes, pero, en mi opinión, totalmente fallidas. En Noche de vino tinto la estructura es muy simple, alternando una situación única —una pareja de solitarios, que se encuentran por azar, y recorren las tascas de Barcelona— en el presente con recuerdos del pasado de cada uno de los personajes (en flashbacks breves y muy luminosos). Sexperiencias tiene una estructura "abierta", en la que se integran desordenadamente todos los tópicos del cine falsamente moderno, y que, en un contexto más avanzado que el español, tampoco aporta nada nuevo. Biotaxia, por el contrario, posee una estructura más compleja —aunque no por ello confusa— y elaborada, perfectamente adecuada —aunque no muy rigurosa, por desgracia— a las ideas motrices del mundo de Nunes: la soledad, el tiempo, los recuerdos (en flashbacks muy señalizados como tales), la pareja, el encuentro, la ruptura, la tristeza y el inmovilismo. Por otra parte, las características muy especiales de la estructura de Biotaxia se asocian con otros dos factores fundamentales de las últimas obras de Nunes: por un lado, la investigación sobre el ritmo y sus variaciones dentro de una misma película y, por otro, las formas de agresión estética. De esta forma, y gracias también al excelente trabajo de Nuria Espert (con la Serena Vergano de Noche de vino tinto, el único intérprete acertado que ha tenido Nunes), Biotaxia logra una coherencia de la que carecen tanto su película anterior como la siguiente.

Lo primero que llama la atención en Biotaxia, y de forma muy provocativa y osada, es el principio: un primer plano fijo, con Nuria Espert inmóvil, que dura unos tres minutos, y que obliga a prestar una continua y muy prolongada atención a un plano inmediatamente leíble, o a no entrar en la película. A partir de entonces empiezan las vueltas atrás, que mezclan —más que alternan— distintos temporales. Es una lástima que esta estructura temporal sea caótica y desorganizada, ya que atemporaliza la película, en vez de acrecentar la tensión rítmica y luminosa que se crea desde el primer plano. No se establece en ningún momento una dialéctica pasado-presente, al igual que el desfase entre texto e imágenes impide una relación dialéctica entre estos dos componentes. Se puede imaginar lo que hubiera sido Biotaxia si Nunes hubiera tenido el rigor de Resnais en Te amo, te amo (Je t'aime, je t'aime, 1968).

A partir de ese largo primer plano que abre la película, Nunes va cambiando de plano, alejándose cada vez más del rostro de Nuria Espert, hasta llegar a un plano general de la actriz sentada en un sofá, en medio de una habitación. De ahí pasa a fragmentar el espacio rítmicamente, descomponiendo en planos diferentes partes de la cara de Nuria Espert. Toda esta planificación, en orden inverso, se repite al final de la película, que acaba en un nuevo plano (no el mismo) de tres minutos, con Nuria Espert inmóvil, estancada en una misma situación. Entonces —y sólo entonces, lo que prueba que Nunes no ha jugado al virtuosismo en esta ocasión— nos damos cuenta, retrospectivamente, de que la película ha seguido una estructura simétrica, variando progresivamente de ritmo (dado, sobre todo, por la duración de los planos y su relación entre sí) hasta un cierto punto, y luego desarrollándose en sentido inverso, pero sin ninguna rigidez. Esta estructura simétrica, bastante sutil, quizá no sea totalmente necesaria, pero parece ser lo que más ha interesado a Nunes y, en cualquier caso, es adecuada, por lo menos, al significado de la película, que resulta, en conjunto, y pese a graves defectos a todos los niveles (así Pablo Busoms, tan equivocado como Enrique Irazoqui en Noche de vino tinto, o todos los actores de Sexperiencia), bastante interesante y muy nueva dentro del cine español.

Lo malo de Nunes, en espera de su próximo film, y visto el fracaso total de Sexperiencia —en la que, sin embargo, hay algunos buenos detalles y, como en las otras dos, una excelente fotografía de Jaime Deu Cases—, es que no parece tener ideas claras, y mezcla cosas sin importancia con otras apasionantes, desequilibrando en mayor o menor medida los films que realiza. El personaje —como de costumbre en Nunes, anónimo— que interpreta Pablo Busoms en Biotaxia dice en un momento: "¿Tú sabes lo que tiene o no interés? No es fácil, llevo toda la vida intentándolo". Pues bien, lo grave de esta confesión (pues este personaje es un portavoz de Nunes: ha intentado escribir una novela que se llamaría Biotaxia, y que sería —como dice un rótulo antes de los títulos de crédito— un "intento de un análisis para clasificar a un ser viviente", "personaje creado en una noche de borrachera") es que Nunes no ha logrado todavía resolver el dilema, y da importancia a cosas sin interés y no la da a otras que sí lo tienen. De ahí que junto a una Nuria Espert muy sobria, casi impasible, haya un Pablo Busoms desdibujado, inexistente, y que, en el papel, debía tener tanto peso como el personaje femenino; que junto a escenas muy divertidas (como la de Joaquín Jordá, que supera al del telegrama de Noche de vino tinto), o interesantes (como la de Nuria Espert quitándose la peluca y dirigiéndose a los espectadores —hace de una actriz famosa y "progresista", y en algún momento parece que se interpreta a sí misma—, o la de la conversación telefónica) haya otras estúpidas e insoportables, y que a veces la película se reduzca a un lamentable "quiero y no puedo", mientras que en otras ocasiones resulta un experimento muy curioso.

En Nuestro Cine nº 86 (junio de 1969)

miércoles, 15 de enero de 2025

Guncrazy (Tamra Davis, 1992)

Conocía el Guncrazy de Tamra Davis a través de un vídeo en V.O., y no lograba comprender por qué demonios no se estrenaba uno de los pocos remakes recientes que, sin llegar a la altura del original —el visionario y magistral Gun Crazy o Deadly Is the Female (El demonio de las armas) que rodó en 1949 Joseph H. Lewis, uno de los grandes autores agazapados en la serie B—, vale la pena ver.

Lo primero que hace la realizadora de esta nueva versión, quizá provocada por el título alternativo del original, es dar otro punto de vista, más centrado en la protagonista que fascinado por ella; que ambos resulten tan ingenuos, torpes y en el fondo inocentes procede quizá de una actitud más pro-juvenil, ya adoptada en 1947 por Nicholas Ray en su genial primer film, el argumentalmente bastante parecido They Live By Night.

Lo segundo que hace Tamra Davis es actualizar la historia, con lo que evita el efecto "retro" y el servilismo (generalmente de boquilla) al modelo clásico, al tiempo que demuestra el carácter anticipador y moderno de la película de Joseph H. Lewis (en esto diverge de lo que hizo Robert Altman al rehacer They Live By Night con el título de la novela de Edward Anderson en que se inspiró Ray, Thieves Like Us).


La tercera operación que da sentido a este remake es la elección de actores, sobre todo de la inquietante Drew Barrymore para el papel femenino principal, aunque también da muestras de buen ojo en la elección de secundarios como el warholiano-morriseyano Joe Dallessandro y Michael Ironside.

Para colmo, la película está realizada con precisión, seguridad y energía —y eso que debe ser la primera de Tamra Davis, sólo sé de una posterior, CB4 (1993)—, y no comete ni las torpezas que se toleran a los novatos ni las bobadas que hoy está de moda hacer —como en cada momento— para pasar por "brillantes" y al día e impresionar no se sabe si a los críticos, a los distribuidores o al público. Lástima que Tamra Davis fuese despedida a las tres semanas de empezar el rodaje de Cuatro mujeres y un destino (Bad Girls, 1994) y sustituida por Jonathan Kaplan, porque eso puede dificultar una carrera que prometía ser digna de seguir.

En “Todos los estrenos. 1994”. Madrid : Ediciones JC, diciembre de 1994.